Huida
—¡Vamos, vamos! —dijo Aurora cogiendo a Javier del brazo a la vez que lo levantaba.
Corrieron a lo largo del pasillo. Javier notó una quemazón en el estómago y se miró, comprobando que tenía la zona abdominal del abrigo cubierta de sangre. La hemorragia que sufría era considerable.
—¡No te pares, no te pares! —le decía la bella enfermera.
Salieron a la calle y no vieron a nadie. Todo el mundo debía de estar en los refugios. Aurora le agarró con más fuerza aún y le hizo cruzar la calle. Javier comenzó a notar un dolor insoportable en el estómago. Sonaron las sirenas. El bombardeo había terminado. La gente comenzó a salir de los refugios y el tintineo de una campana anunció la llegada de los bomberos.
—Corre, Javier, corre —dijo ella.
Se escondieron en un recodo que daba acceso a una carbonera. Entonces vieron a Eusebio salir del museo medio tambaleándose. Estaba vivo. Su rostro estaba destrozado, la piel colgaba como en una suerte de horrible careta y la sangre le empapaba toda la ropa. Su cara había desaparecido. En su lugar quedaba un asqueroso colgajo que pendía de la barbilla y una masa de músculos y carne desgarrada que le confería el aspecto de un ser de ultratumba, un monstruo sanguinolento de brillantes ojos blancos.
Ella susurró:
—Cuidado, ni respires…
Eusebio miró hacia su rincón. ¿Podría verlos? Estaban en la penumbra y aun así aquel maldito hijo de puta se encaminó hacia ellos.
—Ha echado un vistazo y ha deducido que éste es el único escondite posible. No puede vernos. Espera —dijo ella con una seguridad que dejó pasmado Javier.
Los guardias del museo hacían sonar sus silbatos.
Sin salir de la oscuridad, Aurora disparó su arma a pesar de que se hallaba demasiado lejos de Eusebio y comenzó a gritar algo en ruso.
De pronto, las calles laterales comenzaron a vomitar soldados de color pardo alarmados por el sonido de los silbatos y por los disparos.
—¡Davai, davai! —decían.
Corrían hacia el hermano de Javier. Eusebio, malherido, señaló medio tambaleándose al lugar en que se escondían Aurora y su hermano, se le cayó la pistola y quedó de rodillas antes de caer acribillado por las balas.
Javier sintió que ella le empujaba hacia la oscuridad de la carbonera, cuya puerta se cerró de un golpe tras ellos. Cayeron al sótano y volvió a verlo todo negro. Nada.
* * *
—¿Estás bien? —dijo ella.
Javier sentía que la cabeza se le iba.
—No temas, has estado inconsciente. Han pasado dos horas. Todo está tranquilo.
—Eusebio ha muerto —dijo él.
—El mundo ha mejorado, créeme.
—Era Omega. Te llamó Escorpión.
—Déjalo. No pierdas energías. Vamos a salir de aquí. Tenemos que tomar un tranvía para acercarnos al frente. No hay tiempo que perder.
Sintió que Aurora le cogía del brazo y le obligaba a salir de aquel agujero. Subieron a un tranvía. Todos los miraban pues llevaban los uniformes manchados de carbón. Ella dijo algo en ruso y todos asintieron.
Javier dedujo que la conciencia le iba y le venía. Abría los ojos y se veía en un lugar distinto al que había podido contemplar un instante antes. El tranvía avanzaba entre pesadillas.
—Por aquí, ven —dijo ella levantándolo y ayudándole a descender del vagón.
—¿Dónde estamos? —acertó a farfullar el herido.
—En Petro Salawinaka, al sur de la ciudad, cerca de Kolpino.
Ella lo empujó a través de un callejón lateral junto a unas casas de madera y tras atravesar un huerto entraron en un pequeño cobertizo. Javier se dejó caer rendido.
—Tengo sed —dijo mirando al techo.
