Los esquiadores del Ilmen
Era mediados de enero cuando se corrió la voz. Según se decía en las timbas nocturnas, en los bares y en los fuegos del cuerpo de guardia, la compañía de esquiadores había quedado diezmada. De los doscientos seis hombres que habían salido de Grigorovo sólo doce habían culminado la misión. Al parecer, la cifra de amputados por congelación, los heridos y los muertos era irremisiblemente alta. Poco más se sabía, así que Javier temía por Alfonso. Pasó tres días haciendo indagaciones y no consiguió averiguar nada. Era el veintiuno de enero cuando uno de los enlaces que repartía el correo jugándose el pellejo con aquellas añejas y destartaladas motocicletas le dijo que Alfonso estaba en el hospital de Grigorovo. Estaba vivo.
Cuando Javier terminó su turno se encaminó hacia el hospital en un camión de intendencia que le dejó en la puerta del mismo. El frío era atroz. Ya en la entrada comprobó que aquel establecimiento hospitalario era sensiblemente mejor que la maldita checa de Podbereje. Allí, en lugar de despiadados e insensibles camilleros, había solícitas y profesionales enfermeras que daban al hospital un aire algo más humano. Tras preguntar por su amigo, subió al primer piso y entró en el pabellón que le indicaron. No pensaba que las heridas de Alfonso fueran de consideración, así que cuando lo vio se quedó de piedra.
—Hola, Javier —dijo el crío esbozando una especie de trágica sonrisa.
¿Le había llamado Javier?
—Hola, Alfonso, ¿cómo estás?
—Mal —dijo el otro mostrándole dos vendajes que cubrían los muñones de las manos—. Me han amputado las manos y los pies. También me dieron un tiro en la espalda. Ojalá me hubieran herido al principio, ahora no estaría mutilado.
Tenía realmente mal aspecto. Amplias ojeras, rostro macilento y la punta de la nariz, entre negra y morada, calcinada, por el efecto de la congelación.
Javier le dio un abrazo y el chaval sollozó apoyado en su hombro.
Se hizo un largo silencio.
—¿Por qué lo hiciste, hijo? —preguntó el exintendente.
Alfonso hipó y, tras limpiarse los mocos con la manga del recio pijama, dijo:
—Cuando supe que te habían herido me sentí culpable. Alguien me dijo que estabas al borde de la muerte.
—¡No, no, qué va! Es cierto que estuvieron a punto de matarme en una emboscada, pero un tipo me salvó. Por cierto, no he logrado localizarlo. Me dejó en el hospital y se fue, así, sin más, sin siquiera quitarse el pasamontañas. No dijo ni palabra…
Otra vez el silencio.
—… Alfonso,…
—¿Sí?
—Has dicho que te sentiste culpable, ¿por qué?
—Tengo que hablar contigo, Javier.
—¿Javier?, recuerda que me llamo…
—No disimules conmigo, sé quién eres, Javier. Me enviaron aquí para espiarte.
—¿Cómo? —dijo Javier alzando la mirada al destartalado techo. Había goteras.
—Sí, no te conté toda la verdad sobre mí. Soy de Alcantarilla, y a mi padre lo fusilaron después de la guerra, pero…
—¿Sí?
—… cuando acabó la guerra mi padre no quiso irse. Era socialista, sí, pero insistía en que los fascistas sólo fusilarían a los que tenían las manos manchadas de sangre. Fue uno de los primeros en caer. Lo fusilaron en el patio de la cárcel el primer día. A mí me llevaron preso. Tenía apenas quince años pero mi padre me había inscrito en las Juventudes Socialistas. A mí la política me daba igual, pero en las reuniones conocí a una chica que me gustaba horrores, así que iba por eso… La cárcel fue algo horrible para mí. Estábamos hacinados, apenas si comíamos y los piojos, las ratas y las enfermedades nos consumían en vida. Todas las noches venían los fascistas y se llevaban a alguien. Ya sabes, no volvían. Entonces me reclutaron.
—¿Te reclutaron?
—Sí, el servicio de inteligencia militar.
—Claro, trabajas para De Heza.
El joven rió y Javier pensó que no era tan ingenuo como a él le había parecido.
—No, no, yo no trabajo para De Heza como tú, o como ese Aliaga que también te vigilaba.
—¡Cómo! ¿Tú lo sabías?
—Claro, me lo advirtieron en Madrid.
—¿Y trabajas para ellos? ¿Para quién?
