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Recuerdos

Aquella misma noche desperté en mitad de una horrible pesadilla. Estaba bañado en sudor. Me vi a mí mismo en la colina, el aire era denso y quemaba. La cabeza me daba vueltas y no oía nada, sólo un extraño, fuerte y agudo pitido. Como en sueños, me acercaba al oficial nacional que yacía como un guiñapo, la cara reventada, el cráneo vacío. Una suerte de careta chorreante de sangre ocupaba lo que antaño fue el rostro de un hombre.

Los requetés llegaban, oía sus voces amortiguadas por esa suerte de horrible zumbido que ocupaba mi cabeza. Tenía sangre por todas partes, manaba de mi propia cabeza, se me metía en los ojos y no me dejaba ver. En aquella pesadilla tomaba la guerrera del muerto y me la ponía. Ahí fue cuando me desperté dando un salto en la cama.

Recuerdo que el pabellón de la casa de reposo estaba en calma. Me habían quitado los biombos y podía verlo en su totalidad. Todos dormían. Había luz en la habitación de la enfermera, Aurora, y se escuchaban unos sollozos que salían de su cuarto.

En ese momento lo recordé todo con claridad.

Sabía lo que había ocurrido. Sabía por qué me tomaban por un capitán fascista.

En aquella yerma y quemada colina, tras la caída del obús y a pesar de estar medio conmocionado, había acertado a ponerme la chaqueta del oficial nacional que comandaba a los moros. Aquello me debió de salvar la vida. Al estar al mando de una unidad formada totalmente por extranjeros nadie debió de interesarse demasiado por el capitán Aranda. Los servicios sanitarios fascistas debieron de atenderme al tomarme por un capitán de los nacionales. La fotografía estaba parcialmente chamuscada y algo nos parecíamos, así que nadie sospechó que estaban atendiendo a un simple soldado republicano.

En aquel momento todo se aclaró frente a mí.

Sabía quién era, claro. Javier Goyena, intendente jefe del hospital para heridos de guerra de las Brigadas Internacionales de Murcia. Recordé el viaje a Barcelona y la guerra en el Ebro. No me sorprendía la derrota. Los últimos acontecimientos demostraban que la República se hundía.

Sentí pánico al pensar en las consecuencias de la victoria fascista.

¿Y Julia y la niña? ¿Habrían podido escapar? ¿Y mi madre? ¿Habrían fusilado a Eusebio, mi padre? Mis hermanos estarían muertos, seguro. Sólo quedaba uno y estaba desaparecido. No creo que hubiera podido escapar desde el centro de la Península a Francia. Eso si aún vivía al acabar la guerra.

Tenía que averiguar el paradero de mis seres queridos sin descubrirme. Era un hecho probado que Aranda no tenía familia en Tenerife. El médico había mencionado a un tío misionero que vivía en Bolivia. Tenía que ganar tiempo, simular que me recuperaba, pero hacerlo con lentitud, porque si algún día me encontraba con su único familiar vivo quedaría descubierto. Tenía que leer las cartas de la mesilla. Debía prepararme y mientras tanto intentar saber si mi familia seguía en Murcia. Pero ¿cómo lo haría?

Tenía que pensar.

* * *

Dediqué los días siguientes a leer todas las cartas y a averiguar cuanto pude sobre el capitán Aranda. Comprendí que me habían confundido nada menos que con uno de los fundadores de Falange en Canarias, un auténtico camisa vieja, alférez provisional ascendido a capitán por su valor en combate y héroe de guerra del bando nacional. A mí, a un miembro del Partido Comunista. Pensé en lo irónico del destino.

Me sentí como un intruso leyendo las cartas de su único pariente vivo, su tío Osvaldo, misionero en Bolivia. La verdad era que lamentaba en parte el fraude al que me prestaba haciéndome pasar por su único sobrino ya fallecido. Intenté no contestar sus cartas para no infundirle falsas esperanzas, pero el capitán médico, Rodríguez, envió un telegrama a Bolivia haciéndole saber que me encontraba en vías de recuperación.

