24

Camarada Meléndez

Javier salió hacia Leningrado en un camión de intendencia del Ejército Rojo. De camino a la ciudad del Neva pudo contemplar el triple círculo defensivo que rodeaba la urbe. Sólo veía ruinas a su alrededor. La aviación y la artillería de los doiches habían hecho un buen trabajo pero habían generado tal cantidad de escombros, vigas, cascotes, hierros retorcidos y obstáculos que se hacía difícil para los panzers progresar hasta la ciudad. En un suburbio cuyo nombre le sonó ininteligible tomó el tranvía. Llevaba en su mochila tres paquetes de tabaco que le había dado el capitán Puig. Según le dijo el oficial, era más útil que el dinero. Tenía una cartilla de racionamiento de 1.ª categoría pues pertenecía a las fuerzas armadas como rezaba su cédula militar. Ahora era Toribio Arriaga Satrústegui, natural de Baracaldo, hijo de Saturnino y Helena. Otra vez usaba una identidad falsa. De nuevo no era él mismo y estaba empezando a cansarse de aquello. Pensó que sólo había de aguantar dos semanas más a lo sumo. ¿Conseguiría la reliquia?

Vestía un uniforme pardo del Ejército Rojo, con un cómodo gorro con la estrella roja en la frente, un cálido abrigo y magníficas botas de fieltro. A pesar de que el equipo que le habían proporcionado no era malo, había visto el reflejo del hambre en los rostros macilentos de los soldados españoles que combatían a las órdenes del capitán Puig. Lo miraba todo como un niño. ¿Cuántas veces había escuchado el relato de la Revolución de Octubre en aquella mítica ciudad? Creía conocerla a la perfección, aunque sólo fuera de oídas. Se bajó del tranvía junto al monasterio de Aleksander Nevski, que no pudo contemplar en detalle porque tenía que ir a la sede del Partido Comunista de España en Leningrado. No obstante, quedó impresionado por los inmensos muros del convento, tras los cuales se adivinaban las cúpulas de las siete iglesias situadas en su interior. Cruzó la plaza de Nevskogo y contempló la inmensa avenida Nevski. Quería caminar y observar hasta el más mínimo detalle. Aquella visión le pareció maravillosa pese al deterioro sufrido por la ciudad debido al efecto de los bombardeos y a la existencia de sacos terreros aquí y allá ocultando las fachadas de los edificios más emblemáticos. Sabía que aquella avenida, la perspectiva Nevski, como la llamaban los rusos, tenía más de cuatro kilómetros y medio, pero no le importaba caminar. Tenía que poner en orden sus ideas. La grandiosidad de aquella urbe de formas neoclásicas y la uniformidad de todos los edificios derivada de que todas las construcciones se habían realizado en la misma época proporcionaban una indudable sensación de solidez y belleza. Mientras caminaba absorto tuvo que reconocer que era evidente que aquella ciudad estaba en guerra. Los habitantes de Leningrado, de rostros famélicos, parecían delgados en exceso. Veía colas aquí y allá, en las pocas tiendas en que se podían adquirir productos de primera necesidad. Decidió parar junto a un establecimiento que le pareció una panadería. La cola era enorme, pero los ciudadanos le dejaron pasar primero cuando vieron su uniforme. Pensó que lo hacían más por miedo que por otra cosa, pues ninguno le sonrió. Además, la presencia de un individuo de paisano con un brazalete rojo con la hoz y el martillo que vigilaba el establecimiento le hizo comprender la causa de tan generoso gesto. No se paró a pensarlo demasiado. Consiguió su ración alimenticia de aquella semana. Casi ochocientos gramos de pan para cada día, doscientos gramos de mantequilla, medio kilo de cereales y medio de carne. También obtuvo un par de latas de conserva. Lo metió todo en el zurrón que llevaba colgado en bandolera y continuó andando. Aquello era una auténtica fortuna.

En algo más de media hora llegó a la mitad de la avenida, la plaza Vosstanija. Una vez allí, caminó más animado y se plantó en las señas que le había dado el sargento Rabadán. Un edificio inmenso, de estilo neoclásico, situado junto al canal Fontanka. Al lado de la biblioteca. Desde allí se veía a lo lejos, al fondo, el mítico Palacio de Invierno.

Hacía frío aunque el día era extrañamente soleado, así que, henchido de optimismo, Javier entró en el señorial portal de aquel hermoso edificio de amplios ventanales.

Subió hasta el segundo piso y se dio de bruces con una puerta en la que un cartel decía: Partido Comunista de España. También había unas letras en cirílico que según supuso el joven exintendente debían de significar lo mismo.

Empujó la puerta y entró para encontrarse con una joven con gafas y aspecto de bibliotecaria.

* * *

—Hola, buenas —le digo en español a la chica, que me contesta con su mejor sonrisa:

—Hola, camarada, ¿en qué puedo ayudarte?

—Mira, me llamo Toribio Arriaga —miento—, y estoy de permiso. Pertenezco al Regimiento 117 y hace unos días, casualidades de la vida, un camarada, el sargento Rabadán, me hizo saber que un amigo común, un compañero de la guerra civil, estaba en Leningrado desde hace más de un año y medio. Yo llegué hace unos seis meses y si lo hubiera sabido le habría hecho una visita. ¿Sabes cómo podría localizarlo?

La chica me mira con cierta curiosidad y me dice:

—Eres vasco, ¿no?

