Rusia es culpable
—¿De veras quiere usted alistarse, capitán? —me espeta el comandante mirándome desde el asiento de al lado del conductor—. Hemos terminado, nos vamos a Zaragoza ahora mismo, mañana partimos para Vitoria y estamos completos.
—Tengo que alistarme, ¡soy un héroe de guerra! —me oigo decir a mí mismo.
—Hágase a la idea, capitán, nos sobra gente, hay falangistas de toda España que han quedado fuera. Si hay incluso mandos que se alistan como soldados de a pie…
—Pues hágalo… me voy de guripa… lo que sea… quiero luchar.
Me mira como dudando. Niega con la cabeza.
Le tiendo los dos cartones de tabaco. Una auténtica fortuna para trapichear.
—Por favor… camarada… necesito ir —le ruego.
Definitivamente coge el tabaco y me dice:
—Suba atrás. Y ya sabe, capitán, de guripa.
—No se arrepentirá.
Entrego la carta para Aurora a un crío del pueblo y le doy una propina. Luego me dirijo al camión. Atrás, cinco jóvenes con camisa azul me reciben entre vítores mientras el vetusto vehículo arranca. Justo cuando salimos del pueblo, veo a lo lejos el coche del médico llegando a Benasque. Por poco.
* * *
Estimada Aurora:
Te escribo esta esquela con el mejor de los propósitos, para que te tranquilices, no temas por mí y, sobre todo, para que intentes rehacer tu vida empezando de nuevo con alguien que te merezca más que yo.
Te habrá sorprendido mi inesperada partida pero hay algo que debo decirte: sé que es probable que quieras hacerte a la idea de que me voy por no hacer efectivo nuestro compromiso. No es así. No es que no te quiera, no, al menos a mi manera, pero quizá deberíamos habernos conocido en otra época. Antes de la guerra, siendo más jóvenes.
No puedo aclararte los motivos de mi repentina huida pero sólo te diré que si sobrevivo te lo explicaré todo algún día en una extensa misiva. Ahora no puedo hablar.
Espero que te quites de la cabeza lo del capitán Rodríguez, serías muy desgraciada con ese borrachuzo. Ten paciencia, sé que conocerás a alguien que merezca la pena, la vida no se acaba en una sola persona y el amnésico con el que compartiste estos casi tres años en los Pirineos es una persona que no existe ya. Lo siento.
Me has ayudado mucho y siempre te estaré agradecido.
PD. Puedo decirte que me voy porque hay otra persona y que no se trata de ti. Espero poder explicártelo algún día. Siento de veras el daño que pueda haberte causado.
¿BLAS?
* * *
La alegre inconsciencia de aquellos soldados recordaba a Javier la de los milicianos del Frente Popular cuando la guerra. La estación de tren de Zaragoza hervía plena de actividad por la presencia de los voluntarios de la División Azul y, sobre todo, por la presencia de los familiares y militantes de Falange que acudían a despedir a aquellos fanáticos dispuestos a dar la vida por luchar contra Rusia. Para Javier, el país más avanzado del mundo, el edén de los trabajadores.
De Zaragoza partía el tren de víveres, la columna ligera y un par de baterías del 10,5. Sentado en un rincón de su compartimiento el antiguo intendente miraba a su alrededor como si se tratara de la vida de otro, de otros, como un filme de jóvenes que parten a la guerra. Ya no vestía el laureado uniforme de capitán sino el de guripa, como los demás: camisa azul, pantalones de campaña con polainas, guerrera y la boina roja de los requetés que tanto desagradaba a los «camisas viejas».
—Vaya mierda, llevar ese tomate —había escuchado decir a un voluntario de Barbastro que a pesar de todo se caló la boina disciplinadamente.
¿De dónde diablos había salido tanto fascista?
Toda la estación aparecía engalanada con banderas rojas y gualdas, las camisas azules proliferaban, los uniformes blancos de gala de aquellos malditos falangistas aparecían aquí y allá. Incluso se observaban banderas italianas y enseñas rojas con la esvástica.
¿Por qué todo el mundo era ahora del Movimiento?
Javier no pudo evitar pensar que aquél era un país de advenedizos. Recordó los primeros días de la revolución en Murcia. La mayoría de la gente era republicana. No, la mayoría no, todos.
Ahora, en cambio, proliferaban por aquí y allá toda una multitud de falangistas, curas, antiguos cedistas y fervientes católicos que al parecer apostaban a caballo ganador. Ésa era España. Pocos tenían verdaderas convicciones, aunque los que al parecer las tenían habían arrastrado a los demás a una guerra absurda y fratricida que había traído la desgracia y sumido al país en una insuperable situación de hambre y miseria. No era de extrañar que la mayoría vendiera a su madre por un chusco de pan.
