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Complicaciones

—Ya hemos llegado, capitán —dice una voz que me saca de mi pesado sueño.

Bajo del camión que trae el correo medio dormido. Estiro las piernas. Le doy las gracias al soldado mientras arranca el lento vehículo y da marcha atrás para alejarse camino del pueblo. Al fin en Benasque. Miro con alivio la inmensa mole del edificio de los baños que destaca sobremanera en un ambiente tan bucólico y natural como aquél. No sé por qué no me parece que desentone entre tanta naturaleza salvaje. Me siento seguro al haber vuelto, como en casa. Son las once de la mañana y me dirijo al pabellón, a mi cama, a dejar el petate y buscar a Aurora. El mutilado de la cama de enfrente me dice que la atractiva enfermera ha bajado al pueblo a no sé qué y me guiña un ojo como insinuando algo. ¿Estarán todos al corriente de lo nuestro?

Decido bajar al pueblo. Justo cuando salgo del edificio oigo que me llaman:

—¡Blas, Blas!

Es Rodríguez, el capitán médico.

—¿De vuelta? —me dice.

—Sí, pensaba bajar al pueblo a dar un paseo.

Me fulmina con la mirada, es obvio que imagina que voy a ver a Aurora.

—¿Qué tal el viaje? ¿Le ha hecho bien a su malparada salud?

—Sí, mucho —miento—. Era justo lo que necesitaba, un cambio de aires.

Una eterna pausa. Miro la inmensa masa de coníferas a su espalda, en las laderas. Las montañas resplandecen de verdor tras la lluvia de anoche. Aquí siempre llueve por la tarde, incluso en junio.

—Me ha sorprendido su llegada, no le esperaba tan pronto. De hecho le tenía preparada una sorpresa, pero usted se ha adelantado. Mañana llega su tío Osvaldo, ha sido llamado a España por el prior de los franciscanos y va a aprovechar para venir a darle un abrazo. Llegó anteayer a Vigo en barco. ¡Qué emoción presenciar el reencuentro! —me suelta con aire irónico.

Era eso. El muy canalla ha decidido terminar mi relación con Aurora de un plumazo.

Me tiemblan las piernas. ¡Ha dicho mañana!

No tengo tiempo. Todo se complica. Voy a ser descubierto y no sé qué hacer.

—¿No se alegra usted? —me dice burlón—. Parece usted lívido.

—Es de la emoción —vuelvo a mentir. Estoy perdido.

—Se lo he ocultado deliberadamente pero me he estado carteando en secreto con su querido tío, un hombre de Dios, quería darle a usted una sorpresa y en cuanto me enteré de que lo reclamaban en España preparé este esperado reencuentro con su único familiar. Por cierto, ¿qué tal en Murcia? ¿Ayudó a la mujer de su amigo?

—La señorita Aguinaga tenía razón, esos rojos son orgullosos, rechazaron mi ayuda. De ahí lo precipitado de mi vuelta. —«Tengo que recomponerme», pienso para mí.

—Ya.

—Ahora, si me disculpa, he de bajar al pueblo.

Lo dejo allí solo, a la puerta del inmenso edificio.

Tomo una bicicleta y me dejo caer cuesta abajo hacia Benasque. La dejo apoyada junto a la pared del ayuntamiento y me dispongo a dar un paseo por el pueblo. Al entrar en la calle de la iglesia algo extraño me ocurre. Piso una sustancia pegajosa y pienso que debe de ser estiércol de vaca o caballo. Miro la suela de mi bota pero no, es tabaco de mascar. Recuerdo al viajero que compartió vagón conmigo en el tren que cubría el trayecto de Valencia a Murcia.

¿Casualidad?

En toda mi vida no he conocido nunca a nadie que mascara tabaco y ahora, de repente, ¿voy a coincidir con dos personas que lo hagan en apenas dos días? Ni hablar. Soy un hombre racional y no creo en coincidencias. Cuidado.

¿Me estará siguiendo el menudo hombrecillo de las gruesas gafas? ¿Será un agente? ¿Me habrán descubierto? El tipo apareció antes de llegar yo a Murcia, luego no fue la vieja quien lo puso tras mi pista. Alguien de aquí me ha delatado o al menos ha sospechado de mí como para ponerme un sabueso. Rodríguez, sin duda, ahora sé que me odia. Lo he visto en sus ojos.

