23

Leningrado

Don Raimundo se hallaba en su butacón, leyendo y disfrutando de un delicioso habano y una copa de coñac. Los troncos ardían en la cálida chimenea sacando al director del servicio de inteligencia militar de sus ensoñaciones, mientras Andrés, sentado a sus pies, le acariciaba el batín de seda con aire ausente. Tocaron a la puerta y entró su ordenanza de toda la vida, Jerónimo.

—Perdone que le moleste, don Raimundo, pero es el teniente Alonso, y dice que es importante.

Don Raimundo hizo un gesto de fastidio y apurando el coñac de un trago dijo a su joven acompañante:

—Andrés, vete a la cama. Luego iré yo. —Entonces añadió—: Jerónimo, diga a mi secretario que pase.

El teniente Alonso entró como un torbellino, y tras saludar marcialmente dijo:

—Perdone que le moleste, señor, pero hay noticias urgentes de Rusia.

—¿De Goyena?

—En efecto. Esta misma tarde hemos recibido esto. Me he permitido abrirlo porque el remitente era el mismísimo Javier Goyena. Va dirigida a usted.

El jefe del SIME abrió la carta y leyó en voz alta:

—«Leningrado, diez de diciembre de mil novecientos cuarenta y dos, a don Raimundo Medina, director del Servicio de Inteligencia Militar Español. Estimado señor, dos puntos, me permito la licencia de escribirle porque los últimos acontecimientos me aconsejaban jugar esta baza, así que, coma, sin más preámbulos le comunico que, otra vez pone dos puntos —añadió riendo don Raimundo—, uno, el agente que De Heza colocara tras de mí, de nombre falso Bernabé Aliaga, falleció en Possad. Punto. Supongo que conocerá de sobra este dato pero desconoce que, tras su muerte, descubrí su identidad. Dos, también estará al corriente de la muerte de mi buen amigo Alfonso Griñán. Pues bien, antes de matarse me lo contó todo. Sé que trabajaba para usted y sé también lo de Escorpión. Como nos han trasladado a Leningrado estoy realizando preparativos de cara a pasarme, estoy estudiando el terreno y he barruntado un plan. Creo que daré el paso en breve, así que le anticipo mis intenciones, punto. No quiero trabajar para ustedes toda mi vida y no se me pasa por la cabeza que mi familia pague el pato de mi militancia política, así que, si consigo hacerme con la reliquia, no tendré reparo en entregarle a usted la cabeza de De Heza. Para ello necesito que envíe usted a alguien al frente con alta autoridad y graduación para hacerse cargo de mí en cuanto vuelva a pasarme a las líneas de la División Azul. Antes de ello, me pondré en contacto con él para comunicarle que tengo la reliquia. Lo haré lanzando una bengala roja, una verde y otra roja. Lo haré desde las líneas rusas, enfrente de las posiciones de la Blau. Rojo, verde, rojo. Ésa será la contraseña. Una vez sucedido esto, mi hija y mi mujer, junto con mi madre, saldrán para Madrid. La embajada de Urugay les concederá asilo y viajarán a dicho país como miembros del cuerpo diplomático. Es imprescindible que me hagan llegar las credenciales y los billetes del barco —nominales— así como un compromiso por escrito del embajador de dicho país de que se encargará de ellas personalmente. Esta información deberá llegar al consulado británico en Leningrado. ¿Cómo? No lo sé, ustedes son los espías.

»Una vez que haya visto dichos documentos y que esté seguro de que han cumplido su parte del trato, me pasaré preguntando por su hombre, que habrá de llamarse capitán Maladeta. Repito, Maladeta. Ése será su nombre en la Blau. Lo demás será asunto sencillo. Una vez que haya entregado el brazo a De Heza podrán cazarle. Lo que ocurra conmigo me importa bien poco.

»Recuerden, tres bengalas: roja, verde, roja. Posdata, guión, si no se cumplen mis exigencias olvídese del brazo y de la cabeza de De Heza». ¿Qué le parece, Alonso?

—Que parece ir en serio.

—Este tipo es un buen elemento. Fíjese que nos ha descubierto, ¿sabrá quién es Escorpión?

—No sé, quizá…

—Ese idiota de Amarillo debería haberse matado con más dignidad, con discreción. ¿Cree usted que conocía la identidad de Escorpión?

