El as en la manga
«Rápido, rápido», me digo, mientras levanto la trampilla de la amplia urna. Antes de que pueda haberme dado cuenta, el antebrazo momificado de algún perdido guerrero mongol está a buen recaudo en mi mochila.
Nunca pensé que acabaría robando objetos de arte en el mayor museo del mundo. La penumbra lo invade todo, se hace de noche y no encenderán las luces para evitar los bombardeos de los nazis. Nadie echará de menos una pieza menor como ésta en un lugar donde se guardan tantísimas obras de valor. Camino rápido hacia la calle. Un guía se me acerca por el pasillo, estamos casi a oscuras. Me señala la salida a la vez que farfulla algo en ruso. Parece decirme que van a cerrar.
Gano la calle.
Hace frío.
Noto que mi corazón late desbocado. Tengo que volver al cuarto de Meléndez; es probable que con la ayuda de la fotografía del auténtico brazo consiga hacer que éste sea idéntico al de la santa. No es tan descabellado. Haré una falsificación, por si las moscas. De camino, en el tranvía, le voy dando vueltas a la cabeza. Si yo entregara este brazo a De Heza, bien trabajado, claro, seguro que no lo distinguiría del auténtico. Total, un antebrazo momificado, que parece de cartón piedra…
Tengo que intentar hallar el auténtico —cosa imposible por otra parte—, pero mientras tanto intentaré pulir éste. Parece algo más alargado. Una vez que haya conseguido que se parezca iré al frente. Lanzaré las bengalas e iré al consulado a esperar las garantías para Julia y la niña. Cuando sepa que están a salvo me pasaré y le daré el brazo a De Heza. No sé cuándo se darán cuenta del engaño, pero si ocurre así, todos quedarán mal ante Franco. Don Raimundo Medina por haber permitido que De Heza lo robara, y ambos por dejarse engañar por mí con un brazo falso… Seguro que el Caudillo monta en cólera… Eso, si no le da un ataque al corazón cuando se entere de que tiene en su poder una réplica perfecta hecha en cera por los alemanes.
Los doiches. Cuando vean que no consiguen el auténtico brazo seguro que van a por De Heza. Eso si Franco no lo ha fusilado antes. Y a Medina. Y a mí. Pero para entonces ellas estarán lejos y a salvo en el Uruguay.
No volveré a ver a Aurora. Anhelo su olor.
Haré un par de intentos para localizar a Meléndez y si no hay suerte jugaré la baza del brazo del mongol. Puede que no me descubran y me vaya de rositas. Aunque si soy hábil y juego mis cartas, para cuando den con el ardid ellas estarán a salvo lejos de España. Entonces me dará igual lo que hagan conmigo. Me habré vengado de don Raimundo Medina y de ese estúpido engreído de De Heza. Malditos hijos de puta.
Ardo en deseos de llegar a mi cuarto para empezar a trabajar con el brazo falso.
* * *
Cuando Javier llegó al cuarto donde pernoctaba, comprobó con fastidio que no podía comenzar a manipular el brazo del guerrero mongol. Tenía compañía.
Dos de los georgianos se hallaban tumbados en sus catres y otro tipo, que leía una novela a la luz de un minúsculo flexo, se levantó al verle entrar y le dijo:
—Hola, tú eres el español, ¿no?
Javier asintió algo sorprendido.
—No, no temas, me lo ha contado la vieja. La portera.
—Ah —contestó el soldado.
—Buscas a Meléndez…
—Sí. Parece que se lo haya tragado la tierra.
—Yo de ti no preguntaría —dijo el otro—. Por cierto, me llamo Buendía.
—Encantado. Soy Toribio.
—Salud, camarada.
—Salud.
Se hizo un silencio, así que Javier decidió preguntar.
—¿Por qué dices que no debo preguntar por Meléndez?
—¿Llevas mucho tiempo aquí?
—No demasiado. Casi todo en el frente.
—Ya veo. Bien, camarada Toribio, debes saber que en Rusia la gente no desaparece así como así. ¿Entiendes?
Javier asintió.
—Tu amigo no parecía muy contento con la Rusia que vivimos. Era un hombre amargado.
—¿Crees que está muerto?
—Seguro.
—¿Criticaba mucho al Partido?
—Mucho, y eso aquí no es buena idea. Decía que eran todos unos incompetentes, que él tenía algo con lo que podía asestar un fuerte golpe a Franco pero que no se lo daría al NKVD. Un tipo raro, con delirios de grandeza. Decía que había hecho de agente doble o algo así.
