El infierno en la tierra
Detrás de las figuras de sus compañeros, Javier atisbó a Férez en lo alto de la trinchera, con las manos en jarras y las piernas abiertas.
—¿Dónde estabas, Aranda?
—Me salieron dos ruskis al paso armados con machetes y me lancé al bosque, de pocas me degüellan —mintió.
Férez ladeó la cabeza como mostrando que no le creía.
—¿Qué es eso? —preguntó el fiero sargento señalando el brazo del recién llegado—. ¿Te han herido?
—Sí, un tiro que me rozó.
—¿Ves aquella cabaña del fondo? Es un hospitalillo. Ve y que te curen eso, igual tienen que suturarte. Con este frío las heridas se gangrenan con facilidad. Cuando te hayan curado te vas allí, a aquella trinchera de abajo.
Cuando Javier ya comenzaba a andar el sargento añadió:
—Por cierto, Aranda, es la segunda vez que te veo merodear entre líneas, ándate con cuidado.
Y dicho esto, señaló sus amenazadores ojos, que asomaban bajo el pasamontañas, con el índice y el corazón para luego apuntar con el dedo enhiesto a Javier como diciendo: «Te estaré vigilando». Era obvio que aquel tipo estaba allí para seguir sus pasos.
El excombatiente republicano se encaminó a la isba que le habían dicho comprobando que el panorama era desolador. Aquí y allá ardían varias cabañas que estaban ya reducidas a simples ruinas, se oía de vez en cuando ladrar una ametralladora y cuando menos se esperaba caía un morterazo o un obús del 14,5. Los hombres parecían espectros, sucios, barbudos y abrigados hasta las cejas para defenderse de aquel horrible frío que no parecía afectar tanto a los prisioneros, que se afanaban cavando trincheras en el helado suelo o acarreando heridos de aquí para allá.
Eso fue lo que más impresionó a Javier, el elevado número de hombres heridos en aquel infierno que esperaban apoyados en las paredes del hospitalillo para ser evacuados. A pesar de que todos llevaban aparatosos vendajes, costras de sangre y parecían exhaustos, ni se quejaban. Cuando entró en el hospitalillo, un cabo sanitario le hizo sentarse en una silla en el sótano para aguardar su turno, dado que su herida era leve. Allí aguardaban tumbados en camillas, en balas de heno, tirados por el suelo, los heridos más graves. Vio caras de muerto, rostros céreos, ojos vidriosos y gélidos. Los cirujanos no paraban de suturar, retirar costurones de carne, cauterizar… Salió a tomar un poco el aire.
En la parte de atrás de la cabaña había un huerto. Bueno, lo que había sido un huerto. Había más de cien cruces. Junto a la valla, se acumulaban los cuerpos de los caídos en las últimas horas. No había habido tiempo para darles sepultura pues el enemigo no paraba de atacar oleada tras oleada.
Aquella cincuentena de cuerpos, amontonados unos encima de otros, se asemejaban a una macabra pira humana, una montaña de cuerpos verdeazulados, congelados en un rictus horrible y tenso que habría de durar para siempre. Al menos así no hedían. Pensó en sus madres, en sus hermanas. ¿Acaso sospecharían cómo habían terminado sus hombres?
Volvió a entrar en el hospitalillo. Se sentó junto al fuego y miró un bello icono colgado en la pared de madera. Un nuevo bombardeo hizo temblar el suelo. Se oían los alaridos de los rusos cargando. Alguna que otra explosión hacía caer el polvo y algunos fragmentos de yeso del techo de la isba.
—¡Otro! —gritaban los cirujanos en el sótano. Se durmió a pesar del estruendo.
* * *
Un cabo le despertó para suturarle el brazo. Le limpió la herida y le dio una decena de puntos vendándole de inmediato la zona dañada. Cuando se disponía a salir de la cabaña un tremendo estruendo hizo que el suelo temblara obligándole a agarrarse al marco de la puerta para no caer al suelo. Aquello le recordó los fuegos artificiales de la feria de septiembre, en Murcia. El brillo de cientos de explosiones, chispas y luces inundó el cielo de Possad, que se vio iluminado por un sinfín de trazadoras y cascotes de metralla.