Me sentía culpable, la verdad, pero la guerra es la guerra y la preocupación que sentía por mi propia familia era superior a los remordimientos que podía experimentar al hacerme pasar por un muerto y hacer concebir ilusiones a su único familiar. Osvaldo había criado a Aranda cuando éste quedó huérfano, y tenían una relación similar a la de un hijo con su padre. Intenté no pensar en ello.

Después de darle muchas vueltas a la cabeza encontré la solución para poder contactar con mi mujer, si es que ésta se hallaba en Murcia y estaba libre. Temía que ella y la niña estuvieran en una cárcel fascista.

Aranda había estudiado para perito industrial en Madrid, así que inventé la siguiente historia: el joven falangista había conocido a un joven comunista murciano en su colegio mayor, un tal Javier Goyena. A pesar de lo opuesto de sus ideas, el afecto surgió entre ellos por las típicas correrías de juventud, ya se sabe, las conocidas trastadas y aventuras de los estudiantes en la capital, así que Aranda se sentía unido a aquel amigo republicano con el que no solía hablar de política por no discutir.

Era algo muy común en aquellos días pues la guerra había separado familias y roto amistades sólo por el capricho geográfico del destino que hizo que el alzamiento triunfara en unos lugares y en otros no.

Así se lo conté a la enfermera, Aurora, que me acompañaba en los paseos vespertinos por el cercano pueblo de Benasque o por las riberas del Ésera donde había vuelto en mí.

Como héroe de guerra y magnánimo vencedor, aclaré a mi cuidadora, era mi deseo escribir a la viuda de mi amigo, que al parecer residía en Murcia, con el objeto de ayudarla a ella y a su hija por el afecto que sentía por aquel amigo que combatió en el bando equivocado y que, según inventé, había muerto en el frente de Madrid por una bala perdida en la Ciudad Universitaria.

Creo que la coartada era perfecta. Nadie sospechó ni me lo echó en cara. A fin de cuentas era un héroe del Movimiento.

Pensé en escribir a mi propia casa, en Murcia, haciéndome pasar por otro, pero ¿cómo hacer que Julia supiera que esa carta estaba escrita por mí y que estaba vivo? Pensé en incluir algún detalle, alguna anécdota que sólo conociéramos ella y yo. Podía ser la mejor manera de contactar con ella. No me encontraba en condiciones de viajar a Murcia. Al menos de momento.

* * *

Benasque, 9 de abril de 1941

Querida Julia:

Como verás estoy vivo. He tenido suerte y el Altísimo se ha dignado salvar mi vida en esta triste guerra que nos ha hecho combatir entre hermanos. Caí herido en el frente del Ebro y he permanecido amnésico durante casi tres años. Ha sido un milagro, la verdad. Me he recuperado igual que caí enfermo.

Lo primero que pregunté fue el resultado de la contienda y me alegró sobremanera comprobar que el Generalísimo nos había guiado hasta la victoria en esta Gloriosa Cruzada que, al fin, ha terminado.

Es éste el momento de la generosidad, de la reconciliación, de la magnificencia de los vencedores para con los vencidos.

Es por esto que quisiera ayudaros a ti y a la niña (espero que estéis vivas, Dios lo sabe), así que, si lees esta carta, ponte en contacto conmigo a la mayor brevedad posible en las señas del remite. Sé que no militabas, como Javier, en el Partido y es seguro que podré ayudarte como él hubiera hecho con mi familia de haber sido otro el resultado de la guerra. Sabes que él y yo éramos muy amigos.

¿Recuerdas cuando fui a Murcia y nos conocimos? ¿Recuerdas nuestros paseos por el barrio del Carmen y los cafés en el Hotel Victoria?

¿Recuerdas cómo nos reíamos hablando de tu padre, «el ogro»?

¿Recuerdas la noche de San Juan del año 34?

Sí, soy yo, tranquila, estoy bien. Me recupero en una casa de reposo situada en pleno Pirineo. La comida es buena y me tratan bien. Hago ejercicio y doy largos paseos. Espero ir pronto a Murcia para veros a ti y a la niña.

