15

Erika

Cuando el sargento Férez le comunicó que no iba destinado a francotiradores, Javier sintió que la sensación de alivio le aflojaba las piernas. No obstante, simuló hallarse contrariado por ello para que sus compañeros no sospecharan de él. Todos le dieron el pésame porque tenía que seguir sirviendo en artillería y decidieron invitarle aquella noche para consolarle de la injusticia padecida. Decididamente, estaban locos.

—¿Cómo pueden haberte dejado fuera con lo buen tirador que eres? —dijo Lucientes de camino al pueblo.

—¡Seguro que le han dado el puesto a algún enchufado del alto mando! —farfulló Jesús el Animal.

Javier se había acostumbrado a las bravatas de aquellos, sus compañeros. Era una pose, pensaba. Todo buen falangista se mostraba muy valiente, en exceso quizá. Aquellos individuos glorificaban continuamente la violencia y se jactaban de su desprecio a la muerte, pero… ¿se comportarían igual al verse heridos de gravedad y mirando a los ojos de la muerte a miles de kilómetros de casa? Seguro que no. Aunque algunos de ellos eran veteranos de guerra como él, Javier sabía de buena tinta que muchos bravucones se descomponían al caer el primer «pepino» de la artillería enemiga.

Llegaron a la cervecería de Hans, un tipo gordo con pantalones cortos y tirantes de cuero que se esmeraba en atender a la tropa en una de las más hermosas cervecerías del pueblo. Un local repleto de amplios bancos, con fotos de Hitler por todas partes y con multitud de macetas de florecitas rojas que alegraban el ambiente.

Allí conoció a Erika.

Mientras los divisionarios que atestaban el local cantaban con sus atronadoras voces, Javier se perdía en sus más profundos pensamientos mirando al fondo de su jarra de cerveza. No quería pensar en lo imposible de su misión, así que prefería mentalizarse en superar el día a día, en quemar aquellos miles de etapas que había de ir consumiendo hasta verse frente al momento de la verdad. Pero… ¡qué tontería!… ¿a quién pretendía engañar?… lo más probable era que acabara muerto en una sucia trinchera del frente ruso, o quizá en medio de un campo de cereales, con la cabeza reventada por la bala de una ametralladora… Eso era lo más probable, sí… ¿Qué haría Julia en aquel mismo momento?… Fue entonces cuando interrumpió sus pensamientos al sentirse observado. Levantó la cabeza y comprobó que Bernabé Aliaga, el abogado de Alicante, le observaba fijamente, como extrañado al ver que no cantaba.

Javier se incorporó de inmediato y se sumó de manera ruidosa a la estrofa:

—… ¡Yo tenía un camarada, de entre todos el mejor, siempre juntos avanza…!

En aquel momento y mientras cantaban pensó que de ordinario se sentía observado. Era algo instintivo, inexplicable, pero su sexto sentido le hacía percibir que a toda horas, en todo momento, había ciertos ojos puestos en él. Siguió cantando a la vez que chocaba ruidosamente su jarra con Lucientes y pensó que lo lógico es que le estuvieran vigilando de cerca para evitar que hiciera alguna tontería. De Heza le había dicho que así sería. Debía ser cauto y descubrir al espía que, a buen seguro, seguía sus pasos. ¿Podría deshacerse de él si fuera necesario? Quizá.

—Hola, ¿cómo te llamias? —le pareció oír que decía una voz angelical.

Levantó la cabeza y vio a una joven alemana, rubia, de profundos ojos azules y sensual boca, que al parecer quería conocerle.

—Blas —dijo él levantándose azorado entre las risas de sus camaradas—. ¿Y tú?… du naim… —farfulló en alemán.

Ella asintió al comprender lo que él intentaba decirle y contestó:

—Erika.

* * *

A Javier siempre le había gustado la rutina. El hecho de repetir las mismas actividades una y otra vez, día tras día, era algo que le proporcionaba una agradable sensación de seguridad que le resultaba beneficiosa tanto para su cuerpo como para su mente.

Cuando se dejaba caer molido en su catre, el joven comunista se sentía desfallecido. Las largas sesiones de instrucción, la lucha con las bestias y las caminatas de kilómetros y kilómetros moviendo las pesadas piezas de aquí para allá, terminaban por destrozar al más aguerrido mozo de la Blau, como ya comenzaban a llamar los doiches a la fuerza expedicionaria de los españoles. Javier no era una excepción y el cansancio no le permitía dormir bien. Pasaba la noche agitado entre visiones de la sonrisa de Julia, sus encuentros entre la hierba con Aurora o los gemidos de la dulce Erika, entre el brezo. Su mente reavivaba cada noche las sensaciones vividas junto al lago, en Grafenwöhr, veía una y otra vez las rosadas aureolas de los enhiestos pezones de la joven y sentía la suavidad de sus turgentes senos, blancos como la leche. A pesar de su aspecto nórdico, casi gélido, las alemanas eran mujeres ardientes. Al principio todos los divisionarios las habían tomado por frescas, busconas del tres al cuarto, pero ahora sabían que aquellas mujeres se acercaban a los soldados buscando el afecto, el cariño de unos hombres que habían partido años ha para hacer las guerras del Führer.

