Camino al infierno
Grigorovo, 29 de octubre de 1941
De Escorpión a comandante en jefe del SIME
Estimado don Raimundo:
Al fin puedo enviarle noticias sobre la misión de nuestro hombre, Rojo.
No me he puesto en contacto con usted con anterioridad porque los cuerpos auxiliares hemos seguido otra ruta distinta a la de estos pobres soldados que han sido obligados por los alemanes a caminar durante más de mil kilómetros. Sé que esto no tiene que ver con el informe, pero se lo hago saber para que lo haga usted llegar a donde considere oportuno. Lo que se ha hecho con la División Azul no tiene nombre. Nuestro hombre, Amarillo, ha permanecido pegado a Rojo (Javier Goyena) durante todo el trayecto. Parece que el traidor de De Heza ha elegido bien a su agente. Según me informa Amarillo, Rojo es un hombre templado y sereno que ha sabido cumplir a la perfección con su cometido para no llamar la atención, parece que tiene experiencia en combate o, al menos, aprende pronto.
Antes de partir de Grafenwöhr, Rojo se vio en un apuro en una cervecería, porque al parecer le presentaron a un divisionario que era de Tenerife y a punto estuvo de ser descubierto, pero él reaccionó con rapidez y contó a sus camaradas el asunto de la amnesia y de su compromiso matrimonial en los Baños. Fingió haber escapado huyendo de eso. Se lo tragaron. Según me dice Amarillo, ha sido muy bien aceptado por sus compañeros y no desentona.
Ahora lamento haber evitado que lo enrolaran en francotiradores porque según me consta Rojo ha tanteado la posibilidad de pasarse pero está lejos de las líneas enemigas, al otro lado del río. (Le adjunto un mapa para que pueda usted hacerse una idea).
Un sargento, Férez, sospecha de él pues lo vio abandonar su pozo de tirador y acercarse al río. Pido instrucciones respecto a qué hacer con dicho individuo, que podría obstaculizar la misión.
Además, en los últimos días, la Blau (así es como nos llaman los alemanes) ha ganado una cabeza de puente al otro lado del río que comenzó con la toma de un poblado abandonado que llamamos Capitán Navarro en honor a uno de nuestros primeros oficiales muertos y que ha continuado con la ocupación de Smeisko, Stino y Dubrovka. Por tanto, es imposible que nuestro hombre se pase en estos momentos. La compañía de Rojo no cesa de hacer fuego con sus piezas del 10,5 sobre la otra orilla apoyando el avance de nuestros heroicos soldados que ahora se hallan atascados frente a unos enormes cuarteles que hay al sur de Dubrovka. Espero instrucciones.
¡Arriba España!
¡Viva Franco!
ESCORPIÓN
* * *
La actividad en la unidad de Javier era frenética. Las llamadas del comandante Campos, situado a la otra orilla del río, eran continuas. Estaban siendo atacados desde unos inmensos y modernos cuarteles situados al sur de Dubrovka y continuamente contactaba con el capitán Abril para informarle del resultado de los disparos que efectuaba su batería desde Podbereje y corregir el tiro. Javier y sus compañeros habían terminado por aprender el oficio a base de tanta y tanta repetición, pero a decir de los que estaban en primera línea, los cuarteles eran unas inmensas moles de hormigón y no era tan fácil machacarlos así como así.
El número de hombres que combatían en la otra orilla superaba ya los cinco mil, y la demanda de apoyo era constante, por lo que los artilleros apenas si tenían tiempo para descansar. La temperatura había descendido ya a más de quince grados bajo cero y se hacía difícil trabajar en esas condiciones. Los hombres llevaban los pies cubiertos de tiras de papel y de paños, y sobre ellos, varios calcetines y encima, las botas. Los prisioneros rusos cubrían sus manos con tiras sacadas de mantas así que, como los esquimales, los divisionarios hicieron otro tanto. Javier llevaba unos guantes y encima unas manoplas porque había visto a un compañero de la segunda perder toda la piel de la palma de la mano derecha al tocar un proyectil sin guantes. A esa temperatura el metal se helaba y su solo contacto te dejaba pegado al mismo. Las armas se encasquillaban, la mayoría de las ametralladoras pesadas se atascaban por la baja temperatura y había que estar continuamente engrasándolas y limpiándolas con un líquido anticongelante de fabricación alemana que, a veces, funcionaba.
Javier sabía que desde allí no podría pasarse, así que decidió esperar unos días para ver si la cabeza de puente se consolidaba y eran transferidos al otro lado del río.
Había visto pasar varias piezas de artillería antitanques, así que era de esperar que en breve se hiciera otro tanto con las baterías del 10,5. Si no era así, y no le ubicaban en la otra orilla del río, tendría que solicitar el paso a la unidad de francotiradores o a la sección de asalto o al 250 de Reserva, batallón al que todos llamaban Tía Bernarda porque igual valía para un roto que para un descosido y siempre se hallaba —junto con la sección de asalto— en los peores y más calientes lugares de combate.
