En blanco
Aquellos meses estaban en blanco en su mente. Más que si hubiera vuelto a caer de nuevo en brazos de la amnesia. Quitando el tiempo que dedicaba al trabajo, a clasificar el correo y repartirlo a los carteros, el joven comunista pasaba la mayor parte del día bebiendo. No sabía qué hacer. Si se pasaba a los rusos era hombre muerto. Ya lo había intentado. Si se quedaba allí, refugiado en la seguridad del kremlin de Nowgorod, vería alejarse la posibilidad de recuperar a Julia y a la niña y sacarlas de la España fascista. Pensaba mucho en Aliaga y sobre todo en Alfonso. Utilizados como él, insignificantes piezas en una partida de ajedrez jugada por aquellos despiadados gerifaltes que disponían de sus vidas como si fueran esclavos u objetos de su propiedad. Tenía miedo de Escorpión y de Omega; eran dos trenes que tarde o temprano habían de colisionar y él estaba, inevitablemente, en medio de los dos. Utilizado y seguido por uno y otro bando. No sabía qué hacer. Mientras tanto, mataba el tiempo bajando todas las noches a las tabernas del barrio de los Comerciantes. Allí conoció a Irina. Era una chica joven, de apenas dieciocho años, pero que estaba acostumbrada a moverse entre los soldados, a prostituirse por algo de chocolate o un poco de mantequilla. Ella sola mantenía a toda su familia. Su cabello era rubio, casi blanco, y sus ojos grises y hermosos. La mayor parte de las noches dormía con ella, en su cuarto, en una suerte de buhardilla situada sobre el techo de una cálida isba ubicada a la salida del pueblo. Abajo, en la planta baja, la madre de la chica y su abuelo, un honorable anciano de luenga barba blanca, le saludaban con veneración cuando entraba y salía de la casa con la chica.
En aquellos días Javier permanecía como idiotizado. Todo le daba igual. En los raros momentos en que se hallaba sobrio, acudían a su mente multitud de pensamientos sobre su difícil situación: ¿qué iba a hacer para salir de aquel atolladero? Entonces bebía y bebía hasta sentirse mejor, o no sentir nada, que era la mejor sensación que podía experimentar en aquellas tristes circunstancias. A pesar de ello fue consciente de que el frío remitía y de que los soldados maldecían la rasputiza, el sempiterno barro originado por el deshielo que lo cubría todo, empantanando los búnkeres, casamatas y, sobre todo, las carreteras, haciendo imposibles los desplazamientos de material pesado e insufribles las caminatas de los soldados. Llegó el primer batallón de marcha, tropas de refresco, suplentes llegados desde España para relevar a los que tenían más de treinta y cinco años, eran padres con niños a su cargo o habían participado en la guerra civil en su totalidad. La cruzada de liberación nacional, como la llamaban aquellos fascistas. Javier no cumplía ninguno de los tres requisitos; mejor dicho, Blas Aranda no pertenecía a ninguno de los tres grupos, así que no fue repatriado. Se supo que el Orejas, el general Muñoz Grandes, iba a ser relevado por el general Emilio Esteban-Infantes, pero al parecer el mando alemán no quería sustituir a un general que se había mostrado tan sumiso, complaciente y dispuesto a sacrificar inútilmente las vidas de sus hombres por el Tercer Reich. Todo coincidía con un cierto cambio de orientación de la política española; Franco estaba dando un suave viraje hacia el mundo anglosajón porque, según se decía, se comenzaba a desconfiar de la victoria de los nazis. El frente ruso se había estancado, más bien se podía decir que los ruskis comenzaban a reponerse y el contraataque estaba comenzando a preocupar a los generales alemanes. Stalingrado y Moscú no habían caído, tampoco Leningrado, que tras las duras vivencias a las que se había sometido a su población civil había sido abastecida utilizando una pista de hielo sobre el lago Ladoga. Todo ello hacía que Franco quisiera, en cierta medida, desligarse de aquel triste negocio de la División Azul, y los nazis lo sabían.
Una ofensiva de los rusos mal calculada provocó que entre los nazis y la Blau quedara cercado todo un cuerpo de ejército ruso. Durante toda la primavera los divisionarios se dedicaron a la limpieza de la «bolsa del Voljov», que era como terminaron llamando a aquellos millares de soldados enemigos atrapados en territorio hostil. Javier dio gracias al cielo por hallarse lejos del frente, pues, según explicaban los guripas que venían de la bolsa, el invierno había dejado paso a un nuevo infierno: la rasputiza, el calor sofocante y los mosquitos.
