31

Viejos amigos

Al despertar, Javier sintió una agradable sensación de bienestar: ya no había dolor y no sentía frío. Estaba acostado, cómodo, y una gran luminosidad lo inundaba todo entrando por un amplio ventanal. Al fondo se veían los campos nevados en un día raramente claro para estar en Rusia.

—¿Estoy muerto? —preguntó.

Los dos soldados que hacían guardia sentados a ambos lados de la cama se miraron.

—Ve y avisa, se ha despertado —dijo uno al otro, que salió del cuarto con el sempiterno tintineo de los correajes y la impedimenta de los soldados de la Blau. Al momento el guardia volvió acompañado de un médico y una enfermera.

—¡Vaya, se ha despertado! —dijo el galeno.

—¿Dónde estoy? —repuso el herido—. ¿En el hospital de la Blau?

—Exacto —contestó el médico, un hombre alto y rubio que lucía los galones de teniente en el bolsillo de su bata—. En el hospital de la División Azul, está usted en territorio alemán.

—¿Y Aurora?

El teniente médico comenzó a decir sin hacerle caso:

—Resultó usted herido en el abdomen. Fue un tiro bastante limpio, no comprometió órgano vital alguno.

—Tengo sed.

—Ya puede beber algo —dijo el doctor mirando a la enfermera—. Tendrá usted que tomar dieta blanda durante un par de semanas.

—¿Y Aurora? —volvió a preguntar.

—Supongo que se refiere usted, en un exceso de familiaridad que no debe permitirse, a la comandante Aguinaga. Partió hacia Madrid al día siguiente de su llegada.

—Pero… ¿cuánto tiempo llevo aquí?

—Tres días.

—Ya… ¿No dijo nada?… ¿No hay ningún recado para mí?…

El galeno negó con la cabeza.

—Descanse y repóngase, lo va a necesitar.

Entonces el médico y la enfermera salieron del cuarto dejándolo a solas con los dos guardias. Estaba esposado a la cama por su brazo derecho. Era un prisionero. ¿Qué harían con él ahora que no le necesitaban? Aurora no estaba allí para ayudarle, aunque, por otra parte, quizá no quería hacerlo. Un hecho estaba claro, ella le había vuelto a salvar la vida en el Ermitage y se había arriesgado al traerlo de vuelta atravesando las líneas enemigas cuando podía haberle quitado el brazo y haberlo hecho sola.

¿Habría caído De Heza? ¿Cumpliría Medina su parte del trato sacando a Julia y a la niña del país o, por el contrario, ordenaría que lo fusilaran?

La última frase del médico resonaba en su cabeza. Le había parecido una especie de velada amenaza.

* * *

Las amplias puertas correderas del despacho del subdirector del SIME, don Antonio de Heza, se abrieron y tras ellas apareció un exultante capitán Ruiz.

El apocado hombrecillo llevaba una caja de cartón en las manos, por lo que su jefe le dijo con aire cansino:

—Dime, Amalio, ¿qué pasa?

—Acaba de llegar esto de Rusia, de la División Azul. Me lo acaba de traer el ordenanza.

—¿Y?

—Es un paquete remitido por Blas Aranda…

De Heza se puso en pie de un salto.

—¡Venga, a ver…! ¿Será verdad?

El ridículo caballero que siguiera a Javier a Murcia puso la caja sobre la mesa y ambos la miraron emocionados. Al instante De Heza sacó de un cajón un abrecartas de oro y rompió con ansiedad el precinto que cerraba la caja. Una suerte de lona envolvía algo en su interior. Tomando el objeto con mimo, el subdirector del SIME abrió el paquete para encontrarse con unos restos de un antebrazo apergaminado, retorcido y seco que le pareció el objeto más hermoso del mundo.

—¡Loado sea Dios, Amalio!

—Estamos salvados —dijo el pequeño capitán.

Entonces se oyeron voces en el vestíbulo. Varios taconazos indicaban que alguien de rango superior había entrado en el espacio contiguo que ocupan los escribientes y oficinistas que trabajaban para el subdirector del SIME.

Amalio Ruiz y Antonio de Heza se miraron. Escucharon una voz que cada vez se hacía más audible, una voz gangosa, aguda, inconfundible.

Cuando quisieron darse cuenta don Raimundo Medina se había plantado en su despacho acompañado por el mismísimo Francisco Franco.

