26

Malas noticias

Empleó toda la tarde en conseguir alimentos con su cartilla de racionamiento de primera clase y en dar un largo paseo reflexionando. Volvió tarde a su humilde cuarto. No había ni rastro de sus compañeros de habitación, así que pasó un buen rato repasando el brazo momificado del mongol. Estaba satisfecho con el aspecto final que había logrado darle. Podría dar el pego. Quizá.

Debían de ser algo más de las diez cuando llamaron a la puerta. Era el chófer ruso de Owen con una nota manuscrita de su jefe: «Por favor, venga a casa. Tengo noticias de Ruiz».

Javier bajó las escaleras entusiasmado. ¿Estaría vivo Joaquín Ruiz? Quizá éste podría contarle algo sobre el paradero de Meléndez, o al menos proporcionarle información sobre los lugares que éste había frecuentado.

El trayecto se le hizo eterno. Cuando llegó a casa del inglés, éste le recibió sentado en una cómoda butaca en su salón.

—¿Quiere usted una copa de jerez?

Javier dijo que sí, más para sacudirse el frío de la calle que para otra cosa. Ambos se sentaron junto a la cálida y amplia chimenea. Owen vestía su cómoda bata de seda. Llevaba un pañuelo elegantemente anudado en el cuello y fumaba en pipa. Parecía un auténtico aristócrata.

—He averiguado algo sobre Ruiz —comenzó diciendo el inglés—. No me costó demasiado sobornar a un capitán del Ejército Rojo que coordina el alistamiento. Estos rusos… muy comunistas, sí, pero ven una botella de buen vino o dos o tres pastillas de chocolate y te cuentan lo que les preguntes. Joaquín Ruiz está muerto.

—Mierda —farfulló Javier.

—Sí, al parecer fue detenido por el NKVD. Lo trabajaron a fondo, ya sabe, interrogatorios. De esa fase no sabemos nada, pero después de sacarle la información que creyeron oportuna lo entregaron al ejército para que fuera enrolado en un batallón de castigo. Ahí es donde mi hombre, el capitán, lo tuvo en sus manos. Nadie sobrevive a algo así, los envían a misiones imposibles en las que todos caen o a veces los utilizan de avanzadillas de las tropas regulares cuando hay que atacar atravesando un campo de minas. Así fue como murió. No muy lejos de Pushkin. Pisó una mina para allanar el camino a otros camaradas del Ejército Rojo.

—¿Y por qué lo enviaron allí?

—El informe que el NKVD envió al ejército no era demasiado explícito, pero al parecer se le consideró culpable al no haber denunciado las prácticas antirrevolucionarias de Meléndez, al que, dicho sea de paso, debía vigilar. No sé sobre qué le preguntaron en el interrogatorio pero no debió de parecerles un tipo muy peligroso.

—¿Le contaría algo Meléndez sobre el paradero del brazo?

—No creo, era un tipo avispado.

—¿Y qué habrá sido de él?

—NKVD.

—Vaya.

—Sí, mi amigo el capitán me dijo que Meléndez era cosa de la policía política. No pudo llegar más lejos. Con ésos es imposible averiguar nada.

—Eremenko me dijo que me ayudaría.

—Cuidado con esos tipos. Son peligrosos y despiadados.

—Esta mañana un tipo registró mi cuarto. Lo dejó todo patas arriba. Llevaba el uniforme de comisario político.

—¿Estarán buscando el brazo? —preguntó algo alarmado Owen—. ¿Conocerán su existencia?

—No sé, no tengo ni idea.

—Está usted en peligro.

—¿Y qué puedo hacer?

—Vuelva al frente.

—Allí también me tendrán localizado.

—Puede que sí, pero un cambio de aires podría ayudarle, quizá no le localicen. Hay mucho desorden en una guerra. Una cosa es segura, aquí corre peligro. Váyase, amigo.

—¿Y el brazo?

—Me temo que Meléndez se llevó el secreto a la tumba. Es una pena, la verdad. Olvídelo. Vuelva al frente, mejor hoy que mañana.