—¡Han acertado al polvorín! —gritó alguien.
Un grupo de camilleros salió de la cabaña empujando a Javier y corriendo en dirección al lugar del brutal impacto.
Salió de la cabaña medio mareado y se dirigió a la posición que le había indicado Férez.
Possad estaba bien fortificada. Las trincheras alrededor del pueblo cubrían un radio de casi cinco kilómetros, con una primera línea de fortificaciones excavada en la tierra, una segunda más arriba de pozos de tirador con ametralladoras MP 38 y una tercera situada en el pueblo de murallones de troncos de madera, de rollizos que habían de aguantar los últimos envites del enemigo.
Cuando llegó donde sus compañeros saltó al interior de la trinchera. Estaban a unos cincuenta metros del negro bosque. Delante tenían una pequeña porción de terreno salpicada de cadáveres rusos, manchas de sangre, cráteres negruzcos y alambradas. Los guripas habían extendido sus lonas creando un abrigo en la trinchera. Un recipiente lleno de alcohol llameaba iluminando las caras de aquellos congelados soldados.
—¿Cuándo nos vamos? —preguntó Javier por todo saludo.
—No nos vamos, Aranda.
—¿Cómo? ¿Y Férez?
—Ha ido al PC del comandante, a que le den instrucciones.
—Pero… ¿y no nos vamos aún?
Una risa desde el fondo de la trinchera hizo que Javier reparara en que tenían nuevos compañeros.
—Ja, ja, ja… Y este baranda, ¿de dónde ha salido?
—Éste es Agustín —dijo Lucientes a modo de presentación—. Y éstos son Calavera, Eustaquio, Salus y Joaquín, son del 2.º de la dos-seis-nueve.
—Hola, yo soy Aranda —dijo Javier.
—Bienvenido al infierno —respondió Agustín.
—Nos han agregado a su unidad —repuso Alfonso—. No podemos irnos. Estamos cercados.
—¿Cómo? —contestó asombrado Javier.
Agustín, que parecía el más veterano, tomó la palabra:
—Aranda, lo único que nos comunica con el resto de la división es el camino que lleva a Otenskii. Esta mañana los soviéticos lo han cortado. Estamos aislados y sólo somos ciento noventa y ocho. Cuando llegamos éramos dos batallones. Nos han reforzado con gente de la compañía de enlaces, de oficinistas, de intendencia y de músicos. Han caído como moscas. De mi pelotón sólo quedamos nosotros cuatro. Los rusos están centrando su ataque aquí y no podemos comunicarnos con Otenskii porque cortan el cable del teléfono todas las jodidas noches. Entonces, cuando eso ocurre, toca salir de patrulla en medio de la ventisca para buscar el punto en que han cortado los cables y repararlos. A veces, los muy hijoputas se llevan varios kilómetros de cable, por lo que hay que volver a colocarlo, pero claro, dejan el ribazo lleno de minas de antenas que al menor descuido te dejan sin piernas. Además esperan a que la patrulla que va a sustituir el cable aparezca y entonces les dan matarile en emboscadas a traición. Esta tarde han volado un convoy con comida y ambulancias. Estamos muertos de hambre y los heridos ya no pueden ser evacuados.
—¿Y no vendrán refuerzos desde Otenskii?
—Allí están siendo atacados con la misma intensidad. Si acaso de Schevelewo, pero dos batallones rusos han cortado el camino hasta aquí.
—De ésta no salimos —dijo Lucientes quitándose el hielo que se le acumulaba bajo la nariz.
—Mira, chaval —dijo Agustín, el de la dos-seis-nueve—, yo salí de Madrid con doce camaradas de centuria. Sólo quedamos cuatro, bueno, cuatro y medio, porque a mi amigo Jacinto el de Vallecas un morterazo le segó las piernas. Lo evacuaron ayer. Es un tío con suerte, estará en el hospital de Grigorovo con un par de enfermeras calentonas…
—¿Te queda algo de tu rancho de urgencia? —preguntó Aliaga a Javier.
—Sí, lo tengo intacto. ¿Y a vosotros?
