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Hacia el frente

Javier vio a Erika desde el tren, apoyada en su bicicleta y buscándolo con su mirada en el mar de caras que se asomaban a despedirse de las jóvenes alemanas con las que habían compartido unas semanas maravillosas antes del horror de la guerra.

No sintió pena por ella, sino que le vino otra imagen a la cabeza, la de Aurora Aguinaga. ¿Cómo se encontraría la joven vasca? ¿Por qué pensaba tanto en ella? ¿Era simplemente porque se sentía culpable?

Se autocensuró por pensar en ella y se obligó a sí mismo a recordar a Julia, a la niña y a su madre. Tenía que sacarlas de España. Lo de Aurora había sido un error que, curiosamente, no había comenzado él mismo sino otro hombre. El que fue durante más de dos años en los Baños de Benasque. Sintió añoranza de los días que vivió allí con Aurora tras volver en sí. Pensó en lo fogosa que era, en sus senos, su dulce boca y su prieto trasero. La recordó tratando amablemente a aquellos heridos y mutilados sin esperanza que permanecían ocultos a la sociedad en lo más remoto del Pirineo aragonés.

Fue entonces cuando se dio cuenta de algo que le hizo sentirse mal: cuando hacía el amor con Erika, la dulce Erika, pensaba siempre en Aurora Aguinaga.

Intentó convencerse de que esto ocurría porque los recuerdos de Julia quedaban muy lejanos y se perdió mirando los inmensos trigales que atravesaba el tren que había de llevarle a la barbarie. El sol brillaba y era verano, los hombres iban optimistas a la guerra. Todo habría acabado antes del invierno, decían. De fondo, escuchaba cantar a sus compañeros:

Margarita se llama mi amor.

Margarita Rodríguez Garcés.

Una chica, chica

* * *

Aquel tren atravesó praderas en las que pastaban las vacas, trigales y bosques. Javier se maravillaba de la belleza de aquellas tierras en las que el agua, tan escasa en su tierra, había convertido el rojizo y arcilloso suelo en un auténtico vergel, verde, fresco y frondoso. Estaban atravesando Alemania de punta a punta y en cada parada las schwesterns les servían té y salchichas. La moral era alta, pero no se respiraba el clima de euforia de los primeros días en Vitoria o Hendaya; parecía que los hombres comenzaban a tomarse aquello en serio. Iban a la guerra, a combatir al fiero Ejército Rojo.

Llegaron a las afueras de Berlín, suburbios de inmensos complejos fabriles y altas chimeneas que se alternaban con tranquilos barrios de hermosas casas de un par de plantas con vistosas florecitas rojas iluminando la vida desde los maceteros de las ventanas.

En todos los lugares en que paraba el tren se repetía la misma rutina, la misma ceremonia, himnos, salchichas y entusiasmo. Berlín no fue una excepción.

No pudieron ver la capital del Reich, sólo la estación, y el tren continuó hacia el desconocido Este pasando por Küstrin, el Oder, la Pomerania y el tristemente famoso pasillo del Danzing. Javier pensó que estaba pisando un lugar que formaba parte ya de la historia. Como España y su guerra civil. Entraron en la Prusia Oriental, el vivero militar de Alemania. Era una tierra algo más austera que el resto de Alemania. En Suwalki los hicieron descargar el tren.

Allí comenzaban a caminar. Estaban en Polonia.

* * *

Nadie en la División Azul podía imaginar lo que les esperaba, ni siquiera el propio Javier. Comenzaron a marchar en Suwalki y no dejaron de hacerlo durante casi mil kilómetros. Fue la gran primera decepción de los divisionarios.

Al principio nadie se quejó, pues los guripas pensaron que sólo harían a pie algunos kilómetros, lo justo para pasar de un nudo ferroviario a otro antes de enlazar con las vías que iban al este. Después de todo, formaban parte del más moderno ejército del mundo. Un ejército mecanizado, rápido y funcional. No fue así para ellos.

De inmediato Javier pudo comprobar que si las jornadas de la instrucción en el campamento de Grafenwöhr se le hacían duras, la marcha de la División Azul por Polonia le iba a parecer un auténtico calvario. Tras varios días de caminata pararon en un pueblo llamado Sejny, donde se repusieron durante tres días. Luego continuaron su agotadora marcha.

Los kilómetros comenzaron a pesar. Era duro de veras caminar bajo el ardiente sol con la enorme mochila en la que se transportaban casi cuarenta kilos de peso: fusil, un par de cajas de munición, manta, marmita y demás cacharrería.

De vez en cuando, sobre todo a la tarde, comenzaba a llover. Entonces, todos habían de guarecerse bajo un impermeable o lona que, formando parte del equipo, igual servía como poncho que como una suerte de pequeña tienda de campaña que daba cobijo al desafortunado soldado de turno.

