7

Frío

Tengo frío. Siento frío. Un frío penetrante y cruel que me devora, que surge de mis propios huesos consumiéndome. Es una horrible sensación que te lleva al entumecimiento más absoluto, como el de un cadáver. ¿Estaré muerto?

Abro los ojos. Todo está borroso, las extrañas formas se bambolean como flotando en una luz acuosa que me deslumbra y me ciega a la vez. Veo un árbol desdibujado y extraño, tras él se adivinan unas nubes y parece que el sol también.

Me escuecen los pulmones, ¿qué me pasa?, ¿dónde estoy?

Algo me arrastra. Me asfixio, me ahogo, no puedo respirar pero el cansancio y el frío no me dejan moverme. El aire parece como líquido, todo se ve desenfocado, difuso.

Hay cosas duras que me golpean la espalda. ¿Quién me lleva en volandas?

Veo dos figuras que se asoman junto al árbol. Se mueven, se acercan. Son verdes.

Una mano fuerte me coge por el brazo. Tira de mí con violencia.

Noto el frío del aire puro. Hace mucho viento.

No oigo lo que dicen. Murmullos inaudibles.

Aspiro el aire con todas mis fuerzas. Respiro. Vomito.

Estoy tumbado sobre la hierba. Los dos soldados me miran sin saber qué hacer.

—Déjenme a mí, hay que cubrirlo con una manta. ¡Usted, vaya donde los baños y que traigan rápido el camión! ¡Corra, por Dios! ¡Corra!

¿Es una mujer quien ha hablado?

Sí, la veo. Es guapa. Me parece un ángel. La hierba me rodea. La conozco. Esto me resulta familiar.

La recuerdo, sí, como en un sueño lejano y cálido, está sobre mí, agarro sus senos entre los altos pastos. ¿Es una visión? Ella me monta, jadea, tiene la boca entreabierta y los ojos cerrados. Disfruta, disfruto.

Nada.

* * *

—Se pondrá bien —dice una voz varonil—. Ahora, que descanse.

Abro los ojos y veo a un hombre alejarse. Lleva una bata blanca. Parece un médico. Estoy a salvo, caliente, bien tapado en una cama mullida y cómoda. El techo es muy alto, blanco y asegurado con vigas de madera que parecen añosas y sólidas. Miro a la izquierda y ella me sonríe. Es una enfermera. La recuerdo. Una visión, un extraño sueño. Ella me hacía el amor. Está en mi mente. Sonríe de nuevo como lo haría una madre.

—¿Dónde estoy?

—En los baños, Blas.

—¿Blas? ¿Quién es usted?

Su cara se torna pálida. Parece asustada, balbucea y mueve la cabeza como negando la realidad:

—… Blas, Blas…, ¿no me recuerdas?… ¿Has vuelto a caer en…?

—¿Quién es Blas?

—Pues tú, querido —contesta ella resuelta. Se ha puesto muy seria de repente.

Me envuelve el cansancio, me pesan las piernas.

Nada.

* * *

—Vaya, ya ha vuelto en sí —dice el hombre.

Parece un médico. Junto a él está ella, la enfermera. Me mira sonriente aunque parece ojerosa. Sus ojos aparecen enrojecidos por el llanto.

Me incorporo de golpe.

—No, no, Blas. Túmbese, debe descansar. —Me empujan y me acuestan de nuevo.

—¿Dónde estoy?

—Vaya, parece que es verdad que ha vuelto en sí —dice el médico mirando a la chica—. ¿Recuerda usted algo, capitán?

Pienso.

—Sí, claro, estaba en la cota.

—¿La cota? —pregunta él.

—Sí, en la sierra de Pàndols, en la batalla del Ebro.

—¡Eureka! —grita ufano. Parece satisfecho—. Fantástico, ¿verdad, Aurora? ¡Lo hemos recuperado!

Ella asiente. No parece tan entusiasmada.

—Usted… recuerda, ¿no es así? —me pregunta de nuevo.