Según contaban desde el frente, el deshielo devolvía ahora los cadáveres que habían quedado sepultados en el invierno y las altas temperaturas de aquella zona húmeda y pantanosa descomponían los cuerpos impregnando aquellos selváticos y frondosos parajes de un hedor que junto con las picaduras de los insectos y el sofocante calor hacían del combate una pesadilla. Habían pasado de los casi cincuenta bajo cero a soportar temperaturas de cuarenta grados centígrados en el sofocante y húmedo bosque.
* * *
Aun así la Blau se centró en evitar que los rusos rompieran el cerco por «el cuello de botella de la bolsa», participando en combates que, según se decía, estaban resultando durísimos y desesperados. Llegaron nuevos escuadrones de relevo desde España y partieron varios batallones de guripas que volvían a casa. El nuevo general, Esteban-Infantes, se personó en el Voljov pero fue nombrado segundo de a bordo. Hitler insistía en negarse a relevar a Muñoz Grandes, que ya había sido condecorado por los nazis. Eran los últimos días de julio cuando sucumbió la bolsa y se dio por terminada la operación. Incluso se capturó al mítico general soviético Wlasow. Fue entonces cuando Javier conoció a José Manuel, un prisionero caído en la bolsa y que había luchado junto a la República en España. Estaba enfermo, y curiosamente se fijó en él porque maldijo en castellano cuando, limpiando de barro el acceso a la carretera de Moscú-Leningrado, un tronco le cayó en el pie. Javier se giró y le preguntó si era español.
Él contestó que sí, que de Don Benito. Entonces el centinela le clavó la culata en los riñones metiéndole prisa y le gritó en ruso:
—¡Davai, davai!
—¿Pero no ves que este tío es español, imbécil? —repuso Javier ayudando al prisionero a levantarse.
—¡Pues razón de más! —contestó el guripa, un recién llegado de rostro bisoño que se cuadró cuando Javier, haciendo valer sus galones de cabo y la medalla del Frente del Este, le pegó un berrido poniéndolo «firmes».
—Mira, pollo de mierda. Cuando tengas una como ésta —dijo, alzando la medalla con las banderas de España y Alemania que había sido concedida a todos los combatientes del frente ruso— te diriges a mí de nuevo, ¿entendido, escoria? Vi caer a muchos hombres de verdad en Possad para que me falte al respeto un petimetre como tú.
El zagal se puso blanco como la cera y al oír que Javier había estado en la cabeza de puente del Voljov, de poco le besa las botas. Gracias a eso pudo llevarse a José Manuel con él y convencer al furriel para que le diera un trabajo en correos. Algo más llevadero: acarrear leña, encender las chimeneas… labores que el pobre prisionero, enfermo de tuberculosis, podía soportar con ciertas garantías. Javier se encargó de darle de comer algo mejor —entre Irina y José Manuel consumían sus extras de chocolate y caramelos— y gracias a ello el prisionero español salvó la vida. Al menos, de momento.
Supo que lo habían capturado en la bolsa del Voljov. Comunista convencido, había combatido en un regimiento formado en Leningrado por refugiados españoles del Partido, pero luego fue trasladado para ejercer de traductor con los prisioneros capturados a la Blau. No le habló muy bien de la Unión Soviética, no en vano sus palabras tenían un cierto aire de desencanto que Javier achacó a la intención del prisionero por agradar al hombre que le había ayudado y que él creía fascista. Gracias a José Manuel supo algo de Leningrado: calles, edificios, lugares de interés… Esperó que algún día aquello le fuera de ayuda.
Entonces se produjo su segundo golpe de suerte desde que llegara a Rusia.
Un enlace del Estado Mayor que pasó a toda prisa por el pasillo llevando un despacho le dijo con una amplia sonrisa:
—Nos mudamos, Aranda. ¡A Leningrado!
—¿Cómo? —preguntó muy sorprendido.
—Nos llevan al frente de Leningrado. A participar en la gran ofensiva.
Eran los últimos días de julio y Javier se encaminó al cuarto que compartía con otros tres guripas. Tomó la botella de vodka y la vació en el retrete. Ya no necesitaba beber.
Tenía una misión.
José Manuel le había dicho que un regimiento compuesto por españoles combatía en Leningrado. Debía localizarlo.
* * *
Tras despedirse de Irina y su familia regalándoles todos los alimentos, confituras y chocolatinas que había acumulado durante su estancia en Nowgorod, Javier partió en tren con sus compañeros hacia el norte.
Todos parecían contentos porque la Blau había sido destinada al frente de Leningrado. Según se rumoreaba, Hitler contaba con la división de Muñoz Grandes para participar en el asalto final a la mítica ciudad, cuna de la revolución bolchevique.
Javier no tenía claro si sus compañeros se alegraban porque les estimulaba la conquista de la Venecia rusa o bien porque se alejaban del Voljov, donde tantos y tantos españoles habían dejado su vida. Eran fascistas, sí, pero el exintendente no podía olvidar que aquel inútil frente del Voljov le había costado a la División Azul más de mil cuatrocientos muertos. Por no hablar de los mutilados.