Era obvio que el país había quedado desolado, y Hitler y Mussolini reclamaban el pago de la ayuda prestada. Franco no quería entrar en la gran guerra, no en vano el generalito no era tonto, así que decidió sacrificar a unos miles de hombres en la División Azul como pago a los alemanes por su auxilio en el pasado.
Por eso Serrano Suñer había gritado: «¡Rusia es culpable!», provocando que miles de falangistas de toda España acudieran a alistarse. A Javier le daban pena aquellos pobres fanáticos porque, en cierta medida, le recordaban a sus hermanos y a su padre. Ahora los tres estaban muertos. Su fanático padre, Eusebio, que les había robado la infancia a sus dos hijos mayores. Ramón, más manso, no parecía afectado por ello, pero Eusebio evidenciaba a veces contradicciones, dudas y comportamientos algo crueles. Lo sentía por los tres.
Justo cuando el tren se disponía a salir, mientras Javier permanecía sentado en su sitio y el resto de voluntarios se abalanzaba sobre las ventanas para despedirse de sus seres queridos, aparecieron dos miembros de la policía militar y preguntaron por el capitán Aranda.
Javier sintió que un escalofrío recorría su cuerpo:
—Soy yo —dijo poniéndose de pie.
El más bajo de los dos policías militares le indicó:
—Debe usted acompañarnos, ahora.
Javier no puso ninguna pega. Tomó el petate con el escaso equipo que le habían dado y les siguió mansamente.
En la puerta de la estación aguardaba un inmenso coche negro y en su interior, junto al conductor, un teniente de artillería que le dijo:
—No tema, debe hacer una declaración.
Con un policía militar a cada lado y sentado en el asiento de atrás, Javier viajó paralizado por el pánico. Enseguida comprobó que el coche oficial tomaba la carretera de Madrid. Nunca había estado en la capital. ¿Moriría allí?
—¿Qué ocurre?, ¿dónde me llevan? —preguntó asustado.
Nadie le contestó. Después de Guadalajara le vendaron los ojos.
El camino se le hizo largo y tedioso, sin poder hablar con sus herméticos captores y embargado por el miedo y los peores temores.
Le habían descubierto, no había duda.
Cuando lo bajaron del coche era ya de noche. Sintió que entraba en una casa y que bajaba unas escaleras. Estaba en un sótano, lo notó por el frescor del ambiente y sobre todo por el olor a humedad. Allí lo dejaron atado a una silla durante horas. Solo.
* * *
Pasó mucho tiempo hasta que alguien entró en el cuarto y lo subió a empellones escaleras arriba. El desconocido lo llevó a un fétido retrete fuera de la casa y una vez dentro, le quitó la venda para que pudiera orinar. Era un soldado joven pero de aspecto fiero. Una vez que alivió la vejiga, el fascista le volvió a vendar los ojos y le acompañó al interior de la casa, al sótano. Notó que había gente al entrar, porque unos murmullos cesaron y, además, olía a tabaco. Le desataron las manos, que llevaba a la espalda, y le sentaron bruscamente en la silla. Alguien le quitó la venda de los ojos y vio que frente a él había una sencilla mesa de madera en la que permanecían sentados dos oficiales del Ejército nacional. Uno de ellos era el ridículo calvo de las gafitas, el tipo del tren, el que mascaba tabaco.
Javier dijo:
—¡Lo sabía!, le vi en el tren.
El más mayor, de pelo canoso y bigote, miró al calvo como en un reproche.
Tras Javier había dos soldados de pie. El sótano estaba semivacío, con dos jamones colgando de una viga y las paredes desconchadas y llenas de humedad.
El oficial que parecía al mando, un teniente coronel, habló quedamente:
—Bueno, bueno, hasta aquí ha llegado usted.
Javier, decidido a hacer su papel, dijo intentando parecer indignado:
—Soy el capitán Blas Aranda, y exijo que se me diga qué está pasando aquí.
—No se esfuerce, sabemos quién es usted. Por cierto, permítame presentarme, soy Antonio de Heza y López, subdirector del servicio de inteligencia militar español, y éste, al que al parecer ya conoce usted, es el capitán Amalio Ruiz, mi fiel mano derecha, le siguió a Murcia. Usted es Javier Goyena, un comunista.
Javier permaneció impertérrito.
