17

Un golpe de suerte

Aquellos comportamientos de los alemanes comenzaron a crear en los divisionarios una mala sensación, como si hubieran cometido un error al alistarse o se encontraran a disgusto combatiendo en el mismo bando que aquellos insensibles y bárbaros nazis. A esto había que unir que el hecho de obligarles a ir andando al frente, reservando las mejores semiorugas, trenes y transportes para los propios nazis, había provocado el descontento general en la Blau. Javier se alegraba por ello. ¿No queríais guerra?, pensaba para sí.

Era muy duro levantarse al alba, colocar los arreos a las bestias, engancharlas a las piezas y conseguir que éstas avanzaran cincuenta kilómetros al día de polvo, sol, barro y sudor. Todo esto con el equipo a cuestas y un calor de mil demonios. Al atardecer había que soltar a los animales, cepillarlos y darles de comer. Al final de la jornada Javier caía rendido, unas veces en un pajar, en una cabaña, otras en las tiendas de campaña y las más, al raso.

* * *

Las órdenes que prohibían el contacto con la población local eran tajantes y en cuanto entraron en Lituania supieron por qué. Hasta aquel momento las serias advertencias de los mandos sobre el peligro de los partisanos les habían parecido cuentos de viejas, pero conforme se acercaban al frente algo cambió. Poco a poco, los guripas dejaron de salir de la columna para ir al bosque a aliviarse y las incursiones en los bosques y cabañas de los lugareños en busca del trapicheo pasaron a la historia.

Los partisanos estaban ahí, en la oscuridad de aquellas inmensas masas forestales, dentro de aquellas selvas verdes en las que nadie se atrevía a penetrar.

A un chaval de Cuenca del batallón móvil Tía Bernarda lo degollaron entre los matorrales a apenas cincuenta metros del campamento. Fue al atardecer, al acampar. El zagal se había acercado a la orilla del bosque a buscar setas, que en aquella tierra eran grandes y hermosas por lo umbroso de aquellos parajes.

A un capitán de Sanidad le reventaron la cabeza en una cabaña mientras se beneficiaba a una panienka que resultó ser una partisana que le había tendido una trampa para que sus compinches le dieran matarile. En suma, aquello se ponía feo por momentos.

Vieron partisanos ahorcados en las plazas de los pueblos y judíos muertos de un balazo en la sien que yacían tirados en las cunetas. El ambiente se iba pareciendo al de la guerra en España: la muerte, la destrucción, las mujeres llorosas… todo era similar, sólo que aquella tierra era mucho más verde.

Entraron en Rusia y Javier comprobó con estupefacción que aumentaban las oleadas de indigentes que les asaltaban en las afueras de las ciudades pidiendo algo de comida o simplemente cigarrillos.

—El edén del proletariado —dijo irónicamente Bernabé Aliaga al comprobar aquel espectáculo. Javier sintió que una punzada dañaba su orgullo.

A las afueras de Minsk, varios cientos de andrajosos civiles se habían abalanzado sobre los restos del campamento de la Blau cuando los divisionarios reanudaron su marcha. Daba pena verles pelear como fieras por un trozo de pan duro o por las mondas de patata. Javier no pudo reprimir las lágrimas.

A veces se cruzaban con largas filas de prisioneros que caminaban desfallecidos. Cuando uno caía, los despiadados SS lo ametrallaban sin piedad. Los divisionarios que contemplaban tanta barbarie mientras caminaban solían mirar a otro lado.

Javier vio llorar a algunos ante la impiedad de los nazis.

Habían visitado un par de guetos en las ciudades que habían pasado. Javier se abstuvo de entrar pero quedó conmocionado al ver la cara del mismísimo sargento Férez al salir del gueto de Vilna. Aquel ogro implacable salió deshecho de aquella visita. Era evidente que lo que allí estaba ocurriendo conmovía a la más impasible de las conciencias.

* * *

Y las marchas no terminaban, día tras día, jornada tras jornada, los divisionarios caminaban desesperados de sol a sol. Los falangistas más recalcitrantes protestaban: «Hemos venido a luchar, ¡coño!, no a morir reventados de tanto caminar», decían con razón. Javier no sabía entonces que añoraría de veras los días en que caminaban al sol del verano, por muy cansado que fuera aquello.