El subdirector y su ayudante quedaron petrificados. Entonces, y tras envolver el brazo ágilmente para que no fuera visto por los recién llegados, ambos alzaron el brazo y saludaron a Franco dando un tremendo taconazo con sus botas de caña alta.

—Descansen —dijo el generalito tomando asiento.

—El Generalísimo ha tenido la generosidad de hacernos una visita —dijo don Raimundo Medina con una indudable expresión de triunfo en sus ojos.

A De Heza le ardían las orejas, rojas como un hierro candente.

Entonces, como el que no quiere la cosa y con la tranquilidad que da saberse el amo de los destinos de cuantos le rodeaban, Franco dijo:

—Caballeros, ¿no se van a sentar? De Heza, supongo que me servirá usted una copa de ese jerez que tan famoso le ha hecho y que me permitirá echar un vistazo a eso que guarda en esa caja sobre su mesa, ¿no?

Don Antonio de Heza, subdirector del servicio de inteligencia militar del ejército, sintió que la cabeza le daba vueltas. Antes de perder el conocimiento, acertó a ver desde el suelo las botas de los soldados que entraban en su despacho y creyó oír a Medina que decía:

—¿Ve usted como era verdad, mi general?

Cuando lo sacaban a rastras de su despacho medio inconsciente le pareció ver de reojo a Franco abrazado al macabro brazo.

* * *

Javier miraba por la ventana incorporado en su cómodo lecho. Su maltrecha espalda descansaba sobre una montaña de almohadones. Fue entonces cuando vio entrar al Zeneta empujando una silla de ruedas sobre la que iba sentado Jesús el Animal.

El joven agricultor turolense llevaba un enorme vendaje en el lugar en que debía situarse su pie derecho.

—¡Hombre! —dijo Javier al ver a sus camaradas.

—Hola, Aranda —contestó el Animal con su mejor sonrisa—. Vosotros dos, salid, novatos.

Los dos guardias salieron del cuarto dejándolos a solas. El Zeneta colocó la silla de Jesús junto a la cama de Javier y tomó asiento sobre la misma, cerca del herido.

Entonces, el excombatiente republicano cayó en la cuenta de que ya no eran, precisamente, camaradas.

—Jesús —dijo el exintendente—. Ya sabrás que no me llamo Aranda. Mi verdadero nombre es Javier, Javier Goyena.

Jesús, hombre tozudo donde los hubiera, contestó al instante:

—Para mí siempre serás Aranda.

—Sabes que fui rojo…

—¿Te hace un pito?

—Sí —dijo Javier.

—Para mí eso no importa, luchaste como un valiente codo con codo conmigo en Possad, ¿lo recuerdas? Hemos pasado mucho juntos, en Grafenwöhr, en el Voljov, en Leningrado… Te has congelado conmigo, hemos pasado hambre y de pocas nos dan matarile en un montón de ocasiones, no me vengas ahora con historias de espías. Además, se dice por ahí que has cumplido con una peligrosísima misión al otro lado de las líneas rusas.

—Algo así —dijo el herido sonriendo.

—… pues eso…

—¿Y ese pie? —preguntó Javier.

—Pisé una mina cuando volvíamos de la incursión.

—El día que me pasé.

—Sí. El Zeneta me arrastró hasta lugar seguro. Me salvó la vida.

Los dos guripas sonrieron.

—Vuelves a casa, ¿no? —preguntó Javier.

—Sí, ahora me levantaré todos los días de mi vida con el pie izquierdo.

Javier reparó en que aquel loco se lo tomaba todo así, a risa, y que ni siquiera parecía afectarle el estar mutilado. Entonces, Jesús añadió a modo de aclaración:

—Qué quieres chico, o te tomas así las cosas o mejor pegarse un tiro… Al menos estoy vivo. Aquí mi amigo el Zeneta y yo vamos a abrir un bar en mi pueblo.

—¿Te licencias, Zeneta?

—Sí, ya me tocaba.

—¿Sabes que somos paisanos?

—Sí, me dijeron que eras de Murcia…

—Sí, hace mucho tiempo de eso… ¿sabes, Jesús? En estos días de hospital he tenido mucho tiempo para pensar. Salimos muchos de España: Lucientes, el Argentino, Alfonso, Aliaga, tú y yo. Fuimos buenos compañeros. Lucientes se pegó un tiro, Aliaga en Possad, el pobre Alfonso se suicidó haciendo estallar una granada y sólo quedamos… tú, el Argentino y yo…

—Al Argentino lo hicieron prisionero. No sabemos nada de él.

