28

Hermanos

Owen no contesta. Parece como rígido en su butaca:

—Owen, Owen —le digo.

Una figura surge de detrás de la inmensa cortina de terciopelo.

—No te esfuerces, una aguja con ricina lo ha mandado al otro barrio. Lo tenía amenazado todo el tiempo, lo justo para que te hiciera cantar.

—¡Eusebio! —me escucho gritar—. ¿Qué haces aquí? Tú… ¿tú no… tú estabas…?

—¿Muerto? —dice riendo—. No temas por Owen, él sí que está muerto. Sé lo que me hago. No ha sufrido. —Con una mano se sirve un coñac mientras con la otra me apunta con una pistola—. Es mejor así. Podremos hablar a solas. En familia. Gracias por el brazo —dice mirando la reliquia—. Es precioso, y me va a ayudar a progresar como nada en este mundo.

Es un cínico. Lo miro con la boca abierta. ¡No puedo creerlo! Mi hermano Eusebio está vivo. Mis sospechas se ven confirmadas.

—Tú desapareciste en Guadarrama.

—Tú lo has dicho. Desaparecí. Nadie me vio muerto, ¿verdad?

Viste con orgullo el uniforme de comisario político del Ejército Rojo.

—Pero conseguiste pasarte, ¿no? Estás con los rusos, claro.

Estalla en una monumental carcajada.

—¿Lo dices por este uniforme que llevo? ¡Qué ingenuo eres! ¡Qué tonto! No, no me vine a Rusia, no. ¿A qué? ¿A morirme de hambre como tantos desgraciados? No, querido hermano, no. Me pasé en Guadarrama. Simplemente fue eso.

—¿Te pasaste? ¿A los nacionales? Pero… ¿por qué?

—No entiendes nada, siempre fuiste un idiota. En efecto, me pasé. Bueno, en realidad llevaba trabajando para ellos varios años.

—¿Varios años? ¿Estabas con los militares desde antes de comenzar la guerra?

—Con los militares, no. Con Falange.

—¿Con Falange? ¿Tú? —Me echo a reír—. ¡Qué bromista eres! Por un momento me habías asustado.

—No des un paso o eres hombre muerto —dice apuntándome con su arma.

Un brillo metálico en sus ojos me hace comprender que va en serio. Parece un loco.

—Para mí ha sido toda una molestia tener que venir hasta aquí, ¿sabes? —dice mientras examina el brazo de la santa con la mano que le deja libre el arma.

—Pero Eusebio… tú… ¿tú eres fascista?

—Desde los catorce años. Mira, te contaré una historia antes de matarte.

—¿De matarme? ¡Soy tu hermano!

—No seas sentimental, hombre. Yo soy mi propia familia. Tengo un brillante futuro en el SIME y tú no lo vas a estropear. Me dieron un nuevo nombre y una nueva vida al servicio del Movimiento. Tú eres un pequeño obstáculo que no va a impedirme dirigir el SIME.

—Eres Omega, claro.

—En efecto.

—El despiadado hijo de puta que mata a todo el que ve su cara.

—El mismo —dice sonriendo con malicia.

—Debí comprenderlo pero no quise ver la realidad. De Heza me dijo que tenía un espía que se me parecía. Un tal Omega. Alfonso me dijo que Omega había luchado con los rojos, que era un infiltrado.

—Chico listo.

—… tú mismo mataste a tus dos compañeros en aquella descubierta. ¿Por qué?

—Eran un estorbo, no quería testigos de que me había pasado.

No me agrada su impiedad, parece alguien distinto, otra persona diferente al hermano mayor que conocí.

—Pero… tú, fascista… ¿por qué?

—Preferiría que me llamaras falangista pero en fin… te contaré una historia… Es difícil crecer con un padre como el nuestro. Tú eras el pequeño pero nosotros crecimos sin tener una infancia, tiempo para jugar, ingenuidad… Nuestro padre era un tarado, vivía traumatizado, no había podido superar el ser hijo de madre soltera y creció albergando un odio ciego hacia la sociedad. No tuve niñez, sólo panfletos, manifiestos y memeces sobre la lucha de clases. Padre era un héroe para mí, ¿sabes? Yo me lo creí todo a pies juntillas. Hasta los doce años. A esa edad me llevó a Madrid a una reunión. Fue en el Ritz. ¡Menudo sitio para albergar una reunión de comunistas! ¡Falsos! Después de la cena me acosté pero me desperté de madrugada. Salí al saloncito y entonces vi al verdadero Eusebio Goyena. Y a sus amigos. ¡Los defensores de los desheredados de la tierra! Allí había de todo, chicas jóvenes del Partido, putas, caviar, champán y drogas. ¡Menudas orgías se corrían a cuenta del Partido!

»Mi padre era entonces un ídolo para mí, un superhombre. Todo se me vino abajo cuando lo vi follando con una chica que podía ser su hija. Y madre en casa. Rezando. Lo odié por aquello. Todo era mentira. Todo. Cuando volví a casa insistió en hablar conmigo: “yo no comprendía”, “era un niño”… Le dije que no tuviera cuidado, que no contaría nada. ¿Cómo iba a decírselo a madre? Aquello la hubiera matado; además, una católica como ella no se divorcia nunca.