Y es que en Grafenwöhr no había hombres jóvenes. En una sociedad militarizada como aquélla, rara era la familia que no tenía algún hermano o hijo en el frente, o a lo peor, herido o quizá muerto.

Erika no era una excepción. No había tenido suerte con los hombres. Tuvo un novio de jovencita que resultó ser de ascendencia judía. No sabía nada de él. Luego se comprometió con un joven del pueblo, Klaus, que había muerto en Holanda al comenzar la guerra. Ella era una joven sensible y amable, hija de panadero, que tocaba el piano maravillosamente y hablaba dos idiomas. Trabajaba como maestra y gracias a su conocimiento del castellano había conquistado al esquivo divisionario que tanto la había deslumbrado. Javier había conocido otra Alemania gracias a ella. La de las mujeres, esposas, novias y hermanas que luchaban solas contra los avatares de la vida. Sin hombres, sin maridos ni hermanos.

Todos estaban en el frente. Muchos no volverían o lo harían horriblemente mutilados como los instructores alemanes que les apretaban las tuercas en el campamento de Grafenwöhr. Erika era una mujer maravillosa, un ángel entre tanta barbarie, uniformes, marciales taconazos y piezas de artillería.

Añoraba la vida tranquila de antes de la guerra.

* * *

Al día siguiente Javier tuvo oportunidad de alegrarse por un par de pequeños detalles que le hacían apenas intuir que el enemigo no era tan sólido como él pensaba. Uno de los aspectos que más le habían impresionado sobre la Blau era que a una sola voz de Serrano Suñer, habían acudido voluntarios fascistas de toda España dispuestos a dar la vida por la lucha contra el comunismo. No era del todo así.

Al caer la tarde, en la cervecería de Hans tuvo lugar un incidente que a punto estuvo de costarle caro, y es que el Argentino, en un alarde de buena voluntad, había traído del brazo a un guripa que acababa de conocer y que era nada menos que de Tenerife, como Aranda.

Javier, o mejor dicho, Blas Aranda, quedó paralizado por el miedo a la vez que estrechaba la mano de Jorge Javier, un chaval moreno y delgado que dijo en tono de chanza:

—Hombre, da gusto encontrar a un paisano entre tanto godo.

Javier rió ruidosamente la gracia de su supuesto paisano pero en unos minutos quedó claro que no reconocía ni de oídas los lugares que el otro le recordaba, ya que, como buen convecino que era, se deshacía en loas hacia su ciudad natal en Canarias.

—No tienes acento de Tenerife como yo —repuso el otro.

—Llevo muchos años fuera, estudié en Madrid —contestó azorado Goyena.

En un momento dado, Javier notó que todas las miradas se habían posado en él: Lucientes, el Argentino, Bernabé Aliaga, Alfonso el de Alcantarilla…

—Un momento —dijo alzando la mano—. Sentaos. A vosotros, camaradas, no os puedo ocultar nada.

Todos tomaron asiento, el Rojo tomó aire viendo la desconfianza en las miradas de sus compañeros de armas y tras pedir otra ronda e insistir al de Tenerife en que se quedara comenzó a hablar:

—Todos habéis notado que no recuerdo nada de Canarias. No lo puedo ocultar. —Los demás asintieron intrigados—. Me llamo Blas Aranda, ya lo sabéis, capitán Aranda del Tercio de Regulares. Supongo que os habrá llamado la atención el que siendo capitán, herido y héroe de guerra me alistara como simple guripa, aunque gracias a Dios, hay muchos casos como el mío. Bien, los hechos son que resulté herido en la Batalla del Ebro, de gravedad. Una esquirla de metralla casi me revienta la cabeza. Llevo un trozo de chapa en la chaveta —dijo golpeándose con fuerza el lateral de la cabeza— y la verdad es que debieron de darme fuerte. Estuve amnésico durante casi tres años.

—¿Amn qué? —espetó Jesús el Animal, el de Teruel.

—Que no recordaba nada —aclaró Aliaga, el universitario de Alicante—. Por el golpe, a veces pasa.