—Para el jefe de De Heza, don Raimundo Medina, el director del SIME. No me lo contaron todo, claro está. Suele hacerse así; por si detienen a un agente y lo torturan, se intenta conseguir que no pueda contar demasiado. Me dijeron que te tenías que pasar a los rusos y valiéndote de tus viejos contactos llegar hasta Leningrado para conseguir no sé qué objeto.
Javier le contó entonces lo del brazo de santa Teresa.
—Joder —dijo Alfonso algo sorprendido—. El caso es que tenía órdenes de pegarme a ti e informar si recuperabas el brazo. Cuando fueras a entregárselo a De Heza caerían sobre él y lo detendrían demostrando al Caudillo que era un traidor. Me dijeron que te siguiera día y noche; de hecho, pensaba estar cerca de ti cuando te pasaras para que tuvieras que llevarme contigo.
—Ya —dijo Javier sorprendido—. ¿Y cómo te pones en contacto con ese tal…?
—Don Raimundo Medina. No, no le escribo directamente. Este asunto es de los gordos. Han enviado aquí a uno de sus mejores agentes: Escorpión. Debes tener cuidado, se dice que es un tipo despiadado, sanguinario en exceso.
—¿Cómo es? ¿Dónde puedo localizarle?
—No tengo ni la menor idea, yo le dejaba las cartas con mis informes en el estado mayor y recogía el sobre que él me dejaba con sus instrucciones. Creo que sirve en algún servicio de retaguardia, pero no sé dónde, ni cómo es. Además, tampoco tuve interés en saberlo ni en buscarle, es un tipo peligroso.
—Entonces, suponiendo que yo consiguiera la reliquia, si se la diera a De Heza y lo capturaran, ¿qué pasaría conmigo?, ¿y con mi mujer y mi hija?
Alfonso ladeó la cabeza y emitió un chasquido con sus labios.
—Te fusilarían por traidor, seguro.
—Estoy metido en un buen lío, ¿no?
—No lo sabes bien. Yo de ti me dirigiría a don Raimundo e intentaría negociar para entregarle en bandeja la cabeza de De Heza. Es tu única posibilidad.
—Pero si no tengo la jodida reliquia.
—Ya. Y además, aunque la tuvieras… esta gente, cuando pone sus garras sobre ti no te dejan escapar en tu puta vida. Si cumplieras esta misión te volverían a chantajear encomendándote otra más complicada. Lo sé por experiencia. Nunca te dejarán libre, nunca. Ni a ti ni a tus seres queridos. Sólo la muerte nos puede librar de ellos.
—Aun así no tengo elección, intentaré hacerme con el brazo para salvar a Julia y a la niña…
—Ten cuidado, esta gentuza es muy peligrosa. No sólo debes temer a Escorpión.
—Vaya, ¿aún hay más espías tras de mí?
—Que yo sepa aún no, pero todo puede ir a peor en este negocio. Mira, como ya sabes, en el SIME se ha desatado una guerra por el poder. De un lado Raimundo Medina, el director; de otro, De Heza, el subdirector. Ambos tienen sus partidarios y el envite que disputan es de órdago a la grande. Se juegan mucho, Javier, mucho. Don Raimundo cuenta con Escorpión, un agente bragado al parecer, al que tuvieron que retirar por ser demasiado sanguinario. Ya sabes, la guerra ha traumatizado a mucha gente y hay quien disfruta con la venganza. El que lo hayan repescado para esta misión me parece mal asunto. Te puedes hacer una idea de lo altas que están las apuestas.
—Pero ¿cómo es?
—No tengo ni idea, nadie excepto Medina lo conoce. Parece que se pasó de eficiente, vamos, un loco. Debes tener cuidado con ese tipo. Pero la historia no acaba ahí. En el SIME hay dos agentes estrella, dos. Aparte de Escorpión existe un tal Omega que es partidario del otro bando, del bando de De Heza. No me extrañaría que lo enviaran aquí, sobre todo ahora que ha muerto Aliaga y han debido imaginar que tú lo habías descubierto. De Heza necesitará a alguien sobre el terreno.
—Sí, lo recuerdo, Omega. En mi entrevista con De Heza mencionó que se me parecía, y ¿lo has visto alguna vez?
Alfonso negó con la cabeza y dijo:
—He oído algunos chismes en la casa, ya sabes, cosas de secretarias. Dicen que Omega fue durante un tiempo un agente doble, que luchó con los rojos y que llegado un momento se pasó limpiando cualquier rastro tras de él. Parece que es otro tipo sin piedad. Javier, ¿no te parece curioso que nadie, absolutamente nadie en el SIME conozca los rostros de esos dos agentes?