—Nos lo hemos comido todo y aquí el animal de Jesús se lo cambió a una panienka por un par de polvos.
El rústico turolense que miraba al infinito desde lo ancho de la trinchera dijo con pesar:
—Y ahora lo lamento, camaradas.
—Creo que no voy a volver a ver a mi novia, muchachos —dijo el Argentino—. Pensaba casarme a la vuelta, pero… Mi padre pensaba darme trabajo en su carpintería. Heredaría el negocio y…
—No hables así, da mala suerte —dijo Javier.
—Pues yo sí pienso volver —dijo Jesús el Animal—. Y no pienso dejar que esos mierdas de comunistas me maten.
—Bien dicho —dijo Férez, que hizo su aparición tras ellos sin previo aviso—. A ver, muchachos, la cosa está muy jodida. Nos tienen cercados y nos han volado el polvorín, hay que economizar munición. Tirad sólo cuando estéis seguros de dar en el blanco. La carretera está en manos de los rusos, no cabe esperar refuerzos, las órdenes son claras: resistir hasta la muerte. Al que dé un paso atrás le meto un tiro.
Javier recordó el frente del Ebro y al comisario Isidoro. No lamentó haberle volado la cabeza.
Un rugido rompió la noche. Eran los Martin Bomber.
—¡Al suelo! —gritó Agustín.
Una serie de explosiones hizo temblar la trinchera. Una bomba estalló cerca, muy cerca, y la metralla voló sobre sus cabezas. Entonces la artillería rusa comenzó a machacar Possad. Aquello parecía la sierra de Pàndols. ¿Cómo iba a sobrevivir a eso?, pensó Javier. Era imposible salir de allí con vida, los habían abandonado a su propia suerte. Maldijo a Muñoz Grandes y a su orgullo de general que condenaba a tantos hombres a una muerte inútil, estéril, vana.
Tenía que salir con vida de aquel infierno, pasar al otro lado, recuperar la reliquia y salvar a su mujer, a su madre y a su hija. Si no fuera por ello saldría a campo abierto y se dejaría matar; aquello era insoportable.
Cuando cesó el bombardeo se escucharon los gemidos y gritos de los hombres heridos. Vio a un sargento caminar sujetando sus propias tripas. Otra vez los gritos:
—¡Hurra, hurra, hurra!
—Ahí vienen, atentos…
Levantaron sus cabezas y vieron una nueva oleada de rusos.
—¡Fuego! —gritó alguien.
Empezaron a disparar.
—¡La ametralladora se ha congelado! —gritó el Argentino—. ¡No funciona, no funciona!
—Aliaga, sube a por otra máquina, ¡corre! —gritó Férez al de Alicante.
El bueno de Bernabé salió corriendo para buscar una ametralladora con la que poder hacer fuego. Entonces dio un extraño salto y cayó al suelo. Javier corrió en su ayuda.
Tenía sangre en la boca. Al girarlo comprobó que la salida de la bala le había hecho un boquete en el estómago. Lo cogió a pulso y se dirigió al hospitalillo. El herido estaba ido, se moría. Las balas zumbaban por encima, a los lados. Los morterazos explotaban aquí y allá. Una isba reventó al paso de Javier lanzando una lluvia de cristales, cascotes y metralla. ¿Qué hacía transportando a aquel hombre que iba a morir? A fin de cuentas era un fascista, pensó.
Sí, era un enemigo, pero tenía cara, y una historia. Tenía una madre, viuda. Y ahora se iba a quedar sin hijo. Sola en este mundo. Bernabé hubiera sido un buen abogado si la guerra no se hubiera cruzado en su camino, si su padre no hubiera sido fusilado por los correligionarios de Javier.
Llegó al hospitalillo y lo bajó al sótano. Lo dejó en el suelo con suavidad.
Un enfermero miró a Aliaga e hizo un gesto inequívoco con la mirada.
—Tráeme al páter —dijo el herido—. Y dame agua.
—No puedo darte agua, Bernabé —dijo Javier tomándole la mano. Tenía la frente fría y el rostro lívido. Hacía esfuerzos por hablar.
—… la carta,… la cart… —dijo antes de comenzar a vomitar coágulos con trozos de carne sanguinolenta.
