Un arriesgado plan
En los días que siguieron a mi primer encuentro con Aurora mi mente comenzó a funcionar como antaño. El plan que apenas si había intuido inicialmente, iba perfilándose poco a poco en mi malparado cerebro.
Aurora se mostraba comprensiva, feliz, taciturna a ratos, pero demasiado racional para lo que yo esperaba de una joven fascista que había terminado como amante de un capitán y héroe de guerra. No parecía esperar nada de aquello.
Habíamos llegado a una suerte de acuerdo tácito por el que manteníamos una relación que ambos sabíamos estaba condenada a acabar. Era obvio que yo no le hablaba de matrimonio. No podía. Era evidente que algo iba mal, pero no solíamos hablar de ello.
Seguía paseando con ella al caer la tarde y prácticamente todos los días hacíamos el amor. Casi siempre en su cuarto, a la noche, pero también en las excursiones que ella programaba dos y tres veces por semana. Era una experiencia casi mística para mí el poseer a una hembra tan exuberante en las soledades de aquellas bellas montañas, junto al Forau de Aiguallust, escuchando el atronador bramido del agua de su hermosa cascada, junto al Coll de Toro, viendo volar a los buitres majestuosos sobre nosotros, o en los húmedos y frescos rincones del bello valle de Estos. No pensaba en el mañana, la verdad, y creo que éramos felices a nuestra manera.
Fui preparando mi coartada para realizar mi ansiado viaje a Murcia. Una tarde, mientras mirábamos el cauce del Ésera desde el hermoso puente de piedra de Benasque, le dije a Aurora que quería viajar al sur para ayudar a la mujer de mi fallecido amigo Javier Goyena, el comunista.
—¿De verdad piensas viajar tan lejos para ayudar a unos miserables rojos? —dijo destilando un odio ponzoñoso de sus hermosos ojos que ahora me parecían malignos y encendidos. No era ella, desde luego.
—Pero, Aurora, la guerra ha terminado, debemos ser magnánimos, perdonar…
—¡Nunca!
—Pero Julia, la mujer de mi amigo, y su hijita nunca entraron en política, son inocentes.
—¡Nadie es inocente, Blas! —repuso ella muy indignada arrancando briznas de hierba del húmedo suelo.
Ese argumento no era nuevo para mí. Lo había escuchado cientos, miles de veces: a mi padre, a mis hermanos y a los dirigentes del partido. Era la mejor manera de justificar las mayores atrocidades cometidas por el propio bando. Comprendí que los fanáticos de una y otra facción actuaban igual. Seguía comprobando día a día que no éramos tan diferentes.
—Pero, Aurora —musité—… son seres humanos.
—No, son escoria de la peor calaña, seres infrahumanos, salvajes, tú no los has visto actuar.
—He luchado en la guerra, ¿recuerdas?
—Sí, pero tu familia no cayó en manos de esa gentuza. ¿Sabes?, cuando entré en Bilbao con mi ambulancia comprobé que habían fusilado a toda mi familia. ¡Hasta a los niños! Los nacionalistas nos la tenían jurada, por sentirnos españoles, por eso. Unos milicianos de la CNT violaron a mis tías. Eran monjas. Tenían ya setenta años y las vejaron en plena calle, ¡más de treinta hombres sanos! ¿Qué digo hombres? ¡Ratas!
»Ahora, que cuando se trataba de combatir a un enemigo fuerte no fueron tan bravos. Rindieron Vizcaya casi sin resistir. ¡Menudas comadrejas! ¿Sabes que el PNV intentó traicionar a la República negociando una paz aparte para ellos? Sabandijas.
—No lo sabía —dije sorprendido.
—¡Tú qué ibas a saber! —me contestó—. Cuando entré en Bilbao estuve presente en el fusilamiento del cabecilla que masacró a mi familia. Era un anarquista de la CNT, un estibador que había cumplido condena por robo, estafa y varias violaciones y que había salido de la cárcel al estallar la guerra, como tantos otros. ¡Un delincuente! Pedí una pistola y le reventé la cabeza yo misma de un tiro.
Sentí un escalofrío recorriendo mi espalda. No parecía ella, pensé otra vez. Una joven tan dulce, tan atenta y solícita con los heridos… Supe que la guerra sacaba a flote lo peor de las personas. No puse en duda ni un momento la veracidad del relato de lo que había ocurrido a su familia. Los fascistas habían cometido atrocidades durante la guerra, me constaba, pero nosotros no nos habíamos quedado atrás. Sentí alivio de que hubiera terminado.
Aunque hubiéramos perdido.
Supe que lo que me había contado sobre ella el mutilado vasco era verdad.
