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Un infierno azul

Cuando el coche oficial dejó a Javier en la estación de Vitoria, éste volvió a sentirse asombrado por el entusiasmo con que tanta gente acompañaba a aquellos fanáticos en un último adiós antes de su partida.

El joven intendente se sentó en un rincón, al fondo del vagón plagado de bancos de madera, e intentó pasar desapercibido, pero en aquel festivo ambiente hubiera resultado sospechoso rechazar los numerosos tragos de coñac y anís que le ofrecían sus ahora compañeros de armas. Las cantimploras repletas de coñac pasaban de mano en mano y las canciones no cesaban en un ambiente de inconsciente camaradería. Aquellos locos iban a luchar contra los rusos, a los que ni siquiera Napoleón había conseguido vencer, y parecía que iban de romería. Javier pensaba que aquélla iba a ser la tumba del Tercer Reich, ya que desde el punto de vista estratégico le parecía un error garrafal el que los nazis se hubieran atrevido con el oso soviético abriendo un nuevo frente que descargaría a las democracias occidentales de la presión alemana. Al parecer los nazis estaban muy interesados en el petróleo del Cáucaso y, según se decía, los rusos se habían visto sorprendidos por la moderna maquinaria de guerra germana, a la que sólo podían oponer una cierta resistencia a base de sacrificar cientos de miles de hombres como el que sacrifica un pequeño batallón en una cota perdida.

Lo cierto es que se trataba de un choque de colosos. Nunca en la historia se habían enfrentado dos ejércitos tan modernos, tan eficaces y tan nutridos, y aquello amenazaba con convertirse en un auténtico infierno.

Javier no quería en modo alguno ser testigo de ello, porque ¿cómo había llegado a aquella situación? Rodeado de falangistas, inconscientes, camorristas, gentes que se jactaban de adorar a la muerte y amigos de lo que ellos mismos definían como «dialéctica de los puños y las pistolas». ¿Qué hacía él allí? Ligeramente achispado como se hallaba pensó que lo mejor que podía hacer era integrarse cuanto antes. No le sería difícil aprender sus canciones, chanzas y consignas. De hecho, ya casi las conocía todas de tanto escucharlas repetidas de manera machacona, una y otra vez. No podía escapar, lo cogerían enseguida. Además, lo pagarían Julia y la niña. Sólo tenía una opción: cumplir con la misión que ese sinvergüenza le había asignado. De Heza le había parecido una comadreja humana, un mal tipo, pero le tenía bien atrapado. ¿Cómo iba siquiera a sobrevivir en el frente ruso?, y si así fuera ¿cómo iba a pasarse? Y suponiendo que lograra hacerlo, ¿cómo iba a conseguir que no lo metieran en un campo de concentración siendo como era un soldado fascista? Aquello no era la guerra de España, en la que la gente se pasaba de un bando a otro según el sentido de las ofensivas y el devenir de la contienda. Javier conocía casos de combatientes que habían cambiado de bando más de siete u ocho veces. En el frente ruso eso no iba a ser tan sencillo. Y además, una vez en Leningrado, ¿cómo encontraría al tal Meléndez si es que estaba vivo? ¿Cómo iba a hallar aquel maldito brazo en un país tan inmenso como Rusia? Era de locos.

Escuchó que todos cantaban el Cara al sol. La expedición salía de Vitoria.

* * *

En Hendaya tomaron contacto con los nazis por primera vez. La mayoría de los guripas estaban borrachos como cubas. De hecho, Javier apenas si se mantenía en pie. La borrachera le había dado llorona, pero fue cauto y consiguió serenarse, por lo que no se descubrió ante sus nuevos compañeros. Un cabo y un soldado de Sevilla lo llevaron en volandas a las duchas. Allí, el agua fría le hizo volver en sí. Todos los guripas maldecían. Después de aquello, los alemanes los desinfectaron con unos polvos azules como si fueran ganado y más tarde, ya aseados y vestidos de nuevo, les ofrecieron una suerte de recepción en la que unas bellas germanas de uniforme les sirvieron salchichas, coñac y chocolatinas al son de una banda que no cesaba de tocar y tocar. Los compañeros de Javier estaban eufóricos, entusiasmados, así que el veterano comunista comenzó a meterse en el papel y luciendo su mejor sonrisa departió amigablemente con unos, hizo bromas sobre las exuberantes alemanas con otros y terminó cantando y bebiendo con sus nuevos camaradas, emborrachándose otra vez.

