Paz
Ocho días después de haber vuelto de Possad, Javier fue llamado al PC del capitán Abril. El puesto de mando del primer grupo ligero del 250 de artillería estaba junto a un bosque, en una zona alomada desde donde se divisaba la inmensidad del helado Voljov que los rusos utilizaban cada vez más frecuentemente para cruzar las líneas y dar golpes de mano.
—Pase, pase, Aranda —dijo el oficial, que tomaba un café mirando unos mapas. Llevaba los guantes puestos y se había dejado una espesa barba—. ¿Cómo se encuentra?
—Dentro de lo que cabe, bien.
—Me alegro, me alegro. ¿Quiere fumar?
—No, gracias, señor.
—Bien. Le he mandado llamar porque he tenido conocimiento del incidente que vivió usted en Possad con el sargento Férez. Creo que le golpeó. Al parecer usted se empleó con violencia con él…
—Se lo merecía.
—Es un superior suyo.
—Actuó mal y desobedeció sus órdenes, señor.
—Ya, ya, me consta que fue así. No digo que el sargento actuara bien. Es un hombre ávido de gloria y no me parece mal, pero si quiere medallas que se la juegue él. Los buenos artilleros no se crían como las setas. Me ha costado mucho trabajo conseguir que se les adiestrara correctamente y, ahora que tengo una unidad operativa, no me interesa perder a mis hombres luchando en las trincheras como si fueran de la infantería… En fin, quiero decirle con esto que he hablado con Férez y todo va a quedar como está. Yo no voy a castigar al sargento por su comportamiento y él no le denunciará a usted, ahora…
—¿Sí?
El oficial ojeó unos papeles y dijo:
—… he leído su expediente y sé que es usted un héroe de guerra. Capitán. Condecorado. No debió alistarse como guripa, usted ya ha cumplido de sobra con la patria. No quiero que le peguen un tiro en esta absurda cabeza de puente. Le envío a servicios auxiliares, a correos, preséntese en Nowgorod, en el kremlin, y pregunte por el sargento Díaz, él le dirá. No creo que sea bueno para mi unidad el que usted y Férez sigan viéndose las caras; ahora está en Schevelewo pero algún día tendrá que volver y…
—Gracias, señor —dijo Javier, aliviado.
—No hay de qué, soldado, y cuídese —repuso el capitán cuadrándose y saludando a Javier militarmente.
Éste, cuando ya se hallaba en el umbral de la puerta, se giró y dijo:
—Capitán…
—¿Sí? —contestó el otro alzando la vista del mapa que había vuelto a estudiar.
—… una última cosa… Alfonso, mi compañero, es un crío y… ¿sería mucho pedirle que lo alejara del frente enviándole conmigo? Estuvo en Possad y…
El capitán Abril sonrió y dijo:
—Aranda… pide usted demasiado.
—No quiero verle muerto o mutilado, señor. Su madre es viuda, ya ha cumplido con la patria.
—Es usted un buen hombre, Aranda. Supongo que sí. Además espero una compañía de nuevos reclutas. Llamaré personalmente al sargento Díaz.
—Gracias, señor —contestó exultante Javier antes de salir corriendo por la espesa nieve loma abajo.