Los caballos comenzaron a morir, muchos por desfallecimiento, otros por afecciones de tipo pulmonar y algunos por una extraña diarrea que los consumía. El caso era que la Blau iba viendo mermado paulatinamente el número de bestias que podían acarrear las piezas artilleras y la munición. De repente, aumentó la cantidad de carne en el rancho en sustitución del sempiterno tocino que servían los doiches, así que si a ello unimos que la carne en cuestión tenía un cierto sabor dulzón permitía llegar a la conclusión de que se estaban comiendo a los caballos que caían enfermos.

El estado de los hombres no era mejor. Casi todos padecían diarrea, una persistente colitis que estaba dejando en los huesos a muchos guripas y que amenazaba incluso sus vidas pues habían de rezagarse a menudo durante las largas marchas para aliviarse junto a los caminos, con el peligro añadido de que los partisanos les pegaran un tiro. La otra gran calamidad que azotaba a los divisionarios eran las llagas de los pies. El Argentino había sido incluso evacuado porque las ampollas que padecía en el pie derecho le habían provocado una infección que habían tenido que tratarle con unas inyecciones de caballo. Por poco no le cortan el pie, pero al menos se libró de caminar durante las dos semanas que viajó en una cómoda ambulancia.

Entonces se produjo la buena noticia.

* * *

Un buen día, tras pasar por Kapne Mapkoz, Javier comprobó que la Blau variaba el rumbo hacia el norte. Al principio pensó que sería algo poco duradero, un atajo quizá, pero al ver que caminaban con rumbo norte durante tres horas se atrevió a preguntar al alférez Rosagro.

—Cambio de planes, Aranda, nos envían al frente norte, a Leningrado —le contestó éste muy resuelto.

Javier no pudo creer en su suerte. En principio, la División Azul iba a combatir en Ucrania, pero de pronto, y sin previo aviso, el Alto Mando alemán había decidido enviarlos a combatir junto al Grupo de Ejércitos del Norte en el cerco de Leningrado. Eso simplificaba su misión, sin duda. Sonrió satisfecho para sí mientras cantaba con sus compañeros:

Cuando se enteró mi madre

de que yo era de las JONS

me dio un abrazo y me dijo:

hijo mío de mi alma

* * *

Otro golpe de suerte siguió al primero. La Blau dejaba de caminar e iba a ser transportada en tren al frente ruso. La alegría entre los expedicionarios fue inmensa. Cerca de Smolenko, en un andén semidestruido, la División Azul embarcó en tren al fin.

La ciudad estaba siendo bombardeada y el fuego de los incendios iluminaba la incipiente y bella noche báltica.

Tardaron cinco días en llegar a su destino. Cinco días tediosos en los que lo que más temían los guripas eran las guardias al aire libre, en las ametralladoras que protegían el convoy, porque hacía ya un frío tremendo fuera y porque la gélida lluvia golpeaba la cara helando a los desgraciados centinelas. Comenzaba el otoño y la guerra no había terminado aún. Mal presagio.

* * *

El convoy de la Blau llegó a su destino el 8 de octubre, desembarcando en una población llamada Schimsk. Había comenzado a nevar.

La 1.ª Batería de 105 mm, a la que pertenecía Javier, fue ubicada en las cercanías de Podbereje, un pueblo situado muy cerca del río Voljov, hacia el que apuntaban las piezas artilleras. Enseguida tuvieron que cavar un perímetro de seguridad con pozos de tirador y trincheras que comunicaban las distintas casamatas que servían de refugio a la tropa. A mediados de octubre las nevadas se hicieron mucho más copiosas. Las guardias nocturnas se convirtieron en una pesadilla, dado que los guripas vestían aún el uniforme de verano y permanecer varias horas a la intemperie, en un pozo de tirador y cubierto sólo por el capote no era algo que resultara agradable para los ateridos centinelas. Al menos, aquélla era una zona tranquila.

* * *

De inmediato Javier comenzó a planear cómo pasarse a los rusos. Aquél no era negocio sencillo. En primer lugar no estaba en la misma línea del frente sino un poco más hacia el este, por lo que debía recorrer un buen trecho y atravesar un tupido bosque hasta llegar a la orilla del Voljov. Una vez allí se planteaba otra dificultad: cruzar el gélido río, que además en aquellos lares debía de tener más de quinientos metros de anchura. Cruzarlo a nado era imposible, estaba claro. Nadar tal distancia a tan baja temperatura era un suicidio, así que Javier se veía obligado a conseguir una barca.