—No puedes beber —dijo ella sacando un inmenso machete. Javier intentó apartarse, pero ella le dijo:
—Tranquilo. —Y tras abrirle el abrigo y la guerrera le rajó la camisa y la camiseta interior. Le obligó a incorporarse y añadió tras mirarle la espalda:
—No hay orificio de salida. Tengo que taponarte la herida. Llevo algo de algodón en mi mochila. Te vendaré bien fuerte el torso y te inyectaré algo de morfina. Tienes que aguantar, Javier.
—Me muero, ¿verdad? —preguntó él sintiéndose desfallecer.
—No. De momento. La sangre no es negra, eso es bueno. No puedo ocultarte que si no recibes asistencia médica pronto corres peligro, así que aguardaremos aquí a la noche. Queda poco. No podemos ir a un hospital ruso. Te descubrirían. Ahora sabrán que estás herido y mirarán los hospitales.
—Mi hermano… —dijo él—… estaba vivo…
—Ese hombre era peligroso. Créeme. Estaba vivo, sí, pero ha muerto como merecía. Le acerté dos veces, una en la cara y otra a la altura del hígado. Los rusos sólo aceleraron el proceso y nos salvaron sin saberlo…
—… pero él te llamó Escorpión…
Sintió que la aguja le traspasaba el brazo.
—No hables ahora, Javier, ya discutiremos.
—… hablaste en ruso… llamaste a los soldados… en el tranvía…
—Descansa —dijo ella.
—Tengo sed.
Quedó dormido.
* * *
—Javier, despierta —me dice una voz. Estoy soñando otra vez, como cuando me hirieron en Podbereje. Recuerdo que entonces escuché la voz de Aurora, soñé que me besaba la frente. Ahora, herido de nuevo, vuelvo a verla en sueños. Me muero.
—Despierta —me dice.
—Estoy soñando otra vez, ¿verdad?, como en Podbereje.
—No soñaste, Javier, yo te salvé de aquellos dos rusos y te llevé al hospital de la Blau.
Se me escapa un amago de trágica risa:
—No, no pudiste ser tú, aquél era un hombre, ágil, entrenado, un soldado. Se deshizo de los ruskis de un plumazo y luego me arrastró en un trineo hasta el hospital… —Entonces reparó en su comportamiento en el Ermitage, saltando y disparando en el aire con una seguridad digna del más bragado soldado.
Ella me sonríe.
—… fuiste tú… Escorpión —le digo.
—Así me llamaron durante un tiempo. En la guerra.
—¿Tú eres Escorpión? —pregunto incrédulo.
Asiente.
—Pero… no puede ser, Escorpión es un agente despiadado, un hombre…
—¿Quién te dijo que Escorpión era un hombre?
Hago un repaso mentalmente y caigo en la cuenta:
—Nadie, la verdad. Nadie me dijo que Escorpión fuera un hombre, ni tampoco una mujer.
—Poca gente lo sabe.
—Y todo este tiempo… ¿me engañaste?
—No, no —dice ella gimiendo—. No supe la verdad hasta que desapareciste de Benasque. No me siento muy orgullosa de mi comportamiento en la guerra. Me enviaron a los Baños a recuperarme. Estaba mal, «era peligrosa», «fatiga de guerra», dijeron. Me licenciaron del SIME y me enviaron a Benasque como enfermera. Era mi oficio y también había sido una buena tapadera. Decidí volcarme en mi profesión y salvar vidas como contrapartida a lo que viví en la guerra. Allí te conocí a ti, un oficial fascista. Blas Aranda. Estabas tan desvalido… Me enamoré de ti como una tonta, pensaba que podía empezar de nuevo, ya sabes, una vida tranquila… pero volviste a recuperar la memoria y todo se me vino abajo. Estabas raro, pero nunca imaginé que fueras un excombatiente republicano. Cuando desapareciste supuse que huías de tus recuerdos de la guerra, quise creer que me querías y lo hacías por eso…
Intento decirle que sí, que la quería de veras, pero me tapa los labios con sus finos y bellos dedos.