Él, por su parte, estaba exultante. Los trasladaban a Leningrado, su destino final. Un golpe de suerte, pensó.
Tenía que aprovecharlo.
De momento los acantonaron en Vyriza, lejos de la línea del frente. Durante unas dos semanas se dedicaron a reponerse: instrucción, alguna guardia y muchas horas muertas para pasear por los pueblos de la zona, bañarse en los lagos y estanques, emborracharse o perseguir a las bellas rusas de inmensos ojos azules. Los guripas se sentían felices en aquel paraíso y el enorme trasiego de hombres, equipo, piezas y carros de combate les daba seguridad, porque les hacía intuir que se estaba preparando una durísima ofensiva que habría de culminar con la capitulación de la ciudad del Neva. Fueron días agradables y relajados en las aldeas de Krassnizy, Susanino o Kongolovo. Javier, mientras tanto, aprovechaba para ir madurando su plan. Tenían bastante tiempo libre pues debían familiarizarse con el nuevo armamento y con el material que los nazis pusieron en manos de unas unidades que, tras los combates del Voljov, estaban en pleno proceso de reestructuración. Llegaron dos nuevos relevos desde España que permitieron a unos cuantos soldados abandonar aquella maldita guerra. El 31 de agosto, les indicaron que partían hacia el frente. La División Azul había dejado de pertenecer al 38.º Cuerpo de Ejército para sumarse al 24.º.
En aquel momento la moral de los falangistas era alta, cosa que desagradaba a Javier.
* * *
Al fin los ubicaron al sur de Leningrado. El cerco no había llegado hasta la misma ciudad, sino que había quedado establecido en torno a una serie de arrabales, barrios y pueblos al sur de una ciudad, que al comienzo de la guerra tenía cinco millones de habitantes. La Blau se situó entre Puschkin y Krasnybor, dos localidades que estaban situadas a ambos lados de Kolpino, impresionante complejo industrial que seguía en manos de los rusos y cuya localización alomada permitía a éstos bombardear las posiciones de los españoles con cierta comodidad.
Javier estaba destinado con la unidad de correos en Pkroskaja, donde Muñoz Grandes había establecido su cuartel general en un hermoso y antiguo palacete. El exintendente sabía que debía acercarse al frente y estudiar la situación en detalle. Pensar hasta el más mínimo movimiento una y otra vez hasta estar seguro de dar con el plan adecuado. Mientras tanto, los soldados dedicaron aquellos primeros días de septiembre a fortificar al máximo sus posiciones. Excavaron pozos de tirador, tendieron alambradas y mejoraron las casamatas, fortificaciones y búnkeres. Aquél no era el frente del Voljov. En algunos lugares, la distancia que separaba las posiciones españolas de las rusas no iba más allá de los cien metros.
Había que excavar trincheras y habilitar espacios en los que poder vivir, descansar, dormir y comer al abrigo de los francotiradores rusos, que llevaban ya bastante tiempo dedicados a minar la moral de las tropas alemanas. Los excelentes tiradores siberianos no descansaban, volando la cabeza de un tiro a aquellos despistados que tenían la costumbre de asomarse por encima de las trincheras con demasiada asiduidad.
Javier, como primera fase de su plan, consiguió que le destinaran a la compañía de enlaces motorizados que habían de recorrer las líneas llevando el correo a los soldados. No tenía miedo pese al ataque que había sufrido en Grigorovo, porque allí, al sur de Leningrado, había tal concentración de tropas nazis que parecía imposible que los comandos rusos realizaran incursiones tras las líneas españolas.
Aquel destino le permitió recorrer el frente y examinar en detalle cuáles eran los mejores puntos para pasarse, dónde había «más tomate», cuáles eran las posiciones más batidas por la artillería y las ametralladoras enemigas, y, en suma, por dónde debía comenzar la siguiente fase de su plan.
Encontró un lugar ideal: la fábrica de ladrillos. Estaba situada junto a un recodo del río de Ishora, cerca del camino que subía hacia Kolpino perdiéndose en un pequeño bosquecillo, donde la distancia entre ambos ejércitos no superaba los cincuenta metros.
Cincuenta metros de ruinas, tabiques derruidos, árboles caídos y tanques calcinados que podían darle cobijo y ocultarle en la difícil tarea de pasarse a los rusos. Además, allí estaba ubicada la 2.ª compañía del 1.er Batallón del mítico 269, donde servían Jesús el Animal y su amigo Zeneta. Éstos le hicieron saber que al otro lado del frente habían oído voces en español.