Suponiendo que lograra superar todas esas dificultades y llegar a la otra orilla se planteaban algunos problemas más. ¿Cómo iba a conseguir que los rusos no le pegaran un tiro? Las órdenes llegadas del general Muñoz Grandes eran claras: dar todos los golpes de mano posibles. En el otro bando debían de haber ordenado otro tanto, por lo que el número de escaramuzas y ataques nocturnos hacía que los centinelas de ambos ejércitos permanecieran ojo avizor y en estado de extrema tensión, disparando primero y preguntando el santo y seña después.

No hablaba ni una palabra de ruso, ¿cómo iba a explicarse?

Aquella misma noche le tocaba un turno de escucha, o sea, permanecer durante una hora encogido en un pozo de tirador en la loma que bajaba hacia el río y atento al más mínimo ruido o movimiento. Javier y sus compañeros sabían que aproximadamente enfrente de su posición, en la otra orilla, en una loma bastante alejada, había un observatorio de la artillería soviética, así que era arriesgado pasarse.

Cuando el sargento Férez le dejó en su puesto, Javier esperó un cuarto de hora que se le hizo eterno. El frío era intenso, y el viento arrastraba minúsculas partículas de hielo que le azotaban los ojos como si fueran alfileres. Las lágrimas se convertían en hielo en cuanto brotaban y de la nariz le colgaba una miniatura de estalactita de hielo que debía retirar a cada momento.

Javier salió de su pozo y comenzó a caminar tras mirar hacia atrás. No había nadie. Llegó al bosque y aligeró el paso con el secreto deseo de no encontrarse con ningún partisano. Era sabido que los rusos no cesaban de lanzar hombres en paracaídas tras las líneas enemigas que intentaban coordinar a las guerrillas, obtener la máxima información sobre el enemigo y volver a casa atravesando las líneas alemanas. Por si esto fuera poco, eran numerosos los efectivos que tras la mortífera ofensiva alemana del verano habían quedado atrapados en territorio enemigo. Se hablaba de brigadas enteras escondidas en los bosques que, tras hacer todo el daño que podían, terminaban volviendo a la seguridad de las líneas rusas.

Cuando salió del bosque asomándose tímidamente a la orilla del río comprobó que el cauce del Voljov era en efecto muy ancho. ¿Se congelaría en invierno? Ése sería un buen momento para cruzarlo, sin duda. ¿Cómo iba a conseguir un bote? ¿Y dónde lo iba a esconder? Oyó voces. Miró hacia atrás y vio una hilera de unas treinta y tantas figuras que salían de la espesura portando unas lanchas neumáticas al hombro. Se escondió tras los arbustos y observó.

Era la sección de asalto que estaba acantonada junto a ellos en Podbereje y que comandaba el teniente Higueras. Aquellos aguerridos soldados subieron con dificultad en los botes y remando con extrema suavidad comenzaron a cruzar el Voljov.

Desde la otra orilla ladró una ametralladora. Los comandos de la Blau hicieron fuego desde sus inestables barcas. Javier puso pies en polvorosa corriendo bosque arriba.

Cuando llegó a su pozo, Férez le estaba esperando:

—¿Dónde coño estabas, Aranda?

—Lo siento, señor, oí ruido y bajé a ver… Son los nuestros que iban a atacar, no tenía ni idea… —mintió.

—Lo sé, ¡ya hablaremos de esto! Tenemos que volver, hay que comenzar a disparar las piezas y dar cobertura a la sección de asalto, ¡rápido!

Javier siguió al sargento suspirando de alivio. De vez en cuando se volvía y veía llamaradas en la otra orilla, así como explosiones. Los de la sección de asalto habían cruzado al otro lado.

Cuando llegaron a las piezas, el capitán Abril les dio la orden de disponer fuego de cobertura sobre las posiciones que atacaban sus compañeros en la otra orilla. Apenas si habían disparado varias andanadas cuando el capitán ordenó el alto el fuego.