Al menos un consuelo le quedó y es que la mayoría de los franceses, al ver pasar el tren les lanzaban piedras o se hacían un signo inequívoco en el cuello, como si se cortaran la yugular. No toda la población del planeta se había convertido al fascismo aunque el avance de éste pareciera, en verdad, imparable.

* * *

El tren atravesó Francia y pudieron ver de soslayo la famosa e inútil línea Maginot. En las largas horas de tertulia en el tren hizo amistad con algunos compañeros de unidad. Le llamó la atención un crío de diecisiete años, murciano como él, de Alcantarilla. No parecía un falangista demasiado convencido. Lamentó tenerle que mentir y decir que se llamaba Blas Aranda y que era de Canarias en lugar de poder hablar con él durante horas y horas de su tierra natal. El chaval se llamaba Alfonso.

Enseguida se corrió la voz de que el tal Aranda era un capitán, héroe de guerra, que se había alistado de simple guripa. A Javier le sorprendió comprobar que su caso no era el único, ¡aquellos fascistas estaban locos de remate! Pudo conocer incluso a un tal Carlos Pinilla que había dejado su puesto de gobernador civil de Zamora para alistarse de soldado raso.

Llegaron a Alemania. Allí el recibimiento de la población fue otro. Aquello era el auténtico territorio enemigo, el corazón de la bestia, y él estaba allí para verlo.

El sargento que les había tocado en suerte se llamaba Férez, y los formó inmediatamente en la estación de Saarbrücken. Aquel exlegionario era un tipo correoso, con la voz rota por el alcohol y bragado en mil batallas que imponía por su aspecto fiero e implacable. Lucía unas inmensas patillas que hacían reír a los soldados.

A Javier le daban pánico los uniformes de los soldados alemanes, sus altas botas negras, sus taconazos. «¡Heil Hitler!», gritaban aquellos bárbaros con el brazo en alto cada vez que se cruzaban con los apocados divisionarios.

La estación estaba llena de banderitas, cruces gamadas, uniformes de las SS y multitud de civiles que aclamaban a los soldados españoles con vítores y aplausos. Una mesa atendida por rubias alemanas de uniforme blanco —las Schwesterns— deparaba a los expedicionarios los mejores caramelos, chocolatinas, cerveza, coñac y salchichas. Javier rió divertido al ver cómo sus meridionales compañeros tiraban algún que otro pellizco a los traseros de aquellas exuberantes valquirias. En el fondo sintió que el mundo se acababa, aquel entusiasmo no era otra cosa que la prueba de que el ideal nazi se estaba imponiendo en el mundo. ¿Qué futuro le esperaba a la humanidad? Agarró la cantimplora con decisión y se la tendió a una bella joven de ojos azules como el mar que se la llenó solícita y le pidió su nombre para escribirle:

Madrrina de jerra —le dijo en un gutural castellano que de encontrarse en otras circunstancias le hubiera parecido hasta gracioso.

—¡Esto es la hostia, Aranda, esto es la hostia! —le gritaba al oído Lucientes, un viva la Virgen de Valencia metido a falangista de pro—. Están como locas las doiches, a éstas nos las beneficiamos.

Javier se sentía morir. Se atizó un buen trago de coñac.

Recordaba como en sueños el paso del convoy por la Selva Negra y por las verdes campiñas de Baviera, no en vano permanecía en una agradable y dulce borrachera que le duraba ya casi dos días y medio. Al fin llegaron a Grafenwöhr, el campamento en el que habían de hacer la instrucción y asimilarse a los usos y modos del Ejército alemán, la Wehrmacht. Javier volvió a desmoralizarse al comprobar —entre los vítores y exclamaciones de sus compañeros— que aquellos malditos nazis les aventajaban de veras en todo. El campamento era limpio y amplio, y las instalaciones parecían modernas y funcionales, los barracones albergaban dos compañías y hasta los camastros estaban numerados. Las pistas de entrenamiento, los aseos, las duchas, todo era excelente. Javier pensó que por muy bueno que fuera el Ejército Rojo no podría igualar aquello ni en sueños. Se sintió desmoralizado.