¡La unidad de la que le había hablado José Manuel, el prisionero! Pidió el traslado de inmediato, haciendo valer su excelente hoja de servicios y sus magníficos resultados como tirador en la instrucción.
Se lo concedieron sin más problema.
Era el dieciocho de septiembre cuando se incorporó a su destino. Allí, cuando llegó, se dio de bruces con una cara conocida. El Argentino había pedido el cambio a aquella misma unidad al saber por Jesús el Animal que Aranda, como ellos le llamaban, iba a incorporarse al 269.
Supo por sus compañeros que Lucientes se había pegado un tiro en un búnker, estando de guardia, el 9 de septiembre a las dos de la madrugada. Parece que no era el mismo desde lo de Possad. Se había vuelto taciturno, extraño, hablaba solo y de pronto se perdía por el bosque tardando más de dos días en aparecer. Le había caído más de un arresto por aquello.
«Estaba sonado», dijo el Argentino lamentando de veras el suicidio de su amigo.
Por aquellos días los guripas llegaron a la conclusión de que la Blau no formaba parte del grupo de ejércitos de élite que había de asaltar definitivamente Leningrado, sino que les habían asignado posiciones de carácter más o menos defensivo. La esperada ofensiva no cuajaba y a finales de septiembre quedó claro que Hitler estaba más preocupado por otros puntos más conflictivos del frente donde los rusos comenzaban a contraatacar haciendo daño de veras. En Stalingrado, por ejemplo, las cosas iban mal para los doiches.
Comenzó a refrescar y Javier aprovechaba sus turnos de escucha para otear la posibilidad de pasarse. Escuchaba atento, pero no oía a nadie hablar en castellano. ¿Se habría equivocado Jesús? ¿Estaría situado por allí cerca aquel regimiento de españoles comunistas?
* * *
Llegó la nieve y esta vez les cogió bien pertrechados. Los nazis les habían proporcionado un equipo invernal excelente: buenos capotes, blusones de camuflaje, monos blancos acolchados, guerreras con el interior cubierto por piel de becerro, mullidas botas de fieltro y ropa interior de invierno, de lana. Allí hacía frío, pero era más soportable que en el Voljov. Quizá ayudaba el gran número de trincheras, abrigos, túneles, ruinas y búnkeres que rodeaban Leningrado. Los ruskis habían aprendido del ejemplo de Stalingrado y habían aprovechado a la perfección las ruinas dejadas por los bombardeos, los edificios derruidos, las depresiones de los riachuelos y los dañados polígonos industriales para fortificar los accesos a la ciudad, impidiendo el paso de los temidos tanques alemanes. Los doiches no estaban acostumbrados a ese tipo de guerra. Era duro ir casa por casa sacando a los soldados rusos de sus agujeros. Además, los soviéticos conocían bien el terreno y se pegaban a él pues defendían sus casas, sus familias.
A pesar de ello, Javier sabía que Hitler pudo haber tomado la ciudad en su momento aunque decidió no hacerlo. De hecho, las tropas nazis llegaron en los primeros días de la ofensiva que cercó Leningrado hasta la cabecera del tranvía de la ciudad, en Utrisk. Allí estaban a un paso del centro. En aquellos días, el conductor de uno de los vagones que venía del centro de la población repleto de pasajeros se dio de bruces con los soldados alemanes, que conminaron a los trabajadores a bajar del vehículo, que no volvió a partir hacia la ciudad. Hitler pudo llegar hasta el Palacio de Invierno, pero prefirió someter la ciudad a un implacable sitio en lugar de perder multitud de hombres en su conquista. Parece que el Führer había concebido una Rusia sin rusos, o al menos con menos población, así que estaba claro que su intención era matar a millones de ciudadanos soviéticos de hambre. Dijo que San Petersburgo era una ciudad que no tenía por qué existir en el futuro. Simplemente.
El cerco de Leningrado había provocado escenas dantescas. Las autoridades tuvieron que racionar los escasos alimentos de que disponían. Hasta el pan llevaba serrín y restos de papeles y cartón. Pero, una vez más, los alemanes demostraron no conocer el terreno que pisaban. El cerco a la ciudad del Neva no fue completo pues al este se hallaba aislada por las aguas del lago Ladoga. En verano, claro. Cuando la situación de la ciudad era límite, en pleno invierno ruso, el agua del lago se congeló como esperaban las autoridades soviéticas. Entonces aprovecharon el hielo que cubría el inmenso lago para crear una pista por la que abastecer a la ciudad haciendo más soportable el asedio. Aquello salvó a Leningrado.
* * *
El trece de diciembre hubo noticias de interés. Al fin cedió el mando el general Muñoz Grandes. Primero se había resistido porque «no quería abandonar a sus hombres hasta limpiar la bolsa del Voljov» y luego, porque quería participar en la ofensiva final contra Leningrado. Ahora, al comprobar que Hitler no iba a dar prioridad al ataque final a la ciudad, Muñoz Grandes no tuvo más remedio que dejar el mando a Esteban-Infantes y partir para España.