* * *
Nowgorod era la población más grande en la zona que ocupaba la División Azul. Una ciudad situada justo en la orilla norte del lago Ilmen. Tenía dos barrios: uno situado en la orilla occidental del río y otro en una isla que formaban los ríos Voljov y Voljovev y que tenía forma de barco, como un gran trasatlántico encallado en aquellas hermosas tierras. Un gigantesco barco anclado entre la espesura verde de aquellos frondosos bosques. Era una bella ciudad situada ciento noventa y cuatro kilómetros al sur de Leningrado y que vigilaba la carretera y el ferrocarril que unían la ciudad del Neva con Moscú. En aquel momento Nowgorod no era más que una pequeña ciudad de provincias con un pasado glorioso, pero a Javier se le figuró el paraíso comparada con Possad. Alfonso parecía eufórico por haberse alejado del frente ya que aquélla era una zona relativamente tranquila aunque los rusos estuvieran al otro lado del río. El kremlin de Nowgorod causó una formidable impresión en Javier. Allí, en medio de la nada, de los mares de bosques, los pantanos y los lagos, había una hermosa ciudad con un recinto amurallado de corte muy sofisticado, de torres bulbosas que brillaban al sol de invierno y salpicado de iglesias y catedrales ortodoxas que maravillaban por su belleza y lujo oriental. Entraron por la puerta occidental pasando bajo el arco de entrada para encontrarse con el inmenso monumento a la Rusia milenaria que recogía en su altorrelieve a ciento nueve personajes de la historia rusa. Estaba algo dañado por la metralla y rodeado por sacos terreros. A Javier no le agradó en exceso pues estaba rematado por una enorme bola coronada con un ángel que no resultaba demasiado hermoso. Pero el kremlin de Nowgorod era magnífico. En aquel recinto había varias iglesias de torres bulbosas y doradas: la hermosa catedral de Santa Sofía, la iglesia de la Entrada en Jerusalén, la de San Andrés y la de la Intersección de María. La muralla, de cuatro o cinco metros de altura conservaba nueve hermosas torres en su perímetro y la sede de Correos se encontraba en la Casa del Metropolita, antigua sede del gobernador, cerca de la Torre del Reloj, y el hermoso edificio de las Campanas.
Allí, maravillados ante tanta belleza, se presentaron a Díaz, un tipo rechoncho, simpático y con una sola ceja que les dio alojamiento y de inmediato les explicó cuáles eran sus obligaciones.
* * *
El único peligro que había era que un proyectil o una bomba despistada cayeran en el cuarto en que habían de calificar y redirigir el correo, y dado que éste estaba situado en el sótano y que los rusos no solían bombardear el kremlin, podía decirse que vivían más seguros que si estuvieran en España. La comida no era mala y mucho menos escasa que en el frente, y gracias a los favores que hacían a soldados y oficiales con respecto a su correo, disponían de fondos adicionales y de algún que otro privilegio de carácter extraordinario. Además, tenían información precisa de dónde se hallaba tal o cual unidad y eso favorecía los planes de Javier para pasarse. Los gruesos muros de la Casa del Gobernador les aislaban relativamente del gélido invierno y recordaban con pena y nostalgia a sus compañeros en Podbereje, haciendo guardias bajo la fría noche o dormitando apiñados en el búnker que ahora les parecía un lugar frío e inhóspito.
La primera tarea que Javier cumplió en su nuevo destino fue enviar la carta de Bernabé Aliaga a su madre. Fue entonces cuando recordó que tenía la cartera del compañero fallecido y decidió echarle un vistazo por si contenía alguna fotografía de valor sentimental para la familia del caído. Apenas si halló unos billetes, la cartilla militar de Aliaga y ¡un carnet de la UGT!
Era auténtico, la fotografía era de Bernabé y estaba expedido a nombre de Gerardo Molina Carretero, natural de Ávila.
Javier quedó boquiabierto y sin saber qué pensar. Bernabé Aliaga no era tal, sino un tipo de la UGT infiltrado en la Blau. Siguió registrando la pequeña cartera de piel y se dio de bruces con la tarjeta:
Antonio de Heza y López, subdirector jefe del SIME,
Paseo de la Castellana, 44, 1.º D, Madrid.
En aquel momento lo vio todo con claridad.
De Heza le había dicho que durante la misión estaría vigilado en todo momento. Bernabé Aliaga, o mejor, Gerardo, era un miembro de la UGT al que habría extorsionado igual que a él para que le espiara. El muy canalla. Sintió pena por Bernabé o como fuera que se llamara, pues era una pieza más en manos de De Heza. Había muerto lejos de casa, en la fría nieve y sin poder despedirse de sus seres queridos. Lamentó haber enviado ya la carta. Le hubiera gustado saber más, seguro que no iba dirigida a su madre, es probable que tuviera hijos, mujer, quién sabe… Sólo era un simple peón… como él. Todo era mentira.
Se conjuró a salir vivo de aquello, a hacerse con el brazo de santa Teresa y a pegarle algún día un tiro a De Heza. Los tipos como él que mandan a los demás a morir en su propio beneficio le ponían enfermo.