—Serán muy buenos.
—Sí, por ahí van los tiros. Pero no te engañes, en este oficio ser bueno no es ser muy inteligente. Aquí ser bueno significa no dejar rastro, tener una buena piel, una piel que nadie reconozca.
—Por eso yo les interesaba tanto.
—Exacto, sin quererlo te habías colocado en una situación que ya querría para sí el mejor de los espías. Pero insisto, ten cuidado con los dos, con Escorpión y con Omega, nadie que los haya conocido ha vivido para contarlo. Tarde o temprano se enfrentarán y tú estás en medio de los dos. ¡Menuda gentuza!
—Y que lo digas —apuntó Javier sintiendo que un escalofrío le recorría el espinazo—. ¿Cómo te metiste en esta mierda, Alfonso? Tú eres un buen chaval.
—Cuando estaba en la cárcel pusieron los ojos en mí. Era el más joven y eso me hacía inofensivo a los ojos de mis compañeros de celda. Una noche me metieron en un cuarto con cinco moros del tercio de regulares y… —Entonces volvió a sollozar.
—Déjalo, Alfonso, eso ya pasó. Olvídalo.
—… yo era un criajo, ¿sabes? Después me llevaron al médico, me atendieron bien y me dieron una buena comida. Me ofrecieron trabajar para ellos. Me iban cambiando de celda y yo escuchaba. Ya sabes que la cárcel da mucho de sí, hay demasiado tiempo libre y pasa muy lentamente. Los hombres hablan de todo y, entre rojos, contaban sus historias de la guerra. Delaté a un montón. Los fusilaron. Yo ni siquiera me sentía culpable. Creo que me convirtieron en un monstruo, pero al menos comía bien y no enfermaba. No te haces una idea de lo que es una cárcel fascista. —Javier sintió otro escalofrío al pensar en Julia y la niña—. El tiempo fue pasando y los demás presos comenzaron a desconfiar de mí. Todos caían menos yo, era evidente. Entonces pensé que me soltarían y me dejarían vivir una nueva vida. Ya no les era útil.
Pero no, no me soltaron. Me encomendaron una nueva misión. Esta vez en Madrid. Me colocaron de ordenanza de un general del que no se fiaban. Ni qué decir tiene que acabó en la cárcel. Entonces comencé a albergar esperanzas de que me devolvieran mi vida, pero me encomendaron esta jodida misión. Cuando te conocí comprendí que eras diferente. Tú me protegiste creyendo que era un joven puro e ingenuo. Has sido lo más parecido que he tenido en la vida a un hermano mayor y yo… yo… te traicioné. Por eso cuando pensé que te morías decidí enrolarme en esquiadores; se hablaba de una misión difícil y yo no tenía cojones para pegarme un tiro, así que me alisté buscando una muerte segura.
—No te atormentes, hijo, hiciste lo que mandaban las circunstancias. Yo no soy mejor que tú, ¿recuerdas?, también trabajo para ellos.
—Sí. Tú eres mejor que yo, aunque creo que he pagado con creces el mal que he hecho en esta vida. Mírame, sin manos, sin pies, cuatro muñones… un inválido.
—Te condecorarán, tendrás una pensión, vivirás tranquilo en la cálida Murcia. Eres un héroe, ya no te pueden tocar.
—No, es tarde, Javier. Ahora, todo está aquí, en mi cabeza: lo de Possad, el Ilmen… No debí alistarme en la compañía de esquiadores. Ha sido horrible, Javier, ¡horrible! Mucho peor que lo de Possad. Todo por el maldito orgullo del jodido Orejas.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Javier pensando que hablar de ello ayudaría a su angustiado amigo.
—Salimos doscientos seis tíos. El día ocho de enero, creo que fue. Al parecer había unos doscientos doiches cercados en Vsvad, un pueblo del sur del lago Ilmen. A Muñoz Grandes no se le ocurrió otra cosa que enviarnos a nosotros en una misión genial: atravesar el lago helado, llegar, romper el cerco y sacar de allí a los alemanes. Sobre el papel queda muy bonito, pero cometió un fallo… ¡Nosotros no somos rusos! No sabemos movernos por el hielo como si fuéramos patinadoras, no hemos nacido rodeados de nieve y hielo y, además, el lago era demasiado grande como para cruzarlo sin perderse. Menudos hijoputas los del Estado Mayor. Llevábamos el equipo en varios trineos tirados por carros y conducidos por algunos conductores de aquí, rusos. Nada más comenzar a andar comprobé que aquél era mal negocio porque hacía mucho frío y el viento era insoportable. A las dos horas de estar caminando se rompieron las brújulas. Miramos el termómetro: ¡cincuenta y tres grados bajo cero!