Entonces quedó inmóvil.
Javier metió la mano en la guerrera, en el bolsillo, y cogió su cartera y la carta que aquel pobre hombre llevaba preparada para su madre.
¿Por qué lloraba? Era un fascista.
¿Se había vuelto loco el mundo en que vivía?
Salió de la cabaña entre sollozos tras indicar a los sanitarios que Bernabé había muerto. Lo sacaron como a un saco de patatas y lo tiraron encima de los demás cadáveres, en el huerto. Como si fuera un perro. Sintió pena. Aquélla era una de las cosas que más odiaba de la guerra, ver a los muertos, ver a los hombres que mueren lejos de casa, solos, tirados en el suelo, sin haber podido despedirse de sus seres queridos.
* * *
—¡Aquí, aquí! —gritó alguien desde una cabaña de la derecha. Cuatro ruskis habían llegado casi hasta la puerta. Javier disparó su naranjero sin inmutarse y frenó la carrera de los cuatro rusos que cayeron al suelo. Siguió caminando como hipnotizado hasta la trinchera. ¿Cómo iba a decírselo a los demás? No podía dejar de llorar.
* * *
Llegó al PC y pidió una ametralladora alegando que la de su posición estaba congelada. Salió de allí con el arma al hombro. Llegó a la posición y mientras montaba el arma dijo lacónicamente:
—Aliaga ha muerto.
Un centenar de figuras pardas salió del lindero del bosque. A lo lejos.
Sin dar más explicaciones y sin dejar de llorar, abrió fuego. Vio caer multitud de figuras a lo lejos, una, otra, otra y otra más. El arma sonaba, ladraba, vomitaba fuego y la culata le golpeteaba el hombro con fuerza mientras Lucientes sujetaba la serpentina de balas y la reemplazaba cuando se terminaba la munición.
Las bengalas lanzadas por los defensores iluminaban la atmósfera dándole un rojizo tinte infernal. Siguió disparando durante minutos, quizá horas.
Dejaron de salir rusos del bosque y Javier seguía disparando como loco. Ya no había balas en la máquina ni enemigos delante pero seguía disparando maquinalmente, se oía un clic metálico tras otro. Como un loco.
—Aranda —dijo el Argentino tomándole por el hombro—. Aranda, vamos hombre, déjalo, vamos, descansa un poco.
Lograron sentarlo y darle un poco de café caliente con leche y coñac que alguien sacó de no se sabe dónde. Reparó entonces en que llevaba muchas horas sin comer. Y sin dormir. No se notaba los pies. Entonces dejó de llorar.
Tras apenas una hora de descanso en la que algunos consiguieron dormir completamente tapados por las lonas impermeables, el enemigo volvió a cañonear Possad inmisericordemente.
Entonces conocieron algo horrible: los órganos de Stalin.
De pronto, miles de aullidos surcaron la fría noche, era como si miles de brujas gritaran volando al viento, gimiendo como locas. Al instante cientos de explosiones poblaron la zona. Todo el mundo se tiró a tierra. El ruido era ensordecedor y los hombres lloraban escondidos como ratas. El pánico más absoluto les invadió.
—¿Qué es eso? —gritó Javier sin apenas oír su propia voz.
—¡Son lanzamisiles Katiusha! —dijo alguien.
Aquélla era un arma temible. Los rusos colocaban multitud de lanzamisiles juntos que eran transportados a lomos de camiones, y realizaban bombardeos de saturación que, a pesar de ser poco certeros, causaban un inevitable pánico en la infantería enemiga. Fueron llamados «órganos de Stalin» y pronto sembraron el espanto entre las filas nazis. De hecho, la primera vez que fueron utilizados en completo secreto, hasta la propia infantería rusa huyó despavorida.
Los misiles dejaron de aullar después de un buen rato. La nieve aparecía plena de cráteres negros y humeantes. Había cuerpos reventados aquí y allá y un silencio espectral se adueñó de Possad.