—¡Vaya!, lo siento… Esto ha sido una carnicería… y tú, herido… Yo… no sé qué van a hacer conmigo. Estoy cansado. Pienso mucho en la guerra de España, en esta de aquí, en Rusia, dejados de la manos de Dios… ¿Crees que ha merecido la pena tanto sufrimiento?

Jesús el Animal y el Zeneta miraron al prisionero en silencio. Cuando has pasado tanto junto a alguien a veces sobran las palabras, pensó para sí Javier. Allí estaban los tres, dos falangistas y un rojo, hermanos de guerra, hermanos de sangre por los caprichos del destino. Se miraron a los ojos con franqueza, como hermanos.

Un cabo apareció en la puerta.

—Ya está aquí el camión —espetó por todo saludo.

—Vamos, Jesús —dijo el Zeneta

A Javier le pareció intuir que el Animal, el hombre que se jugaba el pellejo metiéndose entre las líneas de los ruskis, el tipo bragado, el loco que había sobrevivido a cientos de descubiertas, tenía los ojos vidriosos. Iba en una silla de ruedas, empujada por un buen amigo, y parecía un inválido. Entonces, antes de que el Zeneta lo sacara del cuarto, el de Teruel giró la cabeza y acertó a decir:

—La respuesta a tu pregunta es no. No creo que toda esta mierda haya servido de nada. Sólo para segar las vidas de muchos jóvenes… Ten cuidado, Aranda, y suerte, mucha suerte amigo.

Y dicho esto, los dos locos del 2.º Batallón del dos-seis-nueve salieron de aquella triste habitación de hospital dejando a Javier a solas con sus pensamientos.

* * *

Una semana después Javier ya caminaba. Dos guardias civiles de la Blau, que vestían el uniforme de los Feldgendarmen con sus inmensos collares al cuello, se presentaron e instaron a Javier a que recogiera sus escasas pertenencias. Pensó que lo trasladaban a España para ser fusilado allí porque fue llevado a un aeródromo donde, siempre escoltado por aquellos dos sabuesos, fue embarcado en un inmenso Junker que aterrizó cerca de Hamburgo. Javier preguntó varias veces a sus vigilantes adónde le llevaban, pero no obtuvo contestación.

Aquella misma noche embarcaron en un submarino que partía hacia el Atlántico. Fue entonces cuando comenzó a albergar esperanzas de que lo llevaran a Uruguay. ¿Cumpliría Medina con su parte del trato? Durante las largas horas bajo el mar pensó mucho en la aventura que había vivido. Ardía en deseos de reencontrarse con su hijita, a la que hacía más de cuatro años que no veía. Para ella no sería más que un extraño. Otro tanto le ocurría con Julia. ¿Seguiría amándole? Él la percibía ya como a alguien del pasado. ¡Hacía tanto tiempo que no la veía o hablaba con ella! No podía evitar pensar en Aurora. Era evidente que él le había partido el corazón. Ella, lejos de pagarle con la misma moneda, lo había salvado en Podbereje, había cruzado las líneas enemigas, le había vuelto a salvar la vida en el Ermitage y lo había llevado de vuelta a la seguridad de la Blau. Luego, había desaparecido. Recordó que ella le había llamado «su prisionero», y quizá sólo era eso para ella, una misión más. Recordó el olor de su pelo y su hermosa sonrisa. No podría olvidarla nunca. ¿Dónde estaría? ¿Volvería a trabajar como agente del SIME? ¿Encontraría a otro hombre?

Sintió que una punzada de celos le invadía, así que decidió pensar en la niña, en Julia y en su madre; él las había salvado y al menos podía sentirse orgulloso de ello.

Durante el camino, el submarino hundió dos mercantes y a punto estuvo de ser alcanzado por las cargas de profundidad de un destructor aliado. Uno de los guardias civiles de la Blau que le custodiaban sufrió un ataque de histeria en plena persecución, cuando todo el mundo en el submarino permanecía en silencio. Tuvieron que reducirlo y apenas si consiguieron amordazarlo para evitar que los ingleses los detectaran con sus cada vez más fiables hidrófonos.

Una noche, al noveno día de viaje, le hicieron vestirse de paisano, recoger sus cosas y lo subieron a cubierta. Javier y sus dos guardianes subieron a un bote que les llevó a un barco de pasajeros con bandera uruguaya, el Madre de Dios. Pensó que lo iban a liberar.