Javier ladeó la cabeza.
—¿Dejó algo? No sé, alguna carta, algunos efectos personales… —preguntó.
—No —contestó el otro—. Aquí tenemos poca cosa. ¿Qué tal las cosas en el frente?
—Bastante estables. Creo que los doiches han decidido no atacar la ciudad. Están pasándolo bastante mal en otros frentes.
—Sí, parece que comienza a vislumbrarse el final del túnel.
—En efecto, ya no parecen tan invencibles. ¿No te alistaste?
—No, trabajo para el Partido. Soy linotipista. Me necesitan para editar revistas y panfletos de propaganda.
—Eres un tipo con suerte. La guerra es horrible.
Buendía sacó un cigarro y sin ofrecer otro a Javier contestó:
—Pues tu amigo Meléndez, ahí donde lo ves, estaba exento de combatir. No lo alistaron, como si estuvieran pagándole los servicios prestados. Y encima se quejaba de tener que trabajar en la defensa civil, cuando todos hacemos, aparte de nuestro trabajo, tres o cuatro horas diarias.
—Parecía muy descontento, ¿no?
—No te haces una idea.
Alguien llamó a la puerta. Ésta se abrió y apareció Mashena.
Buendía y los dos georgianos miraron a Javier con una ridícula risita en sus labios.
Javier se incorporó de un salto.
—Hay novedades —dijo ella.
Él se puso el abrigo, el gorro y la acompañó. Bajaron las escaleras a toda prisa y salieron a la calle. Aquella noche no parecía tan fría como otras.
—Toma —dijo ella tendiéndole un papel—, la dirección del tal Owen. Ve a verle mañana por la mañana.
—No creo que sirva de gran cosa.
—No creo —dijo ella.
—¿Podrías acompañarme?
—Sí, claro.
—¿Te viene bien a las nueve?
—Sí, perfecto.
—Pasaré a recogerte entonces.
—¿Has avanzado algo? —preguntó ella.
—Creo que Meléndez está muerto. Hablaba demasiado. Pero mañana jugaremos la última baza con ese Owen.
* * *
El piso de Joe Owen era amplio, lujoso y estaba bien iluminado. Abrió la puerta una bella criada rusa a la que Mashena indicó en su idioma que querían ver al señor de la casa. A pesar de que eran las diez y cuarto, Owen vestía aún un lujoso batín de seda sobre un cómodo pijama de raso. Aquel tipo vivía bien. El piso estaba caldeado, cosa rara en aquella ciudad.
El inglés dijo algo en su idioma y Mashena le interpeló en ruso.
—¿Ispañits? —dijo él mirando a Javier muy alegre—. Yo hablo español —añadió con un típico acento británico—. Estuve en la embajada en Madrid durante tres años. Fue antes de la guerra. Una pena lo de su país.
—Sí, una pena —musitó Javier mirando de reojo al inglés. Era un tipo alto, grandote, de pelo algo cano y poblado bigote. Parecía más un militar que un agregado comercial.
—Me dice su amiga que busca usted a un compañero.
—Sí, me llamo Toribio, busco a un buen amigo que vino a verle a usted, Meléndez.
El agregado comercial quedó parado por un instante. Al momento recuperó la compostura y tiró de una campanilla para llamar a la criada.
—¿Tomarán café conmigo? —añadió.
Javier y Mashena asintieron, no venía mal tomar algo caliente a aquellas horas.
Tras ordenar en ruso a la criada que preparara café, Owen se sentó en un cómodo butacón y mirando hacia la ventana encendió una pipa con bastante parsimonia.
—Sí, lo recuerdo —dijo arrojando la cerilla al cenicero—. Ese Meléndez vino a verme, ¿y?
Javier tomó la palabra y dijo:
—Pensaba que usted podía saber algo sobre su paradero. Meléndez parecía descontento, sé que vino a verle.
—¿Y por qué iba yo a saber dónde está su amigo?
—Él vino a ofrecerle algo.
El inglés quedó sorprendido. En ese momento entró la criada con el café.
Esperaron a que lo sirviera. Javier lo probó y lo encontró excelente.
Cuando la chica había salido, Owen dijo:
—Me sorprende usted, Toribio, ¿qué sabe?
Javier hizo una pausa. Mashena los miraba muy sorprendida.