—Están volviendo —dijo a modo de aclaración. En ese momento empezó a nevar profusamente.

—Joder, lo que faltaba —dijo Jesús el Animal.

Los destellos de las armas al otro lado del río eran cada vez más numerosos pero más cercanos.

—Están cruzando. Ya vuelven —dijo el capitán bajando sus prismáticos, tras los cual ordenó disparar sobre la otra orilla para cubrir a la sección de asalto en su retirada.

Cuando llegaron los atacantes, portaban más de diez heridos.

—¡Un camión, rápido! —dijo uno de ellos.

El páter, don Antonio, se acercó a un herido que habían traído entre dos. Era un crío y su cara parecía verde. Los ojos estaban desorbitados y tiritaba de frío.

—Le han dado en la barriga —dijo uno de los de asalto que llevaba el pulgar de la mano derecha reventado por un balazo. El herido llamaba a su madre como delirando. Javier y sus compañeros miraron como el cura daba la extremaunción al chaval, que estaba muerto antes de ser subido al camión que había de llevarle al hospital.

—Joder, o nos estaban esperando o iban a cruzar el río para atacarnos esta noche. Eran muchísimos —maldijo un sargento con la mirada perdida en la otra orilla del río.

Una explosión hizo que todos se pusieran a cubierto. Le siguió otra, y otra. Eran granadas del 8,40. Corrieron a la seguridad del búnker que habían heredado de los alemanes. Allí, en la escasa tranquilidad que otorgaba el saberse bajo tierra, los hombres quedaron en silencio. La guerra había comenzado para ellos. Alfonso tiritaba más de miedo que de frío. De vez en cuando, alguna de las explosiones sonaba demasiado cerca. Para Javier, después de haber vivido los interminables y densos bombardeos de la sierra de Pàndols, aquello era algo medianamente soportable. A pesar de ello, y apiadándose del pobre crío de Alcantarilla, sacó de su mochila una botella de vodka que había cambiado a una campesina por dos pares de calcetines de lana. La guardaba para una ocasión especial pero Alfonso parecía aterrorizado. Lo del muerto le había afectado mucho. Tras obligarle a endosarse tres calichazos, la botella rodó entre los compañeros. Alguien ofreció tabaco. El búnker olía a paja y a sudor. Pasaron el resto de la noche hablando de lo que harían cuando volvieran de la guerra. El crío se durmió apoyado en Javier, que comprendió que en esa unidad, en artillería, le iba a resultar muy difícil pasarse. Debía estar más cerca de la línea de fuego, pero no le apetecía, la verdad. Pensó en la niña y en Julia y comprendió que no deseaba morir. Debía intentarlo aunque sólo fuera por ellas.

* * *

La División Azul siguió intentando establecer una cabeza de puente al otro lado del río Voljov. Javier lo sabía porque todas las noches se escuchaban disparos en la otra orilla, hacia el norte, cerca de Udarnik. Cuando eso ocurría la artillería soviética comenzaba a hacer fuego y las ametralladoras Maxim de los rusos ladraban provocando la consiguiente respuesta española. A veces el capitán Abril venía con órdenes de disparar las piezas a tal o cual cota para cubrir el paso del río de las compañías de asalto. Javier comenzaba a madurar una idea, pasar a una de aquellas compañías para así poder cruzar la línea del frente y llegar hasta los rusos. Ahora había bajas todos los días y por ello vacantes. ¿Y si pedía que lo readmitieran en tiradores de élite? Ésa sí que era una buena posibilidad: tú y tu fusil, con un compañero, y perdidos en la inmensidad de los bosques bordeando las líneas enemigas.

Javier pensaba en estas y otras cosas cuando una patada en los riñones le sacó de sus ensoñaciones:

—Son las tres de la madrugada —dijo el sargento Férez—. Te toca.

Javier se colocó el capote y sobre el mismo el blusón de camuflaje blanco. Se embozó un gorro soviético con orejeras y unas mullidas botas rusas. Ambos los había conseguido de un prisionero ruso que había venido herido con los de asalto. Rara era la noche en la que los divisionarios que se aventuraban a atacar a los rusos no volvían con diez y hasta veinte prisioneros. No parecían mal equipados. De hecho, sus uniformes estaban mucho más adaptados al frío que los atuendos veraniegos que habían de vestir los divisionarios españoles.