Javier aprovechaba sus momentos libres para subir al techo del PC del capitán Romero y con unos prismáticos contemplar a lo lejos el río Neva, la isla de Kronsdanst y las estilizadas cúpulas terminadas en forma de aguja de la catedral de San Pedro y San Pablo. Ahí estaba, a un paso. El destino final de su misión. Ahora podría intentarlo.
La situación en aquel punto del frente no era de calma total, ni mucho menos, pero no podía compararse al infierno que habían vivido en Possad ni al calvario que Javier pasó en la sierra de Pàndols. A pesar de ello, la situación de los guripas dependía mucho del oficial al mando.
—Si te toca un loco —decía sabiamente el Argentino—, al final acaba palmando hasta el apuntador. Hemos tenido suerte con el teniente Poyatos.
Efectivamente, Antonio Poyatos, al que los soldados llamaban quedamente el Pollas, era un joven reflexivo y prudente pese a ser falangista. En las posiciones aledañas los oficiales no eran, ni por asomo, tan moderados, y era rara la noche en que no se organizaban descubiertas e incursiones a tal o cual búnker, de las que muchos no volvían. Javier y sus compañeros agradecían al cielo la presencia en su unidad de Jesús el Animal y el Zeneta, ya que aquellos dos salían todas las madrugadas e infiltrándose en terreno de nadie tomaban notas de las posiciones de los rusos, observaban la disposición de las ametralladoras enemigas o, si era posible, lanzaban algunas granadas por las aberturas de las casamatas generando el correspondiente jaleo del que volvían al momento poniendo los pies en polvorosa. Aquellos dos locos cubrían de lejos la cuota de incursiones del pelotón.
Quitando por tanto el horrible frío, más soportable con equipamiento adecuado, y las incomodidades típicas de la guerra de trincheras, aquello era, más o menos, sufrible, teniendo en cuenta que los rusos sabían pelear en ese tipo de terreno. Conocían las alcantarillas, túneles y recovecos de la zona, por lo que sus patrullas aparecían de pronto tras las líneas enemigas, escondidos en los escombros. Atentaban contra algún convoy, contra los oficiales o soldados nazis y antes de que pudieran ir a por ellos, habían desaparecido por el mismo agujero del que habían salido no dejando ni rastro. Los infantes alemanes, acostumbrados a pelear con el inestimable apoyo de sus enormes divisiones de panzers, se sentían inermes al luchar de aquella manera. Era como jugar al ratón y al gato. Consideraban cobardes a los rusos que peleaban más como bandoleros, como guerrilleros, que como soldados. Los rusos sabían lo que hacían, y era de admirar.
Javier se mantenía atento cuando le tocaba hacer de escucha, pero nunca consiguió percibir voces en castellano al otro lado de las alambradas rusas. ¿Estaría allí emplazado aquel regimiento constituido por españoles del que hablara José Manuel?
Ésa era su prioridad principal, así que, una noche, a eso de las tres, abandonó su puesto de escucha y se arrastró por tierra de nadie hacia el talud donde comenzaba la línea soviética. Permaneció un buen rato en silencio, escuchando. Nada oyó. Hacia su izquierda, siguiendo el desnivel en paralelo, se llegaba a una posición fortificada ocupada por los rusos que los divisionarios llamaban «el fortín». No era más que la antigua casa del guardián de la fábrica de ladrillos desde la que se dominaba el talud que un afluente congelado del Ishora originaba en aquel punto separando ambos ejércitos.
Caminó un poco hacia la derecha, porque el fortín estaba ocupado por tropas rusas, luego, de haber españoles por allí, debían de estar situados en dirección contraria, hacia el este. Caminó con cuidado, sin hacer ruido. Seguía sin oír nada. Justo cuando pasaba junto a un gran matorral cubierto de nieve resbaló haciendo chasquear el hielo. Se dio un buen golpe en el trasero.
—¡Alto, quién va! —gritaron en castellano.
—¡Alto, quién va! —gritaron desde las líneas de la Blau.
—Hay alguien ahí —dijo una voz desde las líneas rusas.
—Tira una granada —contestó otro soldado horrorizando a Javier, que, instintivamente, se cobijó en un pequeño hueco.
Escuchó la granada caer, como una piedra cargada de muerte que tras ir dando golpes con el terreno terminó muriendo en una sorda y cegadora explosión.
Desde las líneas de la Blau comenzó a ladrar una ametralladora.
Javier progresó en el pequeño túnel en el que había entrado y se dio de bruces con una reja. Aquello era un alcantarillado. No podía seguir por ahí.