—Podríamos contarnos mutuamente lo que sabemos —dijo el español.
—Quizá —respondió lacónico el inglés pasándose una servilleta por su poblado bigote.
—Él tenía una reliquia en su poder. Algo muy valioso y querido para Franco…
—¿El brazo de santa Teresa? —repuso el inglés muy excitado.
—Exacto.
—Vaya, siempre pensé que eso era una leyenda. Suena tan primitivo… ya sabe, un gobernante obsesionado por un objeto tan macabro. Meléndez era listo. El muy canalla no me lo dijo. Me ofreció algo muy valioso en España si lo sacaba de Rusia. Quería ir a Inglaterra.
—¿Llegaron a un acuerdo?
—No, antes de que pudiera volver a reunirme con él se lo tragó la tierra. Apenas si tuvimos un contacto preliminar… No se ofenda, pero su amigo me pareció un mal tipo.
Javier puso cara de indiferencia.
—Ahora lo entiendo —dijo Owen—. A usted le importa un… ¿se dice bleto en español?
—Bledo —corrigió el soldado.
—… pues eso… que a usted le importa un bledo ese Meléndez, usted busca el brazo.
—¿Y si así fuera?…
Mashena parecía alarmada ante el cariz que tomaba la conversación.
—Quizá podríamos llegar a un acuerdo —repuso el inglés—. ¿Me dirá usted para quién trabaja?
—Para mí mismo.
—Podría ayudarle si el negocio fuera mutuamente beneficioso, ¿le parece?
Javier asintió.
—¿Qué necesitaría? —preguntó Owen.
—Localizar a Meléndez, o al menos saber qué fue de él, por dónde pasó…
El inglés aspiró el tabaco de su pipa con deleite y dijo:
—… podríamos comenzar por… Mire, esta noche asisto a una pequeña fiesta, es en casa de un miembro prominente del Partido, Zhdanov, miembro del Consejo del Frente de Leningrado. Allí podrá usted hacer algunas pesquisas.
—Me parece bien —dijo Javier.
—Traiga a su bella intérprete. Le será útil. Les espero aquí a las seis y media.
* * *
Un elegante Ford les recogió en casa de Owen y les llevó a casa de Zhdanov. El inglés era todo un bon vivant: chófer, criadas, automóvil americano con asientos de cuero y una residencia elegante daban a entender que aquel tipo debía de ser algo más que un simple agregado comercial.
Llegaron a la casa del preboste del Partido, un lujoso edificio situado entre la plaza de Palacio y el Palacio de Verano. Subieron en un recargado ascensor hasta el último piso, donde varios criados con uniforme militar tomaron sus abrigos y les condujeron al amplio salón desde donde se divisaba el Neva, la fortaleza de Pedro y Pablo y los jardines del Palacio de Verano totalmente nevados.
Owen les presentó a Zhdanov y a varios jerifaltes más: Shtykov, el secretario general del Partido, Kuznetzov, secretario ciudadano del Partido, y al brillante almirante de la flota del Báltico, Tributz.
Aquellos tipos eran los amos de la ciudad, y se les notaba. Vio al minúsculo y fibroso secretario de organización del Partido Comunista Español. Con una copa de champán en la mano el dirigente se le acercó y dijo:
—Hombre, el vasco. ¿Encontraste a tu amigo, camarada?
—No, no he tenido suerte, parece que se lo tragó la tierra.
—Igual cayó en algún bombardeo y no lo identificaron.
—Igual —contestó Javier, echando un vistazo a las bandejas de plata repletas de canapés que portaban los camareros. En un lateral había un bufé: carnes, pescados y hasta frutas se mostraban al recién llegado en una exposición que al joven comunista español le pareció inmoral y decadente. Aquellos tipos habían masacrado a la nobleza para hacer justicia y en lugar de ello vivían como los zares.
—¿Crees que tu amigo pudo meterse en problemas? —preguntó el secretario de organización.
—Me temo que sí. Parece ser que protestaba mucho y se quejaba del enfoque que se había dado aquí a la revolución.
—Entonces creo que puedo presentarte a alguien que puede ayudarte. Pero sé discreto, camarada. Ven. Por cierto, ¿y tu otro camarada, te encontró?
—¿Quién? —repuso el antiguo intendente extrañado.
—Sí, esta mañana ha pasado un amigo tuyo por la sede, quería localizarte. Tenía un acento así como argentino, me dijo que era del Uruguay. Edmundo Dantés, se llama.