Según se decía, los rusos no tenían mal armamento ni les escaseaba la munición, pero a pesar de ello muchos se rendían a la primera de cambio. ¿Por qué?

La respuesta estaba en sus caras: rostros macilentos, pómulos salientes y afilados, caras delgadas, famélicas y consumidas que demostraban algo que Javier había oído decir al calor de la estufa en el búnker: el Ejército Rojo pasaba hambre, mucha hambre. De camino al pozo de tirador, seguido de cerca por Férez, Javier meditaba sobre algo que su mente comenzaba a barruntar, parecía que en la URSS no se vivía tan bien como le habían hecho creer sus camaradas de Partido en las reuniones de la trastienda. El hecho de que tantos y tantos ruskis se entregaran con suma facilidad a las tropas alemanas le hacía pensar que quizá el pueblo ruso no se hallaba demasiado identificado con la revolución y… ¿por qué iba a traicionar un pueblo a la revolución que le había salvado del yugo de los zares y de siglos de hambre?… Porque las cosas no debían de ir bien. De hecho, iban perdiendo la guerra. De momento, claro.

Férez no daba conversación durante el paseo al pozo, así que Javier continuó embebido en sus propios pensamientos.

Los alemanes habían cometido el error de no terminar el trabajo antes del invierno, como Napoleón, pero aun así el oso ruso no parecía salir de aquel atolladero en que se había visto metido.

Javier quería averiguar si sus presentimientos eran ciertos, así que una mañana había atisbado una buena posibilidad cuando oyó decir a Lucientes:

—Eh, este ruski habla cristiano.

Javier se interesó por el prisionero de inmediato. Iván, se llamaba. Eran numerosos los prisioneros que a aquellas alturas trabajaban para la Blau. Talando árboles, produciendo rollizos en la serrería de Podbereje o reparando los puentes que antaño cruzaban el Voljov.

Iván resultó ser un tipo simpático, con un par de cajas de cigarrillos se ganaba uno su confianza. En un par de conversaciones Javier intuyó que no era militante del Partido exactamente: decía que, en Leningrado, le gente vivía hacinada compartiendo los pisos entre cuatro o cinco familias, que los comisarios políticos les disparaban si volvían la cabeza en el frente, que la más mínima crítica al régimen provocaba el fusilamiento del díscolo y la deportación de su familia a Siberia, que había hambre en Rusia ya antes de la guerra… En fin, una serie de barbaridades que Javier no podía creer ciertas, al tratarse de un país tan avanzado y moderno como la URSS.

Javier intentaba leer entre líneas e intuía que el tal Iván ponía las cosas peor de lo que eran. Además, la guerra lo había empeorado todo, seguro.

Eso era, la guerra. La guerra siempre provoca hambre, miseria y hacinamiento. Además, los habitantes de Leningrado estaban sitiados por los nazis, ésa sería sin duda la causa del hacinamiento de los pobres trabajadores. Los nazis eran los culpables del empobrecimiento de Rusia. O eso quería pensar.

—Hemos llegado —dijo el sargento Férez—. ¡Aliaga, el relevo!

Bernabé Aliaga salió del pozo de tirador entumecido por el frío, se dirigió al sargento y dijo:

—Sargento, ¿puedo quedarme aquí con Aranda un rato?

El sargento lo miró como se mira a un loco y tras pensárselo un rato añadió:

—Bueno, pero estad atentos y no me perdáis de vista la loma. Ah, y te vuelves solo al búnker.

—¡Sí, señor! —contestó el joven de Alicante.

* * *

Cuando el sargento se alejó caminando trabajosamente en la nieve, Aliaga tendió una cantimplora a Javier y dijo:

—Toma, caliéntate por dentro.

El joven comunista intentó beber pero enseguida tuvo que devolverla a su dueño:

—Se ha congelado.

—Joder —dijo Bernabé—. Aquí hasta el puto coñac se hiela.

—Toma, bebe de la mía —dijo Javier apurando un trago—. Acabo de salir del búnker, te advierto que lleva algo de café.

Bernabé Aliaga rió echando un trago y dijo mirando a la inmensa luna que flotaba sobre el Voljov iluminándolo todo:

—Si no fuera por esta mierda de guerra, éste sería un lugar precioso.