—De Eibar —digo intentando imitar el acento del norte.

—Ya. Pues eso tienes que hablarlo con el secretario de organización, que ahora mismo no está.

—¿Cuándo llegará?

—Calculo que en media hora más o menos.

Como no tengo otra cosa que hacer le contesto:

—Esperaré entonces.

La chica me hace pasar a una sala de espera con los cristales cruzados por tiras de esparadrapo para evitar que se fracturen en los bombardeos. Sobre la mesita hay multitud de revistas y publicaciones del Partido escritas en castellano. Pura propaganda que leo buscando una buena dosis de progresismo e izquierda. Tanto tiempo con los fascistas me tiene atontado, harto de tanto «sindicato vertical» y «unidad de destino». Al fin unas cuantas historias de trabajadores que caen mártires bajo las ametralladoras nazis y otras narraciones sobre los esfuerzos de la población civil arrimando el hombro para alcanzar las cuotas de producción previstas en el plan quinquenal de turno.

A la media hora, más o menos, la chica entra y me dice que la siga.

Atravesamos un pasillo muy iluminado. Los ventanales del piso son inmensos.

—Por aquí —dice la joven abriendo una puerta.

—¡Salud, camarada! —me saluda puño en alto un tipo bajito que viste el uniforme del Ejército Rojo. Lleva la cabeza rasurada y unas finas gafitas de alambre.

—¡Salud! —digo yo intentando parecer marcial—. Me llamo Toribio Arriaga.

—Siéntate, compañero, siéntate —me dice.

Me presento y le digo que estoy buscando a un amigo de España.

—¿Cuál es su nombre?

—Agustín Meléndez Blázquez. De Aranjuez.

Se levanta y se dirige a un inmenso archivador que contiene miles de fichas. Los viejos tics del Partido. Si algo nos caracterizó siempre frente al resto de la desordenada izquierda española ha sido nuestra capacidad de organización.

—Aquí está —dice sacando una pequeña ficha que observa con sorpresa—. ¡Vaya, no contiene casi nada! En efecto, tu amigo llegó aquí hace más de un año y medio. Se le rellenó la ficha como hicimos sin duda contigo. No hay un solo refugiado español que no tengamos registrado.

—Sí, recuerdo mi llegada —miento una vez más.

—Su dirección era perspectiva Bolsoi 43, está en la isla Ostrov. Al otro lado del canal tras el Palacio de Invierno. Es raro, pero su ficha está totalmente en blanco. Todas contienen información sobre los camaradas. Ya sabes, para saber dónde paran. Si se alistan, si colaboran en la defensa civil… Tendré que hablar con su camarada de acogida.

—Es raro que no esté registrado.

—Sí, tu amigo tiene cuarenta años, así que estando entre los quince y los cincuenta y cinco al menos debía colaborar en los trabajos de defensa.

—Quizá se alistó.

—Es lo más probable en un miembro del Partido —me dice.

—Y su camarada de acogida…

—¿Sí?

—¿Podrías darme sus datos?

—Sí, claro, Joaquín Ruiz, en la calle Skolnaja, al norte, hace tiempo que no le veo. Dale recuerdos si le ves. Te apunto las señas en este papel.

Suena una sirena.

—Ya vienen —me dice—. Bombardeo. Vayamos al refugio.

* * *

Salgo del refugio. Al fin la luz del día. Todo parece triste y apagado otra vez. El sol ha quedado oculto por las sempiternas nubes. Se escuchan sirenas al fondo. Veo humo a lo lejos sobre el cielo de la ciudad. Observo a los habitantes de Leningrado dirigirse a sus quehaceres y casas con mucha prisa tras la obligada pausa del bombardeo. Los tranvías comienzan a moverse de nuevo y camino hacia el final de la perspectiva Nevski. El Palacio de Invierno se me acerca por momentos y aligero el paso. Aunque espero contemplarlo con más calma después, me llego hasta sus puertas. Es hermoso. Allí comenzó todo. Observo las amplias columnas sujetas por los doce atalantes y decido seguir caminando pese a que sus hermosos tonos azules y blanco me dejan medio hipnotizado. A mi izquierda, al fondo queda la plaza de los decembristas cubierta por la nieve, a mi derecha, el Almirantazgo con la amplia plaza Dvorcovaja. Veo el inmenso carro de la Victoria que corona el arco del triunfo que comunica dicha plaza con la perspectiva Nevski.

Me dirijo entonces hacia la isla Ostrov pasando entre el Palacio de Invierno y el Almirantazgo. Cruzo el puente Dvorcovy y contemplo el ancho Neva y la fortaleza de Pedro y Pablo enfrente, al otro lado del río. Es una mole imponente en la que destacan las agujas de la catedral de San Pedro y San Pablo. ¿Conseguiré el brazo de la santa? Me vuelvo y encamino mis pasos hacia la amplia avenida Bolsoi. Perspectiva, como la llaman aquí. A pesar de la grandiosidad de la ciudad que me acoge, no se me escapa que aquí se han vivido tiempos mejores. ¿Será el efecto de veinte años de comunismo o el resultado de más de un año de asedio nazi? No quiero ni pensarlo. Bolsoi es una calle larga, y ancha, no tanto como Nevski, pero mis piernas comienzan a renquear. Tomaría algo caliente pero no hay ni un triste bar. Me paro bajo una cornisa y como un trozo de pan para reponer fuerzas. Es un asqueroso engrudo imposible de tragar. Afortunadamente me quedan un par de chocolatinas que traje de la Blau. Me como una de ellas y dejo la otra para más tarde. Bebo un poco de agua de mi cantimplora y continúo caminando. Son las dos de la tarde y aquí oscurece muy pronto. Debería ir buscando alojamiento, un lugar para pasar la noche.