—El conde de Montecristo —contestó Javier.
—¿Cómo? —repuso el iletrado secretario, que se puso alerta al escuchar que alguien conservaba un título nobiliario a pesar de la revolución.
—Nada, nada, cosas mías. Es una broma.
Javier siguió a su interlocutor pensando que aquel tipo sólo debía de haber leído proclamas y manifiestos sobre la revolución y el proletariado. ¡Qué pena!
Habían preguntado por él. Supuso que alguien le seguía. ¿Escorpión? Caminaron por la amplia sala cruzándose con bellas mujeres y algún que otro extranjero que, como Owen, aprovechaba aquella recepción para realizar sus negocios y trapicheos. El ambiente parecía distendido y nada hacía pensar que el mundo estuviera en guerra ahí fuera. Ardía un magnífico fuego en la amplia chimenea.
—Te presento al camarada Eremenko, pertenece al NKVD —dijo el secretario en susurros para dirigirse en ruso a un tipo alto, fornido y que vestía el uniforme de coronel del Ejército Rojo.
Javier le saludó puño en alto y luego le estrechó la mano.
Mashena, asombrada por el ambiente de lujo y abundancia que le rodeaba, estaba a su lado dispuesta a traducir.
El secretario de organización se acercó a saludar a un general y los dejó solos.
Después de hacerle un par de preguntas de cortesía sobre su procedencia, años de militancia en el Partido y zona del frente en que combatía, Eremenko se deshizo en elogios hacia Javier.
—Los españoles como tú son bravos y valientes. Han luchado ya contra el fascismo en dos guerras nadas menos —tradujo Mashena—. Necesitamos muchos como vosotros, camarada.
Javier aprovechó la coyuntura y se lanzó a la ofensiva apurando de un trago su copa de champán. Mashena traducía.
—Verá, camarada Eremenko. Dispongo de dos semanas de permiso y quería aprovechar para saludar a un amigo que llegó a Leningrado antes que yo. Ha desaparecido, se lo ha tragado la tierra. Me temo lo peor: una muerte en el frente, un bombardeo, alguna enfermedad… Me gustaría constatar si está muerto. Se lo debo a su madre, ya sabe, poder decírselo…
El imponente coronel del NKVD escuchó solícito su interpelación y pareció tomarse interés en el asunto. Nadie diría que era un despiadado miembro de la durísima policía política soviética. Comentó algo en ruso a Mashena que sacó un papel y le anotó el nombre y dirección de Meléndez.
—Dice que hará lo que pueda. Todo por un valeroso soldado español y la madre de un amigo caído.
Javier decidió entonces arriesgarse algo más y dijo:
—Creo que pudo meterse en problemas… Parece que comenzó a dudar sobre el Partido y… Quiero que sepa que si tuvieron que ser duros con él, yo lo entiendo, soy un miembro del Partido convencido y creo que debemos ser expeditivos con los disidentes, pero… era mi amigo y me gustaría poder saber si está vivo o no. Sólo es eso.
Mashena le miró como se mira a un loco.
—Traduce —ordenó él.
Ella habló en ruso.
Eremenko sonrió y largó de corrido una larga parrafada.
—Dice que tranquilo, que te entiende y te agradece tu sinceridad. También dice que si ellos se hicieron cargo de Meléndez, lo sabrás en unos pocos días.
Tras despedirse puño en alto del coronel del NKVD la chica reprochó a Javier con dureza:
—Pero… ¿te has vuelto loco? ¿Sabes lo que has hecho? Ahora pensará que tú eres un traidor.
—No, le ha quedado claro que no.
—Toribio, los asuntos del NKVD son sólo suyos. Nadie debe hacer preguntas. Te has colocado en una situación comprometida y me has situado a mí en el punto de mira de esa gente.
—¡Qué va, qué va! —rió Javier—. Tú sólo eres mi traductora.
En eso llegó Owen.
—¿Ha averiguado algo, Toribio? Le vi hablar con ese mal bicho de Eremenko.
—Dice que preguntará por Meléndez.
—¿Le preguntó usted directamente?
Javier asintió.