—¿No lo niega? —dijo el severo militar dando una profunda calada a su cigarrillo—. Ya, va usted a hacer el numerito del tipo taciturno y callado. Bien, pues le diré que me sé de memoria esta historia, la he visto miles de veces y no tengo tiempo para tonterías —añadió mirando al techo con desesperación—. Eso es lo que no tengo, tiempo. No, querido Javier, no vamos a perder el tiempo interrogándole para que reconozca quién es. En verdad, lo sabemos de sobra. No vamos a amenazarle con lo que le ocurriría a su mujer, a su madre y a su hija si no colabora.
—¿Colaborar? —dijo el rojo.
—Sí, colaborar. Lo normal es que le hubiéramos fusilado en el mismo Benasque, pero en lugar de eso está usted aquí, oculto, en el sótano de una casa de recreo de la sierra madrileña. ¿No le parece extraño? ¿No se pregunta usted por qué?
—Pues, la verdad, no sé…
—No le hemos llevado al Ministerio de la Guerra porque allí quedaría constancia en una ficha de su detención y a mí, al menos, no me interesa eso. Tiene usted una cobertura perfecta. ¿Me sigue?
—No —dijo el preso negando con la cabeza.
—Bien, le explicaré. Yo puse en marcha el servicio de inteligencia del bando nacional y soy un hombre, digamos, bien informado. Cuando empezó la guerra, estábamos en la inopia. Fue un trabajo laborioso ir tejiendo una tupida red de informadores en la España roja, pero no crea, no fue difícil. Le resultaría curioso saber lo putrefacta que estaba su escuálida organización militar. El número de quintacolumnistas era excesivo, por no hablar de los destripaterrones que estaban dispuestos a traicionar «su causa» por unas pesetas. En fin, que se puede decir que hicimos un buen trabajo. Y seguimos haciéndolo. —El capitán de gafitas asintió ante esta última afirmación de su jefe—. Bien… bien… digamos que me encuentro en este momento en una situación algo difícil… por no decir extrema… y ahí es donde entra usted.
—¿Y qué le hace pensar que voy a ayudarle? —dijo Javier desafiante.
—No se haga el gallo, amigo, ¿sabe cuántos niños rojos han muerto desnutridos en las cárceles en brazos de sus desesperadas madres? El hacinamiento, la desnutrición, los piojos, las pulgas, las enfermedades…
Javier asintió más sumiso ante la velada amenaza.
—Mire, le diré lo que haremos. Éste es el trato —dijo el teniente coronel incorporándose en su silla y apoyando los codos en la mesa—. Usted va a hacer un trabajito para nosotros. Mientras tanto, nada le faltará a su mujer y a su hija. Tiene madre este hombre, ¿verdad? —añadió mirando a sus subordinados a la vez que abría una subcarpeta y consultaba unos documentos—. Sí, claro, el padre murió de pulmonía en la cárcel. No se sorprenda, Javier, lo sabemos todo. Ha construido usted, sin saberlo, una coartada perfecta, lo que los espías llamamos una «piel nueva». Sabemos que se ha hecho usted pasar por Aranda, aunque no conocíamos su identidad verdadera hasta que cometió el error de viajar a Murcia. Una viejecita muy amable tuvo la bondad de acudir al Gobierno Militar a darnos todos los datos. Además, aquí el capitán le siguió, aunque eso ya lo sabe usted, claro. Como le decía, el trato es sencillo, usted cumplirá una misión para mí. Una vez resuelto el asunto, enviaremos a su mujer, su hija y su madre a Uruguay. Allí se reunirá usted con ellas con una nueva identidad y todos tan contentos.
—No tengo opción, ¿no?
—Ninguna, si se niega le fusilamos y sus mujeres morirán de hambre y enfermedad en la cárcel. Su mujer es hermosa… tengo entendido, ¿no?
—No se esfuerce en asustarme más, estoy en sus manos, diga…
—Un tipo realista —dijo el espía pareciendo halagado—. Bien, como le decía, lo sabemos todo sobre usted. Hicimos algunas preguntas a determinados presos de Murcia que aflojaron su conciencia con facilidad. Al parecer, estaba usted bien visto en el Partido. Escribía con soltura, buena pluma, y era el niño mimado del comité. Se dice que querían llevarle a Rusia.
—Algo así, sí —dijo Javier—. ¿Puedo fumar?
El teniente coronel De Heza asintió y un soldado tendió un cigarro al preso.
—¿Usted fuma, Javier?
—Empecé a hacerlo en el frente. ¿Qué debo hacer?
—Bien, no se nos escapa que usted sería bien recibido en Rusia. De hecho, sospechamos que se alistó en la División Azul con la idea de pasarse en el frente ruso, ¿me equivoco?
—Me alisté para huir del único familiar de Aranda, pero ahora comenzaba a pensar en pasarme, en efecto.