—Sí, claro, como borroso, cayó una bomba. ¿Dónde estoy?

—Lo sabemos, Blas, resultó usted herido en la cabeza.

Ha vuelto a llamarme Blas. Esto es raro. Precaución.

—El capitán parece haber vuelto en sí de veras —añade ella.

¿Ha dicho el capitán? ¿Soy capitán? No lo recuerdo.

Un momento, miro a mi alrededor. Estoy en una habitación amplia aunque apartado del resto por dos mamparas. En frente veo a un tipo sentado en una cama, está leyendo un libro y le falta una pierna. Junto a él se adivina otro lecho. Espera. Esto es un hospital. Debiste de resultar herido, eso es, herido.

—Diga, capitán, ¿recuerda usted algo más?

Lo miro, «sí, recuerdo», voy a decir… ¡Un momento! Su bolsillo. El bolsillo de la bata. ¿Lleva un yugo y unas flechas?

—¿Dónde estoy? —pregunto asustado de nuevo.

—Tranquilo, hijo —me dice él—. Está en buenas manos. Está en los Baños de Benasque, en el Pirineo, en una casa de reposo para heridos de guerra.

—¡La guerra, la guerra…! —me escucho gritar a mí mismo.

—Tranquilo, capitán, tranquilo, la guerra ha terminado —me contesta el médico. Es un tipo alto, de tez morena, peinado hacia atrás. Bajo la bata se adivina el cuello de una camisa azul. Es falangista, no hay duda. Estoy prisionero, eso debe de ser, sí, prisionero de los fascistas. Cuidado, Javier, debes ser prudente, me digo.

—¿Ha terminado? —pregunto—. Me refiero a la guerra… —Enfrente, sobre la cama del mutilado, veo un crucifijo. Estoy en manos de los nacionales, no hay duda.

—No tema, ganamos —dice ella obsequiándome con una cálida sonrisa.

—¿Ganamos?, ¿quién ganó?, ¿quién? —Estoy angustiado, la certeza de una sospecha me invade.

—¿Pues quién va a ser, hombre de Dios? Nosotros. Les pateamos el culo a esos rojos ateos hasta la frontera con Francia —contesta el médico falangista muy satisfecho de sí mismo.

—Pero… —no puede ser, pienso para mí y vuelvo a levantar la voz—… ¡no, no es posible!…

—Tranquilo, todo eso ya acabó hace tiempo, descanse, hombre, relájese.

—… pero… ¿hace tiempo, dice?… pero… ¿qué día es hoy?…

—Ocho de mayo de 1941, tercer año triunfal —me dice él.

—¡Cómo! ¡No, no es posible! ¡No es posible!

Me sujetan con fuerza.

—¡Tranquilo, Blas, tranquilo!

—¡Enfermero! —grita él—. ¡Tranquilizante, rápido!

Vienen dos tipos inmensos, de blanco. Todos me sujetan. Un aguijón me traspasa el brazo. Me escuece… me pesa el brazo, la cabeza me da vueltas… me mareo…

Nada.

* * *

Ella está sentada en una silla junto a mí.

—¿Te encuentras mejor? —dice.

—Sí, quizá.

—Tuvimos que inyectarte fenobarbital. Te pusiste histérico.

Me coge la mano con ternura.

—No te asustes. Debes estar tranquilo. Nada tienes que temer, estás entre amigos.

«Yo no diría tanto», pienso para mí en silencio.

—Ya, ya lo sé —miento y vuelvo a mis pensamientos, debo reflexionar con rapidez. «¿Dónde estoy? ¿Por qué me ha dicho que me encuentro entre amigos? ¿Desconocen que soy republicano? Éste parece un hospital para heridos nacionales, ¿por qué me han traído aquí? Es un hecho que me han llamado capitán».

—¿Recuerdas ya quién eres?

—Algunas cosas —vuelvo a mentir—. Soy capitán y me llamo Blas. Caí herido en el Ebro. Un obús, creo.