—Mal hecho, le han visto llegar conmigo, sabrán que Meléndez vino a verme y ahora pensarán que trabaja usted para nosotros. Nuestro interés por su amigo y el hecho de que él viniera a verme les hará pensar que era un agente británico. Aficionados…
* * *
Javier pasó un rato más en casa de Zhdanov observando a todos aquellos dirigentes del Partido. Se vio a sí mismo antes de la guerra. Hubo una época en que creyó que el comunismo era la solución a todos los problemas de la humanidad. Entonces pensaba que la revolución era posible y que habría un día en que todos los hombres serían iguales. Ahora, en el Leningrado sitiado, en la Rusia en guerra, había podido comprobar que allí no todos ocupaban la misma posición. Ni mucho menos. Otro tanto ocurría con los fascistas. Mientras miles de pobres desgraciados morían en el frente del Voljov, los dirigentes del Movimiento vivían como reyes en España mientras una gran parte de la población moría de hambre en la dura posguerra. Todo era mentira.
Mientras subía al coche de Owen en compañía de Mashena se mantuvo en silencio, pensativo. El inglés se quedó en la fiesta. Tenía asuntos que resolver, había dicho.
Durante el corto trayecto en coche, el joven español vio a la gente caminar en la oscuridad de la noche arrebujados bajo sus gruesos abrigos. Sintió verdadera lástima por los habitantes de Leningrado y por los rusos en general. Dos perspectivas se abrían a los ojos de aquellos desgraciados. Un futuro de esclavitud y hambre dominados por Hitler o una vida de rígida disciplina y penurias bajo la mano de hierro de Stalin.
—Vaya mierda —musitó para sí.
Pensó en la decepción que sufrió cuando, tras los primeros momentos de la revolución en España, comprobó que el Frente Popular y el Partido no traían a España la ilustración, la luz, la prosperidad. La España fascista no le deparó sorpresa alguna. Eran lo que eran, una panda de reaccionarios al servicio de los curas, banqueros y terratenientes que habían sumido España en un tremendo retraso cultural y económico del que seguramente no se recuperaría nunca.
Durante su periplo con la Blau había comprobado con sorpresa que no todos sus compañeros falangistas eran monstruos, aunque había conocido a muchos en el Partido Comunista que, siendo tibios y de carácter afable, se habían portado como auténticas bestias a la hora de dar matarile a los fascistas. Había bestias en ambos bandos.
En el fondo sentía pena por unos y otros, utilizados por sus jefes, cuatro políticos sin escrúpulos que vivían de maravilla sometiendo al pueblo a un sufrimiento sin par.
Pensó que el mundo no había cambiado tanto.
A lo largo del trayecto observó tres o cuatro cuerpos tirados en el suelo. Nadie se interesaba por ellos. Era lo normal. Owen le había dicho que en Leningrado morían unas cuatro mil personas al día por culpa del hambre o el frío. A pesar de que la situación en el frente ruso parecía mejorar para la Unión Soviética, el fin de la guerra estaba aún muy lejos y la población rusa sufría y moría a millones. Una cosa era cierta. Los alemanes habían conseguido que el pueblo ruso se identificara con la causa de la guerra. Todos, desde los obreros hasta las amas de casa, estaban comprometidos con un solo objetivo: expulsar a los alemanes de allí. No tenían otra opción pues peleaban por sus vidas. Hasta el peor informado de los ciudadanos sabía que Hitler quería una Rusia sin rusos. Aunque para ello debiera matar de hambre a varios millones de personas, el Führer se habría propuesto anexionarse los territorios más productivos de la URSS y mantener esclavizados a sus habitantes originarios creando una nueva sociedad dirigida por élites de origen germano.
Por eso la crueldad de los alemanes con los prisioneros rusos y con la población civil de las zonas conquistadas no había tenido parangón. Javier no había visto comportarse de esa manera a los fascistas de la Blau. A fin de cuentas, no odiaban a los eslavos como los doiches, pero sabía que los nazis habían llegado a arrojar bebés a las llamas en algunos pueblos de Ucrania.
Los rusos, el pueblo, las madres, clamaban venganza. Y lo entendía.
Antes de bajar del coche, Mashena le miró y le dijo:
—Toribio.
—¿Sí?
—¿Por qué tienes tanto interés en recuperar esa reliquia? ¿Acaso eres un espía?
—Es por algo personal —contestó él. Entonces ella se giró y la vio alejarse.
—Davai tavarishch —dijo al compañero conductor.
* * *
A la mañana siguiente Javier se despertó y se llevó una alegría al ver que sus compañeros de cuarto habían salido al trabajo. Le duró poco la euforia, la verdad, porque al girar la cabeza se encontró con una nota clavada con un afilado estilete en una de las columnas de la litera. Cerca de su cara.
