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Aurora Aguinaga

Los días en la casa de reposo ubicada en los Baños de Benasque eran todos iguales, así que no me resultó difícil acostumbrarme a aquella rutina. Era sencillo engañar al capitán médico con mis «progresos». Gracias a las cartas del tío Osvaldo y, sobre todo, a lo que me contaba Aurora, la enfermera, me convertí en un auténtico especialista en la biografía de Blas Aranda, falangista y alférez provisional ascendido a capitán por méritos de guerra. Aurora conocía el expediente del fallecido oficial fascista a la perfección. El doctor nada sospechaba. En cualquier caso, el tal Aranda no debía de haber sido un tipo sociable, así que la ausencia de familiares o amigos me había beneficiado evitando que nadie pudiera identificarme como un fraude.

Por otra parte el horario cuasi espartano de la casa de reposo me ayudó sobremanera a tranquilizarme y, sobre todo, a madurar mi plan. Nos despertaban a las ocho de la mañana y tras una saludable tabla de gimnasia —sólo para aquellos que conservábamos todos los miembros intactos— llegaba la hora del aseo. Después, misa, que la verdad sea dicha se me hacía insoportable escuchando las quejas de mi malparado estómago que reclamaba sustento. Tras el servicio religioso nos daban de desayunar: café con leche, bollos, pan tostado y mantequilla. ¡Todo lo que quisieras! Recuerdo que comía con auténtico deleite. Tras recordar las penurias pasadas en el frente del Ebro aquello me parecía un paraíso. La verdad es que durante aquellos dos años largos que había permanecido en la casa de reposo, mi cuerpo se había recuperado. Ya no era el escuálido guiñapo humano que se paseaba desnutrido por la sierra de Pàndols. La buena nutrición, el ejercicio y el aire puro me habían fortalecido y me encontraba bien, mejor que nunca.

Durante la mañana, tras el desayuno, hacíamos nuestros ejercicios de rehabilitación. En mi caso, el páter me daba clase de lengua, matemáticas y latín para que «recordara» por orden del doctor. A las doce, había baño caliente, aprovechando las instalaciones de aquella mole de edificio que, tras arder al comienzo de la guerra, había sido restaurado a la perfección. Las aguas sulfurosas de los baños eran excelentes para curar cualquier tipo de dolencia.

La comida era abundante y variada, dado que éramos héroes y mutilados de guerra —caballeros mutilados, qué desagradable sonaba—, por lo que no había problema en repetir dos y hasta tres veces. Luego, siesta; a las cuatro, rosario, que también me parecía un auténtico suplicio, y al acabar los últimos misterios, paseo.

Yo salía a cargo de la enfermera Aurora Aguinaga, que era algo así como un sempiterno ángel de la guardia particular que velaba por mí día y noche.

Unas veces caminábamos río arriba, hacia los llanos del hospital. Un paraje precioso y amplio, un maravilloso valle entre montañas que dejaba ver las nieves del Aneto entre el verdor de la hierba y las miles de florecillas de colores que alegraban la vista del caminante. Era primavera.

En otras ocasiones bajábamos al pueblo en bicicleta para luego subirlas en la camioneta que bajaba a los heridos a pasear a Benasque y que nos subía de vuelta a los Baños.

Aquellos pobres tullidos eran transportados al pueblo para que pasaran la tarde echando una partida o pelando la pava con alguna moza del pueblo. Había una casa en la calle Villacampa donde tres putas atendían a los soldados y vecinos del pueblo. Al parecer habían venido de Zaragoza y según decían mis compañeros de pabellón —evitando que Aurora o el páter les escuchara— conocían bien su oficio.

* * *

La enfermera, por su parte, era un ángel. Aurora era vasca de pura cepa, de Bilbao. Era tradicionalista. Si hubiera sido un hombre hubiera sido requeté, sin duda, pero el continuo trato con los heridos y la visión de las peores consecuencias de la guerra que se cebaba en hombres antaño jóvenes y sanos, le habían suavizado el carácter desilusionándola un poco de la política.