Seguimos caminando y una vez más apareció la imprevisión de nuestros brillantes mandos. Sobre el papel, el lago congelado parece liso, y de hecho si lo miras así, desde lejos, lo parece. Pues no. Resulta que el viento arrastra la nieve, la congela y crea barreras de hielo de hasta seis metros de altura que son imposibles de franquear. Cada vez que nos encontrábamos con una había que rodearla caminando quinientos metros o un kilómetro. Salimos en fila, sí, bien formados. A la hora de comenzar a caminar éramos una banda. Un trineo acá, otro allá, unos tíos que se pierden, otros que gritan. No se veía nada por la niebla y con la ventisca no te oías ni a ti mismo. La gente empezó a congelarse. De pronto, tíos como templos se tiraban al suelo muertos de dolor, ya sabes, como en el frente, como si te arrancaran las uñas de los pies. Los subían al trineo ambulancia y, hala, para adelante. Hubo un momento en que estaba tan lleno que dijeron a los sanitarios que lo conducían que volvieran hacia atrás. No sé si llegaron. Encima había puntos donde el hielo era quebradizo y se hundían los trineos con caballo y todo. Perdimos varios bajo el lago. Además, los guripas que iban a rescatar el trineo que se hundía se mojaban las piernas y se congelaban… Imposible.
Entonces se jodió la radio. Nos agrupamos a las doce o así para comer. No podías sentarte. Los oficiales lo prohibieron para evitar congelaciones. Tuvimos que partir el pan y el salchichón con las bayonetas pues estaban congelados. No había nada líquido que beber. Usamos las pastillas esas que nos dieron los doiches para calentar algo la comida y seguimos. Más viento, más frío, más rodeos. Recuerdo a un tío que se tiró en la nieve. No podía más, se negaba a seguir. Otros comenzaron a seguir su ejemplo, así que un sargento le pegó un tiro en la sien. Todos se levantaron, claro. Era horrible, no me notaba los pies, parecía caminar sobre dos corchos. Hasta los oficiales se quejaban maldiciendo aquella puta misión y la «brillante idea» del Orejas de los cojones. Había soldados que aprovechando un despiste se escapaban hacia el oeste con la esperanza de llegar a la orilla y salvar el pellejo. Supongo que morirían. Los conductores de los trineos, los Iván de mierda, comenzaron a escapar con sus vehículos y material incluidos. Cada trineo llevaba encima diez o doce congelados que no podían caminar. A las diez de la mañana del día siguiente comenzamos a oler a tierra y a madera. ¡Habíamos llegado! Después de veinticuatro horas de camino. Mandaron por delante a una patrulla. Encontraron a los alemanes pero no estábamos en Vsvad, no, habíamos aparecido en Ustrika. A catorce kilómetros del objetivo. Sólo quedábamos ciento cuarenta tíos en situación de combate. Los doiches se portaron muy bien con nosotros y sus médicos nos atendieron lo mejor que pudieron. Nos dejaron dormir casi un día. El capitán Aldana, que estaba al mando, se puso en contacto con Muñoz Grandes usando una radio que nos dieron los alemanes. Le transmitió al Orejas lo jodido de nuestra situación y el lamentable estado de la tropa. Un teniente, Berruezo, me dijo que albergaban la esperanza de que el general abortara la misión porque era imposible llevarla a término.
—¿Y qué hizo Muñoz Grandes?
—Ordenar que partiéramos a Vsvad al día siguiente para atacar al enemigo. ¡Ya ves, atacar! Al día siguiente formamos ciento cuatro. Durante la noche habían enfermado casi cuarenta tíos. Pulmonía, fiebres, un desastre. A esas temperaturas si no andas listo y no respiras por la nariz, las partículas de hielo te machacan los pulmones. ¡Si hasta los caballos estaban enfermos! Durante cuatro horas cubrimos casi seis kilómetros con la nieve hasta la cintura y nos llegamos a Sadneie Pole, una aldea de pescadores. No vimos ruskis en la zona. Mandaron patrullas hacia delante y esperamos allí, a cubierto. El día catorce nos dividieron en dos grupos, uno para tomar Pagost Ushin y Dubrovo y otro que iría al sudeste, hacia la carretera que une Sdimisk con Stera Russa.