Leyó la nota y sintió un escalofrío.
«Cuidado, Omega está en Leningrado, sea cauto».
Estaba firmada por Escorpión. Sintió que el pánico le invadía. Escorpión había estado allí, en aquella misma habitación. Podía haberle matado perfectamente. No lo había hecho y además le avisaba. ¿Estaría de su parte? Debía de estar allí para vigilarle y asegurarse de que entregaba el brazo a Medina. No supo si la presencia del despiadado espía le tranquilizaba o si debía alarmarse y salir huyendo de allí.
¡Omega estaba en Leningrado!
¿Sabría De Heza que pretendía traicionarle y dar el brazo a Medina?
Sí así era estaba muerto, seguro. De Heza a través de Omega y don Raimundo con Escorpión lo tenían vigilado a pesar de la distancia.
Pensó en Omega, el misterioso espía que se le parecía. Un espía con un pasado de infiltración en el bando rojo.
Se sintió agobiado, así que salió a la cocina comunitaria y se preparó un té.
Intentó borrar a los dos espías de su turbada mente. Omega y Escorpión. ¡Menudos apodos! Omega, el fin, el final, la última letra, la muerte. Escorpión, un arácnido asesino, letal y ponzoñoso.
Decidió no pensar en ello. Sólo le quedaba seguir adelante y rezar. Le hubiera gustado creer en Dios en aquel momento. Le quedaba poca agua potable y ésta era difícil de conseguir. Además, debía acudir a algún almacén de abastecimiento para retirar algo para comer. Apenas si le quedaba comida para un día. Los servicios de Mashena le estaban costando caros aunque la joven traductora había comido como una posesa en la recepción de la noche anterior.
Una vez de nuevo en su cuarto, sacó su mochila de debajo de los catres y extrajo la camiseta que envolvía el brazo del mongol. Lo situó amorosamente sobre la pequeña mesa de madera sin barnizar y tomó la foto del brazo de la santa que llevaba en su cartera. Se parecían bastante. Quitó la etiqueta de clasificación de la pequeña extremidad. Pensando mucho cada movimiento, con calma, y teniendo en cuenta que cualquier incisión sobre el brazo sería irremediable, comenzó a trabajar como si fuera un escultor. Con una lima de uñas que le había dado Mashena fue raspando aquí y allá. Con tiento. Temía pasarse y dejar demasiado delgado el brazo en unas zonas o demasiado grueso en otras. Una pequeña porción de un hueso que salía hacia fuera le quedó muy bien. Trabajó durante casi tres horas y quedó bastante satisfecho. No tuvo que reducir mucho el tamaño del antebrazo del mongol pues estos pobladores del Asia Central no eran demasiado altos y pudo hacerse una idea del tamaño y proporciones del brazo de la santa gracias a una regla que, a modo de escala, aparecía junto a él en la fotografía. Aun así pensó que aquello no engañaría a Franco, pero probablemente pudiera engatusar a Medina, consiguiendo que Julia, la niña y su madre salieran del país. Una vez conseguido esto, ¿qué mas daba que descubrieran que era una burda falsificación? No le importaba lo que pudiera ocurrirle por ello. Él no era taxidermista ni escultor, pero el resultado final no le pareció tan malo. Además, aún podía intentar hacerse con el verdadero.
Entonces sonó la alarma antiaérea y tras colocar el brazo en la mochila, salió a toda prisa de la casa. En el refugio permaneció pensativo mirando los rostros impasibles de las mujeres y los niños. Los rusos se habían acostumbrado a los bombardeos y a las penurias de la guerra. Además, todo Leningrado caía dentro del radio de acción de la artillería alemana, así que era habitual, al caminar por la calle, oír el inconfundible zumbido de un proyectil, teniendo que buscar refugio arrojándose al suelo al instante.
Cuando salió del refugio, de camino a casa, contempló a los bomberos afanándose en apagar el fuego de una señorial construcción que se había venido abajo por la explosión de una bomba. Más de diez cadáveres aparecían alineados al otro lado de la calle. Un niño de unos cinco años lloraba abrazado al cuerpo de su madre fallecida que tenía en los brazos un bebé, inmóvil también. Javier maldijo a los fascistas y continuó su camino. Cuando llegó a su cuarto halló a Mashena sentada en la puerta, en pleno pasillo.
—¡Hola, Mashena!