—Y aun así lo es. Esta noche está todo muy despejado, no hay demasiada humedad y no sopla el viento.

—Sí, hasta se pueden abrir los ojos sin que se te abrasen.

—Es un consuelo, sí.

—Oye, Aranda —dijo Aliaga encendiendo un pito y apoyando la espalda en la pared del pozo.

—¿Sí?

—Me he quedado un rato porque quería decirte una cosa.

—Dime.

—El sargento Férez te tiene enfilado. El otro día fui a la cabaña del capitán, porque me encargaron llevar un despacho al PC[3] del comandante Gómez Arnau. El sargento le estaba diciendo que no se fiaba de ti, que te había visto abandonar tu puesto de escucha y acercarte demasiado al río. «Como si pretendiera pasarse», dijo exactamente.

—¡Qué cabrón!

—El capitán contestó: «No digas tonterías, sargento, Aranda es un héroe de la Cruzada, habría oído un ruido». «No me gusta ese soldado, esconde algo», le dijo Férez, y entonces el capitán cambió de tema al verme entrar.

—Joder.

—Así que ya sabes, ten cuidado. Te tiene enfiladito.

—Gracias, Bernabé.

—No hay de qué, ese Férez me da grima, es un hijoputa. ¿Tú crees que es normal que creyera que ibas a pasarte? ¡Está como una cabra!

—Y que lo digas —contestó Javier sintiendo que un escalofrío le recorría la espalda.

Se hizo un silencio entre los dos. Se asomaron a ver la luna reflejada en el río.

—Oye, Aliaga.

—¿Sí?

—Tú… ¿cómo te metiste en este lío?

—Me emborraché y me alisté con unos camaradas que se rajaron después.

—No, no, digo en la Falange.

—Me mataron a mi padre, los rojos, el 19 de julio del 36.

Javier encendió un cigarrillo ignorando el peligro de que un francotirador pudiera dispararle.

—¿Era de Falange?

—¿Mi padre? No.

—¿De la CEDA?

—Quiá, apolítico de toda la vida. Su única pasión eran los toros.

—¿Entonces, por qué…?

—Porque era juez, Aranda, lo mataron porque era juez.

—Y por eso te uniste a Falange.

—Sí, me pilló en Valladolid.

—Y por eso lo de los tribunales.

—Más o menos. Me pareció una forma civilizada de hacer justicia a mi padre.

—¿Civilizada?

—Sí, ya sabes, necesitaban gente puesta en Derecho y pensé que participar en los tribunales de guerra era mejor que pegar cuatro tiros en la nuca a unos pocos desgraciados.

—Y eso de los tribunales… ¿cómo funcionaba?

—Joder, Aranda, pues ya se sabe, al liberar un pueblo, detrás de las tropas llegábamos nosotros y se juzgaba a los que habían sido detenidos por rojos.

—¿Y a quién se detenía, cómo los identificabais? —preguntó Javier pensando en su propia familia y en sus amigos y conocidos.

—Normalmente, por delaciones de otros vecinos.

—Pero Bernabé, eso habrá provocado más de una injusticia y multitud de falsas denuncias.

—No creas, intentábamos estar seguros de que las denuncias eran ciertas. Preguntábamos a la gente… ya sabes… usábamos distintas fuentes…

—Ya.

—Era un proceso razonable. Al menos tenían un juicio ajustado a Derecho, no como mi padre.

—A nuestro Derecho.

—Sí, eso sí es verdad, al nuestro, que no al suyo. Pero no creas, ¿eh?, se les juzgaba con su abogado defensor y el susum corda. Con garantías para el acusado.

—¿Garantías, Aliaga? ¿Alguna vez viste que el reo fuera declarado inocente?

El joven de Alicante hizo una pausa y pensó por unos instantes. Entonces dijo saliendo del pozo de tirador:

—… la verdad es que… no. Creo que no. Nunca. Pero así es la vida, Aranda, no la hemos inventado ni tú ni yo. Mejor a ellos que no a nosotros.

—Eso es verdad —farfulló Javier mirando al otro lado del inmenso y turbio río.

Mientras Aliaga se alejaba pensó que Férez bien podía ser un sabueso colocado allí por De Heza para espiarle. Debía ser cauto.