Las oleadas de rusos volvieron a la carga una y otra vez. ¿De dónde salía tanto hombre? Surgían del bosque sin cesar, parecía que la espesura criara soldados como si fueran hongos. Los cañones de las ametralladoras brillaban en un color rojo incandescente y la aldea estaba reducida a escombros. Javier no supo nunca precisar cuántas horas habían pasado, aunque comenzaba a clarear cuando, ya sin munición, vieron que el enemigo se acercaba. Salieron de la trinchera y recularon pasando entre las ametralladoras y llegando al pueblo. Férez disparó al aire pero no logró frenarles. Llegó incluso a apuntar con su pistola de reglamento a Alfonso, que no se paró, mientras Javier, señalándole con el dedo, dijo:
—Ni se te ocurra, Férez.
Las trazadoras pasaban entre ellos y Lucientes se dolió del muslo. El Argentino, por su parte, iba herido en la cabeza por un cascote de metralla y Javier tenía un corte en el labio que se había hecho no sabía cómo.
—¡Montad las bayonetas, cagondiós! —dijo un teniente pistola en mano. Los rusos estaban encima. Entonces el loco de Jesús el Animal, acompañado de aquel desequilibrado llamado Zeneta, se abrió paso lanzando bombazos a diestro y siniestro. Ambos llevaban dos ristras de bombas de mano de palo. Varios hombres les siguieron disparando sus últimas balas y, sorprendentemente, los rusos retrocedieron.
Aquellos dos locos llegaron hasta la orilla del bosque y reventaron una ametralladora de los rusos. Volvieron conversando entre ellos, como si vinieran de excursión, mientras los demás los contemplaban exhaustos y tirados por el suelo aquí y allá.
Brillaba un sol precioso.
Esperaron largo rato a que la avalancha definitiva de rusos surgiera del bosque. Todos se hallaban en tensión, esperando la muerte.
Nada de eso ocurrió.
Había sido la noche más larga que había vivido nunca Javier. Se metieron en la trinchera y, tras cortar el poco pan que les quedaba y que estaba congelado, abrieron la ración de hierro de Javier. Algo quedaba de la de Alfonso. Debía reservarse para ocasiones desesperadas como aquélla. Se dejaron caer en el suelo de la trinchera tras asegurar el torniquete de la pierna de Lucientes y vendar con trapos la cabeza del Argentino. Durmieron por turnos.
A las doce escucharon gritos y vítores. Dos batallones habían llegado a Possad en su auxilio. ¡Era un milagro! Estaban salvados.
Al rato se oyó un único grito en las trincheras:
—¡Nos vamos, nos vamos! —decían los supervivientes de los dos primeros batallones del 269.
Férez fue al PC a recibir órdenes.
Acompañaron a Lucientes y al Argentino al hospitalillo para ver si los evacuaban pues la Blau había recuperado el control de la carretera que les comunicaba con Otenskii.
Cuando Férez volvió dijo muy animado:
—Dicen que nos quedamos. No pertenecemos al 269 y llevamos poco tiempo aquí.
—¡Pero si somos de artillería! —musitó Alfonso desesperado.
Se miraron unos a otros con impotencia.
Entonces Javier, sin decir nada a nadie, salió muy decidido de su trinchera y se dirigió al PC del comandante Gimeno, que estaba al mando. Lo encontró saliendo con su plana mayor.
—Con su permiso, mi comandante.
—Diga —contestó el oficial sin parar de andar.
Javier poniéndose a su lado le dijo:
—Verá usted, señor, somos del primer grupo del 250, vinimos con el sargento Férez a traer unas piezas y…
—Ah, sí, Férez. Ya le dije que su capitán, Abril, les había reclamado y ordenaba que se incorporaran a su unidad en cuanto se reestableciera la comunicación con Otenskii. ¡Ese búnker, reparadlo, leñe!… —dijo señalando a unos zapadores recién llegados—… ¿Por dónde iba?…
—O sea, que nuestro capitán nos reclamaba.
—Sí, sí… allí arriba una ametralladora de cobertura —dijo mirando a un teniente que tomaba nota de todo—… Sí, le dije a Férez que volvieran con los del 269, pero él me contestó que sus hombres insistían en quedarse y dar la vida por España.
—¿Eso le dijo?
