Sorpresas
Salgo de casa. Cierro la puerta y encaro el pasillo que me conduce hacia las escaleras más animado. El té que me he preparado ha resultado ser reconfortante. Al menos estaba caliente. Al llegar a la escalera oigo voces. Las inconfundibles pisadas de las botas de los soldados me hacen asomarme por el hueco de la escalera. Tres hombres encabezados por una mujer de uniforme y pistola en ristre suben las escaleras. Vienen a por mí, no hay duda. ¡Es Mashena!
¡Está con ellos! Debí imaginarlo desde el principio. ¡Qué idiota! Cuidado. Me echo hacia atrás. No me han visto. Subo las escaleras. No puedo volver a mi cuarto. Vienen a por mí. Subo hacia la azotea con cuidado, con prisa pero procurando no hacer demasiado ruido. Salgo a la terraza principal del enorme bloque de viviendas. Corro hacia el edificio de al lado. Es sólo un piso más bajo que éste, así que me descuelgo con dificultad y me dejo caer. Me acerco a la puerta que da acceso al inmueble caminando con tiento para no resbalar en la sólida capa de hielo que cubre el suelo. Empujo la astillada puerta de madera. ¡Está abierta!
Cierro la portezuela tras de mí y bajo las escaleras corriendo. Al llegar al portal me asomo con mucho cuidado. No hay nadie. Salgo a la calle y giro a la izquierda. He visto de reojo que en la puerta de mi edificio hay dos coches aparcados y tres soldados que hablan en ruso. Camino como si tuviera prisa esperando que me den el alto de un momento a otro. Un poco más. Tengo que contenerme para no echar a correr. Un poco más. Ya está, llego a la esquina y giro rápidamente. Estoy fuera del alcance de sus miradas. Echo a correr. Estoy salvado.
Al fondo veo venir el tranvía. Rápido, rápido.
Aquí está. Subo. Lleva pocos viajeros. Arrancamos. Una vieja tose. Su pecho suena perruno, mal asunto para ella. Intento pensar en otra cosa. Me he salvado por poco. ¿Sabrán a dónde me dirijo? No, seguro que no.
Calma, Javier, calma.
El trayecto se me hace largo, eterno. Ansío hablar con Owen y salir hacia el frente. No creo que lleguen a cogerme.
Ya llegamos. Ánimo, Javier, mantén la calma.
Mashena.
* * *
El coronel Eremenko parecía concentrado examinando una montaña de papeles cuando alguien llamó a su puerta.
—Adelante —dijo con cara de fastidio.
La teniente Mashena Kowalczyk. Entró en el despacho y se cuadró dando un sonoro taconazo. Eremenko volvió a sus papeles y sin levantar la vista de ellos dijo:
—¿Y bien?
—Ha escapado.
—Lo sé.
—No sé qué ha ocurrido, ha debido de irse por la azotea. Estaba en su cuarto cuando llegamos al edificio, teníamos gente vigilándole.
—Pues no lo vigilaban muy bien.
—De inmediato he montado un dispositivo para localizarlo. Nos llamaron del edificio en que residía Joaquín Ruiz, ha pasado por allí esta misma mañana.
—¿Y? —dijo Eremenko levantando la vista del informe que le mantenía absorto.
—He ido a ver a la viuda de Ruiz. Para averiguar si le había dicho a dónde se dirigía.
Eremenko la miró con atención. Ella dijo:
—No he podido sacar nada en claro. Cuando hemos llegado nos la hemos encontrado muerta. Se ha suicidado con el gas de un pequeño hornillo.
—Mal asunto —repuso el coronel del NKVD con cara de pocos amigos.
—No hay problema, camarada, lo localizaré… Irá al frente… a…
—Camarada Kowalczyk, has fallado. Sólo tenías que vigilar a un aficionado y no has conseguido nada. Seguro que el español tiene el brazo.
—No, camarada, yo… lo buscaré.
—¿No lo entiendes? Habrá volado. A estas horas debe de estar en el consulado británico. ¿Olvidas que los ingleses son nuestros aliados? ¿Sabes lo mucho que nos han ayudado? No podemos enfrentarnos a ellos por un asunto menor como éste.
—Pero… yo…
Eremenko se puso en pie y dijo:
—¡Basta! Éste era un asunto de poca importancia y no has sabido resolverlo. A nuestros camaradas españoles les hubiera venido bien hacerse con ese brazo. No es la primera vez que fracasas, camarada.
Mashena quedó petrificada. Sintió miedo al ver la mirada de Eremenko. Sabía perfectamente que en el NKVD no se toleraban los fallos. Y sabía de sobra cómo se trataba a los negligentes.
Entonces escuchó decir a su superior:
—Tengo que marcharme. Cierra la puerta cuando salgas y ve a ver a Chuikov. Otros se encargarán de este asunto, si es que todavía se puede hacer algo.