A pesar de todo esto, la vida se iba haciendo rutinaria en la posición, y quitando el frío que se pasaba haciendo de escucha o el pitido que todos tenían en los oídos por el disparo continuo de las piezas, la situación era soportable en Podbereje.
Tres veces a la semana venían los de intendencia y montaban una suerte de cantina móvil junto al hospitalillo de dicha localidad. Todos se reían de los artilleros, a los que se distinguía por hablar a gritos entre ellos. Los Beethoven, les apodaban por su sempiterna sordera. Allí podían comprar algo de tabaco y caramelos, así como coñac y anís que ayudara a soportar aquel horrible frío.
Todos maldecían la nieve, el hielo y el viento, porque no era posible que hubiera un lugar en el planeta más frío que aquél. No sabían que sí, que lo había. Y no tuvieron que caminar mucho para conocerlo.
* * *
La temperatura bajaba de manera extrema noche tras noche haciendo que los turnos de guardia se hicieran insoportables. Los uniformes de paño del Ejército alemán no servían para guarecerse de aquellas malditas ventiscas cargadas de minúsculas partículas de hielo que abrasaban los ojos y la escasa porción de rostro que asomaba bajo el pasamontañas. A aquellas temperaturas —que rondaban los treinta bajo cero—, el capote y las mantas adoptaban una textura dura y quebradiza, como si fueran de cartón piedra, por lo que había que tener cuidado de que no se resquebrajaran al menor tirón o doblez. La situación rozaba lo insoportable a pesar de que en Podbereje estaban algo lejos del frente. Los días apenas si duraban seis horas —a las cuatro de la tarde ya era de noche— y los hombres se habían acostumbrado a dormitar en los búnkeres durante la mañana y desplegar su máxima actividad a lo largo de las largas y gélidas noches. A pesar de que todos los compañeros de Javier parecían falangistas convencidos, algunos comenzaban a manifestar en privado señales de cansancio ante la dureza extrema de aquellas tierras y la escasa dotación que los doiches les habían proporcionado para combatir en aquellas condiciones glaciales.
Una noche, el Argentino entró en la tienda dando alaridos y sujetándose el trasero con ambas manos. Todos corrieron a auxiliarle pensando que había sido alcanzado por un disparo de algún partisano o un francotirador, pero se encontraron con que el herido se acurrucó en un rincón sin querer dejar que le revisaran la herida. Como el hospitalillo estaba cerca pudieron avisar a un médico que estaba tomando unos vodkas en la cantina aprovechando sus escasos ratos de ocio.
El médico, un comandante, se hizo respetar en un santiamén por el herido, que, en efecto, tenía toda la parte trasera del pantalón manchada de sangre.
Al parecer, el galeno tuvo que suturar la herida del Argentino, que, enseguida se supo, no había sido víctima del enemigo.
—Deben ustedes hacer sus necesidades aquí mismo, en el búnker —dijo el médico, un tipo alto, de tez bronceada y espeso bigote.
—¿Cómo? —preguntaron todos al unísono.
—Sí, ya saben, su compañero estaba defecando y…
—¿Defe… qué…? —preguntó Jesús el Animal.
—Cagand… —dijo Aliaga mirando al de Teruel como con un reproche.
El médico, que parecía cansado de tanta ignorancia, alzó la vista en un gesto de desesperación y añadió:
—Miren, soldados, ahí fuera hay ahora mismo treinta y cinco grados bajo cero de temperatura. Su amigo estaba cagando, sí, y a esa temperatura, cuando las heces entran en contacto con el ambiente se congelan de inmediato y se convierten en puro hielo, y el hielo corta. Su camarada se ha rajado el culo y le he tenido que dar tres puntos. Hagan sus necesidades aquí dentro o en lugar a cubierto, ¿entendido?
Todos asintieron con la boca abierta.
Aquello, que en principio les pareció algo absurdo o surrealista, no era sino una de las tantas incomodidades y penurias que los soldados habían de pasar debido a las temperaturas polares que se vivían en el frente del Voljov. En efecto, a esas temperaturas todo se congelaba de inmediato: el aceite de los cerrojos de las armas, el coñac, el vodka, las lágrimas… las heces no eran una excepción y raro era el soldado que no sufría dolorosas fisuras en el ano por los cortes producidos por sus propias deposiciones. Tuvieron que habilitar un espacio para ello en el búnker. Detrás de una cortina se situó un orinal y evitaron así tan doloroso problema. El ya de por sí cargado ambiente de aquella casamata se hacía insoportable por el hedor, pero aquello era preferible a tener que sufrir lo que el Argentino y otros tantos habían pasado.
Los piojos campaban a sus anchas dentro de los uniformes de los soldados. Era muy difícil asearse en esas condiciones, por no decir imposible, por lo que raro era el divisionario que no sufría el ataque de aquellos despiadados y minúsculos bichitos verdes que torturaban a sus huéspedes con un continuo e insoportable picor.