Javier siguió:

—El caso es que hace un par de meses volví en mí. Recordaba quién era, la guerra, la Falange… pero… pero no recordaba nada de casa… ni mi pasado… además, siento decir esto, pero me entendí con una enfermera de la residencia en la que me recuperaba, en los Baños de Benasque, en pleno Pirineo. Al parecer me había comprometido con ella. Sentí pánico y me alisté. Salí por patas.

Todos miraron a Javier como sonriendo de alivio.

Aprovechó el momento y dijo:

—Ya lo veis, soy un cobarde.

—¡No, no! —protestaron todos.

—Eres un héroe de guerra, ¡hostias! —gritó Lucientes—. No vuelvas a hablar así de ti mismo delante de tus camaradas, estamos contigo a muerte, Blas… Además, todo el mundo tiene algo de lo que escapar… Eres el mejor de la unidad, con experiencia en combate y buen tirador. Cuando empiecen los tiros ya me gustaría tenerte a mi lado… ¡Viva España!

—¡Por Aranda! —gritó Bernabé Aliaga alzando su jarra.

Todos levantaron sus cervezas brindando por Javier y zanjando la polémica.

Respiró aliviado. Habían estado a punto de descubrirle.

* * *

Aquella misma noche, entre cervezas y cantos, cuando Javier aprovechaba para ir a aliviarse al cobertizo que hacía de urinario, reparó en algo que le llamó la atención:

Alfonso, el joven divisionario de Alcantarilla, se hallaba sentado bajo un haya, cabizbajo y taciturno.

Javier se acercó y comprobó que estaba llorando.

—¿Qué pasa, nene? —le dijo cariñosamente.

—¡Nada, nada! —contestó el otro sorbiéndose los mocos con la manga de la guerrera.

«Es un crío», pensó Javier.

—¿Por qué lloras?, no te avergüences… todos tenemos nuestros malos momentos…

—No, no es nada.

—Alfonso, déjame ayudarte, hombre.

—… es que antes, ahí dentro, cuando te mostraste tan preocupado por tus motivos para alistarte…

—¿Sí?

—… que yo, no sé cómo decirlo… yo…

—Dime, Alfonso.

—Al ver con la nobleza que actuabas me sentí un miserable… yo… yo no soy falangista, Blas…

—¿Y?

—… me alisté porque… mi padre fue socialista, lo fusilaron… no había manera de levantar cabeza. En Murcia se está pasando mucha hambre, y tengo madre y hermanos pequeños. Nadie nos daba trabajo, estábamos marcados. Tuve que demostrar que era falangista de verdad y me alisté para demostrarlo.

—¿Y eso te parece tan grave?

—Sí, claro.

Allí, bajo la fresca noche de Grafenwöhr, Javier sintió pena por aquel pobre chaval cuyo padre había combatido en su propio bando. Sintió ganas de confesarle que era un rojo, como su fallecido progenitor, un infiltrado…

—Mira, Alfonso, eso no es tan grave, no te preocupes… Ya quisieran muchos ser la mitad de honestos que tú… pero no cuentes a nadie lo que me has dicho… Tenemos que conseguir que vuelvas vivo de esta locura; cuando empiecen los tiros sígueme y haz lo que yo te diga. Si vuelves a Murcia con vida no pasaréis más hambre, serás un héroe de guerra…

—Pero…

—Ni pero ni nada. ¿No has visto lo que ha dicho Lucientes? Todo el mundo huye de algo.

El crío pareció razonar:

—Sí —añadió—, la verdad es que no todo el mundo se alistó tan convencido…

—¿Cómo dices? —repuso Javier.

—… no, que ayer estuve hablando con unos catalanes, del dos-seis-tres, de infantería. Al parecer, en Cataluña faltaron voluntarios y obligaron a alistarse a gente de reemplazo como ellos.

—¡Lo sabía! —dijo Javier sin poder ocultar su satisfacción.

—Y con los vascos ha pasado otro tanto.

—Bien, hijo, bien, ¿ves? Lo tuyo no es tan raro. Tú permanece atento y no te descuides. Venga, vete dentro y no me vengas con más patrañas. —En ese momento apareció Erika en su bicicleta. Javier miró al chaval y le dijo—: Ah, y recuerda, ni palabra de esto a nadie. ¿Entendido?

El joven guripa asintió.

Los padres de Erika habían ido a visitar a su tía a un pueblo vecino. Dormirían allí, así que la casa familiar estaba vacía. Javier sabía cómo llegar tarde al barracón y no ser castigado; había una puerta en la que los gendarmes alemanes se dejaban sobornar para entrar más tarde de la cuenta en el campamento.

No le dijo a la chica que partían al día siguiente.