»¡Cuánta mentira! Entonces, a pesar de ser muy joven, lo vi claro. Querían quitar del sillón a los banqueros y a los patrones explotadores para ocupar su lugar. ¡Hijos de puta! Me volqué en la religión y el cura que me escuchaba en confesión, don Silvestre, me presentó a unos jóvenes de Falange que me acogieron y dieron respuesta a mis preguntas. Eran puros, ascéticos, valientes e iban a cambiar el mundo. Me hicieron ver que la mejor manera de vengarme de mi padre era continuar en el Partido, seguir medrando en el mismo y trabajar en secreto para Falange. Eso hice. La guerra estalló y Murcia era zona roja. No pude hacer gran cosa, pero en cuanto llegué al frente comencé a trabajar para el enemigo. A pesar del asco que sentía por los comunistas, los anarquistas, los republicanos… conseguí seguir en el Frente Popular para trabajar como agente nacional. Hubo un día en que no pude más. Cogí el fusil y me pasé en Guadarrama. Los muy idiotas del Partido me creyeron un héroe caído en una descubierta, ¡memos!

Yo lo sigo mirando con la boca abierta.

—Pero… padre murió en la cárcel… ¿sabes?

—¡Silencio! Yo no tengo familia.

Lo miro a los ojos, parece una fiera.

—¿Y no has sido capaz de ir a ver a madre?

—¡Calla! —me grita—. Trabajo para personas importantes y no tengo tiempo.

—De Heza.

—Sí, el muy idiota me obligó a venir cuando comprendió que había perdido el control sobre ti, ya sabes, cuando supo que te habías puesto en contacto con Medina.

—Pero, esos dos… se odian, ¿no?

—No lo sabes tú bien. De Heza intentó deshacerse de su jefe, Medina, con una jugarreta. No sé si lo sabes, pero Medina tiene una afición… no muy bien vista por el régimen… Digamos que le gustan, le agradan las compañías masculinas. De Heza se hizo con un antiguo amante suyo, un bailaor de Córdoba e iba a conseguir que contara las noches locas que había vivido en casa de Medina.

—¿Y?

—Medina consiguió que el bailaor muriera misteriosamente en la cárcel. Por eso De Heza, cuando mandó detenerte en Vitoria, te llevó a su casa de campo, para que nadie pudiera verte.

—Y tú has estado metido en esto desde el principio. Tú fuiste quien registró mi cuarto. Por eso Mashena te confundió conmigo. Nos parecemos mucho.

—¡Premio! Chico listo —contesta riéndose de mí otra vez.

—Y preguntaste por mí en la sede del Partido. Edmundo Dantés.

Sonríe.

—¿Y el acento de Uruguay?

—Me enviaron un año allí tras la guerra. No me fue difícil imitarlo.

—Y ahora, ¿qué vas a hacer?

Entonces, con la frialdad de un sádico, me dice:

—Eliminarte, volver con el brazo, entregar la cabeza de De Heza a Medina y luego hacer públicas las pruebas que tengo de la homosexualidad del segundo. Los borraré a los dos de un plumazo. Estoy bien situado en el Partido, sé de servicios secretos y tengo costumbres ascéticas. El Caudillo me lo agradecerá y me nombrará director del SIME. ¿Te haces una idea del poder de que dispone el jefe del servicio de inteligencia?

—Estás loco —le digo.

—Pobre imbécil. Siempre fuiste un timorato. Date la vuelta.

—No —le digo.

—He dicho que te des la vuelta —repite amenazante.

Le hago caso. Estoy a su merced.

Me ha esposado, siento el frío de los grilletes en las muñecas. Me sienta en un taburete de un empujón y se dirige hacia la cama. Escarba en una mochila y saca una jeringa.

—No. Piensa en mi hija y en mi mujer, te lo ruego, si no vuelvo con el brazo…

—Calla, imbécil. Yo me ocuparé de ellas. Tranquilo, no voy a matarte. Se encargarán los rusos. Esto es un tranquilizante. Dormirás y luego, cuando me encuentre a salvo, les avisaré de que estás aquí.

—Hijo de puta —le digo desafiante.

Me mira divertido. Tira de la campanilla de servicio.

Aparece la criada, que queda sorprendida al vernos. El zumbido del silenciador del arma de Eusebio precede a la aparición de un boquete en la frente de la pobre chica, que cae como un fardo al suelo.

—¿Qué miras? Eres un mentecato. No puedo dejar testigos. Los rusos pensarán que eres un agente y te interrogarán por el asesinato de estos dos idiotas —dice entre risitas.

Entonces, como si nada hubiera ocurrido, añade:

—Siempre fuiste mi favorito.

—Y pensar que por un momento creí que me habías salvado en Podbereje.

Estalla en una carcajada. Está loco.

—Sí, claro, sí. El sufrido hermano mayor protegiendo al pequeño. Yo no hice nada de eso. Despierta ya de una puta vez, chaval, los Reyes Magos no existen. Intenta dormir por lo menos.

Entonces se acerca y me clava la aguja en el brazo. Siento un gran peso en los pulmones… y en la cabeza… nada…

Nada.