—Si así era, ahora Javier Goyena lo sabe.

—¿Y qué opina de esta carta?

—Que exige mucho para no tener nada.

—Ese hombre tenía buenos contactos en el Partido Comunista. Sabe moverse en ese ambiente. Seguro que algo logra… Si consiguiera el brazo… nos saldría rentable aceptar sus condiciones, ¿no?

—Sí, sin duda.

—Todo sea por capturar a De Heza. No se hable más —dijo golpeándose la cara delantera de los muslos y levantándose para ir a la cama con Andrés—. Si lanza las tres bengalas cumpliremos lo que nos pide. Envíe a alguien bueno y que esté atento.

El teniente Alonso permanecía de pie, junto a la puerta.

—¿Ocurre algo? —dijo don Raimundo con cara de fastidio.

—Señor, esta mañana hemos recibido un cablegrama desde el cuartel general de la División Azul, en Pokrokaja. Era de Escorpión.

—¿Y bien?

—Javier Goyena se pasó ayer a los rusos.

—¡Hombre! —exclamó el jefe de los espías españoles.

—Sí, anoche. Al parecer, Goyena encabezó una descubierta en territorio enemigo, dos compañeros le siguieron. Se vieron envueltos en un tiroteo y nuestro hombre desapareció. Sólo volvieron los otros dos y de pura chiripa.

—¡Excelente!

—Pero… ¿y si está muerto?

—¡Qué va, qué va! ¡Ese hombre es muy bueno, se lo digo yo, muy bueno! Llevo muchos años dedicado a estas tareas y sé cuando alguien tiene madera de agente. Y ahora, retírese a descansar. Ha hecho usted un buen trabajo, Alonso.

El teniente, tras saludar militarmente a su jefe, se dio la vuelta y salió del cuarto.

Don Raimundo se dirigió al dormitorio, donde le aguardaba el complaciente Andrés. No se quitaba de la cabeza lo bien que le sentaban los pantalones del uniforme a Alonso. ¡Y era tan ingenuo…!

* * *

La puerta del sótano se abrió y entraron dos hombres. Uno era alto, moreno y de aspecto juvenil. El otro, más bajo y fornido y con el pelo lacio formando un extraño flequillo sobre los ojos.

—¿Es éste? —preguntó el más bajo, un capitán del Ejército Rojo, al centinela que custodiaba al prisionero.

El joven soldado asintió, por lo que los recién llegados tomaron asiento. Las paredes se hallaban cubiertas de mapas y de carteles de la propaganda soviética que a Javier le recordaron los tiempos de la guerra civil. Se sintió, por un momento, como en casa.

El más alto, un sargento, preguntó:

—A ver, nombre y unidad.

Javier, sentado en su silla y con las manos atadas sobre el regazo, comenzó a hablar a la vez que el otro comenzaba a tomar nota.

—Los fascistas me conocen por Blas Aranda, cabo de la 1.ª compañía del 2.º Batallón del Regimiento dos-seis-nueve, División Azul, pero en realidad me llamo Javier Goyena, miembro del Partido Comunista de Murcia desde los catorce años, número de carnet 354, intendente jefe del Hospital para Heridos de Guerra de las Brigadas Internacionales situado en el paseo del Malecón, en el antiguo edificio de los Maristas. Combatí en la guerra en el frente del Ebro en el Regimiento 117 de la 11.ª División del V Cuerpo de Ejércitos mandado por el teniente coronel Enrique Líster. Luché en Miravete y en las cercanías de Gandesa, en la sierra de Pàndols. Puede avalarme el comisario político Vladimiro Pereulok —en ese momento notó que los dos hombres se miraban entre sí, pero él continuó hablando—. Cuando la batalla del Ebro tocaba a su fin, fuimos copados. Resulté herido en la cabeza, de gravedad. Antes de desmayarme acerté a ponerme la guerrera de un capitán fascista muerto. Perdí el conocimiento. Desperté en una residencia para heridos de guerra del Pirineo, en Benasque. Me dijeron que había permanecido amnésico durante casi tres años y comprobé que me habían confundido con el capitán nacional Blas Aranda. Seguí con la comedia para ganar tiempo y poder escapar en algún barco y simulé que progresaba en mi recuperación. Entonces, me enteré de que el único familiar del verdadero Aranda venía de camino para verme. Era obvio que me iban a descubrir. El día en que llegaba había un banderín de enganche de la División Azul en el pueblo, así que me alisté y salí por piernas de allí. En cuanto llegué a Alemania escribí al tío una carta diciendo que no estaba preparado para reincorporarme a la vida civil y que necesitaba luchar contra el comunismo, que mi guerra no había terminado. Debió de sentarle mal. Ni me contestó. Mi idea era pasarme, y lo intenté en el Voljov, pero los soldados rusos de pocas me matan. He servido en Correos. Esos jodidos fascistas están todos locos, sólo quieren servir en primera línea, «matar rojos». Afortunadamente no he tenido que pegar ni un tiro —mintió—. Cuando supe que nos enviaban a Leningrado comprendí que era mi oportunidad de pasarme porque aquí las líneas rusas estarían muy cerca, así que pedí el traslado a primera línea y, tras estudiar la situación, me pasé anoche aprovechando que hacía un turno de escucha.