—Estos tíos ganan la guerra, seguro —espetó con aire resignado.

—Y que lo digas, Aranda —replicó el Argentino, un chicarrón que venía de Soria y que había luchado en el frente norte en la guerra—. Estos doiches saben hacer las cosas de veras.

Poco a poco iban formándose grupúsculos en las compañías, así que Javier se vio rodeado de unos cuantos «camaradas» que se frecuentaban mutuamente y que solían matar el tiempo juntos. Se puso una tarea como entretenimiento, tutelar al joven de Alcantarilla, Alfonso. Lo veía como perdido y temía que en cuanto empezaran los tiros fuera de los primeros en caer. Bernabé Aliaga, de Alicante, era un joven universitario despierto y con buena formación, apenas le quedaban dos asignaturas para acabar Derecho, pero ya había formado parte de los tribunales constituidos por los fascistas al acabar la guerra. Era delgado, bajito y miope, por lo que llevaba unas gafas redondas de gruesos cristales. Jesús el Animal era de Beceite, Teruel, había dejado la azada al principio de la guerra para alistarse con los nacionales y no sabía más que hablar de cabras, tomates y siembras. Javier se preguntaba qué hacía allí aquel pobre agricultor. El Argentino y Lucientes completaban el grupo de compañeros que solían pasar el rato fumando y charlando sobre lo que harían después de la guerra y tratando el tema que más les atraía, las mujeres.

Aquella tarde, tras una suculenta comida y una buena siesta, les dieron permiso para bajar al pueblo. Todos quedaron extasiados ante la bucólica visión de aquel agradable pueblecito germano. Las casas eran preciosas, los tejados de vivos colores brillaban al sol de la tarde veraniega y los jardines, profusamente cuidados, proporcionaban una innegable sensación de frescura y verdor. El empedrado de las calles era perfecto y el pueblo se hallaba jalonado de cervecerías y coquetas tiendas en las que era posible comprar de todo. Los alrededores eran verdes y frondosos, los puentes que surcaban los riachuelos, añosos y bellos. Aquello parecía de cuento de hadas. Javier envidió una vez más a los malditos nazis que les saludaban dando muestras de verdadero afecto para con los divisionarios. Aquellas gentes parecían alegres, simpáticas, campechanas y muy humanas, y en cambio mantenían su apoyo al Tercer Reich. Vivían en una sociedad rica, opulenta y bien organizada, moderna, pero eran ajenos al mal que estaban causando al resto de Europa. Tenían esclavizados a todos los pueblos conquistados, saqueaban sus países, sus materias primas y expropiaban a los judíos, pero no se observaba en ellos ni un atisbo de remordimiento siquiera. Se dedicaban a disfrutar de su rico país, sus buenas carreteras, sus hermosos pueblos, su cerveza… como si el mundo no estuviera en guerra.

Javier tenía claro que el haber atacado a Rusia era el fin de Hitler, pero ahora, viendo cómo se vivía en Alemania, comenzaba a dudar si aquellos cabezas cuadradas no podrían vencer a la vez a los Aliados y a los rusos. Alemania era un país muy poblado, una sociedad militarizada, tenían los mejores ingenieros y técnicos del mundo. Además, se habían hecho con enormes acopios de materias primas de los países conquistados y gozaban del uso y disfrute de inagotables reservas de mano de obra barata en los estados sometidos. Por si fuera poco iban a por el petróleo del Cáucaso. ¿No había nadie en este mundo capaz de pararles?

* * *

Pasaron la tarde y parte de la noche de cervecería en cervecería, confraternizando con los doiches y tirando los tejos a las fräuleins, que, dicho sea de paso, se dejaban querer.

Las salchichas eran enormes y sabrosas y la cerveza, excelente. Aquellos divisionarios se encontraban en el paraíso mientras Javier no podía evitar los recuerdos de la batalla del Ebro. No quería volver a combatir, a verse inerme bajo la artillería enemiga, y menos en el frente ruso. Los mandos aseguraban que la campaña habría terminado antes del crudo invierno soviético. El comunista porfió porque no fuera así.