Se acomodaron en cubierta, tapados con unas mantas sobre unas amplias hamacas y pudieron disfrutar de un reconfortante sueño. El frío amanecer despertó al aterido exintendente, que se apoyó en la barandilla del buque para contemplar el más bello amanecer que había visto en su agitada vida.

El barco progresaba lentamente por un inmenso estuario bañado por el sol naciente. Las aguas estaban calmas y el aire era fresco y puro.

—Nuca me cansaré de ver el Río de la Plata —dijo una voz a la derecha.

Javier miró y contempló a un hombre de edad avanzada que le miraba con curiosidad. Vestía un amplio abrigo y cubría su cabeza con un costoso sombrero parecido a los de los gánsters de las películas americanas.

—Sí, es un panorama precioso. ¿Adónde se dirige usted?

El otro sonrió y dijo:

—A Buenos Aires, como todos los de este barco.

«¡A Buenos Aires!», pensó para sí eufórico. Supo entonces con toda seguridad que iban a liberarle.

El barco entró en el bullicioso puerto de la capital de Argentina a eso de las nueve de la mañana. Allí, los dos guardias civiles cedieron su custodia a un empleado de la Embajada de España, Trinitario Robles.

Aquel tipo alto, espigado y de maneras aristocráticas le dio un pasaporte a nombre de Javier Ros Belmonte que ya llevaba sello de entrada y lo acompañó, evitándole tener que pasar por la aduana. Era evidente que todo estaba preparado. Entonces, tras salir de la zona restringida atravesando una barrera de color rojo y blanco, Trinitario dijo, apoyándose en el capó de su enorme coche negro:

—Bueno, aquí acaba su relación con el Estado Español. Tenga, en este sobre hay algo de dinero y aquí tiene una carta de sus parientes más cercanos. No queremos saber nada más de usted. Buena suerte.

Javier quedó allí, junto al muelle, mirando como se alejaba el automóvil del diplomático. «Una carta de sus parientes», había dicho, y Julia y la niña no estaban por allí. Al fondo vio un bar de mala muerte. Se dirigió al mismo, entró y pidió algo fuerte. Le trajeron una botella de ron y un vaso. Miró el sobre del dinero. Poca cosa. Tomó el otro sobre y comprobó mirando el remite que era de Julia. Leyó:

Querido Javier:

Me alegro mucho de saber que estás bien. Cuando recibí tu carta desde Benasque estuve a punto de volverme loca. Tantos años dándote por muerto y resultaba que estabas vivo. ¿Cómo pudiste hacerte pasar por un capitán de los nacionales? No me explico cómo lo conseguiste. Luego no volvimos a saber nada y la verdad, me preocupé. El otro día vinieron a verme unos señores del Movimiento y me dijeron que habías prestado unos valiosísimos servicios a España y que por eso te iban a dejar libre en Sudamérica. Nosotras podíamos ir contigo.

Tengo algo que contarte. En primer lugar debo decirte que tu madre murió hace seis meses. Lo siento de veras, hice todo lo que pude por ella y vivió con nosotras estos últimos años tan aciagos para ella. La nena la adoraba.

Después de contarte esto tan desgraciado, me veo en la obligación de darte otra mala noticia. No iremos contigo a Argentina.

Verás, en la cárcel, en los primeros días de la posguerra, conocí a un preso que nos ayudó mucho a mí y a la niña. Se llamaba Luis, y estaba encarcelado bajo la acusación de haber simpatizado con los socialistas. Lo dejaron libre sin cargos, como a nosotras y debo decirte que gracias a él logramos salir adelante. Trata a la niña como un padre y ella lo quiere con locura. Yo creía que tú habías muerto, así que nos casamos. Tengo un hijo con él al que decidimos llamar Javier por ti.

No puedo dejarle ahora, es mi marido, tenemos un niño pequeño y comprenderás que todos te habíamos dado por muerto. Lo siento, de veras, y sé que sabrás comprenderme.

Por si sirve de algo te diré que te amé como a nadie, pero la guerra se cruzó en nuestro camino y hemos terminado siguiendo caminos distintos. Espero que algún día sepas perdonarme.

Siempre tuya.

JULIA

* * *

Cuando terminó de leer la carta Javier se endosó tres vasos de ron seguidos.