A mi grupo se sumaron el día diecisiete cuarenta soldados letones y tras salir de Pagost Ushin pasamos junto a un par de poblados abandonados y llegamos a Maloye Utschno. Ahora sé que los rusos jugaban con nosotros. Teníamos que tomar seis aldeas antes de llegar a Vsvad y llevábamos cinco sin grandes dificultades. Entonces comenzaron a salir ruskis de todas partes, iban bien equipados. Esquiadores. Disparaban dando veloces pasadas junto a nosotros. Nos habían dejado avanzar para luego rodearnos y darnos caza. Nos metimos en una pequeña depresión que hacía el río Tschernez para ponernos a cubierto. Nos replegamos pues nos disparaban desde todas partes. Entonces aparecieron cinco carros de combate T34. Cinco moles inmensas que venían tras nosotros. Nos entró el pánico y comenzó la desbandada. Corríamos por nuestras vidas. Cayó la noche. Los tanques nos hostigaban por un lado y por el otro los esquiadores que pasaban a toda velocidad ametrallándonos. Casi todos íbamos heridos. Yo llevaba apoyado en el hombro a un chaval de Lugo, Nemesio. Llevaba un tiro en la barriga. Cuando llegamos a la aldea de Shiloy Tschernez los nuestros ya la habían evacuado. El teniente Berruezo y los suyos habían salido por patas. Subimos a los heridos a un trineo y salimos corriendo. Fue horrible. El chirrido de los tanques y el siseo de los esquís nos seguían. De vez en cuando nos girábamos para disparar. Los heridos caían y no podíamos parar a auxiliarles. Uno de Cádiz con un tiro en la pantorrilla gemía y gritaba para que no lo dejáramos allí. No me paré a ayudarle. Lo sentía de veras, pero los rusos eran muchos y había que salir de aquel infierno. Llegamos exhaustos a Pagost Ushin. Muchos hombres lloraban. Descansamos con un ojo puesto en las armas, pero los rusos no vinieron a por nosotros aquella noche. Al día siguiente, cuando pensábamos que íbamos a evacuar el poblado, viene el capitán y nos dice que el general ha ordenado reconquistar Maloye Utschno. ¡Reconquistar! Allí comprendí que estos militares son idiotas y que les importa un bledo la vida de sus hombres. ¡Si la noche antes nos habían echado de allí cinco tanques! Cinco moles de T34 y dos batallones de esquiadores, ¡como para volver allí con una docena de guripas ateridos de frío y mal alimentados! Ahí deseé con todas mis fuerzas «una herida de suerte», ya sabes, un tiro en la pierna o el brazo para ser evacuado de aquel infierno, incluso pensé pegármelo yo mismo, pero el miedo a que descubrieran la treta y me fusilaran me hizo desistir. Los guripas, los sargentos y hasta los oficiales soltaban lindezas acordándose del Orejas, que nos mandaba a morir por nada.
Partimos veintitrés españoles y diecinueve letones. Nos arrastrábamos penosamente con la nieve hasta la cintura. No quedaba equipo ni apenas comida, no teníamos armamento pesado como para reventar un tanque y se suponía que íbamos a contraatacar… En fin… cuando llegamos a Maloye Utschno yo iba acojonado. Pensaba que una granada me destrozaría al primer momento, pero no. No vi tanques. Los rusos no estaban. Tomamos posiciones. A la noche comenzó a escucharse el chirrido de las cadenas de los T34. Aparecieron en un claro del bosque. Tiramos las bengalas rojas para avisar al capitán, pero nadie acudió en nuestro auxilio desde Pagost Ushin. Los tanques pasaron literalmente por encima de las cabañas y lo calcinaron todo. Los esquiadores nos disparaban desde todas partes yendo y viniendo en la oscuridad y gritando: «¡Hurra!». Algunos falangistas defendieron inútilmente sus posiciones, pobres idiotas. Yo, en cambio, tiré el arma y me arrastré hasta el bosque. Gané una hondonada y corrí delante de un tanque. No me vieron en la oscuridad. Contemplé desde unos arbustos cómo daban caza a los heridos con sus enormes bayonetas siberianas. No me atrevía a moverme de mi escondrijo. Ni siquiera sentía el frío. Creo que debí de perder el conocimiento. No sé cómo no he muerto congelado. A la mañana siguiente aparecieron los trece o catorce españoles que habíamos dejado en Pagost Ushin. Venían acompañados por una columna de doiches y un panzer. Recorrieron lo que quedaba de aldea, los restos de nuestros compañeros estaban irreconocibles. Se habían ensañado con ellos como alimañas. Entonces salí de mi escondite y me atendieron los médicos. Tenía un tiro en el omóplato y no notaba los pies ni las manos. Dijeron que la guarnición de Vsvad había obtenido permiso para abandonar al fin la aldea a los ruskis y replegarse. Los nuestros iban a su encuentro. A mí me subieron a un trineo y me evacuaron a un hospital alemán. Luego me trajeron aquí. Dicen que Hitler va a condecorar a Muñoz Grandes por esto. ¡Qué ironía!