Entonces hizo su aparición en escena la aviación rusa. Todas las noches les visitaba un avión al que los divisionarios terminaron llamando La Parrala por el ruido traqueteante de su motor, que se asemejaba a una desvencijada motocicleta. Cada anochecer, el siniestro sonido de aquel maldito avión inundaba el cielo del Voljov lanzando un par de bengalas para identificar los blancos. A continuación, lanzaba un par de bombazos y con las mismas se perdía en la oscuridad de la que había surgido.
Era raro el día en que no morían cinco o seis soldados y oficiales por las excursiones nocturnas del aeroplano. La artillería rusa también hostigaba los caminos e instalaciones de la Blau, no en vano tenía mayor alcance que la de los divisionarios y era operada por artilleros de indudable puntería, que conocían de veras su oficio. La inseguridad entre las filas de la División Azul había aumentado por la congelación del río. Era habitual que las patrullas enemigas cruzaran el curso del Voljov con facilidad al caer la noche para dar golpes de mano, colocar minas o secuestrar centinelas para interrogarles y obtener información.
Las caravanas de heridos que llegaban a Podbereje eran cada vez más numerosas. Venían del otro lado del río, de la cabeza de puente que había logrado establecer la división y que se había visto ampliada por la cesión por parte de los alemanes de dos nuevas posiciones al sur de Schevelewo que se adentraban peligrosamente en terreno boscoso controlado por los rusos: Otenskii y Possad. Algo más allá de Possad, se encontraba Poselok, un pequeño caserío que constituía el último bastión de la Blau.
La mayoría de los heridos leves quedaban en el hospitalillo de Podbereje, mientras que los más graves eran conducidos al hospital de la división en Grigorovo, algo más al sur.
Todos contemplaban horrorizados los trineos repletos de heridos que gemían y deliraban de fiebre. Según contaban los sanitarios, el otro lado del Voljov era lo más parecido al infierno que habían visto nunca.
Fue entonces cuando les ordenaron partir. Dos piezas del 10,5 con sus respectivos servidores debían ser trasladadas a la otra orilla del río. Era una prueba para ver si era posible transportar todo el grupo ligero del primer batallón del 250.
El capitán Abril ordenó al Argentino y a Lucientes que trajeran a los animales del pueblo mientras el resto de los hombres comenzó la ardua tarea de mover los cañones, que tras varias semanas de permanencia en aquella posición habían quedado encajados profundamente en el hielo. Cuando los picos golpeaban en el gélido suelo saltaban chispas, pero la mezcla de hielo, tierra y piedras era invulnerable a casi cuarenta grados bajo cero, porque, para terminar de complicar las cosas, la temperatura seguía bajando.
Según supieron los guripas, aquél era el invierno más frío de los últimos cincuenta años en Rusia. Aquello no podía ser peor.
Tras más de doce horas intentando movilizar las piezas, el capitán consiguió que los ingenieros reventaran la placa que anclaba los cañones con un martillo neumático que a punto estuvo de partirse. Entonces comprobaron que sólo quedaban seis caballos vivos, así que una de las dos piezas tuvo que ser transportada por prisioneros y los propios soldados.
El viaje fue penoso de veras. Los caballos, que parecían nerviosos al pasar el inestable puente de madera que habían construido los pontoneros sobre el Voljov, fueron cayendo uno a uno en medio de la ventisca. Sólo uno llegó vivo a Schevelewo, en la otra orilla del río. La otra pieza, la que arrastraban los hombres, patinaba sobre el hielo y no llegó a cruzar el Voljov. Después de deslizarse a la cuneta varias veces, hiriendo en una ocasión de gravedad a uno de los prisioneros en la cabeza, el cañón del 10,5 acabó hundido en el fondo del río, bajo el hielo. Así que allí estaban, tras cuatro horas de camino, en la otra orilla del río, quince hombres, diez prisioneros, un cañón y un caballo, a las afueras de Schevelewo. En aquella pequeña aldea estaba el puesto de mando del coronel Esparza, que comandaba la ofensiva en la cabeza de puente del Voljov. El trasiego de hombres era impresionante. Equipos que iban y venían, camiones, columnas de soldados, heridos y prisioneros cruzaban aquel pintoresco pueblecito de cabañas de rollizos de madera cuyos pobladores habían desaparecido al llegar las tropas invasoras. Eran las tres de la mañana y hacía frío. Los hombres permanecían en la cuneta aguardando que el capitán Abril volviera del PC del coronel con instrucciones. ¿Qué iban a hacer con el cañón? Sólo tenían un caballo y transportarlo hacia el sur, hacia Otenskii, parecía imposible.
Al rato volvió el capitán.
Ocho hombres comandados por Férez acompañarían a una columna de ambulancias que iba al sur a Otenskii. Harían de escolta en un camión que abriría la comitiva. Al parecer, el camión que les había escoltado hasta Schevelewo había volado por los aires al pisar una mina anticarro colocada por los partisanos. El resto de los hombres intentarían llevar la pieza del 10,5 ayudados por un pelotón de prisioneros ruskis que el coronel Esparza había puesto a su disposición.