El edificio en el que vive Meléndez debió de ser antaño una residencia burguesa. Los hermosos capiteles y el amplio y repujado pórtico de entrada así lo atestiguan. En el portal me encuentro con una vieja que debe de ser la portera.

Me pregunta algo en ruso que no entiendo.

—¿Vï kuda? —me dice.

No tengo ni idea de lo que quiere aunque me imagino que me debe de estar preguntando a qué piso voy o algo así.

Intento entenderme con ella y tras ojear mi diccionario de ruso le doy los buenos días:

—Dobrïy Dieñ.

—Dobrïy Dieñ —me contesta—. ¿Vï rusky?

No, no soy ruso, así que le digo:

—Net, ia ispañits.

Hace un gesto de desagrado. Mal asunto. Saco la foto de Meléndez del bolsillo de mi abrigo.

Isakatv ynomp tavarish —le digo que busco a mi camarada y tras observar la fotografía, escupe al suelo y comienza a empujarme con su escoba. Sus brillantes ojos azules, perdidos en un mar de arrugas, me miran con odio. Está muy enfadada.

—¡Canryzhi canryzhi! —me grita—. ¡Davai, davai!

Creo que debe de ser algo así como «fuera» y «deprisa», pero el caso es que estoy en la calle. Se vuelve hacia su cubículo muy indignada mientras me mira de reojo. ¿Qué voy a hacer? El tal Meléndez debe de ser un individuo de cuidado cuando la vieja ha reaccionado así. Decididamente necesito a alguien que hable ruso.

Decido dirigirme a la otra dirección que me han proporcionado en el Partido, la del «camarada de acogida» de Meléndez. Me dirijo al norte, a la calle Skolnaja. No me apetece seguir caminando así que enseñando un plano a un transeúnte me indica la parada del tranvía que debo tomar. La conductora es una mujer, y otra chica de hermosos ojos y delgados pómulos ejerce de revisora. Decididamente, ésta es una ciudad en guerra. No se me escapa que lo de «camarada de acogida» es un eufemismo. Debería llamarse vigilante del Partido o represor personal. Llevo muchos años en esta organización como para que se me escapen estas cosas. Me imagino la versión oficial: «Los camaradas de acogida» se encargan de ayudar a los refugiados españoles, para que se adapten a esta nueva sociedad, tan distinta de la nuestra. ¡Mentira! Son tutores que el Partido coloca tras los recién llegados para que no se les ocurra salirse del buen camino y, sobre todo, para vigilarles.

—¡Skolnaja! —grita la conductora.

Me bajo junto con varios pasajeros. Oigo unas explosiones a lo lejos. Pronto será de noche. Creo que me he bajado muy pronto. Me queda una buena caminata, así que, una vez más, aligero el paso. El edificio en cuestión es, como todos los de Leningrado, de hermosa fachada en estilo neoclásico. Subo la escalera y me llego al tercero. Llamo en la puerta de la derecha y me abre una mujer de unos cuarenta años. Rostro colorado por el efecto del vodka. Le digo:

—¿Joaquín Ruiz? Ispañits.

Hace un gesto con la mano para que espere. No es muy amable, la verdad. Del interior del piso sale un agradable olor a un guiso con cebolla. Me recuerda el Voljov, en el búnker de Podbereje, cuando completábamos el escaso rancho con las patatas y cebollas que conseguíamos trapicheando con los lugareños.

—¿Es usted español? —me pregunta con acento ruso una mujer menuda, de ojos azules y pelo rojo recogido en un moño.

—Sí —contesto. Ésta tampoco me invita a pasar y sigue en el umbral de la puerta del piso. Con los brazos cruzados. Parece a la defensiva.

—¿Ha preguntado por Joaquín?

—Sí, ¿es su marido?

Asiente.

—Mire, señora…

—Me llamo Catherine.

—Mire, Catherine, busco a un amigo, necesito hablar con su marido pues es su camarada de acogida…

—Mi marido no está —me corta.

—¿Volverá esta noche?

Niega con la cabeza. Vaya, la gente no es muy receptiva aquí.

—¿Quizá mañana?

Vuelve a negar.

—¿Sabe dónde podría localizarle?

—No.

—¿No están en contacto, está en el frente?

Entorna la puerta y sale al descansillo. Mira hacia arriba, hacia abajo, a los lados. Como si miles de oídos pudieran escucharla.

—Mire, señor…

—Toribio, llámeme Toribio —digo.

—Mire, Toribio, le he dicho que no sé dónde para mi marido, ¿entiende?

—Busco a un amigo, se llama Meléndez…

Su cara se contrae como si hubiera mencionado al mismísimo Hitler. Chista para que me calle con el índice en los labios y me dice en susurros:

—¡Calle, calle! ¿Se ha vuelto loco? ¿Quiere que nos maten a todos?

Vuelve a mirar a su alrededor y me dice:

—Pase.

La sigo. Un largo pasillo. Oscuro. Se oyen voces tras las puertas de las habitaciones junto a las que vamos pasando. Al final del corredor, una puerta. La abre. Entramos.