* * *

Javier se despidió del agente inglés y le dijo que prefería volver a casa caminando. Era tarde y no había nadie por las calles. No funcionaban los tranvías y estaba demasiado lejos de casa. Apenas si llevaba caminados quinientos metros cuando reparó en que debía haber vuelto en el coche del diplomático inglés.

¿Le había contado Owen todo lo que sabía? Aquel tipo podía sobornar a quien quisiera y seguro que tenía información de primera mano de lo ocurrido con Meléndez. ¿Tendría alguna pista sobre el paradero del brazo?

Un coche enorme y negro se paró junto a él.

El conductor bajó la ventanilla y dijo algo en ruso que Javier no supo entender.

Tavarishch Eremenko —dijo el soldado que guiaba aquel enorme coche. Entonces se bajó del mismo y abrió la puerta trasera a Javier.

¿Qué hacía? ¿Entraba? ¿No iría a una muerte segura? Si Eremenko quisiera torturarlo o asesinarlo no le habría enviado su coche oficial. Hacía frío. Subió.

El coche callejeó durante más de media hora hasta que llegó a un amplio polígono industrial. Entonces paró frente a un sólido edificio de ladrillo gris con aspecto de factoría. Un soldado que hacía guardia frente a una pequeña pero sólida puerta de metal le guió por un estrecho pasillo. Subieron unas escaleras metálicas. Uno, dos o tres pisos, ni se daba cuenta. Tenía miedo. Estaba metiéndose en la boca del lobo. ¿Y si lo torturaban? Le sonsacarían su participación en el asunto del brazo, que trabajaba para el Servicio de Inteligencia Militar Español y que había luchado en la División Azul. Era hombre muerto.

Se abrió una puerta y se dio de bruces con Eremenko. Junto a él permanecía sentado un tipo moreno, rechoncho, con el pelo lacio caído sobre la frente, a lo Hitler. Era el traductor del coronel del NKVD.

Le indicó a Javier que se sentara.

—¿Eres español, camarada? —preguntó Javier.

El otro asintió.

—¿De dónde? —preguntó el antiguo contable.

—No estamos aquí para hablar de mí sino de ti —dijo el otro secamente.

Eremenko comenzó a hablar y el traductor se dispuso a hacer su trabajo:

—… el camarada Eremenko dice que para quién trabaja usted.

—¿Yo? —repuso Javier con una sonrisa nerviosa—. Para nadie. Sólo quería localizar a un amigo.

El tipejo moreno tradujo la frase al ruso, que sonrió.

El traductor habló de nuevo:

—… dice que a veces la explicación más sencilla es la correcta. Un asunto interesante el de su amigo. ¿Sabe usted algo de un objeto de valor que tenía su camarada en su poder?

—No le veía desde antes de la guerra. Ni idea. ¿Está vivo?

El traductor negó con la cabeza. Eremenko comenzó a hablar y su ayudante tradujo sus palabras:

—… como le prometí en la fiesta del otro día, he realizado gestiones con respecto al paradero de su amigo. Hizo usted bien en avisarme en que podía ser un traidor a la revolución porque, en efecto, lo era. Su amigo fue acusado de derrotismo y tuvimos que detenerle. Se le interrogó como era debido a fin de que nos contara detalles sobre otros traidores como él. No sabía nada. Simplemente dijo que se arrepentía de haber venido a Rusia. Le preguntamos que por qué había visitado al inglés y nos mandó a la mierda. Era un tipo duro. Lo trabajaron a fondo y empezó a cantar. Nos contó que había sido un agente doble para la República y que llegó a camarero de Franco al acabar la guerra. Eso ya lo sabíamos, claro.

»Entonces se pasó, huyó de la España franquista, un error. Hubiera sido más útil junto a Franco pero dijo estar cansado de vivir entre fascistas. Poco a poco fue aligerando su conciencia. No se pasó porque estuviera muy convencido en el plano ideológico, no. ¿Por qué entonces?, le preguntamos. Porque tenía algo en su poder que podía hacerle vivir en la opulencia en Rusia, como un héroe, dijo. ¿Qué era ese algo?