Aparte de esa especie de sueño o visión en la que me veía bajo Aurora, haciendo el amor entre la hierba, había algo que comenzaba a hacerme sentir incómodo.

Cuando no había nadie delante, Aurora me tuteaba, me hablaba con excesiva familiaridad. El resto del tiempo me llamaba capitán Aranda. Parecía como si entre nosotros hubiera una suerte de complicidad que a mí, debido a la amnesia, se me escapaba.

Por las noches la escuchaba llorar en su cuarto y, la verdad, comenzaba a sentirme culpable sin haber hecho nada. Era una mujer hermosa, de veinticinco años, alta, de estilizado talle y generosos senos, morena, y con un pelo largo y precioso que recogía con una redecilla y que brillaba en tonos rojizos al sol de la montaña. Sus ojos eran color miel, grandes como los de una gata, y su boca grande y de gruesos labios que siempre llevaba pintados de rojo intenso. Los demás enfermos se la comían con los ojos.

Cuando paseaba con ella cogida de mi brazo por el pueblo todos nos miraban. Decían que hacíamos buena pareja. Todos me saludaban con veneración ante lo imponente de mi uniforme de oficial que vestía para no levantar sospechas. Las altas botas, la gorra de plato y la guerrera debían de darme un aspecto fiero que nada tenía que ver con el auténtico morador de aquel uniforme fascista. Algunos lugareños me saludaban con una extraña sonrisa nerviosa, con la cabeza agachada y el brazo en alto, pero su mirada me taladraba con odio aun queriendo disimularlo. Yo sabía que eran republicanos. Pensé en Julia y en mi madre allí, en Murcia.

Era obvio que aquella sociedad era muy diferente a la que yo había dejado.

Ahora echaba de menos la alegre inconsciencia de los milicianos que tanto me molestara antaño. La sociedad franquista era rígida, almidonada en exceso. La gente vivía como refrenada, contenida. Había fotografías del Caudillo por todas partes y las tapias que se prestaban estaban pintadas con el yugo y las flechas.

Todo el mundo decía: «¡Arriba España!», y yo alzaba el brazo como ellos y gritaba otro tanto. No quería levantar sospechas. Todas las mujeres iban de negro, o acaso vestían de colores oscuros, y no se escuchaban risas ni gritos por la calle como yo recordaba de los días de la República.

Todo se había perdido.

El pueblo de Benasque me produjo una sensación ambivalente. De un lado, parecía un lugar apartado, una pequeña población lejos de todo el mundo en la que la pobreza había campado a sus anchas hasta hacía bien poco. El invierno era muy duro allí y sobrevivir en aquellos parajes en otras épocas tuvo que ser tarea difícil, sin duda. Por otra parte no se podía negar que aquella rústica y apartada población gozaba de un innegable encanto. Me llamaban la atención las solariegas casas de piedra y la austeridad de su iglesia. El entorno era maravilloso, agua, bosques, prados y verdor eran lo más opuesto que había conocido al árido sureste en el que crecí. Aunque ya estaba bien entrada la primavera, las noches eran frías, pero el sol de la alta montaña calentaba mis malparados huesos durante el día, ayudándome a encontrarme mejor que nunca. Aquél era un pueblo de supervivientes, de guías, de contrabandistas, de pequeños agricultores y ganaderos que habían de luchar contra un entorno duro y hostil. Era un lugar precioso y tranquilo. Los lugareños parecían buena gente y se mostraban contentos de la presencia de tanto forastero en su pueblo. Trataban con mucha amabilidad a mis compañeros tullidos, que, debo confesar, no eran tan malos como yo pensaba. Incluso los falangistas más recalcitrantes me parecían pobres semianalfabetos a los que tenía lástima por el calado de sus heridas. Aquello era como un extraño museo de los horrores. Había hombres jóvenes sin piernas, sin brazos, ciegos, mudos y sordos. Algunos sufrían varias de estas desgracias a la vez. Las enfermeras y monjas que los cuidaban eran maravillosas, solícitas y me fascinaba la paciencia con que trataban a aquellos rudos combatientes ahora convertidos en guiñapos y desechos humanos. Tuve que llegar a la conclusión de que la guerra, la mutilación y la muerte nos igualaban a todos sin distinción. A comunistas y falangistas, a cenetistas, liberales, republicanos o católicos de derechas.