Los dos hombres volvieron a mirarse.

El sargento, que tenía un marcado acento murciano, dijo:

—¿Y tu padre se llamaba?

—Eusebio. Eusebio Goyena. Tenía una tienda de ropa en la plaza de San Pedro, era cofundador del Partido en Murcia junto con un italiano, Ruggero.

—¿Y tus hermanos…?

—Eusebio y Ramón, ambos comisarios políticos en el frente Centro.

Entonces, el capitán intervino y dijo:

—Sí, una pena lo de la captura de Ramón, ¿sigue en la cárcel de Castellón?

Javier hizo una pausa y pidió un cigarrillo. Se lo dieron. El sargento le dio fuego con un mechero de yesca y tras dar una calada añadió:

—Supongo que me ponéis a prueba, en fin. No sé de qué información disponéis vosotros, pero mi hermano Ramón está muerto. El otro, Eusebio, desapareció en Guadarrama luchando contra los italianos.

Volvieron a mirarse. ¿Había percibido una sonrisa de aprobación en el capitán?

Silencio. Evidentemente había evitado cualquier mención al brazo de la santa o a la situación de Julia y la niña.

—Se parece —dijo entonces el sargento.

—Sí, le da un aire —contestó el capitán.

—A Eusebio.

—Sí, a Eusebio —repitió el oficial.

Ambos lo miraron atentamente. Javier estaba nervioso, no sabía qué hacer ni cómo comportarse. Entonces el capitán dijo al soldado que vigilaba a Javier:

—Déjanos solos, y dile a Vicente que nos traiga una botella de vodka y tres vasos. Ah, y algo de cenar. Este hombre debe de estar hambriento.

Pasaron unos segundos y el sargento, tras esperar a que el soldado saliera, tomó la palabra:

—Camarada, yo soy el sargento Julio Rabadán, del Rincón de Seca, en Murcia, y éste es el capitán Valentín Puig, de Sabadell. Los dos luchamos con tu hermano Ramón. Lo vimos morir. Era un tío de pelo en pecho. Un verdadero comunista. Todos lloramos el día en que se nos fue.

—¿Sufrió mucho?

—Le dieron un tiro en la pierna, en el muslo, durante una avalancha de los italianos. No quiso evacuarse dejando a sus hombres solos. Además, la herida no parecía de gravedad. Ni siquiera sangraba. Lo llevaron al hospital dos días después, cuando la cosa amainó. Volvió al frente como si tal cosa, «un rasguño», decía a unos y a otros. Era la tercera vez que resultaba herido. Esa misma noche le dio una fiebre altísima. Murió de la infección tres días después. Septicemia.

Se abrió la puerta y entraron dos hombres con la cena. Entonces el sargento se levantó, sacó un inmenso machete y cortó las ataduras del prisionero. El capitán sirvió tres vasos de vodka y brindaron diciendo: «¡Salud y República!».

Entonces miró a Javier y señalándole un plato que contenía una suerte de gachas dijo:

—Come.