—Perfecto, perfecto —dijo De Heza juntando sus manos—. Pues va usted a cumplir con su plan. Ya ve. A la mínima oportunidad, usted va a pasarse al enemigo. Ganará su confianza, les contará lo de la nueva identidad que ha conseguido y los volverá a convencer para que le dejen volver a la División Azul para hacer de agente doble, ¿de acuerdo? Les dirá que pueden simular que le cogieron prisionero y que usted escapó.
—Y una vez de vuelta quiere usted que les intoxique con falsas informaciones.
—No, no. El objetivo de su misión está en la madre Rusia. Usted debe «hacer algo» cuando se encuentre allí, debe ir a San Petersburgo…
—Leningrado —corrigió Javier.
El militar le miró con cara de pocos amigos y añadió:
—… San Petersburgo… Debe ir allí y recuperar un objeto que traerá de vuelta cuando se pase a nuestro bando como supuesto agente ruso.
—De acuerdo, ¿de qué se trata?, de unos planos o algo así…
De Heza y su ayudante se miraron. Un gesto del capitán hizo que los dos soldados salieran del cuarto rápidamente y dejaran a los dos oficiales a solas con el detenido.
El teniente coronel apagó su cigarro y dijo:
—Esto es lo más peliagudo, Javier. Debo advertirle que, a partir de aquí, todo lo que usted escuche es altamente secreto; por tanto, cualquier indiscreción por su parte le costaría la vida y la de su familia. A fin de cuentas no es usted más que un rojo metido en la División Azul con el objeto de espiarnos. O al menos eso es lo que diremos. Bien, al grano, usted sabe que el Generalísimo es un hombre muy religioso. Yo, personalmente, no comparto el enfoque tan, digamos, eclesiástico que está dando a nuestro modelo de estado, pero claro, el capitán aquí presente y un servidor fuimos masones antes de la guerra. Eso no lo sabe nadie, claro, ya me encargué de que todos mis compañeros de logia fallecieran. Dura lex sed lex. En fin, que no comparto esa visión casi supersticiosa que el Caudillo tiene del mundo pero le admiro porque es un jefe militar excelente que nos ha llevado a una gloriosa victoria. Supongo que habrá usted oído hablar de la gran veneración que Franco siente por una reliquia que lleva consigo a todas partes.
—El brazo incorrupto de santa Teresa —dijo Javier—. Yo creía que eso era propaganda de nuestro bando para dar una imagen del Caudillo de hombrecillo apocado y melindroso.
—Pues ya ve, Javier, me temo que es todo cierto. Desde que Franco se hizo cargo de la reliquia no ha perdido una batalla, ni política ni militar, y eso le ha llevado a desarrollar una dependencia enfermiza de dicho objeto. A mí me parece una pura superstición, algo macabro, pero para él es algo muy, muy, pero que muy importante. Mire, hijo, el 15 de octubre de 1582, moría santa Teresa de Jesús en Alba de Tormes. Una vez exhumados los restos de la santa, unos nueve meses después, se comprobó que el cuerpo estaba bien conservado. Entonces, como recuerdo, un cura, el padre Gracián, tomó el antebrazo y se lo entregó primero a las Carmelitas Descalzas de San José de Ávila. No sé muy bien por qué, después se lo dio a Carmelitas de San Alberto en Lisboa. En 1910, la revolución portuguesa provocó las expulsión de las monjas de su país y se refugiaron en España trayendo consigo la reliquia. Entonces, en 1924, se fundó el Carmelo de Ronda que agrupó a las religiosas portuguesas que residían ya en España. Al comenzar la guerra civil, más concretamente el 29 de agosto de 1936, el brazo fue requisado por el comité revolucionario, y las monjas portuguesas volvieron a su país reclamadas por su gobierno. En cuanto se liberó la zona, Franco se hizo con el brazo y desde entonces no se ha separado de él. Como usted comprenderá, santa Teresa es la figura más relevante del santoral patrio y eso hace que la importancia de dicha reliquia sea, para muchos creyentes, vital. Y por supuesto, para el Caudillo, claro.
—¿Y qué tiene esa reliquia que ver con esto? Franco la tiene en su poder, ¿no?
De Heza negó con la cabeza.
—¿No? —preguntó Javier asombrado.