Allí había algunos hombres que habían quedado tarados para siempre. Como el Chispi, un chaval de Ribadesella que había perdido ambos brazos y que sufría tremendas pesadillas todas las noches, o Paco el Manco, un sargento de infantería que había perdido una mano al estallarle una granada, lo que había truncado una sanguinaria carrera en la que, según se decía, había asesinado a más de quinientos rojos para vengar la muerte y violación de una hermana.

Cada vez me convencía más a mí mismo de que la guerra había sido un error monumental y desgraciado que nos había llevado a todos a la catástrofe. Aquellos hombres que dormían en mi pabellón y a los que escuchaba reír y más a menudo llorar, no me parecían vencedores de una guerra. Ni siquiera se atrevían a volver a sus casas debido al estado a que se habían visto reducidos por la metralla, las balas y el fuego.

* * *

Por su parte, Aurora me miraba de manera especial, o eso pensaba yo. Una tarde en que fuimos a merendar a la orilla del río me espetó sin previo aviso:

—¿No recuerdas nada de lo nuestro?

Sentí que me daba un vuelco el corazón.

—¿Lo nuestro? —repuse algo azorado.

—Sí, de estos tres años que hemos pasado juntos.

Yo ladeé la cabeza sin saber qué decir, así que ella continuó:

—Me había prometido no decirte nada, no es profesional, pero supongo que violé todos los códigos deontológicos el día que me acosté contigo.

El agua que estaba bebiendo salió a presión de mi boca. El ataque de tos subsiguiente estuvo a punto de ahogarme.

—No debería haberte dicho nada —añadió golpeando mi espalda para evitar que me asfixiara.

—No, perdona… —farfullé—… si es que yo… yo no me esperaba…

Ella comenzó a llorar desconsolada.

—¡Íbamos a casarnos! —decía—. Tú no recordabas nada de Tenerife, ni de tu vida anterior. Habías decidido no volver, era imposible que recuperaras la memoria a estas alturas. ¿Por qué?, ¿por qué?

Yo no sabía qué decir, ni qué hacer. Me sentía violento.

—Yo… Aurora… Yo era otra persona… ¿comprendes?… Me gustaría poder ayudarte, pero…

—¡Yo era virgen cuando te conocí! —me reprochó.

Aquello, viniendo de una fervorosa católica como era ella, me dejó helado. Yo sabía que para las tradicionales jóvenes fascistas la virginidad era un bien supravalorado.

Me sentí como un mezquino aunque yo, la verdad, no había hecho nada malo.

—Pero… —dijo levantando su mirada y mostrándome sus ojos llorosos y su bello rostro ennegrecido por el rímel en una patética caricatura de sí misma—… ¿de verdad no te acuerdas de nada, Blas?

Parecía implorante.

Yo negué con la cabeza, recordando para mí las visiones que tenía retozando con ella en la hierba. Sólo recordaba eso, ¿cómo iba a decírselo?

—Mira —dijo tendiéndome un anillo que se quitó del anular—, me pediste que me casara contigo.

Era una sencilla alianza de oro. En el interior, un nombre: Blas.

—Lo siento, Aurora —acerté a decir.

—Déjame sola —contestó ella mirando hacia otro lado—. Volveré dando un paseo.

Se levantó y se fue de camino al edificio de los baños.