Un momento, estás paranoico, Javier, calma. No es para tanto.

Veo un montón de jóvenes salir del ayuntamiento. Son del pueblo.

—¿De dónde venís? —pregunto.

—Están reclutando gente ahí dentro.

—¿Para qué? —digo asombrado.

Uno de ellos, quizá el más avispado, un joven pelirrojo y de rasgos toscos de campesino, me dice como el que comenta una obviedad:

—Pues para luchar con los rusos, la División Azul.

—¿Y os habéis alistado? —les interrogo.

—Quiá… eso es una locura —contesta el más bajo mientras se pierden calle abajo a echar unos vinos.

La División Azul, por nada del mundo me vería metido en una guerra y esos malditos fascistas no paran de inventar excusas para seguir combatiendo. Son unos locos.

Vuelvo a mi problema.

Si el tipo de las gafas está en Benasque soy hombre muerto. Es cuestión de horas que me descubran. Luego está el tío de Aranda. Llega mañana.

Sé lo que debo hacer.

Voy a una taberna que hay frente al puente. Es la que más me agrada del pueblo. La regentan una mujer y su hija, su marido fue rojo.

Entro y pido un chato de vino.

Sólo hay dos paisanos sentados en la mesa del fondo. Están a lo suyo.

La señora, de nombre Leonor, me sirve con presteza. La zagala limpia unas mesas contoneándose sensualmente. Es una moza entrada en carnes pero guapa y de aspecto voluptuoso. Dicen en los baños que se deja querer en el río por unas medias o un poco de chocolate.

—Doña Leonor… —digo.

—¿Sí? —me contesta la patrona.

—¿Podría usted recomendarme un buen guía de montaña?

La mujer, que está apoyada en uno de los inmensos barriles de roble que hay tras la barra, se incorpora y me dice:

—Claro, el sillero.

—¿Es valiente?

—Mucho, no le arredra la montaña.

—No, no me refiero a eso —farfullo algo nervioso—. Quiero decir que si… no le hace ascos a los caminos menos transitados.

La mujer hace un aspaviento y abre mucho los ojos. Me mira asustada.

—¿Qué quiere decir, capitán?

Pongo un billete sobre la mesa.

—Contrabandistas, ya sabe, necesito pasar a Francia, mañana, de manera discreta, claro.

—A mi marido lo fusilaron, ¿sabe?, aquí no queremos saber nada de cosas ilegales, ésta es una casa decente.

Otro billete.

Me estudia cautelosamente. Está corriendo un gran riesgo, no en vano soy un oficial fascista.

—No tema, no es nada ilegal —me dispongo a mentir una vez más—. Tengo un primo que combatió en el otro bando. No quiero que se sepa, soy un héroe de guerra, pero todas las familias tienen su oveja negra. Está en un campo de concentración, en Francia, y quiero hacerle llegar un dinero para que los guardias hagan la vista gorda y lo dejen salir. Después lo enviaré a Uruguay en un barco.

Ella me mira embobada.

Prosigo:

—Evidentemente no puedo hacer eso bajo mi propia identidad, así que quiero pasar a Francia «de estrangis» y hacer las gestiones sin que nadie me conozca ni se entere de ello. En un día o dos a lo sumo estaría de vuelta. Necesito un guía que me pase sin que me vean los carabineros. Se lo prometí a mi madre, por su hermana, la madre de mi primo Damián, le envenenaron la cabeza de muy joven con eso del comunismo…

—Entiendo —dice pareciendo convencida. Creo que mi mentira le ha sonado verosímil—. Pero que conste que yo no le he dicho nada.

—Mis labios están sellados.

—Tengo que hablar con el Matías el Bolas. Mañana vaya usted a su casa, a las diez; le estará esperando. Aquí le apunto sus señas.

—Gracias —digo tomando el papel—, le debo un favor, buena mujer.

Es evidente que las diez pesetas que le he dado la han animado a arriesgarse. Justo cuando salgo de la taberna veo a Aurora. La llamo.

Su cara se ilumina al verme.

* * *

Tras el desayuno me bajo caminando al pueblo. Necesito pensar, relajarme. ¿Será el Bolas un tipo de confianza? ¿Y si me traiciona?

Anoche hice el amor por última vez con Aurora. Fue algo increíble, aunque ella no sabía que aquél era nuestro último encuentro. No he pegado ojo en toda la noche. Le he escrito una carta que llevo en el bolsillo de la guerrera. Es una mujer extraordinaria aunque mutilada en su mente por la crueldad de la guerra.