La lluvia era un mal compañero de viaje porque embarraba el camino y hacía casi imposible caminar. Por no hablar de los caballos, piezas y camiones que se hundían en el barro sin remisión. Aun así, Javier pensaba, como buen pesimista, que en esta vida todo es susceptible de empeorar ya que los lugareños les habían dicho que esa cantidad de barro que aparecía de vez en cuando con las lluvias de verano nada tenía que ver con la rasputiza, el barrizal que en otoño y sobre todo en primavera lo cubría todo, haciendo imposibles los desplazamientos por los caminos de aquellas fértiles tierras.

* * *

Las quejas de los guripas comenzaron a aflorar, al principio de manera subrepticia y tímida, luego, algo más ostensible y notoria. El sargento Férez era una auténtica tortura, algunos decían que incluso peor que los mosquitos que, literalmente, crucificaban a los divisionarios y a las bestias. Caminaban durante seis kilómetros entre descanso y descanso, y así durante todo el día. Paradas de apenas diez minutos. Marcaban el paso y cantaban, sobre todo al principio. Los caballos y mulas que transportaban las piezas solían avanzar, pero de vez en cuando alguna de las acémilas se negaba a continuar y ralentizaba todo el tronco de caballos que llevaba el carro en cuestión, mientras los hombres azotaban y fustigaban al animal sin conseguir que éste accediera a continuar caminando. Era desesperante.

Los guripas de infantería lo llevaban mejor, pero los artilleros estaban verdaderamente defraudados por el trato que les proporcionaba el Ejército alemán.

Los germanos eran famosos por hacer «la guerra rápida»: inmensas columnas de blindados que conquistaban amplias proporciones de terreno en apenas unas jornadas, apoyadas por la velocísima aviación y complementadas por un innovador transporte de tropas por aire o tierra en un tiempo récord, siempre utilizando los medios mecánicos más modernos, rápidos o eficaces. Igual lanzaban miles de paracaidistas en Creta, transportando tropas por aire, que usaban el ferrocarril o sus excelentes camiones y semiorugas para llevar la infantería de un frente a otro.

Por eso incluso los oficiales de la Blau se quejaban en público por el trato que los doiches les estaban dando. Los estaban matando a caminar por aquellos caminos perdidos de Dios, machacados por los mosquitos y empantanados en el barro en lugar de llevarles en tren hasta el mismo frente ruso. ¿Por qué?

Un oficial de zapadores, de nombre Eufrasio, un buen tipo, les dijo a Javier y a sus compañeros que aquello no era sino que Hitler no se fiaba de las tropas españolas y que les hacían deambular por media Europa para ralentizar al máximo su incorporación al frente. No en vano todo el mundo sabía que los doiches no estaban muy contentos con el papel que otras tropas auxiliares como los rumanos, italianos y croatas desempeñaban en el Frente del Este.

A Javier no se le escapaba que a los alemanes no les agradaba el «temperamento español». Era obvio que los hispanos no eran malos soldados en el frente, además de tener experiencia real en combate —que es lo mejor que se le puede pedir a una unidad—, pero eran indisciplinados y camorristas, como buenos latinos, y eso les hacía capaces de lo peor y lo mejor en cada momento. Ni qué decir tiene que en un mundo tan ordenado y cabal como el germano, esa imprevisibilidad no agradaba demasiado o, al menos, producía cierta desconfianza en el Alto Mando alemán.

Los camiones comenzaron a dar problemas y los mecánicos tenían trabajo en exceso. Las altas temperaturas reventaban más de un carburador y la división iba dejando tras de sí un auténtico rosario de material de transporte inutilizado. Después de todo, la mayoría de sus vehículos eran el fruto de la requisa nazi en los Balcanes, Checoslovaquia o Polonia. No era el mejor material de los posibles.

* * *

Junto a los caminos, los divisionarios veían los restos de la ofensiva alemana que había abierto el Frente del Este. Había vestigios de tanques rojos carbonizados, algunos con sus moradores achicharrados saliendo de la torreta. Vieron multitud de cuerpos en las cunetas, granjas incendiadas y cráteres producidos por la artillería y la aviación.

Poco a poco aparecieron los prisioneros. Auténticos sacos de huesos que trabajaban en los campos, los puentes hundidos o en la reconstrucción de búnkeres y casamatas. Eran muertos en vida, esqueléticos despojos humanos que cavaban vigilados por los temibles SS. Algunos llevaban estrellas amarillas en la espalda o en el brazo.

Javier se sorprendió al ver a los guripas dando chocolate o latas de carne a aquellos desgraciados ¿Sería posible que sus compañeros no fueran tan malos como él creía? No, simplemente no veían a «su enemigo» en aquellos andrajosos.

Pensó en lo curiosa que era la vida, y la guerra. Un hombre culpable de humillar y matar a los rojos en España era capaz de apiadarse de una joven polaca o un anciano judío y darle parte de su ración de manera altruista.

Javier comprobó con alegría que a los falangistas no les agradaba el trato que los nazis daban a los judíos. A pesar de que los discursos de los próceres del Movimiento hablaban continuamente de conspiración judeo-masónica, los falangistas de a pie no parecían situar a los judíos entre sus más odiados enemigos. Es más, continuamente se paraban en las cunetas a ayudarles, ante la incredulidad de los doiches. En cambio, aquellos mismos falangistas odiaban a muerte a los comunistas, «por el daño que habían hecho a España», decían. Paradojas del destino, pensó.