Lucientes, el Argentino, Alfonso de Alcantarilla, Bernabé Aliaga, Jesús el Animal, Javier y dos soldados más de Aranjuez que siempre iban juntos subieron al camión arengados por Férez, el siempre cruel exlegionario que parecía feliz de entrar en acción.
¿Por qué no les había ordenado volver a Podbereje? El coronel Esparza debía de andar escaso de efectivos.
El conductor del camión les hizo saber que se estaba desencadenando una ofensiva soviética sobre la cabeza de puente y que el general Muñoz Grandes había movilizado incluso a oficinistas, enlaces ciclistas y personal encargado de la intendencia para reforzar las posiciones que estaban siendo literalmente machacadas por los rusos.
A lo lejos se observaban los incendios y las explosiones del frente. Parecía el fin del mundo. El camión de Javier encabezaba una comitiva de cuatro ambulancias protegida en la parte trasera por una motocicleta con sidecar y cuatro hombres en un vehículo alemán todoterreno.
El conductor les asustó de veras. La carretera que dejaba Schevelewo y se dirigía a Otenskii era una auténtica ratonera. El camino parecía una estrecha cinta blanca que se adentraba en la oscuridad, jalonado de negras masas de bosque a ambos lados y salpicado aquí y allá de cráteres de explosiones, cadáveres y vehículos inutilizados y carbonizados. Los árboles, los inmensos pinos y abetos, llegaban hasta la misma orilla de la carretera permitiendo a las partidas de rusos colocar minas, ametrallar vehículos o lanzar bombas de mano de doble carga y desaparecer sin riesgo en la oscuridad del bosque. El mismo camión que les transportaba daba grima: las puertas descolgadas por las explosiones, el chasis abollado, el cristal perforado por los agujeros de las balas y la lona que había de cubrir el techo rasgada por la metralla.
Javier leyó el miedo y la aprensión en los rostros de sus compañeros iluminados por la bella luna del Voljov. Pasaron mucho miedo pues eran blanco fácil a tan baja velocidad y en tan accidentado camino. Las ambulancias que les seguían no estaban en mejor estado que el desvencijado camión que les transportaba al infierno, por lo que un negro presentimiento les invadió helándoles el corazón.
Un poco antes de llegar a Otenskii encontraron un camión humeante en la cuneta. En la ventana del conductor aparecía semicolgado el cuerpo carbonizado de un guripa en antinatural postura. Bajaron y comprobaron que era un camión de suministro que había sido atacado por las partidas de partisanos. No debía de haber pasado mucho tiempo desde el ataque así que, al comprobar que no quedaba nadie con vida, subieron al camión y siguieron su siniestro camino.
Llegaron a Otenskii a las seis de la mañana. Había ráfagas de disparos aisladas y algún que otro morterazo que sonaba aquí y allá. Junto a un pequeño conjunto de cabañas de madera se adivinaba la oscura mole del monasterio ortodoxo con cuatro cúpulas bulbosas en las esquinas y una más en el centro de la construcción.
Un sargento cubierto hasta las cejas con el pasamontañas, capote y blusón de camuflaje les indicó que debían seguir hasta Possad y de allí llegar a Poselok a recoger a más de cincuenta heridos.
El convoy continuó su lento y desesperante caminar. Cuando pasaron junto a Possad el fragor de las explosiones se hizo insoportable. Parecía una población muy fortificada y sin detenerse vieron a los divisionarios disparar empleándose a fondo. Al parecer los rusos cargaban con fuerza gritando: «¡Hurra, hurra, hurra!».
Se les heló la sangre.
Llegaron a Poselok después del mediodía. Estaban agotados por la falta de sueño y los abotargados miembros apenas si les dejaban moverse. Javier pateó el terreno temiendo que se le hubieran congelado los pies. Era de día pero no había mucha diferencia con la noche. El cielo estaba cubierto de un color gris plomizo, oscuro y siniestro, y comprobó que varias de las cabañas o isbas ardían por los impactos de la artillería enemiga. Los heridos se acumulaban a centenares apoyados, tirados, hacinados en las paredes de las isbas que hacían de hospitalillos. A la derecha, en un huerto había más de cien cadáveres con apariencia de estatuas de hielo.
—Les estaba esperando —dijo un tipo bajo que resultó ser el capitán Galián, el oficial al mando.
El silbido de un obús surcó el aire y todos se arrojaron al suelo. Una isba estalló tras ellos. El aire tomó un cierto color blanquecino, como si un polvo blanco lo invadiera todo. Un sargento sin brazos y sangrando profusamente salió gritando de lo que quedó de cabaña, desplomándose inmóvil al instante. Había muerto.
—¡Han volado el depósito de intendencia! —gritó alguien mientras una multitud de camilleros se dirigía a la derruida cabaña.
—¡A ver, los nuevos, seguidme! —gritó el capitán.