»Dijo que los rusos no lo merecían. Por eso se lo ofreciste al inglés ¿verdad?, le preguntamos. Sí, dijo él. Esto no es una revolución, es una tiranía. Los ingleses pagarían mejor y darían un preferible uso a “la reliquia”, contestó. Aquello comenzaba a ponerse interesante, ¿qué reliquia?, ¿de qué hablaba aquel tipo? Se le preguntó al respecto. Se cerró en banda. Volvimos a darle un buen repaso y cuando comenzaban a interrogarle de nuevo… se les fue. Muerto. Una pena. Es difícil encontrar gente que domine el arte del interrogatorio, hay mucho carnicero suelto por ahí. Después de aquello comenzamos a pensar que aquel tipo podía habernos sido de gran utilidad, ¿de qué reliquia hablaba? No nos fue difícil deducir cuál. Un tipo que ha sido ayuda de cámara de Franco, que dice poseer un objeto valioso y que además es una reliquia… es evidente que hablamos del brazo de santa Teresa, que, como todo el mundo sabe, el general fascista venera con tanto fervor. Pensamos que sería interesante disponer de dicho objeto, pero ¿dónde lo habría escondido aquel hijo de puta?

El traductor hizo una pausa.

Javier disimuló diciendo:

—Entonces… mi amigo ha muerto.

—En efecto —dijo el traductor.

Eremenko formuló entonces una pregunta que fue traducida de inmediato.

—¿Sabe usted algo de la historia del brazo?

Javier contestó:

—Como les dije antes, no veía a mi amigo desde antes de la guerra. Entonces él pertenecía aún a la CNT. —Los rusos se miraron como dando validez al testimonio del joven comunista español—. No tengo ni idea de esa historia que cuentan del brazo, ni me importa. Sólo sé que está muerto, intentaré hacerle llegar la noticia a su madre.

Entonces se hizo un largo silencio.

Eremenko le miraba fijamente. Sintió que su mirada le traspasaba, que veía en su interior, que leía su mente: la niña, Julia, el artículo, el Ebro, Benasque, Aurora, De Heza, el brazo, la Blau, Leningrado…

El coronel dijo algo se levantó y salió de la habitación.

—Puede irse —dijo el traductor—. Le llevarán a casa.

En el camino de vuelta, Javier no hizo sino pensar en la delicada situación en que se hallaba. Meléndez estaba muerto y se había llevado a la tumba el paradero del auténtico brazo de la santa.

Por otra parte, Eremenko sospechaba de él. Era un profesional y había olido su miedo. Seguro que sabía que estaba allí por el brazo. Era cuestión de horas que el NKVD fuera a por él. No aguantaría ni diez minutos de interrogatorio, cantaría todo lo que sabía y lo fusilarían. Julia y la niña estaban perdidas, acabarían pudriéndose en una cárcel fascista. Omega estaba allí, en Leningrado. Escorpión también. Un tipo de Uruguay había preguntado por él en la sede del Partido. Aquello se le iba de las manos. Tenía que salir de la ciudad cuanto antes. En cuanto amaneciera partiría hacia el frente, tenía el brazo falso, así que, una vez allí, pediría hacer guardia todas las noches. Lanzaría las bengalas y se pasaría en cuanto fuera posible. Si no lo detenían antes, claro. Si llegaba a su destino quizá podría engañar a los fascistas con el brazo del mongol. Había quedado bastante convincente.

Decidió descansar y encaminarse al frente de buena mañana. Aunque antes tenía que hacer una visita a la mujer de Ruiz, se lo debía.

* * *

Joe Owen degustaba su copa de coñac mirando la chimenea con aire hipnótico. Entonces dijo como saliendo de su letargo:

—Me da la sensación de que su hombre debe de tener el brazo.

—No creo —repuso ella—. Quitando el tiempo que ha empleado en hacer preguntas por ahí no tenemos noticias de que se haya dirigido solo a lugar alguno de interés… excepto las colas de racionamiento y una visita que hizo al Ermitage el otro día.

—Es usted muy competente…

—Sí, termine la frase… «para ser mujer». Estoy acostumbrada. Éste es un mundo de hombres.

—No, no, no me malinterprete… ¿cómo me dijo que quería que la llamara?

—Andrea.

—Es un nombre falso, claro.

Ella asintió.

Owen continuó:

—Mire, Andrea, o como quiera que se llame, no la juzgo con dureza al ser mujer, al contrario. Su fama la precede. Es usted el mejor agente de la España franquista, se dice que es eficaz y competente, no se me ocurriría importunarla así.