Es un cuarto pequeño con dos camas, una pequeña mesa y una minúscula estufilla que también hace las veces de cocina.

—¿Quiere un té?

—Sí —le digo.

Coloca una tetera en el pequeño fuego. Aquí al menos no hace tanto frío como en la calle. Las paredes del cuarto están sucias, el techo rezuma humedad y hay una ventana que da a un patio interior oscuro y triste.

—¿Por qué busca a ese Meléndez?

—Es mi amigo.

—Hágame caso y no pregunte por él. Sólo trae problemas.

—¿Sabe de su paradero?

La tetera silba.

Decido cambiar de tema mientras sirve el té. Me viene bien tomar algo caliente.

—¿Vive usted aquí sola? —digo mirando las dos camas.

—No, con mi hija. Está cumpliendo con su horario de defensa civil.

—¿Trabaja en algo?

—No, estudiaba arte pero cuando se inició el asedio de los alemanes se suspendieron las clases en todas las facultades excepto en el último curso de Medicina y las escuelas militares.

—Habla usted un español excelente.

—Viví muchos años en España. Allí conocí a mi Joaquín. Yo estudiaba castellano. Al acabar la guerra tuvimos que salir huyendo con nuestra hija.

—O sea que ella es más española que rusa.

—Sí, no se adapta mucho a esto, dice que le parece un país triste. A su padre le pasaba igual.

—¿Le pasaba? ¿Ha muerto?

Ella me mira con cara de resignación.

—Puede ser. Le digo que no sé dónde para. Ese tal Meléndez, su amigo, fue la causa de todo. No se adaptó, criticaba mucho y decía que esto no era verdadero comunismo. No paraba de protestar, que si había censura, autoritarismo, que si se pasaba hambre, que vivíamos hacinados… Yo le dije a mi Joaquín que lo denunciara, era su deber, pero a él le daba lástima aquel tipo. Decía que a todos los españoles les ocurría lo mismo en cierta manera. Su amigo se jactaba de haber sido un agente doble y cuando se emborrachaba decía que tenía algo muy importante pero que nunca se lo daría a los rusos porque eran un fraude. —«Ahí está la respuesta a por qué los soviéticos no tienen el brazo», pienso para mí. Ella continúa hablando—: Ese hombre era un problema. ¡Incluso llegó a hablar con un tipo del consulado británico! Mi marido me dijo que, oficialmente, era un agregado comercial pero que él pensaba que era un espía.

La interrumpo:

—¿Sabe cómo se llamaba ese tipo, el inglés?

—Creo que Owen. El caso es que un par de semanas después de aquello Meléndez desapareció. Yo di gracias por ello. Mi marido pensaba que se lo había llevado el NKVD.

—¿No pudo alistarse?

—Quizá, pero unas semanas después vinieron a por mi Joaquín. A las tres de la mañana. Era el NKVD.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sé, soy rusa, ¿recuerda? Rompieron la cerradura de una patada, entraron y se lo llevaron. Apenas si conseguí que le dejaran ponerse su abrigo. Mi hija estaba aterrorizada. Al día siguiente fuimos al Partido. Nos dijeron que no nos convenía ir por ahí metiendo las narices en asuntos peligrosos. Desde entonces no sabemos nada.

Así que por eso la portera de la casa de Meléndez ha reaccionado así al preguntar por él. Aquí todo el mundo tiene miedo.

—No debería haberle contado esto —me dice la buena mujer.

Me levanto para ponerme el abrigo.

—No tema, señora. Nadie se enterará. Gracias por el té.

Cuando llego al umbral del mísero cuarto asignado por el Partido en el que la pobre mujer malvive con su hija me dice:

—Toribio.

—¿Sí?

—Si averigua algo sobre el paradero de mi marido, ¿me lo hará saber?

—Se lo prometo.

* * *

La puerta del despacho de don Armando de Heza se abrió para dejar paso al menudo capitán Amalio Ruiz, el tipo que tenía la desagradable costumbre de mascar tabaco y que había seguido a Javier a Murcia desde Valencia.

—¿Y bien? —dijo De Heza.

—Tengo noticias. Al parecer se han confirmado mis sospechas. Hace dos días llegó una carta para don Raimundo Medina, el remitente era Blas Aranda.

—¿Y el contenido?

—Nuestro hombre no pudo abrirla. Simplemente pasó por sus manos y, como hace con todo el correo de don Raimundo, anotó los nombres de los remites.

—Vaya. Resulta útil tener a un conserje infiltrado en las mismísimas narices del enemigo. ¿Qué diría la carta?

—No sé, pero no debe de ser bueno para nosotros el que Javier Goyena se ponga en contacto con el director del SIME. Sin duda descubrió a nuestro hombre, Bernabé Aliaga. Está resultando más listo de lo que yo pensaba.

—En efecto, Amalio. Ese rojo es un mal bicho. Escribió la carta antes de pasarse, claro.

—Así debió de ser.

—Pues podemos dar la reliquia por perdida, seguro que se la ha ofrecido a ese meapilas de don Raimundo. Necesitamos que alguien pase a Leningrado, lo localice, le quite el brazo, lo neutralice y vuelva.

—Sí, pero… ¿quién…?

—Omega —sentenció el subdirector del SIME.

El capitán puso cara de sorpresa y preocupación:

—No creo que le haga gracia…

—No le pagamos por opinar y divertirse. Omega hará lo que se le diga. Sabíamos desde el principio que esta misión era para él. Llámelo. Que salga hoy mismo. Quiero a Goyena muerto.