El comandante miró al andrajoso soldado y le dijo:
—Comprendo… Dígale a su sargento que vuelven a su unidad en…
—Podbereje.
—… eso, y buena suerte. Han cumplido ustedes de sobra. El sitio de un artillero está junto a sus cañones, para eso han sido entrenados. El capitán Abril les necesita.
—¡Gracias, señor! —dijo Javier sin poder reprimir su alegría.
De vuelta a su posición fue directo a por Férez y le soltó un puñetazo que derribó al exlegionario y le rompió dos dientes.
Los hombres se interpusieron sujetando a los dos contendientes:
—¡Esto te va a costar un consejo de guerra! —dijo el chusquero, luchando por zafarse de los guripas que le retenían.
—No —contestó muy sobrio Javier—. El consejo de guerra te lo van a hacer a ti por desobedecer las órdenes de un oficial superior utilizando la palabra de tus hombres para ello, hijo de la gran puta. ¿Acaso no sabéis que el capitán Abril nos reclama en Podbereje y este cabrón ha dicho que nosotros nos queríamos quedar aquí a morir como ratas?
Férez se quedó en silencio. Le habían descubierto,
—Nos vamos con los del 269, ahora —dijo Javier. Todos respiraron aliviados y se encaminaron a recoger sus equipos volviendo la espalda a aquel maldito sargento.
La retirada de los supervivientes ya relevados fue penosa. Raro era el que no estaba herido y tenían un largo camino por delante. Todos los soldados caminaban arrastrando los pies, derrotados, con el rostro lleno de dolor por lo que habían visto y sufrido en Possad. Muchos de sus compañeros yacían en esa desgraciada y aislada aldea para siempre, enterrados bajo cruces de abedul. Los más estaban insepultos.
Llegaron a Otenskii al anochecer. Pasaron junto al monasterio sin detenerse, pues a pesar del cansancio querían salir cuanto antes de allí y aquel lugar no era mucho más tranquilo que Possad. Los rusos atacaban todas las poblaciones de la cabeza de puente.
Caminaron penosamente por la carretera durante horas. Lucientes fue subido a un trineo que, tirado por dos caballos y repleto de heridos, avanzaba penosamente por el irregular camino de salida del infierno. El Argentino aún podía caminar. A veces se atascaba un camión y cerraba el paso, otras había disparos desde el bosque y habían de ponerse a cubierto… Hallaron una ambulancia que les había precedido que había volado por los aires al pasar sobre una mina colocada por los partisanos. Los heridos habían sido acuchillados brutalmente con los enormes machetes siberianos de los rusos.
Llegaron a Schevelewo a las cuatro de la mañana. Allí había un hospitalillo en el que se practicaban curas de urgencia y se redireccionaba a los heridos, bien a Podbereje o a Grigorovo, así que, tras dejar al Argentino a cargo de los médicos, buscaron cobijo en una cabaña donde durmieron unas horas.
Cuando salieron se hallaban más repuestos y les dieron algo de comer: café, un poco de arroz con tocino y galletas. Allí se encontraron con sus compañeros de unidad, los de la pieza que quedara encallada en el hielo. Al parecer el mando había desechado la idea de transportarlo a Possad, ni siquiera a Otenskii.
Lo habían dejado operar en Schevelewo. El capitán Abril había ordenado que Férez quedara allí al mando de la pieza y los hombres.
Continuaron el camino suspirando de alivio. Perder de vista a aquel maldito sargento era lo mejor que les podía haber ocurrido.
Llegaron a Podbereje a las doce de la noche, ateridos de frío y con la moral por el suelo. Sus compañeros los recibieron como a héroes. ¡Habían salido vivos de Possad!
Eran veteranos de guerra, tíos curtidos. Les invitaron a vodka, vino y salchichas que alguien había distraído de intendencia. También cocieron unas patatas que habían conseguido comerciando con los lugareños. Estaban rendidos, así que, tras contar su experiencia con desgana, el capitán ordenó que se les dejara descansar cuanto quisieran. Cuando Javier se tumbó en su cálido rincón en el búnker escuchó sollozar a Alfonso quedamente. Habían vivido un infierno y nunca lo olvidarían.