Ella contestó con una sonrisa:

—Gracias. —Le había parecido notar un cierto halo de temor en la voz del agente inglés.

—Me hubiera gustado conocerla en mi estancia en España. Es usted una mujer muy bella. La hubiera llevado a los toros, a comer a Chinchón, conozco un sitio…

—Owen, corte —repuso ella impasible—. Estamos aquí para hablar de negocios.

El agregado comercial del consulado británico quedó como aturdido. Un brillo extraño, frío y despiadado brillaba en los ojos de la joven.

Jugueteando con un habano el inglés acertó a decir entonces:

—Estimada Andrea, me temo que estamos como ustedes: en blanco. El tal Meléndez era un avispado. No sabemos dónde pudo dejar oculto el brazo. Los rusos lo buscan. Quizá comprendieron demasiado tarde que la reliquia era algo valioso. ¡Menudo golpe propagandístico! No sé si su Javier Goyena ha avanzado en las pesquisas, pero sé que su detención es inminente.

—Lo imagino.

—… por eso pienso que los rusos deben de creer que ya tiene el brazo o que…

—Al menos conoce su paradero —dijo ella.

—Sí, me da la sensación de que los acontecimientos comienzan a precipitarse —añadió él.

El timbre del teléfono interrumpió la conversación. Owen contestó en inglés. Asintió varias veces y miró a la chica con aire grave a la vez que colgaba el aparato.

—Lo que le decía, han cursado orden de detenerle. Me temo que es cuestión de horas. La situación ha hecho crisis. Debería usted vigilarlo de cerca.

—Voy para allá —dijo la bella española con aire muy resuelto.

* * *

Eran las nueve de la mañana cuando Catherine, la mujer de Joaquín Ruiz, abrió la puerta de su pequeño cuarto. No se sorprendió mucho al ver a Javier.

—Pase, Toribio —dijo la buena mujer, excusándose por tener las camas deshechas y el cuarto algo desordenado. La hija había salido a hacer su turno de defensa civil.

—Tengo noticias —repuso él, adivinando una suerte de brillo en sus ojos. Aunque esperaba la noticia de la muerte de su marido era evidente que estaba emocionada.

—Joaquín murió en un batallón de castigo. Pisó una mina.

Ella no pudo reprimir un sollozo y el joven vestido de soldado ruso la abrazó con fuerza. Permanecieron así durante unos minutos hasta que ella dijo:

—Prepararé té.

Mientras la mujer preparaba la tetera, Javier miró al mísero patio por la ventana. «¡Qué vida más triste!», pensó para sí, recordando el soleado sur de donde provenía.

—Es usted un buen hombre —dijo Catherine sacándolo de sus propios pensamientos.

—No, no, qué va —contestó él—. Sólo intento salvar a mi mujer y a mi hija. Están en España y si no cumplo mi misión acabarán en un cárcel o a lo peor en…

—¿No ha hallado el brazo? —añadió ella tendiéndole una taza de té. Ambos se sentaron en el borde de la cama.

—¡Cómo! ¿Pero usted sabe…?

Ella asintió.

—Le mentí —dijo—. No podía saber si era un espía enviado por el Partido. Ahora sé que es usted una buena persona. Ha venido sólo para decirme lo de Joaquín; aunque era evidente que estaba muerto, ahora tengo la confirmación.

—Lo siento, de veras.

—Lo sé. ¿Sabe usted si sufrió, si lo torturaron antes de enviarlo al batallón de castigo?

Él negó con la cabeza.

—Ya, claro, ¡qué tonta!… Aunque lo supiera me ahorraría ese sufrimiento. Es de suponer que intentaron sonsacarle. Ese maldito Meléndez… El día que le contó lo de la reliquia firmó la sentencia de muerte de mi Joaquín.

—¿Se lo contó? —repuso incrédulo Javier.

—Sí, la noche antes de que lo detuvieran. Se emborrachó y le confesó lo del brazo, y cuando mi marido llegó a casa me lo contó. No sabía si acudir al Partido. Yo le dije que no lo hiciera, que lo considerarían contaminado y lo interrogarían. Estábamos en una mala situación.