Oyó pasos en el cauce del río y reconoció la voz de Jesús el Animal.
—¡Se han llevado a Aranda! —dijo alguien entre los disparos de las armas automáticas.
Volvió sobre sus propios pasos y cuando salió al arroyo contempló al Zeneta y a Jesús el Animal haciendo fuego desde lo alto del talud.
—¡Estoy aquí! —gritó.
—Hostias, Aranda, ¡estamos a un paso de aquel búnker! Dadme una carga explosiva —gritó el Zeneta.
—Voy yo —dijo un guripa de Ciudad Real que apenas llevaba allí una semana. Había llegado con el tercer batallón de relevo.
—Te cubrimos —dijo el Animal. Todos hicieron fuego hacia las líneas enemigas subiendo al talud amparados en la oscuridad. El zagal saltó ágilmente la alambrada, corrió hacia el búnker donde ladraba una Maxim y tirándose al suelo arrojó las cargas por la rendija del búnker. Una tremenda explosión enrojeció el interior de aquel habitáculo de hormigón.
Un silbido rompió la noche.
—¡Obús! —gritaron todos al unísono.
Una tremenda explosión en el talud les hizo arrojarse al suelo. Eran los rusos tirando con piezas del 12,40.
—¡Nene, vuelve, vuelve! —gritó el Zeneta al chaval, que tras levantarse corrió de vuelta entre las sombras. De pronto salió volando por los aires. Había pisado una mina.
Tras las líneas enemigas comenzaron a surgir varias decenas de figuras con sus sombreros orejudos surcando el aire.
La artillería rusa volvió a golpear.
—¡Vámonos de aquí, coño! —gritó alguien.
Las trazadoras les pasaban por encima.
—¡Mi pierna, mi pierna! —gritaba en tierra de nadie el crío de Ciudad Real.
Nadie pudo acudir a socorrerle. Corrieron cuanto pudieron y saltaron a la zanja española para desplomarse jadeantes.
Tenían tres heridos, uno de gravedad.
El pobre chaval, Herminio, el de Ciudad Real, quedó allí, en tierra de nadie, gimiendo y gritando toda la noche. Los rusos, que lo tenían a tiro, no acabaron con su vida. Eran unos maestros de la guerra psicológica y sabían que los gritos de auxilio de aquel desvalido moribundo eran más efectivos contra la moral de la tropa española que las propias balas.
—¡Matadlo, cabrones! —gritó el Zeneta al viento. De nada sirvió.
El teniente llamó a Javier a la mañana siguiente y le felicitó por la descubierta que tan brillantemente había iniciado. Le dijo que pensaba proponerle para una medalla. Nadie pensaba en el crío y en sus sufrimientos.
* * *
Al día siguiente comenzó a actuar por la zona un francotirador ruso al que los guripas apodaron enseguida Billy el Rápido. En su primer día mató a siete hombres e hirió a dos. Tenía preferencia por los oficiales. El primero en caer fue el teniente. Estaba hablando con el Zeneta, en el interior de una casa semiderruida donde solían pernoctar. Tenía una taza de café en la mano y hablaba despreocupadamente. Ni se oyó el disparo. De pronto, le apareció un punto rojo en la frente y se desplomó.
Se prohibieron los saludos militares a los superiores y los mandos ocultaban sus galones para intentar parecer soldados de a pie. Aun así, nadie estaba a salvo.
Por otra parte, Javier sacó un par de valiosísimas informaciones de la incursión que costó la vida a Herminio. Una, había españoles en el lado izquierdo de las líneas enemigas, a apenas cien metros. Dos, el campo que quedaba delante de ellos estaba minado.
No podía pasarse por allí. O lo mataba una mina, o el enemigo, o las balas de sus propios compañeros. Pensó que podía aprovechar sus turnos de escucha, abandonar el pozo de tirador y acercarse al túnel de la alcantarilla. Si en unas cuantas noches lograba serrar los barrotes podría llegar más adelante y buscar una salida donde los españoles. No era un mal plan, pero ¿y si por abandonar su puesto los rusos daban un golpe de mano y sorprendían a sus compañeros? Eran unos fascistas y muchos merecían morir, pero conocía bien a algunos de ellos, había compartido muchos sufrimientos con aquellos hombres, privaciones, calamidades… Entonces pensó en su madre, en su mujer, en su hija. Llegó a la conclusión de que era un riesgo que tenía que correr.
Julia y la niña tenían que salir de España.