El sargento esperó a que los dejaran a solas y continuó:

—Tu otro hermano, Eusebio, vino tras la muerte de Ramón, desapareció en una descubierta en Guadarrama. Iban tres y no volvió ninguno. Inteligencia estudió el caso y dijeron que sospechaban que había caído prisionero. Los otros dos que le acompañaban aparecieron en un camino con sendos tiros en la nuca. Debieron de capturarlo para interrogarlo.

—No supimos nada de él —repuso Javier.

—Debieron de torturarlo y fusilarlo. No se captura a un comisario político todos los días. Nos tenían ganas aquellos fascistas.

—¿Y tu padre? —preguntó Puig.

—Murió en la cárcel. Tuberculosis y desnutrición.

—Vaya, chico, lo siento —repuso Rabadán—. Tu hermano Ramón hablaba mucho de ti. Decía que escribías muy bien.

Javier rió amargamente y contestó:

—Ahí empezaron mis desgracias. —Y recordó el largo trecho recorrido desde que escribiera el fatídico artículo. Parecía algo sucedido en otra vida.

—No eras muy amigo de las armas, ¿verdad? —preguntó el capitán.

—No, no lo era.

—Pues para no gustarte, te has chupado dos guerras —dijo el sargento.

Los tres rieron.

—Tu historia es increíble, de novela —sentenció Puig.

—La realidad siempre es más compleja y extraña que cualquier novela —contestó el prisionero.

—Y no te falta razón —dijo el sargento. Los dos hombres se levantaron y, muy solemnemente, le abrazaron como si hubiera vuelto a nacer.

—Tu hermano Ramón hablaba mucho de ti. Se deshacía en elogios. Decía que llegarías lejos en el Partido —repuso el capitán.

—Pues no acertó del todo —contestó Javier sonriendo.

El sargento añadió entonces:

—Una vez te vi en una reunión del Partido, en Murcia. Antes de la guerra. Todos hablaban de lo mucho que prometías.

—Yo, en cambio, no te recuerdo.

—Me fui joven a Burgos. Trabajaba de maquinista. Allí me pilló el golpe de los militares. Me costó Dios y ayuda llegar a Madrid. Allí coincidí con éste y con tus hermanos.

Se hizo un largo silencio.

Entonces, el capitán Puig dijo:

—Bueno, Javier, sentémonos, necesitamos que nos cuentes todo lo referente a regimientos, posiciones, armas, baterías y suministros que sepas sobre la División Azul.

Javier se esmeró en situar sobre el mapa las ubicaciones de las piezas artilleras que había visto, así como el emplazamiento de los distintos batallones, regimientos, fortificaciones y fosos antitanque que gracias a su labor como cartero recordaba con bastante exactitud. Según le dijeron sus dos camaradas, la información que les había proporcionado era valiosísima:

—Más que el trabajo de toda una compañía del servicio de información durante un mes —dijo Rabadán muy satisfecho.

Continuaron hablando de ello durante casi toda la noche, entre trago y trago de vodka y viejas canciones de la República. Cuando Javier se dejó caer en el catre del capitán, estaba profundamente borracho.

* * *

Una bota en los riñones despertó a Javier.

—Venga, arriba —dijo la voz del sargento Rabadán—. El capitán Puig nos espera.

El adormecido exintendente se levantó siguiendo a duras penas al sargento, una especie de forma achaparrada que vestía el uniforme pardo del Ejército Rojo y que ya subía, borrosa, las escaleras delante de él. El vodka de la noche anterior aún hacía su efecto.

—Pero… ¿qué hora es? —musitó Javier a la vez que se tapaba los ojos al salir al exterior del búnker. Era un día despejado y luminoso.

—¡Son las nueve, vamos! —contestó el otro sin dejar de caminar a la vez que doblaba el torso agachándose—. ¡Están tirando!

Una explosión cercana, a apenas veinte metros, hizo que Javier maldijera, una vez más, la guerra. Eran proyectiles del 10,5. Llegaron a una trinchera donde Puig se afanaba dando órdenes a través de un teléfono que al parecer no funcionaba del todo bien.

—¡Nos están jodiendo! Van afinando y corrigiendo el tiro. ¡De aquí a diez minutos nos vuelan la trinchera, joder! ¡Empezad a disparar de una puta vez o haré que os fusilen a todos!