Javier supuso que cada pueblo, que cada ideología, tenía sus propios enemigos.

Iba poco a poco llegando a la conclusión de que los fascistas no eran tan malos, tampoco eran buenos, simplemente eran capaces de lo mejor y lo peor, eran humanos.

Como él, como sus compañeros del Frente Popular. Sabía que excelentes padres de familia, buenos revolucionarios, gente que se había jugado el pellejo por apoyar tal y cual huelga, que había ayudado a las mujeres de los parados quitándose incluso el pan de su boca, gente buena en suma, había cometido las peores barbaridades en la guerra. Una cosa era fusilar a un cura o a un fascista y otra violar, cortar pezones en la plaza del pueblo o matar niños. En eso se equivocaron.

Y los malditos fascistas tampoco se habían quedado cortos.

No, no, no era cosa de tendencias, ni de bandos. El ser humano era así, capaz de actuar con altruismo y generosidad en un momento y convertirse en el más abominable carnicero en el siguiente.

Comenzaba a vislumbrar que había acertado al condenar desde el principio al fascismo, sin paliativos. Pero una cosa eran los grandes dirigentes, los políticos, los manipuladores, y otra muy distinta los simples desgraciados a los que se llenaba la cabeza de pájaros, se les lavaba el cerebro y se les enviaba a morir por no sé qué a no sé dónde.

Algunos de sus compañeros no eran mala gente, sólo los habían engañado como a idiotas. Lucientes, sin ir más lejos. A Javier le habían robado la gorra en las letrinas de Grafenwöhr. Era habitual que cuando el guripa estaba en cuclillas, defecando, alguien pasara por detrás y le quitara la gorra. Era imposible que la víctima tuviera tiempo de levantarse, subirse los pantalones y coger al ladrón. Javier había cometido el error de aliviarse dos veces con la gorra puesta y eso le había supuesto perder la gorra titular y la de repuesto.

Lucientes, al enterarse del suceso que podía reportar a Javier un durísimo y merecido arresto, acudió en auxilio de su compañero y, sin que éste se lo pidiera, le dio dos gorras de las muchas que guardaba para trapichear con ellas, aprovechándose de los guripas desesperados que se habían visto privados de tan preciada posesión.

Lucientes había renunciado por él a un buen negocio. Sin pedírselo y sin que le conociera apenas de nada.

No era un mal tipo. Luego, ¿no serían los dirigentes los culpables de aquello?… Sin duda, sí… El pueblo llano siempre ha sido fácilmente impresionable y muy, muy manejable… y… ¿no ocurriría otro tanto con su propio bando?… con el comunismo… ¿No les habrían utilizado contándoles una patraña y aprovechándose de sus buenos sentimientos? La verdad era que Javier tenía constancia de que lo altos mandos del Partido no vivían exactamente en la indigencia. ¿Sería todo una triste mentira?

Entonces, para colmo, aparecieron más rusos. Legiones de famélicos prisioneros rusos de uniforme pardo con alguna bolsa de pastor colgada en bandolera con sus pocas pertenencias, arrastrando los pies y suplicando ayuda con sus miradas profundas, de ojos que se salían de las órbitas por el hambre, el miedo y el cansancio.

Eran muchos, interminables hileras de desgraciados que los nazis llevaban a trabajar como esclavos al «paraíso del nacionalsocialismo». Algunos tenían rasgos casi orientales, mongoloides, venían de lejanas tierras. Rusia era, no en vano, un vasto territorio, una suma de nacionalidades unidas por una ideología de índole superior: el comunismo.

Javier quiso achacar la desnutrición y el mal estado de los prisioneros al cautiverio en manos de los alemanes. Era eso, sí. El cautiverio.

Era evidente que los alemanes estaban tratando con extrema dureza al pueblo ruso. Las batallas que se habían vivido en las localidades por las que pasaban habían sido virulentas, duras, atroces. Stalin había dado orden de resistir a muerte y en caso de retirada, quemar todo lo que quedara atrás. No había que dejar nada útil al enemigo. Los nazis hacían otro tanto. Las historias de violaciones, muerte, abusos y mutilaciones para con los pobres campesinos comenzaban a circular entre los divisionarios. Algunos habían hablado con las panienkas, no en vano las jóvenes de la zona se prostituían por algo de chocolate, unos calcetines o una bufanda. El invierno se acercaba y no les quedaba nada. A pesar de las órdenes de los oficiales, a su vez emitidas por el Alto Mando alemán, los guripas aprovechaban cualquier oportunidad para perderse entre aquellos poblados de cabañas de madera y trapichear con los campesinos consiguiendo cantidades ingentes de patatas y a veces leche o mantequilla. Algunos aprovechaban para desfogarse con las complacientes campesinas que, empujadas por el hambre, habían terminado por ejercer el oficio más viejo del mundo. Los soldados hablan, fanfarronean y se cuentan sus cosas.

Así supo Javier de las atrocidades que había cometido el Ejército alemán a su paso por aquellas tierras. Cuánto odio.