Pensó en todas las consecuencias de aquello y no pudo evitar caer en la cuenta de que no iba a volver a ver a su hija en toda la vida. No podía entrar en España, era un rojo.

Sintió que un inmenso dolor le traspasaba y comenzó a sollozar. No sintió rencor por Julia sino más bien pena por haber perdido para siempre a Aurora Aguinaga. Julia era una extraña para él desde hacía mucho tiempo. Apenas si la recordaba como en un sueño. Se sentía como un imbécil, tanto padecimiento, tanta miseria, tanta muerte para sacar a Julia y a la niña del país y ahora ella había rehecho su vida con otro hombre.

Pensó que le estaba bien empleado por haberse enamorado de otra mujer.

Pensó en su madre, en su padre, en el miserable de su hermano Eusebio. Recordó al pobre Alfonso, mutilado por dentro y por fuera, y se sintió utilizado como él. Se sintió morir. No valía la pena seguir luchando. Pensó en todo lo que había pasado desde que escribiera el maldito artículo en Unidad. Todo había ocurrido por aquel ensayo suyo: Barcelona, Pàndols, Benasque, Grafenwöhr, la caminata por Polonia, el Voljov y Leningrado. Todo para nada.

* * *

Entonces una figura se situó justo delante de él, junto a su mesa, delante del gran ventanal que daba al puerto. Alzó la mirada con los ojos llenos de lágrimas y la vio a ella.

Aurora Aguinaga.

—¿Puedo sentarme? —dijo la joven.

Javier se levantó de un salto y se arrojó en sus brazos.

—Aurora… Aurora… —decía entre sollozos.

Ella lloraba también y lo besó en los labios.

—Pero… ¿qué haces aquí? —preguntó él.

—He venido por ti.

—Pero tú tienes una vida en España… un trab…

—Lo he dejado todo, Javier. Tú ya no eres comunista, pero yo… dejé de ser falangista hace tiempo, cuando vi cómo te manipulaban, cómo te utilizaban y te colocaban al límite. Tanto De Heza como Medina sabían que tu mujer, creyéndote muerto, se había vuelto a casar, y a pesar de ello utilizaron tu fervor para con tu hija y tu mujer para enrolarte en una misión imposible de cumplir. Todo es mentira. He visto muchas cosas que no me han gustado, no creo en ellos ya. No creo en nada ni en nadie.

—¿Lo has dejado todo? ¿Y de qué vivirás?

Ella miró a un lado y a otro y, tras comprobar que los pocos marineros que había en el local estaban a lo suyo, abrió un pequeño maletín que había colocado bajo la mesa. Estaba lleno de dólares americanos.

—¡Pero eso es una fortuna! —dijo él—. ¿De dónde lo has sacado?

Ella sonrió. Una vez más iba por delante de él.

—Del brazo de santa Teresa.

—Pero ¿detuvieron a De Heza?

—Sí, lo pillaron con las manos en la masa. El mismísimo Caudillo lo vio con el brazo que le envié yo —dijo ella—. Lo fusilaron.

—¿Y el dinero?

—Los ingleses estaban muy interesados en hacerse con la verdadera reliquia. Dijeron que les vendría bien para negociar con Franco una ampliación de varias concesiones mineras en Andalucía, Riotinto entre otras. Además, estaban ansiosos por llegar a acuerdos sobre el control del Estrecho.

—¿Los ingleses te dieron el dinero?

—Sí, por el brazo, el verdadero.

—¿El verdadero? —preguntó él sorprendido.

—Sí, Javier, sí. El brazo con el que detuvieron a De Heza, el que ahora tiene Franco, no era otra cosa que el brazo del mongol.

Él estalló en una sonora carcajada. Sorbió sus mocos como un niño pequeño e hipando dijo:

—Oye, Aurora, ¿y qué ocurrirá cuando los ingleses le digan a Franco que tienen el verdadero brazo?

Ella sonrió diciendo:

—Entonces don Raimundo Medina, director del SIME, tendrá su merecido por negligente. El Caudillo no le perdonará el ridículo realizado. Será mi pequeña venganza.

—¡Eres increíble!

Ella lo miró a los ojos con ternura y dijo:

—Vámonos de este tugurio, Javier; dispongo de una habitación de hotel donde podrás darte una ducha con agua caliente.

—Sí, será mejor —dijo él tomándola del brazo.

Salieron del bar abrazados como dos enamorados.

Murcia, 12 de septiembre de 2004