* * *

Javier salió de la humilde habitación de la mujer de Joaquín Ruiz y se vio caminando bajo la nieve por la calle Skolnaja hacia la parada de tranvía más cercana. Comenzaba a oscurecer. ¿Dónde pasaría la noche?

Resultaba evidente que el tal Meléndez se había desencantado a su llegada a Rusia. Quizá por ello no les había proporcionado el brazo de santa Teresa a los ruskis, pero ¿qué había hecho con él? Parecía obvio que había molestado a alguien y que el NKVD había ido a por él. De hecho, se habían llevado también a su «camarada de acogida». Quizá Meléndez se había alistado o se había pasado al enemigo, aunque esto último parecía altamente improbable. Debía de haber escondido el brazo en algún sitio. Tenía que ver el lugar donde había vivido Meléndez, pero ¿cómo entenderse con aquella vieja bruja?

Llegó a la cola del tranvía. Esperaba que no tardara mucho en aparecer porque el viento era gélido en aquel momento. De repente, en la acera de enfrente, vio como un transeúnte caía al suelo como fulminado. Nadie se paró a auxiliarle. Cruzó la calle alarmado y se inclinó hacia el hombre que, sin sentido, yacía en la fría nieve. Su rostro era esquelético, sus pómulos estaban marcados por la huella del hambre y sus ojos, grandes e inertes, parecían querer salirse de sus órbitas.

Javier pidió ayuda pero nadie le entendía. Además, ni uno solo de los transeúntes hizo ademán de pararse. Comenzó a maldecir en español y entonces oyó una voz femenina tras él que decía:

—Déjelo, está muerto.

Se giró sorprendido y vio a una mujer menuda, con un cálido abrigo de piel y un gorro de marta cibelina calado hasta las orejas.

—¿Habla usted español? —preguntó el helado exintendente.

—Sí, por eso me he parado —contestó ella—. ¿Eres de España, camarada?

—Sí, Toribio Arriaga.

—Mashena Chuikov —contestó ella—. Ese hombre está muerto, se lo dije antes. Déjelo.

—Pero… ¿aquí en medio?

Ella lo miró con aire divertido y dijo:

—¿Cuánto tiempo llevas en Leningrado?

—Apenas unas horas. Desde que llegué sólo he estado en el frente —mintió una vez más.

—Se nota. Muere mucha gente de hambre. ¿Vas a quedarte ahí en medio de la nieve arrastrando el cuerpo de alguien que no conoces hacia un lugar desconocido?

—Dicho así… —contestó él.

—Es de noche, si sigues ahí mucho rato el próximo muerto serás tú.

Javier hizo una pausa.

—No tengo a dónde ir. He llegado hoy del frente…

—¿Tienes algo de comer? —preguntó ella.

—Sí, recuerda que mi cartilla es de primera categoría. Soy soldado.

—Dormirás en mi casa —repuso ella.

Javier la siguió durante un par de calles. Mashena entró en un amplio portal y subió las angostas escaleras. En el tercer piso, la joven rusa compartía una amplia habitación con su abuelo, su hija y otra familia de la que quedaban separados por una cortina. El resto de habitaciones de aquella amplia vivienda eran compartidas por hasta dos y tres familias. Un solo baño daba servicio a más de ocho familias. La hija de Mashena, Sofía, era una bella niña de apenas cinco años. Rubia como el trigo y de bellos ojos azules. Cuando Mashena se quitó el gorro, Javier se sorprendió al ver que el pelo de la joven era negro como el azabache. Enseguida la joven, de profundos ojos azules como su hija, le presentó al abuelo, que miraba por la ventana con aire ausente. Estaba sentado en la cama y parecía como ido. Javier sacó un trozo de pan, casi cuatrocientos gramos, y los doscientos de mantequilla. Los ojos de la joven, su hija y el abuelo brillaron en la semipenumbra de un triste candil que mal iluminaba su parte del cuarto. No había calefacción pues escaseaba el combustible y del otro lado de la cortina se escuchaban las voces de los dos gemelos, la suegra y el joven matrimonio que compartían aquel humilde cuarto con la familia de Mashena.

Los tres rusos comieron con fruición el pan con mantequilla de Javier que apenas si mordisqueó un trozo del mismo pues se encontraba algo alicaído ante lo que vivía.

En cuanto terminaron de cenar Mashena acostó al abuelo amorosamente y colocó una estera con dos mantas en el suelo sobre la que Javier se tumbó para dormir como fuera. Ni siquiera se quitó el abrigo. La joven y la niña compartían la otra cama, un minúsculo catre situado bajo una ventana. A Javier le costó conciliar el sueño. Aquella habitación no era pequeña, pero resultaba poco íntimo para una familia compartir cuarto con unos desconocidos. Se escuchaban toses, ventosidades, olía a humanidad y las risitas de la madre de familia que se oían tras la cortina hacían pensar que el matrimonio vecino se hallaba haciendo el amor.

¿Aquello era la revolución?

Javier lo achacó a las penurias de la guerra, al maldito asedio de los doiches.

—Parece usted de buena familia, ¿no? —dijo mirando hacia arriba, a la cama de su anfitriona.

Ella chistó y contestó:

—Aquí no.

¿Quién iba a entenderles hablando en español?, pensó él. Todos los rusos estaban paranoicos. Todos creían ser escuchados.