* * *
Todas las noches, aprovechando la hora larga en que tenía que hacer de escucha, Javier se arrastraba al talud. Semiagachado e intentando no hacer ruido, avanzaba con cautela temiendo ser alcanzado por una ráfaga y caer muerto o, a lo peor, herido, pero siempre llegaba a su destino sano y salvo. Entraba en el pequeño túnel y con paciencia, muerto de frío, serraba en tres puntos escogidos los barrotes con una lima que distrajo a los mecánicos del regimiento. Era un trabajo lento, pero algo avanzaba y estimaba que en un par de días, tres a lo sumo, podría conseguirlo.
Era habitual que cada día se originaran dos o tres tiroteos de inútiles resultados. Así ocurrió a la mañana siguiente, cuando Jesús el Animal comenzó a disparar la ametralladora pesada hacia las líneas enemigas.
—¡Rojos, hijos de puta! ¡Komunist kaput! —gritaba.
Javier, que estaba algo adelantado en un pozo de tirador, escuchó a alguien decir:
—¡Fascistas, cabrones!
¡Habían gritado en español! Desde donde él estaba resultaba audible. Así que, por si le escuchaban desde sus propias líneas, disimuló un poco gritando:
—¡Rojos, cabrones, vais a palmar!
—¡Y una mierdaaaaa…! —respondió una voz seguida de las carcajadas de sus propios compañeros.
El tiroteo se había calmado.
—¿Qué coño se os ha perdido aquí si sois españoles? —preguntó Javier.
—¡Joder al del bigotillo! —Y otra carcajada.
Javier, viendo como el vaho de su aliento casi se solidificaba en aquella gélida mañana de invierno, gritó una vez más:
—¿De dónde sois?
—¡De Soria! —replicó una voz.
—¡De Zevilla! —sonó otra.
Entonces decidió arriesgarse:
—¡Yo conocí a un comunista que estudió conmigo! ¡Era mi amigo! ¡De Murcia!
Hubo un silencio.
—¡Sargentooooo…! ¡Aquí hay uno que dice conocer a gente de Murcia!
Otro largo silencio.
Javier miró hacia atrás, a las líneas de la Blau. Nadie le escuchaba. La dirección del viento parecía favorecerle.
—¿Qué passaaaaaa…? —berreó alguien.
—¡Alguien de Murciaaaa…!
—¡Yo, joder! ¿Eres de Murcia, fascista?
—¡No, pero tenía un amigo de allí, comunista…! ¡Goyena, Javier Goyena!
—¡Hostia, yo luché con su hermano en Guadalajara!
A Javier le dio un vuelco el corazón. Aquel sargento había luchado con su hermano Ramón.
—¡Los dos hermanos de mi amigo murieron…! —gritó.
Entonces oyó pasos y vio al sargento que venía con el relevo. Decidió callar.
—Estaba minándoles un poco la moral a los rojos… —mintió al salir del pozo de tirador.
El sargento asintió. Al parecer no había escuchado nada de lo que decían.
Javier volvió eufórico al búnker. Era evidente que su estado de ánimo había mejorado. Ya no se sentía como en los primeros días de Grafenwöhr, cuando parecía que los alemanes iban a ganar la guerra en un par de meses. Ahora, las cosas pintaban bastos para los doiches. Todo el mundo sabía ya que les habían pegado una patada en el culo en Stalingrado y que el general Paulus, rodeado, estaba viendo morir de inanición a sus hombres sin que Hitler ni su glorioso ejército pudieran ayudarle.
Aquél era ya el segundo invierno de los alemanes en Rusia; lo que tenía que haber sido una rápida campaña veraniega se había convertido en una durísima y convencional guerra de grandísimas proporciones. La Unión Soviética había demostrado una capacidad de reacción digna de encomio, teniendo que sacrificar en el contraataque a millones de ciudadanos. Pero habían frenado a los nazis.
* * *
El relevo del teniente Poyatos resultó ser un viejo conocido: Férez había sido ascendido «por méritos de guerra» tras su participación en los combates de la bolsa del Voljov.
El antiguo intendente temió las consecuencias de dicho nombramiento.