A Javier le hubiera gustado decir: «No, si nosotros nos vamos ya, tenemos que escoltar a los heridos», pero Férez siguió mansamente al oficial y todos hicieron otro tanto mirándose alarmados.
El capitán señaló unas posiciones en las que apenas dos soldados disparaban una ametralladora pesada como locos a más de cincuenta figuras que, a lo lejos, salían del bosque. Uno de los dos soldados cayó de bruces.
—¡Ahí! —dijo antes de irse el oficial al mando.
—Tú, tú y tú a ese pozo, vosotros coged la ametralladora y vosotros tres cubrid la izquierda —ordenó el sargento al momento.
Así se vio Javier disparando como un loco junto a Alfonso y sus camaradas a un mar de rusos de pardos uniformes que, gritando como posesos, se dirigían hacia ellos.
—¡Hurra, hurra, hurra! —gritaban por tres veces aquellos desgraciados.
—¡Fuego, fuego! —gritaba Férez mientras Lucientes y el Argentino hacían ladrar la ametralladora. Cinco soldados salidos de no sé dónde entraron en la trinchera y se sumaron a la defensa.
—¿Quiénes cojones sois vosotros, enchufados? —dijo uno con acento murciano.
—De artillería —acertó a decir Aliaga.
—Vaya, vaya… —contestó el otro con retintín.
—¡Zenetaaaaaa…! —gritaron desde otra trinchera.
—¡Véngaseee para acaaaaaaaaá…!
—¡Voy teniente! —dijo el recién llegado.
—¡Hasta otra, gracias por venir… y no palméis!
El desconocido con dos cartucheras repletas que le surcaban el pecho salió de la trinchera y fue en busca del teniente dando saltos para no ser alcanzado.
De pronto, una serie de explosiones hizo que todos se lanzaran al suelo. Eran cañones rusos del 14,5. Tres Martin Bomber aparecieron en el oscuro cielo lanzando un auténtico aluvión de bombas. Los hombres desaparecieron bajo tierra.
Uno de los de Aranjuez, Bernardo, salió de la trinchera para escapar de allí. Javier vio cómo le saltaban los sesos y caía inmóvil en la profunda zanja. Un teniente apareció al borde de la trinchera con la pistola humeante y dijo:
—¡Arriba España! ¡No retrocedáis ni un metro, cagondiós…!
Alfonso miró aterrorizado el cuerpo sin vida del camarada. Ya no tenía cara.
Antes de que el crío empezara a vomitar, Javier le dijo:
—No te separes de mí ni un milímetro, ¿me oyes?
Alfonso asintió. Su cara tenía un color ciertamente verdoso.
Se oyeron unos pasos en la nieve. Se levantaron y vieron a tres rusos con sus naranjeros en ristre.
—¡Al suelo! —gritó Javier sacando una bomba de mano de palo alemana que lanzó al instante.
Una explosión.
Se incorporaron haciendo fuego. Dos rusos permanecían quietos y un tercero corría hacia sus líneas manchando la nieve de rojo intenso con la sangre que manaba del muñón que tenía por mano. Detrás, a apenas cien metros, apareció otra oleada de rusos gritando «¡hurra!».
Hicieron fuego y rodaron multitud de siluetas. Los morteros de la posición, unos metros más atrás, lanzaron su característico zumbido. Multitud de surtidores de nieve aparecieron entre los asaltantes y cayeron más de veinte hombres. Los rusos volvieron al bosque.
—¡Nos van a copar, hostia, nos van a copar…! —gritaba Lucientes.
—¡Silencio! —gritó el sargento—. Ahí vienen.
Los gritos, los alaridos de los rusos, resonaron de nuevo en el aire. Más disparos, las ametralladoras rugían y Javier disparaba cargador tras cargador. Era un trabajo mecánico, maquinal, como el que siega trigo o produce en una cadena de montaje.
Alfonso gritaba a la vez que hacía fuego.
A la derecha, una docena de figuras irrumpió en el poblado aprovechando el resguardo de una especie de barranquillo. Estaban a su lado, apenas a unos metros, peleando cuerpo a cuerpo con los divisionarios. El teniente que les vigilaba hizo fuego con su pistola y cayeron varios rusos. Llevaban blusón blanco de camuflaje. Las trazadoras de una ametralladora surgieron del bosque dando fuego de cobertura a una nueva carga a la vez que la artillería comenzó a batir sus posiciones. Javier se arrojó al suelo. Sabía lo que tenía que hacer. Aguantar el bombardeo escondido y levantarse cuando éste cesara para hacer fuego sobre la infantería que estaría ya encima. La tierra temblaba y los surtidores de piedras, barro y nieve surgían aquí y allá. Un cura entró en la trinchera. Iba dando los últimos sacramentos a los heridos. Una explosión batió la trinchera y cuando miraron a la derecha comprobaron que el sacerdote había desaparecido. Los gritos de los rusos se escuchaban muy cerca. Cesó el bombardeo y Férez gritó:
—¡Fuegoooooo…!