Pensó en sí mismo. Necesitaba reponerse de todo aquello, necesitaba hacer descansar su mente de Possad, la muerte de Aliaga y la visión de tanto horror. ¿Cuántos hombres había matado ya?
Al menos allí, en Correos, podía descansar y meditar. Descansar. Su estancia allí le deparaba una doble sensación: de un lado se hallaba tranquilo y reconfortado, seguro, lejos del frente, la muerte y la mutilación. Por otra parte, cada día que pasaba en la seguridad de aquel refugio se alejaba más de la niña, de Julia, de la misión… La misión.
Tenía que acercarse al frente, pero ahora no.
Necesitaba aliviar su alma. Todos los días pensaba en tomar alguna determinación, en pedir el traslado a esquiadores, a francotiradores, a alguna unidad cercana al frente, pero siempre se decía: «mañana». Y así pasaba los días.
* * *
El día 8 de diciembre supieron que la División Azul había abandonado sus posiciones en la orilla occidental del Voljov. La tristemente famosa cabeza de puente ya era historia. Javier y Alfonso se alegraron de que el Orejas —como llamaban los soldados al general Muñoz Grandes— hubiera dado su brazo a torcer y hubiera decidido abandonar Possad, Otenskii, Schevelewo, Russa… De no ser así, el número de bajas hubiera alcanzado niveles preocupantes y el general lo sabía. ¿Qué sentido había tenido aquello? ¿Atravesar el Voljov lejos de cualquier objetivo militar de importancia? Lejos de Leningrado, de Moscú, en medio del mar de bosques verdes, pantanos y aldeas de cabañas de troncos. ¿Para qué había ordenado aquel general que tantos hombres jóvenes cruzaran el río hallando una muerte segura? ¿De qué había servido aquella carnicería? A Muñoz Grandes sí le había servido para algo; se decía que los nazis le iban a condecorar y que había sido felicitado por el mismísimo Hitler.
El orgullo. El maldito y viejo orgullo de los militares. Al parecer la retirada de la cabeza de puente del Voljov había sido amarga y humillante. Javier observaba que la mayoría de los falangistas callaban más por disciplina que por otra cosa, pero cuando las lenguas se aflojaban tras tomar unos vodkas en el barrio de los comerciantes de Nowgorod hasta el más pintado lamentaba aquella maldita operación y clamaba justicia para sus amigos caídos en tan absurda e inútil refriega.
Javier pasaba los días entre el trabajo, las largas charlas con Alfonso, la lectura y los tranquilos paseos por Nowgorod, que a pesar de hallarse medio en ruinas seguía siendo una ciudad bella y repleta de historia.
Por su parte, Alfonso parecía más recuperado de lo vivido en el infierno de Possad y disfrutaba de veras emborrachándose, jugando al póquer o devorando los libros que le recomendaba Javier… Aquello era otra vida, sin duda.
El día uno de enero, Javier se cruzó con uno de los guripas que hacían de enlace para el servicio de correos.
—Hola, Paco —le dijo sin pararse en el pasillo—. Feliz año. ¿A dónde vas hoy?
—Feliz año, Aranda. A Podbereje.
—Hombre, allí están mis camaradas del grupo ligero…
—¿Quieres que les diga algo de tu parte?
Javier se calló por un instante y dijo de sopetón:
—¿Y si les doy una sorpresa y les llevo yo el correo? Sería una buena forma de comenzar el año.
—Por mí de muerte, hace un frío de perros —contestó el otro.
—Pues venga, espera, que voy a por el capote y mientras prepara tu moto. Pero me debes una, ¿eh?
* * *
A los pocos minutos Javier se deslizaba por la nevada carretera intentando no salirse del camino debido al hielo del suelo, que hacía de aquel vehículo una montura indomable e inestable. Iba arrebujado bajo su capote, con una gorra de piel de becerro con orejeras y vestía dos guerreras, camisa y ropa interior de lana. Cuando llegó a Podbereje, sus compañeros lo recibieron con alegría, excepto Férez, claro. El Argentino y Lucientes ya se habían reincorporado recuperados de sus heridas y al parecer Jesús el Animal se había pasado al mermado dos-seis-nueve, donde combatía con su alma gemela, Zeneta, el murciano al que todos llamaban así por ser de dicha localidad. Aquellos dos energúmenos habían sido propuestos para la concesión de la Cruz de Hierro de segundo grado y, según se decía, sus descubiertas y golpes de mano se estaban haciendo famosos en toda la Blau.