Quedó sola en el despacho. Sabía lo que eso significaba. Su destino había sido sellado. Chuikov era un carnicero. El basurero que se encargaba de deshacerse de todo aquel que desagradaba a Eremenko. Pensó en su hija y en lo mucho que se había sacrificado por el Partido y por la Unión Soviética. Había fallado, sí. No había conseguido sonsacar a un simple aficionado, no había dado con la reliquia y había perdido a su hombre.
Pensó en la mujer de Joaquín Ruiz, paradojas del destino. Ella se había suicidado por no poder soportar la pérdida del marido, por no aguantar la vida en la Rusia comunista, y Mashena, en cambio, estaba dispuesta a hacer lo mismo por haberle fallado a la Unión Soviética. Por un momento, un asomo de pánico inundó su mente. ¿Y si estaban equivocados? ¿Y si todo era un gran error?
Nunca había dudado del gran ideal al que servía y no iba a empezar a hacerlo ahora. Era obvio que Eremenko tenía razón, no había estado a la altura. Mirando al frente, al retrato de Stalin que presidía el despacho, palpó la cartuchera que ceñía al cinto. La abrió y sacó su arma reglamentaria. No iba a dejar que la fusilaran. Apoyó el ánima de la pistola en la sien y, sin dudar, apretó el gatillo. Llegó a oír el eco de una suerte de detonación.
* * *
Cuando Javier llegó a casa de Owen llamó al timbre apoyándose a duras penas en la pared. Estaba agotado. Quizá por los acontecimientos vividos en las últimas horas y por la enorme tensión sufrida.
¡Mashena era una oficial del NKVD! Habían jugado con él. Ahora, a toro pasado, resultaba obvio que la aparición de una joven experta en castellano y dispuesta a ayudarle debía haberle hecho sospechar, pero… él no era un espía, no estaba acostumbrado a dudar de todo el mundo. Un tipo con acento argentino había preguntado por él en el Partido. Una joven (que evidentemente no era Mashena) había ido a ver a la mujer de Ruiz. Ahí estaban. Omega y Escorpión, los dos agentes que le seguían los pasos. ¿Era uno de ellos una mujer?
La criada rusa abrió la puerta con cara de pocos amigos.
—Owen —acertó a farfullar Javier entre dientes.
Ella le hizo pasar y al ver que se hallaba agotado le dejó sentado en un butacón mientras se adentraba en el largo pasillo para buscar a su señor.
Al momento volvió y le condujo al dormitorio del inglés, un cuarto enteramente forrado en madera, con una amplia chimenea y ocupado por una enorme cama rematada con amplios doseles de terciopelo rojo.
Owen estaba sentado cómodamente en una butaca. Tenía una copa de coñac en una mano y un enorme habano en la otra. La criada salió del cuarto.
—¡Hombre, está usted vivo, Toribio!
—Me llamo Javier —dijo el antiguo intendente, harto ya de la profusión de nombres falsos que rodeaban su vida en los últimos tiempos.
—Sí, sí, lo que sea. Sírvase un coñac, es excelente. Le hará entrar en calor.
Javier hizo lo que se le decía y se dejó caer rendido en un sillón arrojando al suelo su zurrón.
—¿Y bien? —dijo el inglés.
—No sé… Una mujer ha preguntado por mí… Un tipo de Uruguay ha hecho otro tanto… Me siguen los rusos, querían detenerme… Quieren el brazo.
—¿Lo tiene? —preguntó el agente inglés sin moverse de su asiento. Sus ojos brillaban, pero Javier notó en ellos un halo que delataba cierto temor.
—No, no lo tengo.
—¿Entonces? ¿Qué brazo iban a quitarle?
Javier se pasó la mano por el pelo y dijo:
—Estoy en un lío.
—Tiene que sincerarse conmigo, Javier. Nadie más que yo puede ayudarle.
—Necesito el brazo, tengo que salvar a mi mujer y a mi hija.
—Mire, haremos un trato. Si usted me consigue el brazo, nosotros nos encargaremos de que salgan de España.
Javier lo miró con desconfianza.
—Tiene mi palabra —dijo Joe Owen muy serio.
—¿Estaré seguro aquí?
—Recuerde que soy diplomático e Inglaterra es aliada de Rusia. No tiene nada que temer. Estando en esta casa es como si estuviera en Essex.
Javier reflexionó. Quizá debía cambiar sus planes y ponerse enteramente en manos de Owen. Podría colarle el brazo falso al inglés y que éste sacara a Julia y a la niña de España. Luego, lo que le ocurriera a él era secundario. Era quizá su única opción.