—No, Javier, no. Esa reliquia está en Rusia. Todos cometemos errores y… En fin, no sé si sabe usted que los nazis están muy interesados en ciertos temas relacionados con el esoterismo. De hecho, el mismo Führer manifestó cierto interés por la reliquia de Franco, pero nuestro Caudillo depende de manera enfermiza de ese brazo acartonado y es un hecho probado que no le agrada Hitler por su ateísmo militante. Nunca se le pasaría por la cabeza deshacerse de la reliquia y menos para dársela a un tipo como el Führer. El caso es que los servicios secretos alemanes se pusieron en contacto conmigo e incluso un alto cargo del Partido Nazi me hizo ver lo conveniente que sería para nosotros el que se cumpliera ese pequeño capricho de Hitler. No le negaré que me hicieron una cuantiosa oferta económica que no pude rechazar. Todo el mundo tiene un precio.
Javier no pudo evitar hacer una pregunta:
—Pero ¿qué hace la reliquia en Rusia? ¿Franco no se ha dado cuenta de su ausencia?
—Los alemanes hicieron una réplica en cera. Es perfecta, el muy imbécil ni se dio cuenta. Teníamos en nómina a uno de sus ayudas de cámara. Un tipo de Getafe. El momento clave para dar el cambio era el encuentro entre Hitler y Franco en Hendaya. Allí, ese maldito traidor de Meléndez debía cambiar el brazo auténtico por la réplica que me habían entregado los nazis.
—¿Y lo hizo?
—Lo hizo.
—¿Y bien?
—Que se llevó la auténtica y desapareció.
—¡Cómo!
—Lo que oye usted, Javier, ese maldito hijo de puta se escapó con la auténtica reliquia. Sabemos que llegó a Suiza. Sé que voló al norte de África y que de allí embarcó a Odessa. Tenemos datos fidedignos que lo sitúan en Leningrado.
Javier añadió con retintín:
—¿No era San Petersburgo?
—¡Qué más da! El caso es que ese cabrón se pasó a los rusos.
—Entonces —dijo el prisionero—, ¿para qué me necesita usted? El brazo está ya en manos del enemigo…
—Pues no, ése es el caso. Si los rusos se hubieran hecho con semejante reliquia hubieran dado un golpe propagandístico sin precedentes. Al Caudillo le hubiera dado un ataque al corazón.
—¿Y?
—Que hay un tupido silencio en torno a esta historia. Ahora sabemos que el tal Meléndez fue militante comunista antes de la guerra y que el alzamiento le cogió cumpliendo el servicio militar en Marruecos. Supongo que, como a usted, le resultó más cómodo servir al Caudillo pasando informes a los rojos. Un topo excelente. El caso es que nos da la sensación de que el muy canalla no ha entregado la reliquia a los rusos.
—¿Por qué había de hacer algo así?
—No tenemos ni idea. Ésa es su misión. Averiguar por qué. Debe usted pasarse, llegar como sea a Leningrado, contactar con ese tipejo, encontrar la reliquia, recuperarla y volver.
—Eso es imposible.
—Lo sé. Pero es usted mi única oportunidad. Los nazis pagaron por adelantado y estoy en la picota. O les entrego la verdadera reliquia o me delatan. Tiene usted un año, es el plazo que me han dado. Es tiempo suficiente.
—Pero ese Meléndez debe de estar muerto…
—Puede que sí, pero es mejor que nada.
—¿Y si fracaso?
—Su mujer y su hija lo pasarán mal. Así no tendrá usted la tentación de quedarse en Rusia para siempre o delatarme. Un año.
—Pero ¿cómo voy a pasarme? Si en la guerra sobrevivir ya es difícil, imagínese usted…
—No me venga con milongas, Javier, y no me hable de imposibles o misiones desesperadas. No tiene usted opción ni yo tampoco. Si usted consigue lo que le pido, tendrá lo prometido. No espere usted ninguna ayuda, no podemos darle un trato de favor ni levantar sospechas. Deberá usted buscarse la vida y actuar completamente solo. Por cierto, estará usted vigilado en todo momento. Por quien menos espere. Si hace alguna tontería la pagarán sus seres queridos.
—No puedo elegir, entonces.
—¿Acepta?
—No tengo otra opción. Claro que acepto.
—De acuerdo entonces —dijo el subdirector del SIME levantándose con satisfacción.
—Sólo una cosa más. Ustedes avisarán a mi familia de que estoy vivo y les indicarán que esperen mi vuelta.
—Buen chico. Aquí el capitán Ruiz le proporcionará los datos que necesita y una fotografía del brazo incorrupto. Volverá usted a su unidad de artillería, como soldado raso. Buena suerte.
Entonces, antes de salir, De Heza se giró diciendo:
—Por cierto, se parece usted mucho a Omega, uno de nuestros agentes. Le preguntaré por si son ustedes familia lejana.
—Ya no tengo apenas familia. Gracias a ustedes —musitó Javier con un aire de tristeza y nostalgia.