Bebieron vodka y comieron unos dulces que había conseguido el capitán a través de un contacto suyo de intendencia. Eran las tres y media cuando Javier decidió salir. No quería que se le hiciera de noche por aquellos caminos perdidos de la mano de Dios. Cuando la moto tomó velocidad y se alejó de Podbereje, Javier se sintió feliz de estar lejos de aquella rutina, del frío, el olor a sudor y los piojos.
Estaba a punto de llegar a su destino, cuando tras el último cruce sintió que una fuerza repentina, inesperada y descomunal le lanzaba hacia atrás varios metros mientras la motocicleta seguía su camino para ir a chocar con un inmenso pino.
Quedó algo conmocionado. ¿Qué había ocurrido?
Al instante sintió una quemazón en el cuello y una desagradable sensación de humedad. La sangre salía a borbotones de una herida que, al parecer, se había hecho en el lado izquierdo del cuello. Luchó por taponarla con ambas manoplas sin saber muy bien lo que había ocurrido. Entonces vio el cable tendido entre dos árboles y a los dos rusos que surgieron de la espesura. Llevaban blusones blancos de camuflaje y se movían sobre esquís con suma agilidad. Luchó por levantarse pero no podía hacerlo, se encontraba débil. Antes de que pudiera reaccionar sintió en el hombro el dolor lacerante de la bayoneta siberiana de uno de sus agresores. El otro alzó su fusil para clavarle la suya en el estómago. Era el final.
Una ráfaga surcó el gélido ambiente del Voljov y tres manchas rojas aparecieron de súbito en la barriga del ruso, que tras mirarse las heridas se desplomó. Una figura que vestía un confortable mono de camuflaje blanco salió de detrás de un inmenso abeto a la vez que apuntaba al otro ruso, que levantó las manos diciendo:
—¡Niet Komunist!
El recién llegado le disparó a la cabeza y el agresor de Javier se desplomó como un peso muerto. El desconocido vestía cómodas botas de fieltro y llevaba el rostro cubierto por unas modernas gafas de esquiar. Se acercó a Javier y le tocó la herida. Ya no sangraba. Los cuarenta grados bajo cero de temperatura habían congelado la sangre taponando la lesión. Javier sintió que el otro le arrastraba subiéndole a un trineo. Se desmayó.
* * *
A veces despertaba en una suerte de maldita resaca producida por la fiebre, pero no acertaba a recuperar la consciencia. No sabía dónde estaba aunque oía a los hombres quejarse y sentía mucho frío por las noches.
Estaba delirando. Sentía que aquellas horribles pesadillas no acabarían nunca. Una y otra vez volvía al Ebro, a Possad.
Se le aparecía aquel miliciano sin piernas al que ayudó a morir en la sierra de Pàndols. Y le hablaba. Javier no acertaba a entender lo que el otro le decía.
Cuando despertó, la luz del sol entraba por la ventana iluminando la amplia estancia. ¿Estaba en los Baños de Benasque otra vez? Aquello parecía un hospital. Recordó. Había caído en una emboscada de los partisanos rusos.
Había soñado con Aurora, sí, que ella le curaba la herida y besaba su frente, que ardía de fiebre. Juraría haber oído su melodiosa voz. La dulce Aurora. La había olido. Sí. De manera tan real, tan tangible…
Ojalá estuviera allí con él. Sintió una punzada de remordimiento al recordar a su mujer y a su hija. Tenía que salvarlas. ¿Por qué no lograba quitarse de la cabeza a aquella bella enfermera? Era una fascista.
¿Quién le había salvado de la emboscada de los dos rusos?