Entonces se giró y al ver a Javier añadió:

—¡Hombre, Goyena! Bienvenido a la rutina diaria de un capitán. Esos de la artillería están durmiendo y el enemigo, como ves, no descansa. He cursado la información que me diste anoche. Oro puro.

—¿Querías hablar conmigo? —dijo el recién llegado notando la lengua pegajosa y la boca pastosa por el vodka de la noche anterior.

—Sí, sí, pasemos adentro, estaremos a solas —dijo el capitán entrando en una casamata adjunta a la trinchera.

Una vez dentro los tres se sentaron sobre unas cajas de munición.

Silencio.

Javier dijo:

—¿Y bien? ¿Qué voy a hacer ahora?

Los otros dos se miraron.

El capitán comenzó a hablar.

—Mira, Javier, aquí las cosas no son… como debiera… no, mejor dicho… como tú esperabas… no sé cómo decirte esto, los rusos son… no son como nosotros. No es que aquí no se esté bien, no es eso, sino que nosotros, aunque buenos comunistas… me refiero a los españoles, y a los… los latinos en general, nosotros tenemos otra visión de la vida. Ellos son, no me malinterpretes, buenos comunistas.

—¡Los auténticos comunistas! —interrumpió el sargento.

—Los auténticos comunistas… —repuso Puig con algo de cansancio—… El caso es que esta gente está luchando contra el fascismo, en su propia tierra, han estado a punto de perder la guerra, los nazis llegaron a las puertas de Moscú, a Stalingrado, llegaron hasta aquí… En fin, que comprenderás que viven en… mejor dicho, vivimos en plena paranoia. Quiero decirte que incluso cuando uno de los suyos cae prisionero en manos de los alemanes, si luego consigue escapar… no se fían mucho, vamos que… que los someten a una especie de reciclaje, una nueva formación, por si se han visto contaminados por el fascismo, o sea que…

—Los meten en un campo de concentración —volvió a interrumpir Rabadán.

—En Siberia —añadió el otro.

—Joder —dijo Javier—. Pero si son rusos, ¿no?

—Les da igual, sospechan de todo el mundo. Piensan que si alguien ha conseguido escapar de los nazis es porque éstos le han dejado ir porque trabaja como agente doble.

—Déjame que lo entienda —dijo Javier—. O sea que si un pobre desgraciado, digamos un simple soldado de reemplazo, cae en manos de los doiches y tras pasar por mil penurias —yo he visto cómo tratan a los prisioneros rusos, recordadlo— se escapa y vuelve a casa, en lugar de descansar y recuperarse lo envían a Siberia, a reeducarlo.

—Sí —contestó Puig—. Con la NKVD, la policía política. Ellos lo interrogan debidamente para saber si es un agente o no.

—Dirás que le torturan —repuso Javier.

—Sí, eso quiso decir —añadió el sargento Rabadán.

—Pero… esto, esto es una locura —contestó Javier.

El capitán le miró como con pena y dijo:

—Es la guerra.

—Y claro, yo, viniendo de luchar con los doiches

—Eso es lo que queríamos decirte —dijo el sargento—, que si comunicamos a los rusos tu presencia aquí, no te salva nadie del campo de concentración.

—¿Y…? ¿Qué hago? ¿Volver a pasarme? ¿He ido del fuego a las brasas?

—No, no, calma… ¿Rabadán, tienes las cartillas de los caídos? —contestó el capitán con tono conciliador. El otro afirmó con la cabeza.

—¿Y las chapas?

—También.

—Pues tráelas.

—A sus órdenes —dijo el sargento, saliendo del cuartucho. Un pequeño caldero con brasas calentaba aquel humilde cubículo. Se hizo un largo silencio. Una enorme explosión hizo retumbar el suelo y cayó polvo del frágil techo.

—Aquí estoy —dijo el sargento que volvía con una pequeña caja metálica en las manos—. Ésa ha caído cerca. Casi revienta el búnker del sargento Ruiz.

Dicho esto, abrió el receptáculo y ante Javier aparecieron multitud de cartillas militares y chapas de identificación. Pertenecían a los caídos del Regimiento 178.

Los dos soldados del Ejército Rojo comenzaron a rebuscar ojeando las fotografías y los datos de las cédulas de identificación. Miraron el contenido de la caja durante un rato al final del cual Rabadán dijo:

—No hay ni una sola foto que se le parezca.