—Al fin has decidido volver. Tengo que hablar contigo y de nada te va a servir escapar otra vez.
No entendió qué quería decir la chica.
—Vamos, pasa —le dijo abriendo la puerta—. Pero… ¿qué ha pasado aquí?
El cuarto estaba todo revuelto. Habían rajado los finos colchones y las escasas pertenencias de los moradores de aquel habitáculo aparecían tiradas aquí y allá.
—Entonces… ¿no eras tú?… Yo te vi, pensé…
—¿Qué pasa, Mashena?
Ella tomó asiento e intentó serenarse.
—Las sirenas sonaron cuando yo estaba en el tranvía, a un par de manzanas de aquí —comenzó a decir la chica—. Venía a decirte que no contaras conmigo. Necesito la comida con que me pagas pero no puedo meterme en asuntos de esta índole. —Javier pensó que el castellano de la chica era excelente—. Toribio, creo que te estás metiendo donde no debes, acabarás como tu amigo Meléndez. El caso es que todos salimos del tranvía y como me encontraba tan cerca de aquí decidí venir a buscarte para ir juntos al refugio. Cuando llegué al pasillo comprobé que en ese momento salías del cuarto. Me miraste y te quedaste muy parado.
—¿Yo? Yo no te he visto en todo el día.
—Creo que te confundí con alguien que se parecía a ti. Simplemente debe de ser eso. Yo le dije al tipo: «hola, Toribio», y él agachó el rostro y pasó junto a mí como una bala empujándome con su hombro. Le seguí escaleras abajo diciendo: «no quiero que cuentes conmigo», pero él corría ya escaleras abajo. Pensé que eras tú y que no querías darte por enterado.
—Yo no actúo así —dijo Javier sintiendo un miedo atroz. Omega.
—Ya, además, ahora que lo dices, ese tipo iba vestido de manera diferente a ti. Llevaba botas altas, como un oficial o un comisario político. Pero se te parecía bastante, ¿sabes? Ahora, al ver la habitación registrada comprendí que debía de ser uno de los hombres de Eremenko. Te dije que no debías haber hablado con él de esa manera. Yo de ti me volvía inmediatamente al frente.
—Si quieren ir a por mí me encontrarán igual aquí que allí —dijo Javier pensando en el misterioso desconocido que tanto se le parecía. Una negra sospecha crecía en su interior por momentos.
—Yo sólo te advierto, Toribio, ten cuidado. Yo me vuelvo a casa. Tarde o temprano vendrán a por mí también.
Lamentando haberla metido en aquel lío, Javier la despidió dándole las gracias y las últimas vituallas que le quedaban. Llamó a la vieja y después de escuchar sus berridos en ruso, consiguió que le ayudara a adecentar un poco el cuarto. ¿Sería Omega el misterioso desconocido que había registrado el cuarto? Llevaba un uniforme de comisario político ruso, así que pensó que quizá sería uno de los hombres de Eremenko. ¿Qué buscaban allí los hombres del NKVD? Menos mal que llevaba el falso brazo guardado en su mochila.
Cuando la vieja lo dejó a solas comenzó a sentirse agobiado y salió a la calle para buscar comida. Cada vez le quedaba menos tiempo y no se hallaba más cerca del brazo de la santa que el primer día. Buscar algo así en una ciudad como Leningrado era como buscar una aguja en un pajar. Si al menos supiera cómo había acabado Meléndez igual podía comenzar a buscar con más fiabilidad. Aunque podían haber ocurrido mil cosas, que le hubieran atizado en el frente y que el brazo estuviera en una mochila en tierra de nadie, que hubiera caído a un río, a un canal, que hubiera resultado destrozado en un bombardeo… que estuviera enterrado con Meléndez…
Un momento. Si Meléndez había sido, en su momento, un agente doble de la República, cabía esperar que estuviera iniciado en los secretos y tácticas del espionaje, luego era lógico pensar que no llevara el brazo de la santa encima todo el tiempo sino que lo hubiera escondido en lugar seguro, pero… ¿dónde?
Una vez más llegó a la conclusión de que tenía que reconstruir sus pasos para saber dónde comenzar a buscar. Tenía que darse prisa, en cualquier momento los hombres de Eremenko podían caer sobre él. ¡Qué ingenuo! Un simple contable jugando a espías. ¿Cómo se le había ocurrido meterse en la boca del lobo de aquella manera? Pobre tonto.