—Vaya mierda. Pero eso es la guerra, Alfonso. Unos mueren y otros se ponen las medallas. Jodidos políticos, jodidos militares… Nos usan como si fuéramos escoria.
—Sí.
—¿Sabes?, en el fondo siento pena por esta gente.
—¿Por quién?
—Por todos estos falangistas. Muchos de ellos tenían cargos importantes, o al menos un futuro prometedor en el Partido Único. Muchos renunciaron a ello para venirse a la guerra, para luchar contra el comunismo, mientras otros chupatintas se quedaban con los despachos, los coches oficiales y el poder. Y ahora, unos meses después, se sienten utilizados. Les han hecho caminar desde Alemania a aquí, cuando podían haberlos transportado en tren en cuatro días, los han metido de cabeza en un infierno de guerra a más de cuarenta bajo cero con uniformes y equipos inadecuados. Han visto morir a su camaradas como perros, abandonando sus cuerpos insepultos y en medio de la nieve para defender unas aldeas que no importan a nadie —bueno, a Muñoz Grandes y su carrera, sí—, y ahora, por si esto fuera poco, han enviado a doscientos hombres a una especie de suicidio anunciado. A una muerte segura e inútil. Éste es el pago de Franco a Hitler y ellos son la moneda de cambio. ¿No te das cuenta de que los han utilizado? Han venido aquí por un ideal, equivocado, sin duda, pero un ideal, y están muriendo lejos de casa, jóvenes y ateridos por el frío mientras sus jefes juegan a la gran política. Pobres ilusos. Te digo que me dan pena. Aquí están purgando todo el mal que nos hicieron en la guerra.
—Quizá sea así —contestó Alfonso pensativo.
—¿Cuándo vuelves a casa? —dijo Javier cambiando de tema.
—No puedo volver a casa, denuncié a todos los amigos de mi padre.
—Ahora serás un héroe de guerra.
—Sí, del régimen fascista que sostiene a Franco.
—No pienses en eso, vuelve a casa, busca una chica guapa y cásate. Vive la vida.
—No lo veo tan claro, Javier.
Entonces entró una oronda enfermera con aspecto de matrona y dando palmadas gritó que la hora de las visitas se había terminado.
—La odio —susurró Alfonso.
Javier le echó un vistazo antes de salir. Sintió pena por él. Era un crío. Justo cuando subía al camión creyó escuchar una sorda explosión. No le llamó la atención pues era lo habitual en el frente. Dos días después supo que Alfonso sacó una granada de su mochila y sujetándola con los muñones de las manos, le arrancó el percutor con los dientes. Se llevó por delante a la enfermera y dos de los enfermos quedaron heridos por el impacto de la metralla.
Javier pensó que debía haberlo intuido. Ahora, en su mente abotargada por el vodka resonaban las frases que el pobre mutilado había pronunciado y que dejaban bien a las claras su intención de abandonar este mundo. «Sólo la muerte nos puede librar de ellos», había dicho como en una premonición. Javier no había sabido evitarlo. Se maldijo por ello. Lo sentía por Alfonso, por él mismo, por Aurora, Bernabé Aliaga, Julia y tantos y tantos… Tantas vidas truncadas para siempre por la guerra y la muerte que ésta traía consigo. Comenzaba a dudar de muchas cosas que antes consideró intangibles, dogmas ideológicos irrefutables. Todo se hundía a su alrededor. Como una réplica en humano de Midas que convertía en mierda todo cuanto tocaba.
Quedó dormido sobre su catre totalmente borracho por el efecto de la botella de vodka que se había ventilado.