* * *
Me mantuve firme en mi idea de ir a Murcia a auxiliar a la mujer de aquel supuesto buen amigo. Además, logré convencer al capitán Rodríguez de que me vendría bien un cambio de aires. Debió de extrañarle un tanto mi obsesión por ayudar a unos «miserables rojos», así que una tarde lo sorprendí ojeando mis cosas, incluida la carta de Julia.
—Se dirige usted en extraños términos a la mujer de su fallecido amigo —me dijo con aire desconfiado—. Y ella a usted también, claro.
Llegué a pensar que sospechaba algo.
—Pues sí —repliqué—. Llegamos a tener mucha amistad.
—No debería usted ser tan compasivo con esos infelices rojos.
—Me siento obligado para con esa mujer y su hija.
Él me miró como dudando. Entonces me pareció evidente que comenzaba a desconfiar de mí.
—Según he leído en su carta, conoce usted bastante bien Murcia, ¿no?
—Estuve visitando a mi amigo antes de la guerra. Varias veces.
En aquel momento comprendí que justificándome no haría más que acrecentar sus sospechas, así que dije:
—Además, no debe usted husmear en el correo ajeno. ¿Acaso rebusco yo en su correspondencia?
Un halo de triunfo brillaba en sus ojos.
—Sólo estaba interesándome por el proceso de recuperación de un paciente. Es usted vulnerable y quería asegurarme de que esos rojos no influyen negativamente en su feliz restablecimiento.
—Y yo se lo agradezco —añadí guardando las cartas en mi mochila—. Y ahora, si me disculpa, debo irme. Salgo inmediatamente para Murcia.
El muy miserable parecía feliz.
Por el contrario, Aurora se mostró contrariada, pues me daba la sensación de que pretendía pasar conmigo el mayor tiempo posible antes de mi inevitable partida a Canarias. A pesar de ello decidí arriesgarme.
Partí en el camión que llevaba el correo a Zaragoza. Antes de subir ella me susurró muy discretamente que el capitán médico le había pedido relaciones, con buenas intenciones, claro. Al parecer quería hacerla su mujer tras un casto y formal noviazgo.
—¡Pero si es un falangista! —dije mientras subía al camión.
Ella me miró extrañada por aquel comentario mío y contestó muy seria:
—Claro, como tú.
Había estado a punto de meter la pata.
La vi hacerse pequeña mientras me alejaba en la parte trasera del camión. Agitaba un pañuelo. Supuse que aquella historia del capitán Rodríguez debía de ser cierta. Era la manera de llamar mi atención, aunque a la desesperada, claro. Lo sentí por ella. El médico era un falangista alcohólico y con malas pulgas que no la haría feliz. Se rumoreaba que le habían herido en la entrepierna y que había quedado impotente a resultas de aquello. Sentí pena por Aurora, pero ¿qué podía hacer?
* * *
En Zaragoza pasé por el Banco de España e hice efectiva la paga de casi tres años del capitán Aranda. Me pareció una pequeña fortuna. Tomé un tren hacia Valencia e intenté repasar los detalles de mi plan. Había tomado la precaución de dejarme barba para no ser reconocido por nadie en Murcia. Además, con el uniforme de oficial fascista nadie debía asociarme con el intendente del Hospital de las Brigadas Internacionales. Pasaría por casa e intentaría sacar a Julia, a la niña y a mi madre fuera del país. Iba a pagarles un billete para Sudamérica en el primer barco que saliera hacia allá de Cartagena, Almería o Alicante.
El plan era sencillo.
Luego volvería a Benasque, recogería mis pertenencias y partiría oficialmente hacia Canarias. La realidad era bien otra ya que mi plan era volar hasta Lisboa y desde allí embarcar para reunirme con ellas. Tardarían semanas, meses quizá, en reconstruir los hechos y seguir mis pasos. Para entonces ya estaríamos los cuatro a salvo en México, Uruguay o Argentina.
* * *
Llegué a Murcia a media mañana. Lo hice en un lento tren que partió de Valencia la noche antes y en el que tuve que convivir con curas, monjas, soldados fascistas y falangistas. ¿De dónde había salido tanta gente del bando rival? El trayecto se me hizo interminable, no en vano tuve un compañero de compartimiento algo repulsivo: un tipo delgado y menudo, con traje de mil rayas, rapado al uno, con un ridículo bigotillo y una rala perilla, gafas redondas y la desagradable costumbre de mascar tabaco y arrojarlo después al suelo impregnando el piso con una masa asquerosa y maloliente. Me recordó las películas de vaqueros que veía de niño.
Cuando llegué a mi ciudad me hice llevar por un taxi al Hotel Victoria. En el corto trayecto vi multitud de camisas azules. No podía entenderlo. Antes de la guerra no había en Murcia ni diez falangistas —por supuesto los fusilamos a todos— y ahora todo el mundo parecía haber militado en Falange desde siempre.