El fiero exlegionario, nada más llegar, ordenó al sargento del pelotón de Javier que preparara una descubierta para atacar el fortín lo antes posible. Gracias a que dicha operación iba a necesitar de la participación de los zapadores tuvo que ser aplazada a la noche siguiente. Javier supo que tenía que actuar con rapidez o Férez se encargaría de que lo mataran en un par de días. Sabía que en la guerra tu vida depende sobremanera de tu inmediato superior, y estaba clarísimo que Férez iba a por él. Aquella misma madrugada, Javier se deslizó fuera del pozo de tirador y se arrastró hasta el talud. Llegó al agujero y trabajó durante más de una hora. A pesar de que temía que sus camaradas volvieran a salir en su busca decidió arriesgarse y acabar el trabajo. Tras casi dos horas de duro esfuerzo al fin la reja cedió. Consiguió doblarla un poco y, haciendo mil esfuerzos, se deslizó por el hueco que había quedado. Iba preparado para el camino, así que sacó una linterna y avanzó a gatas en contacto con el frío suelo. Tardó más de veinte minutos en hallar una salida ascendente pues se arrastraba con mucha lentitud. Ascendió por una escalerilla de metal y se dio de bruces con una trampilla. ¿Qué hacía? ¿Estaría bajo las posiciones españolas o habría ido a parar bajo los rusos? ¿Y si abría la trampilla y lo ametrallaban? Decidió arriesgarse tras pegar el oído al techo y comprobar que no se escuchaba nada. Empujó con todas sus fuerzas la pesada losa y notó el aire gélido del exterior. Salió arrastrándose y comprobó que estaba en un cuarto semiderruido. Se deslizó hacia la ventana y se asomó. Estaba en la fábrica de ladrillos. Decidió echar un vistazo al cuarto de al lado. Se arrastró con sigilo y asomó la cabeza. Una silueta se perfilaba en la oscuridad, junto a la ventana. Las orejeras de su gorro de fieltro flotaban al viento y miraba por el visor de un rifle de precisión Mosin Nagant. Aquel tipo parecía petrificado, no se movía un ápice. Debía de estar buscando una pieza.
¡Era Billy el Rápido!
Iba a volverse por donde había venido para buscar otra salida cuando escuchó gritar:
—¡Arriba España!
Al girarse vio al Zeneta y a Jesús de pie, en el umbral de la puerta. Sonó un rafagazo y la silueta del francotirador se desplomó, quedando inerte.
—Pero ¿qué coño hacéis aquí? —musitó Javier.
—¡Eres la hostia, Aranda! —dijo el Animal—. ¡Lo que no se te ocurra a ti…! ¿Creías que te íbamos a dejar dar este golpe de mano a ti solo?
Dicho esto se giró y disparó a la puerta por la que habían aparecido varios ruskis. Dos figuras cayeron. Una ametralladora comenzó a batir la casa haciendo volar sobre sus cabezas fragmentos de ladrillo y Javier aprovechó para salir corriendo hacia la otra habitación. Desde allí saltó por la ventana sin pensar en las consecuencias y se arrojó junto a una tapia. Desde dentro de la casa, aquellos dos locos seguían gritando y dando vivas a España mientras disparaban y lanzaban bombas de mano. Vio a muchos rusos correr hacia allí.
Escapó en dirección contraria y se ocultó en el interior de un inmenso horno de cemento. Tenía que hacerse una composición de lugar. Las baterías españolas comenzaron a batir el terreno. Rezó para que Jesús y Zeneta actuaran por una vez con algo de cordura y se volvieran por donde habían venido, por el túnel.
Asomándose al exterior con cuidado, y gracias a la dirección de los disparos que batían el terreno, pudo orientarse. El este quedaba a su izquierda. Salió del horno y corrió hacia una tapia. Un agujero. Se deslizó por él. Estaba en territorio ruso, tenía que encontrar el regimiento de los españoles. Entonces vio la inmensa chimenea de sólidos ladrillos tumbada en el suelo, como una gran serpiente marina muerta. Se deslizó en su interior y se arrastró hacia el final de aquella inmensa mole. Comenzaba a amanecer. Cuando llegó al orificio de salida comprobó que estaba tras las líneas enemigas. Veía desde atrás a los comunistas españoles en sus posiciones. Estaba situado justo detrás de una ametralladora rodeada de sacos terreros con un servidor que oteaba el horizonte. Salió sin hacer ruido. El corazón le latía desbocado en las sienes. Se la iba a jugar.
Alzó las manos, dejó caer el arma en el suelo con cuidado y dijo con voz tranquila:
—Que nadie dispare, voy a pasarme.
Llevaba en la mano una octavilla de color rosa, de las que los rusos les lanzaban a diario a miles desde los aviones. Estaba escrita en castellano e iba dirigida a los guripas de la División Azul. Era pura propaganda que alentaba a la deserción. Al final de la octavilla decía que la misma servía como salvoconducto en el caso de pasarse.
El soldado que hacía de guardia se giró dando un salto hacia atrás.
Casi tardó una eternidad en coger su naranjero, que estaba apoyado contra los sacos, y apuntar a Javier.
—¡No te muevas o disparo! —gritó el centinela.
Javier se arrodilló para tranquilizar al asustado soldado. Hubiera podido matarlo perfectamente.
—Quiero pasarme. Hay un sargento de Murcia con vosotros. Llámalo, por favor.
El soldado dudó unos instantes. Y entonces, sin dejar de mirar al prisionero, gritó:
—¡Tengo a uno que se ha pasado…!
Aquellas palabras sonaron a música celestial a los lastimados oídos de Javier.
¡Se había pasado!