—En fin, creo que no tengo otra opción. Mire, Owen, primero necesito que me aclare cuánta gente sigue mis pasos, esto me desborda… me siento observado y…
El inglés exhaló una buena bocanada de humo de su habano y dijo:
—Debe de saberlo ya, más o menos. Por un lado, yo, o sea, nosotros, los ingleses. Sabíamos que Meléndez quería pasarnos el brazo pero no fue posible. Lo queremos.
—¿Quién más? —repuso ansioso Javier.
—Los rusos, Eremenko y su mano derecha, esa Mashena.
—¿Lo sabía usted?
—Me enteré ayer de que es una teniente del NKVD.
—Vaya, tiene usted siempre todas las cartas en la manga.
Owen lanzó una mirada hacia el lado que le pareció extraña.
—Los rusos me siguen.
—Sí, y ése es un problema peliagudo. Debe permanecer oculto aquí.
—¿Y los agentes fascistas, Omega y Escorpión?
—Me temo que deben de andar por aquí. Nadie los conoce. Y creo que son buenos. ¿Se ha hecho ya usted una idea de la situación?
—Sí, claro. Más o menos. Media Europa me sigue.
—Entonces al grano. ¿Y el brazo? —preguntó el inglés.
Javier, algo más reconfortado por el coñac, dijo:
—Aquí lo tengo. —Y abrió la mochila sacando la reliquia falsa envuelta en un trapo.
—Vaya, ¡magnífico! —dijo Owen sin levantarse de su butaca.
A Javier le pareció extraño.
—Déjelo ahí, sobre la mesa.
Javier hizo lo que le decía su interlocutor y quedó pensativo por un instante.
—¿Qué le pasa? —preguntó el inglés—. ¿Qué le preocupa?
El joven español hizo una larga pausa mirando el hipnótico chisporroteo de las llamas en la chimenea.
—No es nada… tan sólo es que…
—Diga, diga.
—Quizá usted podría…
—¿Sí?
—Ustedes los espías lo saben todo, son como grandes cotillas… las porteras del mundo civilizado.
—Gracias.
—… no, no quiero ofenderle, pero tienen su mundillo, sus chismes y yo…
—¿Qué quiere saber, hijo?
—Hace tiempo que una idea me asalta una y otra vez y… no me lo quito de la cabeza. ¿Sabe, Owen? De los dos agentes fascistas que hay metidos en este negocio…
—Sí, los que pertenecen a dos facciones rivales del SIME —repuso el inglés.
—… exacto, Escorpión y Omega. Creo que puedo conocer a uno de ellos.
—¡Cómo!
—Sí. Son tonterías, pero… hay una serie de detalles que… cuando De Heza me reclutó, bueno, mejor dicho, cuando me chantajeó para que participara en esta asquerosa misión, me dijo que yo guardaba cierto parecido físico con uno de sus agentes, Omega. Me dijo que quizá éramos familia lejana. ¿Por qué me dijo aquello? Yo le contesté que no tenía ya familia, apenas. Ellos mataron a mis hermanos en la guerra. Ambos eran comisarios del Partido.
—¿Y?
—Que luego supe que el tal Omega era su ojito derecho, vamos, el perro fiel de De Heza. Un tipo despiadado que mataba a cualquiera que le viera la cara. Un hombre misterioso, un sicario. Al parecer se comportaba así porque en la guerra había sido un infiltrado, un agente doble que había luchado con los rojos y que luego se había pasado.
—No le sigo, debo confesarlo —dijo Owen.
—Sí, sí —contestó Javier gesticulando con ambas manos—. Cuando me pasé di con dos camaradas de mi hermano Ramón, que murió en el frente. Los dos coincidieron en lo parecido que era yo a mi otro hermano, Eusebio. Ellos me contaron que desapareció en una descubierta en la sierra de Guadarrama. Al parecer lo capturaron los fascistas.
—Lo fusilaron seguro.
—Ya, ya, es lo lógico, pero iba con dos compañeros que aparecieron con sendos tiros en la nuca, ¿por qué no lo mataron a él de la misma manera?
—Era un comisario político, ¿no? Se lo llevarían para sacarle toda la información posible.
—No sé, no lo veo claro —repuso Javier—. En Podbereje de poco me matan dos ruskis en una emboscada. Un misterioso embozado me salvó la vida. ¿Quién? Después vine a Leningrado y supe que Omega me seguía por una nota que Escorpión dejó en mi camastro. Una teoría comenzaba a hacerse hueco en mi mente. Entonces Mashena vio a un tipo que salía de mi cuarto y lo confundió conmigo, y ahora sé que no podía ser uno de los hombres de Eremenko. Un tipo muy parecido a mí, se llama Omega, luchó en el bando rojo… mi hermano desapareció y sus compañeros fueron ejecutados…
—¿Qué está usted insinuando? —dijo Owen.
—Que mi hermano Eusebio puede estar vivo y ser Omega —dijo Javier muy resuelto.
Se hizo un silencio.