¡Arriba España!

Un abrazo de

BLAS ARANDA

PD. ¿Cómo está princesita? Mándame una foto vuestra si puedes.

PD II. ¿Y los padres de mi amigo? ¿Viven?

* * *

Murcia, 23 de abril de 1941

Estimado Blas:

¡Qué alegría saber de ti! Te creíamos muerto. Tres años pensando que tú también habías caído y de pronto, ¡qué sorpresa!

Estamos bien, las dos. Cuando llegaron las tropas de Franco, nos llevaron a la cárcel, pero la niña y yo salimos enseguida, no en vano mi padre nunca entró en política y su jefe intercedió por mí. Ahora puedo decirlo, pero el día del Alzamiento, él y otro compañero llevaron a su jefe y a la familia de éste ocultos en una camioneta hasta Águilas. De allí escapó en un velero de recreo a zona nacional. Estaba muy agradecido a mi padre por ello.

La niña y yo estuvimos sólo un mes en la cárcel. Salimos de allí con un rapado de cabeza y un par de ingestas de aceite de ricino. Tuvimos suerte. El Nuevo Régimen es justo con los que nada hemos tenido que ver con esta carnicería. Mi mismo marido, Javier, nunca fue hombre de armas.

Cuando leí tu carta me desmayé. Te creía muerto.

A la madre de Javier le ocurrió otro tanto, no podía creerlo. Aún hoy piensa que se trata de una broma pesada.

Te envío la fotografía que me pediste. Necesitaríamos más comida, la cartilla de racionamiento no da suficiente para las dos.

Trabajo de costurera y no me va mal. La madre de Javier vive conmigo y cuida a la niña. Eusebio murió en la cárcel, hace seis meses, de tuberculosis.

Siento tener que contarte esto. Los hermanos de Javier murieron.

Nos gustaría que vinieras a vernos.

¿Habrá un futuro para nosotras? Cuento los días.

¡Arriba España! ¡Viva Franco!

* * *

Cuando recibí la carta de Julia sentí que me daba un vuelco el corazón. La leí con avidez a la sombra de un haya.

¡Ella había comprendido!

Me resultó difícil escribir mi carta eludiendo la censura pero haciéndole saber a la vez que el remitente era yo, que estaba vivo. A pesar de todo, ella lo había entendido a la perfección. Siempre supe que era una mujer inteligente.

Cuando me arriesgué a escribir a casa sentí miedo de que aquello pudiera salir mal. La lectura de las cartas por parte de algún censor de guerra podía provocar que me descubrieran, así que sopesé el riesgo una y otra vez hasta que envié la misiva. Pensé utilizar algún truco para que Julia me pudiera reconocer.

Sólo ella y yo sabíamos que llamábamos a su padre «el ogro», sobre todo al comienzo de nuestro noviazgo cuando éste se oponía a nuestro compromiso por ser yo comunista.

La alusión a la noche de San Juan del 34 tuvo que ser esclarecedora. Fue la primera vez que hicimos el amor. A la orilla del río.

Y en la posdata, llamé a la niña «princesita». Sólo yo la llamaba así.

Julia, siempre tan inteligente, tan atenta, supo entender y me escribió una carta en los mismos términos que la mía. Incluso la cerraba con las consignas fascistas de rigor. Eusebio había muerto. Lo sentí por el bueno de mi padre. Había fallecido en la cárcel, enfermo y abandonado. No pude hacer nada y me sentí culpable por ello. Pero ellas tres estaban vivas. Las tres mujeres más importantes de mi vida habían sobrevivido a aquella tragedia. ¿Podría ir a Murcia con mi nueva identidad y sacarlas del país por mar desde Cartagena?

Comencé a madurar un plan para ello mientras miraba la fotografía. La habían tomado a la puerta de la iglesia de San Pedro, a la salida de misa. Ahora había misas otra vez, no me hacía a la idea de lo mucho que había cambiado todo.

Estaban guapísimas.