¿Quién era el misterioso soldado del uniforme blanco que había aparecido tan providencialmente? Aquel asunto le superaba. Aliaga había resultado ser un agente que le vigilaba, y ahora, un misterioso desconocido había evitado que le ocurriera algo irremediable dando al traste con su misión. Una especie de ángel de la guarda.
¿Cuánta gente habría detrás de ese absurdo brazo? Pensó en lo ridículo de la situación aunque era obvio que hombres tan poderosos como Franco y el mismísimo Hitler sentían devoción por la reliquia. El primero, por una religiosidad mal entendida, primitiva; el segundo, por un absurdo y supersticioso culto a lo esotérico. ¿En manos de quién estaba el mundo?
—Vaya, estás despierto. Bienvenido a la checa.
Javier miró a la derecha y comprobó que en la cama de al lado le sonreía un joven con la mano derecha vendada.
—Me la amputaron. Una granada —dijo—. Me llamo Carlos. Has estado delirando durante casi una semana. La infección.
Javier se llevó la mano al vendaje del cuello. Sintió una punzada en el hombro.
—Casi te degüellan con un maldito cable. Ya sabes. Lo colocan entre dos árboles y el motorista cae, entonces salen de la espesura y te ametrallan.
—Un hombre me salvó.
—¿Un guripa?
—No sé, no lo recuerdo bien. Está todo borroso en mi mente.
—Has tenido suerte.
—Sí, será eso —repuso Javier pensativo—. Por cierto, me llamo Aranda. Blas Aranda.
* * *
Aquella misma noche Javier supo por qué llamaban la checa al hospitalillo de Podbereje. En cuanto las estufas se apagaron, el frío se adueñó de la estancia en la que los heridos gemían y se quejaban. Muchos se hacían sus necesidades encima en los catres de paja porque estaban demasiado graves como para levantarse. Hedía.
Los enfermeros no se molestaron en aparecer en toda la noche y nadie puso leña en las estufas y braseros. Javier deseó para sí que le dieran pronto el alta y salir de aquel infierno. El médico le había dicho que la herida del cuello era superficial y que la del hombro, aunque profunda, había cicatrizado bien, por lo que una vez superada la infección, no había motivo para prolongar su estancia allí ocupando una cama que otros heridos más graves podían necesitar. Le extrañó que Alfonso no hubiera acudido a visitarle aunque bien podía haber ocurrido que el joven de Alcantarilla lo hubiera hecho estando él aún inconsciente. A los dos días de haber vuelto en sí le dieron el alta. Era doce de enero. Se alegró de salir de aquel lugar macabro y desagradable. ¿Quién sería el misterioso desconocido que le había salvado la vida?
Cuando llegó al kremlin se dirigió al trabajo y vio que Alfonso no se hallaba allí, así que decidió ir al dormitorio. Tampoco lo encontró.
Después de preguntar aquí y allá descubrió por qué su joven protegido no le había visitado en el hospital. Según le dijo un brigada, al día siguiente de caer herido Javier, Alfonso se había alistado en la compañía de esquiadores.
El ocho de enero, dicha compañía había partido en una misión casi suicida. Debían auxiliar a una guarnición alemana que había quedado situada en la zona sur del lago Ilmen. Los días pasaron y la preocupación del antiguo intendente fue en aumento, ya que apenas si había noticias sobre la operación encomendada a la recién creada compañía de esquiadores porque todos los detalles eran llevados con el máximo secreto. Un capitán de estado mayor al que Javier había hecho llegar sano y salvo un salchichón que le enviaba su madre desde Burgos le filtró que aquella misión era una apuesta personal del general Muñoz Grandes y que éste seguía personalmente la situación de las operaciones. Un empeño personal del general, como lo de la cabeza de puente al otro lado del Voljov. Entonces Javier se dio cuenta de lo importante que había sido Alfonso para él. Al encargarse personalmente del destino del chico apenas si había tenido tiempo para pensar en sus problemas, y los tenía de veras. ¿Cómo diablos iba a llegar vivo a Leningrado y a encontrar la reliquia?
Cada día que pasaba aumentaba su preocupación por su joven compañero. El ahora solitario rojo maldijo para sí. ¿Por qué había hecho Alfonso una locura así? Temió por su vida.