—… Tu nota me hizo sospechar algo. Comencé a mover mis hilos, mis viejos contactos, para saber de ti. Me puse en contacto con el jefe del SIME. Cuando me contó tu historia no pude creerlo. ¡Enamorada de un comunista! Inicialmente me quise sumar a la misión. Luego me arrepentí y volví a Benasque. Te echaba de menos, Javier. Después de dos noches sin dormir hice la maleta y me planté en Madrid. Decidí volver al trabajo. Eras un aficionado y tenía que protegerte. Te odiaba por ser rojo pero te amaba por ser tú. Tuve cuidado en que ni Alfonso ni nadie pudiera identificarme y supe de ti a distancia. Algunas veces te seguía de lejos, disfrazada de soldado con el blusón de camuflaje, el pasamontañas y las gafas. Así fue como te salvé la vida. Tuviste suerte aquel día. No soñaste conmigo, Javier. Yo estaba allí, te salvé la vida y te hice una cura de urgencia hasta llevarte al hospital. Afortunadamente las bajas temperaturas te congelaron la sangre en la herida taponándola. Te besé en la frente y cometí un error: hablarte. Tuve suerte y lo atribuiste a un sueño. Cuando te pasaste en Leningrado supe que De Heza había enviado a Omega.
—¿Tú sabías que Eusebio estaba vivo?
—Nunca lo conocí por ese nombre. Sabía que había sido rojo en el pasado. Un doble agente, pero no tenía ni idea de su verdadera identidad.
—Pero… ¿cuánta gente me seguía?
Ella sonríe y me mira comprensiva. Como si fuera tonto.
—Javier, me temo que un montón. Ya lo has visto en el museo.
—¿Cómo puede alguien cruzar las líneas con tanta facilidad? A mí casi me costó la vida pasarme…
—Un buen agente de inteligencia domina a la perfección las técnicas de infiltración y exfiltración. Yo misma tenía ya un uniforme ruso y papeles falsificados para pasarme si era necesario. Además, teníamos nuestros contactos. Nuestra política exterior ha dado un giro. Ya no parece que la guerra sea ganada por Alemania y eso ha provocado que nuestras relaciones con los británicos hayan mejorado sensiblemente. Hemos comenzado a colaborar en varios asuntos. Owen me ayudó. Me hospedé en su casa. Allí me enteré de que iban a detenerte.
—Joder —acierto a decir comprendiendo que aquello me supera.
—¿También os enseñan ruso?
Ella sonríe iluminando la pequeña cabaña:
—No, no. ¿Alguna vez me preguntaste mi segundo apellido?
—No —digo yo.
—Vojenno, Aurora Aguinaga Vojenno. Mi madre era rusa de nacimiento, vino con mis abuelos a Bilbao siendo una niña, cuando la Revolución de Octubre del diecisiete. Rusos blancos.
Un largo silencio se instala entre nosotros:
—Aurora…
—¿Sí?
—… sabes… durante todo este tiempo… lo he pasado muy mal… He pasado penurias, hambre, miedo… Todo lo hice por ellas, por mi mujer y mi hija… Me sentía obligado hacia ellas, a rescatarlas… Julia no se merece que yo me enamorara de otra mujer, ¿sabes?… Pensaba en ellas y por ellas luchaba, pero siempre que las cosas se ponían feas, cuando veía a la muerte de cerca, en Possad, al caer herido, cuando murió Alfonso… en esos momentos de desesperación, en esos momentos sin Dios, yo pensaba en ti… Aurora, yo te…
Me vuelve a tapar los labios con sus dedos.
—Tienes mucha fiebre —dice—. Descansa. Ya es de noche. Necesitamos un vehículo para llegar al frente.
Me deja solo durante un buen rato. No se cuánto tiempo puede haber pasado pero se abre de nuevo la puerta del cobertizo y la veo entrar. Supongo que debo de haberme dormido otra vez. Me encuentro mal de veras. Siento un horrible dolor en la boca del estómago y me muero de sed, pero su negativa a darme de beber ha sido firme.
—Vamos, Javier —me dice tomándome del brazo—. Esperaremos a que pase un camión por la carretera de Kolpino.