Cuando se irguieron vieron a los rusos encima. La ametralladora pesada de Lucientes derribó a más de treinta. Javier disparaba como un loco. Un cargador, otro, otro…
El ánima de la ametralladora brillaba al rojo vivo.
—¡Munición, munición…! —gritó Aliaga impotente. Un ruso le apuntó con su naranjero y cayó fulminado por una ráfaga.
Alfonso, el crío de Alcantarilla, le había salvado la vida. Dos rusos saltaron a la trinchera. Javier disparó a uno en la espalda, a quemarropa. Alfonso forcejeó con el otro, que se desplomó por un culatazo de Bernabé Aliaga, que usaba su arma como si fuera una maza.
Miraron el espacio que quedaba delante de la trinchera. El páter yacía literalmente reventado, con su intestino extendido sobre la nieve, a su derecha. Muchos rusos corrían ladera abajo. La nieve se había teñido de color rosa allí. Había más de cien cuerpos tirados. Algunos gemían y se arrastraban.
—¡No queda munición, no queda munición! —comenzó a gritar Lucientes.
—¡Montad las bayonetas! —ordenó Férez.
Esperaban otra carga de manera inminente. ¿No deberían huir, replegarse?
No podían hacerlo, Férez permanecía allí y ese maldito teniente debía de merodear a sus espaldas.
—Nos vamos —dijo una voz tras ellos. Era un sargento que venía acompañado por dos soldados que portaban una caja de munición para la ametralladora, tres bolsas de cargadores y una de granadas—. Dejamos este pueblo. Tenéis que aguantar un poco, dadnos tiempo para evacuar. Tenemos muchos heridos, así que debéis cubrir nuestro repliegue; aguantad por lo menos veinte minutos y salís de aquí por piernas. ¿Entendido? Ahí a la derecha quedan otros diez de los nuestros, aguantarán ese flanco. Nos vemos en Possad.
—¡Sus órdenes! —dijo Férez marcialmente.
Todos se miraron con temor.
—Ya habéis oído, tenemos que dejar tiempo para que puedan evacuar a los heridos —añadió el amargado chusquero—. Dentro de media hora habrá oscurecido, nos iremos entonces. Voy a pasar a la posición de al lado a comunicarles el plan. Si atacan no dejéis de disparar.
En cuanto el sargento había salido de la trinchera los hombres se miraron. Comenzó a nevar copiosamente.
—Si no fuera por ese Férez… —maldijo Aliaga.
—¿Cómo coño nos hemos metido en esta mierda? ¡Somos de artillería, joder! —añadió el Argentino.
Dos de los soldados que les acompañaban en la trinchera y que pertenecían a la sección de asalto rieron ruidosamente.
—No hace ni doce horas estábamos tan felices con nuestras piezas en Podbereje y ahora… aquí estamos de mierda hasta el cuello —se quejó Lucientes, al que la nieve y el hielo habían creado un rala barba de pequeñas estalactitas bajo la nariz y la boca—. Deberíamos haber vuelto cuando la pieza se nos fue al río, ¿para qué cojones nos han puesto a escoltar ambulancias? En menudo lío estamos metidos.
—Tengo el presentimiento de que de ésta no salgo —musitó Aliaga.
—¡Silencio, joder! —dijo Jesús el Animal.
—Si no fuera por Férez, me largaba —continuó diciendo el Argentino—. ¿Qué mierda se nos ha perdido en este pueblucho? ¿Acaso es esto Leningrado o un objetivo militar de importancia? Vamos a morir como chinches por una mierda de aldea perdida en medio del bosque en mitad de lo más frío de Rusia.
Entonces Javier espetó muy serio:
—¿No es esto lo que queríais?
—¿Cómo? —repuso Aliaga—. No te entiendo.
—Sí, desde que salimos de Grafenwöhr no he oído más que patochadas y fanfarronadas vuestras sobre lo mucho que queríais entrar en combate, que si no temíais a la muerte, que si ojalá os dejaran morir por España y por combatir al comunismo… Mucha baladronada, me temo… he escuchado vuestras quejas por pertenecer a la artillería y no estar en infantería, «donde hay tomate»… pues bien, ya lo tenéis, aquí estamos y ahora en cambio… os quejáis… ¿Qué coño os creíais que era la guerra?… ¡Mirad a vuestro alrededor, por Dios!… ¡Mirad!… muertos, mutilados, fuego, miedo, metralla… ¡Eso es la guerra… y no vuestras bravatas y canciones!… ¡Me tenéis hasta los cojones!
Entonces una explosión voló la cabaña que tenían tras ellos.
—¡Joooder! —dijo Lucientes.
El enemigo tenía una pieza antitanque que estaba utilizando a cota cero para machacarles.
—¡Fuera de aquí, coño! —gritó Javier al oír el silbido de otro proyectil. Todos salieron de un salto y corrieron hacia el pueblo justo cuando una explosión volaba la trinchera reventando a los dos soldados que no conocían e hiriendo al otro guripa de Aranjuez.