* * *

El capitán Rodríguez me contó que la joven había perdido a toda su familia en los primeros días del alzamiento. Ella se hallaba en Biarritz, pasando el verano en casa de unos amigos, y eso fue lo que la salvó. Un soldado mutilado, que era vasco, me dijo que conocía la historia de Aurora y que sabía de buena fuente que la enfermera había participado en pelotones de fusilamiento en todos los pueblos que iban liberando los fascistas. Sentí un escalofrío al comprobar que debía de estar mutilada mentalmente por la guerra. No podía imaginar que la joven implorante que lloraba ante mí junto al Ésera había sido un monstruo durante la guerra.

Yo me sentía culpable y la compadecía. ¡Le había pedido que se casara conmigo!

Maldije aquella desgraciada amnesia que aun salvándome la vida me había convertido en un impostor que jugaba con las ilusiones de Aurora y del único familiar de Aranda, su tío. Además, me sentía atraído por mi bella cuidadora. No en vano, llevaba años sin tocar ni ver a una mujer. Al menos que yo recordara, claro.

Tenía sueños eróticos y sentía que entre aquellas sórdidas y tristes circunstancias necesitaba el abrazo cálido y el suave cuerpo de una mujer junto a mí. Añoraba a Julia.

No podía quitarme la guerra de la cabeza, el tifus, los niños metidos a soldado, el Ebro, las heridas y las bombas atronando a mi alrededor. Juré no verme metido nunca más en una contienda como aquélla. Era lo más parecido al infierno que había en este mundo. A veces, cuando me despertaba bañado en sudor soñando que Aurora me hacía el amor en los llanos del hospital, junto al río, sentía ganas de pasarme por la casa de las putas, en el pueblo.

Además, oía a Aurora sollozar en el silencio de la madrugada, una y otra vez.

Una noche me levanté y fui a los lavabos a echarme un poco de agua por la nuca. Los grifos de aquellas latitudes arrojaban un agua gélida y pura, de origen glacial, que ayudaría a aplacar mis ardores más intensos. No me sirvió de nada. Me miré al espejo y sentí pena por mí mismo.

De vuelta a mi cama pasé junto al cuarto de Aurora, justo a la entrada del pabellón. Había luz dentro, se adivinaba bajo la rendija de la puerta. Me pareció que sollozaba.

Abrí la puerta y entré cerrándola tras de mí.

Ella se giró y me miró con sorpresa. Me acerqué lentamente mientras ella se levantaba. Llevaba sólo una combinación, medias color carne y un liguero negro. Me pareció una mujer sensual y de formas redondeadas y sentí que una inmensa fuerza crecía en mi interior. Nos besamos abrazados y mis manos fueron directamente a su trasero. Era duro y suave como la piel de un melocotón. Caímos sobre la cama. Ella jadeaba excitada. Su cuerpo ardía.

Agarré sus senos mientras ella me guiaba con sus manos hacia su feminidad. Me pareció demasiado ardiente y experimentada para ser una militante de la sección femenina, aunque al parecer era yo quien la había iniciado en aquellos menesteres.

Hicimos el amor como animales, ruidosamente y sintiendo un inmenso calor que nos obligaba a pegarnos el uno al otro, como una imparable y extraña fuerza magnética que no hacía sino atraer nuestros cuerpos de manera trágica e inevitable.

Sentí que todo el dolor de la guerra salía de mí. Me sentí bien, exhausto, cansado, tranquilo, aunque algo vacío. Aquello era lo natural. Estar con una mujer como Aurora, retozar con ella y gozar de nuestros cuerpos, eso sí era la vida, y no matarse en una guerra absurda, inútil y cruel.

A las seis, antes de que amaneciera, volví a mi cama. Me gustó dormir abrazado a ella, lejos del frente, los piojos y las ratas. Aurora olía bien, a lavanda. Su pelo era suave y su cuerpo, cálido. Sus labios parecían de fresa, carnosos, húmedos y abiertos, acogedores.

Ni siquiera me sentí culpable por ello. Ella era mujer y yo un hombre. Nos atraíamos físicamente, no había duda de ello. Sólo me había dejado llevar por las circunstancias y no quería ni pensar en lo que me depararía el futuro pues estaba en un buen aprieto en territorio enemigo.

Dormí como un niño hasta que tocaron diana.