—Pero ¿qué le dijo Meléndez?

—Que había robado la reliquia y que su intención era dar un golpe propagandístico al Caudillo. Bueno, y moral también. Al parecer Franco siente una devoción enfermiza por el brazo de santa Teresa…

—Así es.

—… Meléndez estaba enfadado. Como tantos españoles se había sentido defraudado con el comunismo, con la Madre Rusia, ¿sabe? Cuando llegué a España y conocí a Joaquín, hubo algo que me llamó mucho la atención. Todos los comunistas que conocí, incluido mi marido, creían que aquí… ¿cómo se dice en español?… ¿que ataban a los perros con carne?…

—Con longaniza… Se dice atar los perros con longaniza…

—Sí, eso. Pensaban que esto era el paraíso del proletariado, que aquí todos éramos ricos. Mi Joaquín era un comunista convencido, un luchador, nunca tuvo cargo alguno y peleó durante toda la guerra. Cuando el final era inminente, apareció por casa y dijo: «nos vamos». Fue duro para él llegar aquí. «Al Paraíso» —dijo ella riendo amargamente—. Yo ya le había advertido que esto no era como creían en España. ¿Sabe lo duro que es para un hombre legar su vida a un ideal, perder una guerra, perder su país y comprobar que todo aquello por lo que ha luchado es falso?

—Por desgracia sí lo sé, Catherine —dijo Javier, sonriendo amargamente.

—A pesar de ello nunca le oí quejarse, era disciplinado como él solo. Nunca se lamentó ni sacó las cosas de quicio. Nos tenía a nosotras dos. Éramos su vida. Decía que mientras estuviéramos los tres juntos lo podría soportar todo… Pero ese Meléndez… por su boca salía lo que mi Joaquín y tantos y tantos piensan y no se atreven a decir… Decía que iba a vender el brazo a los ingleses. Estaba ido. Cuando detuvieron a ese maldito desgraciado supe que vendrían a por Joaquín.

—Ya.

—Hay una cosa que le quiero decir. No sé si le será de ayuda.

—Diga, Catherine.

—Lo único que Meléndez dijo a mi marido sobre el paradero del brazo fue que estaba en lugar seguro, «a la vista de todo el mundo».

—Vaya.

—Eso es todo.

—Bastante enigmático, me temo que no me será de mucha ayuda.

—Se va usted, ¿no?

—Sí, vuelvo al frente.

—Ya. Espero que le vaya bien. Aléjese de aquí y salga de esta historia. Es peligroso.

—Lo sé, Catherine —dijo él apurando el té.

Ambos se levantaron y se dieron un abrazo.

Entonces ella dijo:

—Por cierto, una joven española vino haciendo preguntas sobre el brazo y sobre usted.

—¿Española?

—Sí, llevaba el uniforme del Ejército Rojo y hablamos en ruso, pero era española, seguro.

—¿Cómo lo sabe?

—He vivido muchos años allí, ¿recuerda? Por cierto, era guapa. Morena.

—Cuídese, Catherine.

—Lo haré —dijo ella dejando que las lágrimas asomaran a sus bellos ojos.

Cuando salió de allí sintió que se le partía el alma. Aquello era demasiado para él.

* * *

Llegó al mísero cuarto y se acostó con la ropa, las botas y el abrigo puestos. Estaba demasiado cansado. Durmió una larga siesta. Hacía un frío horrible. Una vez más sus compañeros de cuarto no estaban. Los turnos de defensa civil eran largos y los trabajadores debían recorrer distancias enormes entre obra y obra, viéndose obligados a pernoctar fuera de casa la mayoría de las veces. A veces pasaban días enteros sin volver.

Cuando despertó eran las cuatro y estaba a punto de oscurecer. Intentó reflexionar. Debía volver al frente y lanzar las bengalas. Estaba decidido a colarle el brazo falso a los fascistas, pero antes debía hablar con Owen. No tenía nada para darle a cambio, pero necesitaba que el espía británico le avisara cuando llegaran al consulado británico las garantías de que la niña, su madre y Julia estaban a salvo. Entonces él se pasaría con el brazo del mongol y asumiría las consecuencias.