—Déjalo, no te esfuerces, los recuerdos vendrán poco a poco. El capitán Rodríguez dijo que quería hablar contigo y contarte. Ha dado orden de llevarte a su presencia en cuanto te levantaras.

—¿Rodríguez?

—Sí, el médico que te vio, es psiquiatra. Voy a avisarle.

En ese momento comprendo que debo sacarle toda la información que pueda.

—Espera —digo—. ¿Cómo te llamas?

—Aurora. ¿Ni eso recuerdas? —añade con un deje de tristeza.

Yo niego con la cabeza. Intento parecer abatido.

—Bueno, no importa —dice ella comprensiva.

—Me hirieron en el Ebro, eso ha sido, mejor dicho… fue… en el 38. Y el doctor dijo que ahora estamos en mil novecientos…

—… cuarenta y uno —dice ella—. Han pasado casi tres años.

—¡Tres años! ¿Y qué he hecho durante ese tiempo?

Ella se vuelve y sale de mi campo visual. Me ha parecido ver que sus ojos se enrojecían.

—No has hecho nada. ¡Nada de nada! —dice alejándose con prisa.

* * *

Me ha dejado solo. No sé si hay alguien más en el pabellón, pues los biombos me aíslan del resto de los enfermos. El mutilado de enfrente no está en su cama. Nadie me ve. Me incorporo y miro la mesita de noche que hay junto a mí. Está repleta de gasas, jeringas y medicinas. Abro el cajón. Hay cartas, muchas cartas. Imposible leerlas ahora, ella está a punto de volver. Una cartera. La cojo. Es de piel, parece chamuscada en el exterior y está cerrada gracias a una gruesa goma. La quito y miro su interior. Repaso el contenido: algo de dinero, un corazón de Jesús con una leyenda: «Detente, bala». He oído hablar de ello. Los requetés llevan esas estampas para sentirse protegidos en combate.

Encuentro una cartilla militar, está chamuscada en parte y cubierta de sangre seca. «Blas Aranda Martínez, capitán del Tercio de Regulares, fecha de nacimiento: ocho de abril de mil novecientos ocho. O sea, edad, veintiocho. Natural de Tenerife. Dirección, calle del Agua 8, 1.º izquierda». Intento memorizarlo. Hay una fotografía medio carbonizada. Un tipo que no se ve bien sonríe en ella. Sólo se aprecia en detalle el tercio inferior de su rostro. Se me parece. Oigo pasos. Guardo la cartera en el cajón y me echo hacia atrás con los brazos tras la nuca mirando al techo.

Es ella.

—El capitán te espera —dice tendiéndome una bata que ha sacado de no sé dónde. Me la pongo a la vez que me calzo unas zapatillas que había a los pies de mi cama. Son de mi talla. La sigo por el pabellón. Es amplio y luminoso. Hay pocos enfermos. Un joven enfrascado en un libro levanta la cabeza y me saluda militarmente. Inclino la cabeza respetuosamente. Al fondo de un estrecho pasillo se adivina el despacho. La chica llama y se escucha un «adelante». Pasamos. El médico falangista está enfrascado en una multitud de papeles. Sin levantar la vista de ellos, despacha a la joven diciendo «gracias, Aurora» y me insta a sentarme. Un retrato de Franco situado detrás de la mesa preside la pequeña y mal iluminada estancia. La puerta se cierra tras de mí. Siento miedo. El tipo levanta la vista tras colocar unos papeles en una carpeta y me dice:

—Bueno, bueno, Aranda. Nos ha dado usted una satisfacción. Ha vuelto a la vida, ¿eh?

—Sí, eso parece.

—¿Qué recuerda?

—Si quiere que le sea sincero, la verdad es que no gran cosa.

—Es normal, no tema. ¿Se encuentra tranquilo ahora?

—Sí, seguro.

—Bien —dice sacando un mechero de yesca y encendiendo un cigarro—. ¿Recuerda su nombre?