Le costó mucho trabajo conciliar el sueño, pero cuando se hallaba a punto de hacerlo las sirenas comenzaron a sonar. Eran las tres de la mañana. Al otro lado de la cortina se oyó ruido. La familia vecina se disponía a partir hacia el refugio. En el pasillo se oían pasos, idas y venidas.

—¿No nos vamos, camarada? —dijo mirando a Mashena.

El abuelo y la niña dormían profundamente.

—No —contestó ella—. Las bombas nunca caen aquí, y despertar al abuelo, vestirlo y arrastrarlo al refugio me resulta imposible. Prefiero que sigan descansando.

—Pero ¿y si cae aquí una bomba?

—No. Es imposible —sentenció ella levantándose de la cama. Encendió la pequeña lámpara de aceite y salió al pasillo con la tetera. Volvió con ella llena y la colocó en el infiernillo. Javier la observaba de reojo en la semipenumbra del cuarto.

—¿Quiere té? —susurró ella.

—Sí —contestó él levantándose. Hacía frío.

Gracias a que el soldado tenía algo de azúcar, aquella suerte de agua sucia que ella llamaba «té» resultó tragable. Al menos estaba caliente.

Al no haber nadie en el edificio, la joven se sintió animada a la confidencia.

—Antes, me preguntaste si era de buena familia.

—Sí.

—Pues sí —añadió señalando con la cabeza al viejo que dormía como un niño—. El abuelo era un oficial zarista. Lo enviaron a Siberia. Sobrevivió para volver a casa, pero ya no fue el mismo. Se quedó como tonto. Cuando yo era una niña se llevaron a mis padres.

—¿Por qué?

—Por nada, les tocaba.

—¡Eso no puede ser! Hablarían mal del sistema, del camarada Stalin…

—No. Mi padre había aprendido de lo ocurrido a mi abuelo. Nunca dijo una mala palabra sobre el Partido, los líderes o sus decisiones. Y mi madre tampoco.

—Pero… ¿entonces?

—Te he dicho que les tocó. Y punto. ¿Eres del Partido, no?

—Sí, en España.

—Pues entonces sabrás lo que es el terror revolucionario.

—Sí —reconoció él medio a regañadientes.

—Pues eso, hay que instaurar en la población un miedo atroz a la disidencia y eso sólo se consigue así. El camarada Stalin fue siempre un maestro en eso, y lo sigue siendo. Si la gente sabe que tal o cual vecino ha sido deportado o fusilado por hablar mal, por derrotista, es porque se lo merecía, entra dentro de lo lógico. Pero si gente que nunca ha tenido un mal gesto es deportada o detenida los demás piensan ¿qué habrán hecho?, y lo más importante, ¿cómo lo habrá sabido el Partido? Eso crea una horrible sensación de psicosis, de miedo, parece que el Partido lee tu mente y que si piensas en su contra se te llevan. Así funciona el terror revolucionario. ¿Sabías que han llegado a fusilar a gente por cuotas? Tantos de Ucrania, tantos en Georgia… Una locura.

Javier quedó en silencio. No podía creerlo. Entonces, más para cambiar de tema que para otra cosa dijo:

—¿Estás casada?

—Lo estuve. Mi marido murió en el frente. 2.ª División de Voluntarios. Cuando los alemanes llegaban las autoridades hicieron una llamada a la resistencia cívica. Todos los ciudadanos tenían que apoyar. Decidieron crear divisiones de voluntarios para apoyar a las del Ejército Rojo. Las unidades de reclutamiento fueron pasando por las fábricas, lugares de trabajo, universidades, colegios. A mi marido lo llamaron como a tantos otros. «La patria te necesita, deberías alistarte. Tú sabrás lo que haces», le dijeron. Por supuesto, nadie era tan inconsciente como para no alistarse voluntario. «Tranquila, misha —él me llamaba así—, a nosotros no nos enviarán al frente, al menos de momento. Tienen que instruirnos, somos obreros, no soldados, ¿recuerdas?»

»Al día siguiente los enviaron a primera línea. No sobrevivió ni el diez por ciento. Es cierto que su sacrificio quizá nos salvó a todos. Frenaron lo suficiente a los alemanes como para que el ejército pudiera hacerse con el dominio de la situación, pero… luego vino el asedio. La situación ahora es dura pero no puede compararse con aquello. Hasta que el lago Ladoga se congeló y pudieron traer suministros pasaron varios meses horribles. ¿Sabes que hay gente que comió carne humana? Era la única manera de sobrevivir.

A Javier no le gustaba lo que escuchaba. Intentó cambiar de tema otra vez.

—Mashena —dijo—. Necesito a alguien que hable español y ruso. Estoy buscando a un amigo y necesito averiguar algo. Me gustaría que me acompañaras a su casa. La portera no me entendía y me echó de allí. Es una bruja.

—Mañana iremos. Total, la facultad está cerrada. Ya no tengo alumnos de español y hasta por la tarde no me toca mi turno de defensa civil.

—Te pagaré bien, ya sabes, con la comida que me toca…

—Eso espero —repuso ella.

* * *

Amaneció pronto. A las siete, la familia que compartía habitación con Mashena volvió del refugio. No se habían oído explosiones en toda la noche, así que Javier supuso que el bombardeo, de haberse producido, habría afectado a otras zonas, quizá a las afueras de la ciudad. Poco a poco el inmenso edificio volvió a la vida.