Caminamos con dificultad entre pequeños huertos helados y salimos a la carretera. Me sienta en las inmensas escaleras que dan acceso a un edificio que parece ser una fábrica. Hace un frío atroz; no sé si es la fiebre, pero el abrigo no parece servir de nada. Al fin, las luces de un camión. Aurora se adelanta moviendo los brazos y consigue pararlo. Habla en ruso con el conductor. Éste y su compañero ríen a carcajadas. Aparcan el camión a un lado y el más bajo de ellos se dirige a la parte trasera del vehículo, de donde vuelve con una botella de vodka en la mano. Aurora desaparece con ellos en el callejón. Uno a cada lado, los tres cogidos por los hombros. ¿Qué les habrá prometido? ¿No irá a…?
No es el momento de los celos. Además, creo que voy a morir.
Apenas han pasado unos minutos y ella aparece guardando su machete en la funda que porta al cinto. Lleva las llaves del camión en la mano.
—Venga, vamos, solucionado —dice muy resuelta.
Me sube al camión. Arranca. La manga derecha de su abrigo reglamentario está manchada de sangre.
—Pero… ¿qué les has hecho? —acierto a farfullar.
—Es la guerra —contesta—. Tenemos que salir de aquí cuanto antes, nos estarán buscando.
El traqueteo del camión se me hace insoportable. Un camino blanco de nieve refleja las tenues luces del camión. Al fondo, la nada, negra como la oscura boca del lobo.
Me siento muy cansado y siento que la cabeza se me va.
Nada.
* * *
—¡Javier, Javier! —Es la voz de Aurora que me saca del letargo—. Te has desmayado otra vez.
—Agua —imploro.
—No, aún no. Hasta que no te vea un cirujano no puedes beber. Aguanta. Lo conseguiremos. ¡Dios mío, estás ardiendo!
—¿Dónde estamos?
—Justo enfrente de la División Azul.
Un oficial ruso se acerca al camión y dice algo. Ella le contesta y él, muy alborozado, comienza a llamar a su gente.
—Es un camión de suministros. Eso les mantendrá distraídos un buen rato.
Decenas de harapientos soldados se dirigen a la parte trasera del vehículo, que dejamos tras nosotros. Intento caminar con normalidad pero tampoco es preciso disimular. Ni nos miran.
—Por aquí —dice ella.
Pasamos por un estrecho pasillo que queda entre dos construcciones semiderruidas. Al final, un pozo de tirador.
Alguien nos da el alto en ruso. Ella habla una vez más y el soldado sale del pozo y Aurora ocupa su puesto. Él dice algo que la hace reír.
—¿Qué ha pasado? —le pregunto.
—Le he dicho que acababa de traer un camión de suministros y que su oficial me había dicho que le relevara para comer algo. Dice que se alegra de que haya mujeres tan guapas y buenas en el Ejército Rojo. Éste es un buen lugar para volver a casa. Por aquí me pasé yo. Vamos.
Me coge del brazo y salimos del pozo de tirador. Bajamos el talud. El hielo nos hace resbalar. Estamos en tierra de nadie. Se oyen los gritos y risas de los rusos. Están exultantes con el camión repleto de suministros.
Avanzamos con cuidado. Me siento morir.
—¡No hagas ruido! —me dice enfadada—. Un centinela español podría dejarnos secos. Aguanta, un poco más, un poco más.
Habremos caminado unos cincuenta metros.
—Espera aquí —me dice—. Aguanta, Javier, aguanta.
Estoy tumbado boca arriba en el hoyo que originó un proyectil de la artillería y la noche parece estrellada. Veo la bóveda celeste girar sobre mí. La cabeza me da vueltas, me voy…
—¡España! —grita ella a lo lejos.
Oigo gritos en ruso. Explota una granada en algún sitio. Disparos, una ametralladora comienza a ladrar.
Nada.
* * *
Varios brazos me llevan en volandas. Los disparos surcan el aire a nuestro alrededor. No veo. Sólo oigo voces. Hace frío. Explosiones, aullidos y maldiciones de hombres heridos.
—¡Cuidado con el prisionero, es mío!
Es la voz de Aurora, que ha sonado firme.
Nada.