Lo recogieron mientras las balas enemigas silbaban sobre sus cabezas. Tenía una inmensa herida de metralla en la espalda. Lo tumbaron boca abajo y comprobaron que se le veían las costillas. Respiraba con dificultad. Se desmayó.
—¡Aquí tenéis vuestra puta guerra! —dijo Javier—. Lucientes, Argentino, cogedlo, aún vive. Nos vamos.
Los alaridos de los rusos les hicieron volver la vista. Subían por decenas a la loma disparando sus naranjeros.
—Mierda —dijo Alfonso.
Entonces, Jesús el Animal, tomando una ristra de bombas de mano, se lanzó cuesta abajo haciendo fuego con su fusil ametrallador.
—¡Está loco! —dijo Férez, que se hallaba de vuelta.
Aquel rústico campesino turolense sorprendió de veras a los ruskis y cuando se halló a unos metros de ellos lanzó la ristra de bombas, tirándose al suelo. Una inmensa explosión sembró de cadáveres el blanco manto. De inmediato, Jesús volvió dando saltos por la nieve, que tenía más de un metro de espesor. Javier, Alfonso, Aliaga y Férez le cubrieron. Los ocupantes de la trinchera de la derecha se replegaban corriendo de espaldas y disparando sus armas contra más de un centenar de rusos que habían copado su posición.
—¡Nos vamos, nos vamos! —gritó Férez.
Fueron retrocediendo entre las cabañas que ardían. De vez en cuando, se giraban y disparaban unas ráfagas a las figuras que, a lo lejos, avanzaban tímidamente en las afueras del poblado. Lucientes y el Argentino corrían con el herido por la salida norte del pueblo. Ganaron la carretera. Al parecer todo el mundo se había largado. Conectaron con el grupo de la otra trinchera que estaba mandado por un capitán. Caminaron a paso vivo mirando hacia atrás. Javier cerraba la comitiva acompañado por Aliaga. Cuando ya habían perdido de vista el pueblo, un disparo hizo caer a un chaval del otro grupo. Todos hicieron fuego hacia el ribazo del que habían surgido los disparos y cayeron dos rusos cubiertos por sus blusones blancos. Entonces Javier tuvo una idea. Era el momento de pasarse. Ralentizó al máximo el paso y en cuanto Aliaga dobló la primera curva corrió hacia atrás y quitó el blusón de camuflaje a uno de los muertos. Se puso su gorro orejero de fieltro, tomó su naranjero y corrió bosque adentro. Se había escapado. Trotó hacia el este perdiéndose en la espesura y paró al llegar a un claro. Escuchó voces. Hablaban en ruso. Tiró el naranjero y se puso las manos en la nuca. Gritó:
—¡Ispanskie Komunist! ¡Ispanskie Komunist!
Detrás de unos pinos surgieron un oficial y dos soldados que vestían el uniforme pardo del ejército soviético. Javier se señaló a sí mismo y gritó:
—Komunist, komunist!
El oficial alzó su pistola y los soldados le apuntaron con sus naranjeros. Justo antes de que dispararan, el soldado español rodó por el suelo. Sonaron los tiros y notó una quemazón en el brazo. Javier corrió a cuatro patas y cayó rodando a un pequeño barranquillo por el que discurría un pequeño arroyuelo congelado. Aprovechando la depresión del terreno corrió cuanto pudo huyendo de los rusos.
¡Habían querido matarle!
Cuando se creyó a salvo se dejó caer y apoyó la espalda en un enorme tronco. Se quitó el blusón blanco y comprobó que tenía un rasguño en la parte superior del brazo derecho, la bala sólo le había rozado. Era evidente que el fragor de los combates no era el mejor momento para intentar pasarse al enemigo. Miró a su alrededor y comprobó que estaba rodeado de árboles. Era noche cerrada y no podía orientarse de ningún modo. Se había perdido. ¿Cuántas horas llevaba al aire libre? Desde que llegaran a Poselok. Era mucho tiempo, debía cobijarse de inmediato pues apenas si se notaba los pies; se le debían de estar congelando. Una cosa era segura: si pasaba la noche al raso moriría congelado, como Agustín, un compañero de su batería, de Cuenca, que había aparecido muerto por congelación tras hacer su turno de guardia en Podbereje. Debía llegar a Possad lo antes posible pero, ¿cómo iba a orientarse? Pensó en seguir el curso del arroyo aguas abajo. Sin duda le llevaría al Voljov.