Creo que se ha arrepentido de lo suyo con el médico falangista, y eso que no sabe que éste ha reventado la situación al traer a Osvaldo, mi supuesto tío. Siento pena por Aurora pues sé que me ama. Bueno, no a mí, sino al que fui durante los últimos casi tres años. Al meter al médico en esto ha provocado que la situación se encamine a lo inevitable. Tengo que pasar a Francia. Luego, ya veremos. Creo que hay resistencia a los nazis, quizá los buenos patriotas franceses me puedan sacar de allí y enviarme a América del Sur.

¿A qué hora llegará Osvaldo? Espero que tarde. Debo darme prisa. El Bolas debe sacarme de España esta misma mañana. Aunque sea arriesgado.

He preguntado en el pabellón y nadie ha visto a un tipo con gafas y traje de mil rayas por el pueblo. Tampoco es que me tranquilice. El detalle del tabaco mascado me ha hecho sospechar.

¿Habrá hablado con las autoridades la vieja que me reconoció en Murcia? Cometí el error de decirle que me llamaba Aranda, capitán Blas Aranda.

No puedo combatir en tantos frentes a la vez, el cerco se estrecha y voy a ser descubierto inevitablemente. La beata de Murcia, Rodríguez, el tipo de gafas y ahora, el familiar de Aranda. Debo poner pies en polvorosa.

Pensando en esto me llego a la calle San Pedro.

Hay un soldado en la puerta del número cuatro. ¡No puede ser!

Se cuadra al verme.

—Descanse, soldado —digo con tono marcial—. ¿Qué pasa aquí?

—Contrabando, señor. Hemos pillado a uno del pueblo al que llaman el Bolas. Anoche lo delataron. Pase, pase y mire lo que tenía en el sótano.

El soldado me hace pasar y me encuentro con un sargento de tez morena, muy simpático, que me baja al sótano. Aquello parece el paraíso: quesos, jamones, medias, chocolate, tabaco…

El sargento, que es de Cádiz, me alarga un par de cartones de tabaco americano. Toda una fortuna.

—¿Y a este Bolas, qué le harán? —comento como de pasada.

—Lo fusilan, seguro —me dice con su gracioso acento andaluz.

Salgo de allí tras despedirme apresuradamente. Me falta el aire. ¿Cómo voy a pasar ahora a Francia?

Una vez en la calle miro a derecha e izquierda. A lo lejos me ha parecido ver perderse tras la esquina a un tipo con un traje de mil rayas. ¿Será el tipo del tren?

¿Cómo voy a escaparme si han detenido al Bolas?

Calma, calma, es sencillo.

Iré a la taberna, donde Leonor, y le diré que me recomiende a un hombre de confianza que me pase hoy mismo. Exacto. Eso es.

No, un momento, ayer te recomendó al Bolas y esta misma noche lo han detenido. Eres un oficial fascista, por Dios, ahora pensará que tú lo delataste, y lo que es peor, todo el pueblo lo sabrá. Esta gente ha vivido del trapicheo con la frontera durante mucho tiempo y han aprendido a ser cautos al respecto. Estoy perdido. Es imposible que ningún guía quiera hablar siquiera conmigo.

Llego a la plaza del Ayuntamiento y cuando paso junto a la vieja iglesia, escucho la característica bocina del Buick del médico. Me oculto tras el murete del templo. Pasa el coche y me asomo. Un caballero con traje va junto al conductor, no sé quién es pero en el asiento de atrás se ve una tonsura. Un fraile. ¡El tío de Aranda!

Ya están aquí, van a los baños. En cuanto lleguen les dirán que he bajado al pueblo y Rodríguez lo traerá para verme. El muy hijo de puta.

Seguro que sospecha de mí. Me fusilan, no hay duda. ¿Qué harán con Julia, mi madre y la niña?

No tengo ni quince minutos.

Piensa, Javier, piensa.

Siempre me gustó controlar las situaciones, soy un hombre racional. Detesto que los acontecimientos se me vayan de las manos.

La campana toca al Angelus, las doce.

En la puerta del ayuntamiento veo a unos falangistas subiendo material a una camioneta. Son el banderín de enganche de la División Azul. Al parecer, han terminado su trabajo aquí. Se van.

¡La División Azul!