Hasta los niños, a los que llamaban «flechas», se paseaban por ahí con uniforme, levantando el brazo y cantando el Cara al sol. Aquello era horrible.
Después de comer y echar la siesta salí a dar un paseo. Llevaba la gorra inclinada, más para taparme la cara que por chulería, como hacían la mayoría de los soldados siguiendo la moda imperante. Vi gente conocida que ni me recordaba, cosa que me animó. O al menos no me reconocían. Todo el mundo se cuadraba al verme pasar. Sentí pena por ellos. Pude comprobar algo que no supe en Benasque, y era ni más ni menos que en la que había sido la España roja se pasaba hambre, mucha hambre. Había niños desnutridos por las calles y vi algunas mujeres con el pelo al uno. Sentí miedo por Julia y la niña.
A pesar de ello me contuve. Sabía que tenía que esperar a la noche para ir a casa.
En la cena tuve que compartir mesa con un canónigo, dos damas y un militar retirado que me invitaron a compartir la velada en el comedor del hotel.
Se deshicieron en parabienes conmigo. Después de todo, era un héroe de guerra.
Una de las solteronas se vanaglorió de que Franco estaba matando de hambre a aquellos malditos rojos.
—No me parece muy humano, ¿verdad, páter? —dije mirando al cura, un cebón gordo y lustroso que debió de escapar por los pelos en la guerra. Lo lamenté.
—Una buena lección puede ser necesaria a veces —contestó el muy hijo de puta.
—Pero ¿no deberíamos mostrarnos magnánimos con los vencidos?
—Es usted un santo, don Blas —me dijo la otra solterona—, pero esta gentuza debe pagar por lo que nos tocó sufrir.
Ni qué decir tiene que la cena se me hizo eterna e insoportable.
A eso de las once, tras tomar café con aquellos reaccionarios y rechazar su invitación para echar una partida de cartas, logré salir del lujoso y regio hotel en dirección a mi casa.
¡Todo estaba tan cambiado!
No pude evitar recordar el desorden de la revolución. Las imágenes de los santos en la calle formando piras a punto de arder, los carteles por aquí y allá, coches de lujo pintarrajeados con los colores de la CNT/FAI que iban y venían…
Ahora todo parecía más ordenado y limpio, pero más triste también.
Apreté el paso todo lo que pude. Estaba impaciente.
* * *
Caminé a paso vivo por la calle del Pilar y tras vadear por la izquierda la iglesia de San Antolín me llegué a la esquina de mi calle, Almenara.
Sentí que me daba un vuelco al corazón. En la oscuridad distinguí una figura familiar que tomaba el fresco en mi balcón, entre los geranios. No había duda, era mi madre. Me pareció más delgada aunque llevaba su moño de siempre. No podía verle el rostro debido a la distancia y a la oscuridad que nos envolvía. Justo cuando iba a dirigirme hacia el portal sintiendo que el corazón me estallaba de la alegría, oí una voz tras de mí que decía:
—¿Javier?
No pude evitar girarme para darme de bruces con doña Angustias, la vieja más beata y cotilla de nuestro patio de vecinos. ¿Cómo había sobrevivido aquella ferviente católica a la guerra?, y lo más importante, ¿qué hacía en la calle a aquellas horas la muy entrometida?
—No, se equivoca —reaccioné diciendo.
—Sí, sí, eres Javier, te conozco, el hijo de Eusebio el Comunista. Pero… ¿tú no estabas con los rojos?
—Señora, le digo que me confunde, yo me llamo Aranda, capitán Blas Aranda —contesté sin poder evitar levantar algo la voz.
Dos mujeres que tomaban el fresco sentadas a la puerta de su casa nos miraron con curiosidad, al momento se levantaron e hicieron ademán de acercarse. Reconocí a una de ellas, una mujer inmensa y masculina a la que apodaban la Cartagenera.
—Perdone, señora, tengo prisa —dije tocándome la gorra a modo de saludo y saliendo de allí por piernas.
Llegué al hotel muy asustado. En el corto trayecto sentí que todo el mundo me miraba. ¡Aquella vieja bruja me había reconocido! ¿Qué debía hacer? Era evidente que no podía volver a casa, es más, debía salir de la ciudad lo antes posible. Mi sola presencia allí ponía en peligro a las mujeres que más quería en este mundo.
¿Y si aquella vieja bruja iba con el cuento a los fascistas? ¿La tomarían en serio? ¿Interrogarían a Julia y a mi madre al respecto? ¿Podrían seguirme la pista hasta Benasque y descubrir mi nueva identidad?
Sentí que el pánico me invadía. Llamé a recepción y suspiré de alivio al saber que salía un tren para Madrid a las doce de la noche. Tenía el tiempo justo para irme. Pedí que me enviaran un mozo para llevar mi equipaje.