Mashena vistió a la niña y al abuelo, y tras darles el desayuno se dirigió a Javier diciendo:

—Vamos.

Salieron a la calle y se dirigieron a tomar el tranvía. En el camino a la perspectiva Bolsoi, el soldado le contó lo ocurrido con la vieja y su conversación con la mujer del desaparecido Joaquín Ruiz. Al llegar al punto en que Catherine le contó la visita de Meléndez al agregado comercial del consulado británico, Mashena le interrumpió:

—Javier, no es buena idea que te dirijas al consulado. Todas las legaciones diplomáticas —las pocas que quedan, claro— están fuertemente vigiladas. Son inevitables focos de atracción para los desertores. Te colocarías en una situación muy sospechosa. Mi cuñado pertenece al Partido, él me conseguirá la dirección del tal Owen. Esta misma tarde iré a verle. Nadie se enterará de que hemos preguntado por el inglés.

Llegaron al edificio donde había residido el ladrón de la reliquia. Nada más entrar en el portal la vieja salió de su pequeño habitáculo de madera gritando a Javier.

Mashena supo intervenir con presteza y habló en ruso a la vieja. Algo le dijo referente a la comida pues señaló al zurrón de Javier.

La vieja miró alrededor y les hizo un gesto para que la siguieran por un oscuro pasillo. Abrió una puerta que estaba cerrada con un grueso candado y los invitó a entrar en su mísera habitación. Les indicó que tomaran asiento y los miró expectante. Mashena comenzó a hablar en ruso. La vieja la interrumpió. Mashena se giró y dijo a Javier:

—¿Qué le ofreces?

El soldado sacó una chocolatina y un paquete de tabaco y los malignos ojos de la vieja brillaron avariciosos. La anciana alargó sus sarmentosas manos y agarró el botín con sus delgados y finos dedos. Comenzó a hablar. Mashena traducía al unísono.

—Dice que el tal Meléndez llegó hace cosa de un año y medio… A ella no le gustó aquel tipo… Ella es una buena ciudadana, miembro del Partido… Si ve algo raro en el edificio informa a las autoridades…

—Vamos, la chivata del bloque —dijo él.

—Sí, en todos los inmuebles hay colocado un informador —contestó Mashena sin dejar de escuchar a la vieja—… Le dio una buena habitación a aquel español. Tenía buenos informes… Era comunista… Compartía cuarto con otros cinco, uno de ellos español y cuatro georgianos… —La vieja escupió—… Dice que no le gustan los georgianos… Son peor que los gitanos…

Entonces la portera hizo una pausa. Se lo pensó y siguió hablando temerosa. Mashena tradujo.

—… no, no, no duda del camarada Stalin… Aunque georgiano es un gran hombre, un padre… Su amigo español empezó a quejarse… Se lo contaron sus compañeros de cuarto… Que si la comida era escasa… Que si qué desastre de revolución… Ella informó… No es bueno tener a alguien así en el edificio… Si no lo denuncias a tiempo tú misma puedes acabar en un campo… Un buen día Meléndez no volvió de su trabajo en la defensa civil… Creo que se negó a alistarse.

—Mala decisión —dijo Javier.

—Sí —apostilló Mashena.

—Pregúntale si puedo ver el cuarto de Meléndez.

Ella tradujo.

—Cinco minutos —contestó la joven rusa.

Aquello le costó a Javier dos sobrecitos de azúcar. Otro tesoro.

Subieron al cuarto piso y entraron en un amplio apartamento que había sido dividido en habitaciones para ser mejor aprovechado. La vieja abrió el cuarto y se encontraron con una habitación bastante reducida, alargada, con una pequeña mesa bajo una ventana que daba a la perspectiva Bolsoi y con dos filas de tres literas en ambas paredes.

—Parece un camarote —dijo él—. ¿Cuál era el catre de Meléndez?

Mashena tradujo y la vieja señaló el tercero de la derecha. Estaba bastante alto. ¿Habría ocultado Meléndez el brazo en algún agujero de aquella habitación?

—¿Quién ocupa ahora su catre?

Mashena contestó:

—Dice que nadie.

—Dile que necesito alojamiento.

La vieja aceptó. Javier pagó la cuota correspondiente dándole su dinero a Mashena.

—Toma lo que necesites —dijo él, aun a sabiendas de que el dinero no servía para gran cosa.

La vieja los dejó a solas con una mirada maliciosa cerrando de un portazo.

—Dice que tus compañeros de cuarto están trabajando.

—Hay un español, ¿no? —preguntó él.

—Sí, trabaja en el Partido. Sé cauto si le ves. Ahora te dejaré descansar, me voy a casa. Esta tarde hablaré con mi cuñado y vendré a verte. ¿De acuerdo?

—Sí, tendré que ir a por comida y eso lleva tiempo. Las colas son eternas aquí —dijo el soldado.

* * *

Pasó más de media mañana durmiendo en el catre que fuera de Meléndez. Malcomió una lata de arenques que le quedaba y examinó en detalle el cuarto buscando algún tipo de hueco o compartimiento en el que el antiguo ordenanza de Franco hubiera podido esconder la reliquia. Aquella minúscula habitación no daba para tanto. Miró incluso bajo el colchón, en las maderas de los catres, examinó el techo y tanteó una a una las oscuras losas del sucio suelo, pero no halló nada. Sólo encontró algo que parecía interesante: en una madera del camastro de Meléndez había escrito algo, un código o algo así. 365/5789. Tomó nota.