Caminó durante una media hora en medio de la ventisca hasta que encontró una pequeña cabaña, apenas un cobertizo, entró y halló restos de que había sido utilizado por los rusos. A pesar de que pensó que podían volver en cualquier momento encendió un fuego en la misérrima y pequeña estufa y se tumbó en un montón de heno al calor de la misma. Se durmió enseguida. Cuando despertó eran ya las doce de la mañana del día siguiente. Brillaba el sol y se escuchaban bombazos y el estruendo de la guerra. Comió algo de pan que estaba medio congelado y bebió agua. La noche antes había tenido la precaución de dejar la cantimplora sobre la estufa para que el líquido se descongelara. En cuanto pudo se puso en camino. Aquel paisaje era precioso, los tupidos bosques, la blanca nieve que reflejaba el sol, todo se le hubiera antojado maravilloso y perfecto de no ser por la guerra.
¿Por qué se empeñaba ese estúpido de Muñoz Grandes en mantener a sus tropas en la orilla occidental del Voljov defendiendo una cabeza de puente que no valía para nada? ¿Para qué tanto sacrificio de vidas humanas? ¿Qué importaban cuatro aldeas perdidas en esos bosques de Dios? Así eran los militares: el honor, su estúpido honor. Había que dejar bien alto el pabellón de las armas españolas aunque fuera a costa de una carnicería absurda y desproporcionada.
Desde luego, aquélla no era la guerra que habían vendido a los falangistas españoles, una guerra rápida, de unidades acorazadas que penetran cientos de kilómetros en terreno enemigo conquistando países enteros en un par de semanas, no.
Aquélla era una guerra de posiciones, de golpes de mano, de ataques, de contraataques, de guerrilleros escondidos en el bosque que te siegan el cuello en tu garita sin que te des cuenta. No habían visto un blindado desde que llegaron a Rusia. Además, mientras las unidades alemanas, todas mecanizadas, se movían por los caminos a bordo de sus cómodos vehículos oruga, los guripas tenían que caminar como perros durante kilómetros hundiéndose en la nieve y arrastrando sus propias piezas artilleras como simples bestias. Javier pensó que la actitud de los divisionarios no parecía la misma en Grafenwöhr que en Poselok. Parecían asustados, desanimados, ya no fanfarroneaban tanto sobre su inexistente miedo a la muerte o sobre la épica de la guerra. Estaban sobrecogidos ante lo que se les venía encima en medio de aquellos bosques mientras sus jefes falangistas, en la seguridad de sus cuarteles en la otra orilla del río, les ordenaban morir de manera absurda e innecesaria. Ya no fanfarroneaban tanto, ya no se oía aquello de «el arma al brazo y en el cielo las estrellas». La moral había decaído y ya no se oían aquellas bravatas de falangistas que tanto molestaban a Javier. Él sabía lo que era la guerra y odiaba esa continua apología de la violencia que era una constante en la ideología falangista. Mientras luchaba por caminar con la nieve llegándole por encima de las rodillas, recordó que en el Partido había escuchado cosas parecidas. Todos justificaban el uso de la violencia revolucionaria. No eran mejor que aquellos atrasados falangistas. ¿Por qué había que eliminar físicamente a todo el que no pensaba como tú? Eso había sido la guerra de España y eso estaba siendo la lucha en el Frente del Este. El fascismo contra el comunismo. Curiosamente, pensó, ambas ideologías se daban la mano en múltiples conceptos: un único sindicato, la protección de las clases trabajadoras, el uso de la violencia y el terror como arma legítima… casi, casi se parecían, de hecho tenían más parecido entre sí que con las propias democracias occidentales donde al menos, la gente no se mataba de aquella manera. Entonces vio arder varios fuegos entre un mar de abedules y comprendió que estaba llegando a Possad. Tuvo suerte, pues en aquel momento los rusos no estaban atacando, así que tomó la precaución de quitarse el blusón y el gorro con orejeras no fuera que le atizaran un tiro al confundirle con un ruski. Se acercó al pueblo arrastrándose por un talud. Eran las cuatro y estaba oscureciendo.
—¡España! —gritó.
—¿Quién va? —preguntó una voz ronca.
—¡Un guripa del Primero del 250! ¡Soy de los últimos de Poselok! Me he perdido.
—¿Y qué hace un artillero en Poselok? —repuso el otro desconfiado.
—Fuimos a escoltar unas ambulancias porque las piezas que trajimos se perdieron en el río —gritó Javier.
—¡Espera ahí! —dijo el otro.
Pasaron unos cinco minutos.
—¡Aranda! —gritó una voz que resultó ser la de Lucientes.
—¡Aquí estoy muchachos!
—¡Espera, los camaradas van a disparar para cubrirte! ¡Tú corre!
—De acuerdo.
Desde la primera línea de trincheras de Possad comenzó a rugir una ametralladora y varios soldados dispararon sus armas automáticas mientras el rezagado se levantaba y corría torpemente hundiéndose en la nieve.
Una ametralladora rusa, una Maxim, comenzó a ladrar mientras la ristra de balas que disparaba perseguía a Javier como una serpiente. Cuando llegó a la trinchera, saltó dentro y se dejó caer al suelo exhausto.
—¡Estás vivo! —decía Alfonso con los ojos llorosos mientras Lucientes, Aliaga y los demás le abrazaban como al que ha vuelto a nacer.