A lo que el capitán contestó:

—Un momento. Javier, ¿tienes tu cartilla del Ejército alemán?

—Sí.

—Pues hecho. Tomamos la cartilla de un fiambre, le quitamos la foto, ponemos la tuya y lo disimulamos poniendo encima nuestro sello. Cortaremos la fotografía por el cuello, para que no se te vea el uniforme. Nadie lo notará. ¿Queda vivo alguno de los cinco vascos?

—No, ninguno. Llegaron en barco justo antes de empezar la guerra. No se relacionaban casi con nadie —dijo el sargento a Javier a modo de aclaración.

—Asunto solucionado —repuso muy ufano Puig—. Mira, éste es el que más se parece. Cambiad la foto y echadle un sello y listo. Sé que no es una buena solución, Javier, pero si los rusos se enteraran de que tenemos a un desertor alemán te entregarían a la NKVD.

—¿No podría avalarme el camarada Vladimiro?

—Lo fusilaron al llegar de España. A él y a la mayoría de los comisarios que vinieron a ayudarnos. Stalin no acepta el fracaso, Javier.

—Pero, eso… eso es horrible —contestó el joven, asustado.

—Ya te hemos contado que aquí las cosas no son como en España. Te acostumbrarás. Al principio a nosotros también nos costó, ¿sabes? Es otra mentalidad. Recuerdo que en la guerra, los comisarios políticos del Partido Comunista teníamos fama de duros… —sonrió amargamente—… Tendrías que ver a los de aquí. Rediós. Cuando nos destinaron a esta posición, los nazis habían realizado una ofensiva. Fue antes de llegar la División Azul, una avalancha de hombres, metralla, bombas y morterazos. Ocuparon esta zona, pero entonces los artilleros rusos machacaron el área y los doiches se replegaron. Cuando nosotros entramos aquí esto parecía el despiece de un matadero. Aquí, Rabadán y yo nos quedamos de piedra. ¿Sabes lo que vimos? Los servidores rusos de las ametralladoras estaban encadenados a ellas. Para que no pudieran replegarse ni rendirse.

—Joder —repuso Javier.

—Así son las cosas aquí. Es una guerra cruenta, no hay piedad. Ni para con los tuyos —añadió Rabadán.

El capitán, al ver algo alicaído a Javier, dijo entonces:

—Mira, Goyena, sé que lo de darte una falsa identidad puede sonar extraño, pero es una forma de que salves la vida, de que evites ir a Siberia. Tu familia ha dado ya tres vidas por la causa. No creo necesario que mueras inútilmente. Verás lo que haremos, aquí el sargento te dará una cartilla de racionamiento de primera clase, son las que corresponden a los combatientes. Te voy a firmar un permiso de dos semanas y te acercas a Leningrado. Relájate, descansa y, si puedes, benefíciate a alguna rusa.

—Son unas calentonas… —dijo Rabadán.

El capitán continuó:

—Dentro de dos semanas te vuelves. ¡Vamos a ganar la guerra, cojones! Ya verás como cuando acabe la guerra conseguiremos darte tu verdadera identidad, nuestros compañeros españoles del Partido nos ayudarán. Pero ahora, en plena guerra…

Javier asintió.

No podía creer en su suerte. Una identidad falsa y un pase para Leningrado de quince días. ¡Podría emplearlos en buscar el famoso brazo de la santa!

Entonces intentó sacar algo de información y dijo:

—Otra cosa, tenía interés en encontrar a un viejo camarada del partido, Meléndez se llamaba, sé que llegó a Leningrado hará algo más de año y medio.

Los dos se miraron.

—No me suena —dijo Puig.

—A mí tampoco. Puedes preguntar en la sede del Partido Comunista de España. Está en el número 45 de la perspectiva Nevski —contestó el sargento—. Pero ten cuidado si lo encuentras, te podría delatar.

—No, no —dijo riendo Javier—. Es un viejo amigo.

—Cuidado con eso —sentenció el capitán alzando la mano—. Aquí las cosas son muy diferentes. Mucha gente mataría a su madre por progresar un poco en el Partido y mejorar su situación. Hazme caso y sé prudente. Aquí hasta las paredes oyen. Y no es una frase hecha.