Estaba desorientado. ¿Por dónde podía seguir? ¿Cómo averiguaría el paradero del ayuda de cámara de Franco? ¿Estaría vivo aquel tipo?

Decidió salir a buscar comida. No le resultó difícil encontrar un almacén de abastecimiento donde tras dos horas de cola obtuvo un poco de carne, más pan y cereales. Lo guardó en su zurrón y subió al tranvía para dirigirse al centro. El día era triste y oscuro. Aquel cielo le recordaba el del Voljov. Era como si una cúpula de plomo gris cubriera la tierra inundando su corazón de tristeza y haciéndole añorar el cálido sol y la luz del Mediterráneo. Visitó la plaza de los decembristas, se acercó a San Isaac y se sintió sobrecogido por su belleza. Desde allí se acercó a la plaza del palacio y se sentó a los pies de la columna de Alejandro mientras contemplaba el Arco del Triunfo. Hacía frío, así que tras dar una vuelta alrededor del que fue edificio del Almirantazgo se encaminó hacia el Palacio de Invierno. Ahora era un museo en el que las obras que acumulara durante siglos la familia del zar quedaban a disposición del pueblo gracias al comunismo. El Ermitage era una maravilla. Para eso había nacido aquel maravilloso edificio y no para ejercer de residencia de los Romanov. En realidad, el museo estaba formado por cuatro edificios. Entre el Palacio de Invierno y el canal de Invierno, Catalina II había mandado construir un pequeño edificio neoclásico con fachada a la plaza del Palacio que se llamó Pequeño Ermitage donde comenzó a almacenarse la colección de arte de los Romanov. Luego, el Pequeño Ermitage vio doblado su tamaño al construirse, en el mismo estilo, el Antiguo Ermitage, hacia el Neva, hasta que la acumulación de cuadros y obras de arte obligó a Nicolás I a construir un gran palacio que fue llamado el Nuevo Ermitage. A pesar de la belleza del conjunto, Javier se sintió apenado porque las cicatrices de los bombardeos se apreciaban con claridad y la profusión de sacos terreros y tablones de madera que cerraban las ventanas afeaban sobremanera aquella maravilla arquitectónica. Aun así, y en un intento de dar una imagen de normalidad, el museo estaba abierto al público, no en vano había sido declarado un bien nacional tras la Revolución de Octubre.

Javier entró por el bello pórtico de los atalantes, subió al primer piso y recorrió las salas dedicadas a la antigüedad clásica. Nada más girar a la izquierda se dio de bruces con una bella estatua femenina, la diosa del aire, Aura. Siguió caminando hacia la sala contigua: una venus, la de Táuride, más allá bustos, vasijas, estatuas y sarcófagos. Se sintió lejos de la guerra. Como una minúscula hormiga perdida en la inmensidad de la historia. Apenas si se veía personal en el museo y, en muchas salas, las estatuas y obras de arte estaban cubiertas con amplias sábanas. El museo parecía medio abandonado. Algunas piezas de especial valor dormían en refugios secretos al abrigo de las bombas nazis. Malditos bárbaros.

Caminó durante más de una hora por la primera planta, por la Pinacoteca, y quedó maravillado tanto por las obras como por el evidente interés arquitectónico de las salas que visitaba. Era increíble hallar tanta belleza en medio de la barbarie y la destrucción de la guerra. Se daba el caso de que en muchos de los salones el continente llegaba a igualar en belleza al mismísimo contenido. La sala del Pabellón, la sala Alejandro, la sala de los escudos… aquello era interminable, pero bello y de edificante efecto sobre su turbada mente. Cuando estaba saturado de contemplar los innumerables lienzos de Tiziano, Botticelli, Lippi, El Greco, Rafael, Van Dyck y Rubens se sentó en un banco y comió algo de pan con mantequilla. Le supo a gloria. Sólo vio un guardia en todo el recorrido. Era evidente que el conflicto bélico mantenía al museo en una extraña situación; aunque abierto, la vigilancia era escasa y no se podía acceder a todas las salas. Subió a la segunda planta y ojeó entre las salas de arte bizantino. Estaba cansado y ya casi no veía lo que sus ojos miraban, así que decidió irse a descansar. Entre las tablas de madera que recubrían los amplios ventanales acertó a ver que comenzaba a oscurecer. Justo cuando bajaba la escalera principal que conducía al pórtico de los talantes creyó oír una voz en español. Fue a la derecha, en la planta baja. Caminó hacia esa dirección atravesando varias salas y no vio nada. ¿Habría sido su imaginación? ¡Qué pena! La posibilidad de haber hablado con un compatriota le había ilusionado en aquel momento. Se resignó.

Entonces vislumbró la solución a sus problemas.

Estaba en una sala dedicada al arte del Asia Central de los siglos XIV y XV. Tras un espectacular jarrón de bronce de más de dos metros de altura que fue encargado en su tiempo por Tamerlán, Javier lo vio.

En una urna, en un rincón, se conservaban algunas puntas de flecha, piedras labradas, abalorios y ¡los restos de un guerrero del siglo XIV!

Dos o tres fragmentos de un desgraciado que habían resultado medio momificados por el aire frío y seco del Asia Central. Un fragmento de cráneo, con la cara casi intacta, una mano rugosa y azulada y… ¡un trozo del antebrazo!

Le recordó a la fotografía que tenía del brazo de santa Teresa.