No tengo una idea muy clara de lo que está sucediendo pero me parece obvio que me están confundiendo con otro tipo, el de la cartilla militar de mi mesilla, así que me dejo llevar por la intuición y miento:

—Blas Aranda Martínez, capitán del Tercio de Regulares, soy de Tenerife y vivo en la calle del Agua 8, 1.º izquierda, para servirle a usted, a Dios y a España. —No sé de dónde ha salido eso último que me he escuchado decir pero ha sonado convincente y el médico parece satisfecho.

—¡Excelente, excelente! ¡Bravo!

—Apenas si recuerdo nada más.

—No importa, capitán, no importa, poco a poco irá acordándose de todo. Mire, le explicaré: usted fue herido de gravedad en la batalla del Ebro. Parece ser que un trozo de metralla le impactó en la cabeza produciéndole una fractura con herida abierta en la zona temporal de la cabeza; esto lo leí en su informe, pues le atendieron en un hospital de campaña y le trasladaron a Teruel de inmediato. Estuvo debatiéndose entre la vida y la muerte durante días y permaneció dos meses en coma. Cuando despertó, mis colegas comprobaron que sufría usted un ataque de amnesia. No sé si me entiende: que perdió la memoria, vamos.

—Sí, claro, creo haberlo leído en una novela. O eso me parece.

—Bien, el caso es que estaba usted recuperado, ya me entiende, físicamente al menos, pero la comisión médica dictaminó que no podía ser enviado a Tenerife hasta que recuperara la memoria. Estas cosas suelen ser transitorias. Sólo tiene usted un pariente vivo y…

—¿Un pariente?

Él, levantando la mano, me dice:

—Un tío misionero en Bolivia, por eso no ha podido venir a verle, pero calma, calma, cada cosa a su tiempo. Volviendo a su caso diré que usted sufrió lo que los ingleses llaman un shock, o sea, un susto, un pasmo, un sobresalto. ¿Se da cuenta? ¡Qué bonito es el idioma castellano y no el de esos hijos de la Pérfida Albión!

»En fin, volvamos a lo nuestro. Esa fortísima impresión suele borrar los acontecimientos más próximos al incidente en que un hombre cae herido o sufre un accidente. Normalmente los afectados no recuerdan nada sobre cómo se accidentaron. Es un mecanismo de defensa de la mente, ¿sabe? Algo natural. En su caso, digamos que este mecanismo fue demasiado lejos y su psique borró todo su pasado de un plumazo. La comisión pensó que sería un peligro enviarle solo a Tenerife, sin familia, sin recordar nada, así que se decidió enviarle aquí, a los Baños de Benasque. Hemos instalado una casa de reposo para heridos de guerra, todos héroes como usted. Valientes militares que, hoy por hoy, no están en condiciones de incorporarse a la realidad. Debo decirle como psiquiatra que su caso es de los más interesantes que he conocido.

—¿Y cuánto tiempo llevo aquí?

—Dos años largos, quizá tres. Aurora ha seguido su caso en detalle y me ha mantenido informado de sus progresos. Ella fue enseñándoselo todo, era usted como un niño. Ha pasado usted tres años tranquilos y, según me consta, felices. El aire sano y la buena alimentación le han venido a la perfección.

—Pero… yo no recuerdo nada de eso.

—Ni lo recordará, ha vuelto usted a ser quien era. Estos años no volverán a aparecer en su cabeza. Anteayer, dando su paseo vespertino con la enfermera, usted resbaló y cayó al río Ésera. Debió golpearse la cabeza y eso reactivó su mente. Sucede a veces así, lo que un golpe se lleva, el otro lo trae.

—… tampoco recuerdo mucho de lo anterior.

—Eso es normal, hombre, usted recuerda ahora sólo lo básico. Tenemos el armazón principal, ahora es cuestión de ir rellenándolo poco a poco. Comience leyendo las cartas que hay en su mesilla. Con pausa, con tranquilidad. Ya verá cómo en menos de dos meses está usted en Tenerife y retoma su antigua vida.