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La catástrofe

Después de la toma de Miravete, la diezmada compañía de Javier pudo descansar durante un día. Aquella noche, escucharon el estruendo del cañoneo y contemplaron el fulgor nocturno de las explosiones a lo lejos. La serenidad de la noche quedaba rota por el fragor de la guerra, a lo lejos. ¿Qué estaría haciendo Julia en aquel momento? Supieron por algunos enlaces que pasaron en moto por el pueblo, que habían caído Flix y Ribarroja, así como también la importante y estratégica Electroquímica.

Camposines, Mora, Benisanet y Pinell eran ya de la República. Aquello marchaba bien de veras. Los nacionales se habían visto sorprendidos por una maniobra militar de gran envergadura preparada con sigilo y llevada a cabo con una coordinación y una determinación dignas de encomio. Javier se mostraba esperanzado y los hombres estaban algo más animados. El joven intendente se sentía como flotando en una nube, como en un sueño. No se consideraba un asesino. Debía de ser normal experimentar esas sensaciones tras un combate. Estaba como drogado, ido, pero relajado.

Al día siguiente el capitán reorganizó la compañía y la división fue trasladada a la sierra de Pàndols, una elevación situada junto a la sierra de Cavalls, desde la que se contemplaba la localidad de Gandesa. La gigantesca cabeza de puente establecida por los republicanos había penetrado hasta frenarse en dos puntos: uno al norte, Villalba de los Arcos, y otro al sur, Gandesa.

Desde la cota 585 en la que se instalaron en la sierra de Pàndols, Javier y sus compañeros veían confluir los refuerzos republicanos hacia la población de Gandesa. Fortificaron sus posiciones a pesar de que allí arriba estaban lejos de los combates. Al menos ese consuelo les quedaba.

Las tropas nacionales consolidaron sus ubicaciones fortificando aquí y allá y los republicanos hicieron otro tanto. Todo ocurría allí abajo, a lo lejos, en otro mundo, en Gandesa. Los hombres se afanaban en su trabajo como minúsculas hormigas fratricidas.

Por otra parte, los aviones nacionales eran dueños y señores del aire y se dedicaban a bombardear las pasarelas y puentes reiteradamente. Rara vez alcanzaban uno de los estrechos pontones, pero los puentes eran objetivo más seguro. El material pesado necesitaba de los puentes para poder ser trasladado, por lo que la falta de blindados, munición y, sobre todo, víveres comenzaba a hacerse preocupante. A los dos días de haber ocupado la cota, supieron por un pastor que Gandesa había quedado liberada por unas horas durante el día 25, el día en que empezaron los combates. Nadie había llegado para hacerse cargo de ella. Los nacionales habían puesto pies en polvorosa y la habían evacuado quedando unos pocos hombres para custodiarla, pero la indecisión de los republicanos, o quizá la fatiga, habían provocado que los refuerzos fascistas llegaran a tiempo para fortificar sus posiciones. Los dos bandos se emplearon a fondo para aprovechar cualquier saliente, cualquier escarpe, cualquier irregularidad del terreno para obstaculizar el avance del enemigo. Los combates en Gandesa eran durísimos, pero aquella batalla se centró, sin duda, en el duelo entre la aviación nacional y los pontoneros republicanos a los que tanto admiraba Javier. La primera, intentando destruir los puentes que nutrían al ejército invasor; los segundos, trabajando laboriosamente y sin descanso para conseguir que la invasión fuera un éxito y lograr que los suministros llegaran a los lugares de combate. Transcurridos unos días Javier tuvo evidencias de que la sorpresa inicial había sido superada por los fascistas. Parecía que el frente se había estabilizado.

La primera evidencia —y quizá la más preocupante— fue la llegada de refuerzos a Gandesa. Y no de unos refuerzos cualesquiera. Una buena mañana Javier y sus bisoños compañeros contemplaron con estupor un continuo pulular de boinas rojas por las afueras del pueblo.

¡Habían llegado los requetés!

Por si esto fuera poco, uno de los soldados, usando los prismáticos del capitán, acertó a ver su bandera: ¡era el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat! El único tercio catalán en el Requeté, famoso por no haber perdido batalla alguna y que pese a haber sido diezmado en varias ocasiones conseguía siempre reclutar nuevos y fanáticos tradicionalistas dispuestos a perder la vida en combate. Los soldados republicanos temían a los legionarios por su valor y a los moros por su crueldad con los heridos, pero sobre todo sentían pavor ante los requetés debido a su fanatismo ciego y su comportamiento alocado y suicida en combate. Mala señal.

La otra evidencia de que los nacionales recomponían sus líneas llegó aquella misma tarde: una explosión a lo lejos, seguida del silbido de un obús que se acercaba, hizo que todos se lanzaran cuerpo a tierra en la trinchera. El proyectil impactó en el puesto de mando matando al capitán Juaristi, a dos sargentos y a tres soldados. A partir de ahí el cañoneo fue constante y todos se apresuraron a excavar refugios subterráneos en las trincheras para escapar con vida de aquella infernal lluvia de fuego y metralla. Se hacía evidente que los nacionales habían conseguido concentrar a las afueras de Gandesa artillería suficiente como para arrasar medio Aragón.

Poco a poco el signo de la batalla fue cambiando. Javier sabía que la guerra era algo horrible pero nunca la había imaginado así. Aquello era la versión terrenal del infierno de Dante. Todos los días, todos, eran cañoneados inmisericordemente por la artillería nacional. Alrededor de las trincheras no quedaba ya resto de vegetación alguna. Era como si un fuego destructivo e insaciable se hubiera cebado con aquella porción de monte convirtiéndolo en un auténtico y negruzco desierto. Cuando oían el siseo de los obuses todos corrían a refugiarse en las pequeñas cuevas que habían excavado y que se comunicaban con las trincheras constituyendo una enmarañada red de galerías que les permitía moverse por la sierra sin ser alcanzados por la metralla o las balas. Además, todos los días pasaban los Junkers y descargaban cientos y cientos de bombas que hacían que la tierra temblara y que los hombres lloraran desquiciados ocultos bajo tierra. Javier excavó una especie de nicho en su trinchera, que ocupaba junto a un crío de Valladolid, Bernardo. En cuanto empezaban los bombardeos, ambos se instalaban en el reducido habitáculo que cubrían con un fragmento de acero rectangular que había formado parte de un carro de combate ruso que había sido despanzurrado y que les protegía de los impactos de los cascotes y la metralla. Todos los días ocurría igual. Los bombardeaba la artillería, luego la aviación y, cuando ya no se movía una brizna de hierba en las trincheras, los requetés cargaban monte arriba. Entonces, Javier y sus compañeros salían de sus agujeros y volvían a las fortificaciones donde, con las ametralladoras Hopkins, fusiles y granadas de mano, repelían el ataque. Así un día y otro. Insoportable rutina. Por si esto fuera poco, los nacionales habían adquirido la mala costumbre de bombardear al caer la noche, con lo que los atemorizados defensores la pasaban en vela esperando el consiguiente ataque terrestre que casi nunca se producía. Así, a la mañana siguiente estaban agotados, faltos de comida y sueño, y habían de volver a defenderse de los requetés tras el inevitable bombardeo de turno. Aquello era horrible. Faltaba sueño, faltaba comida, higiene y sobre todo paz mental, un poco de descanso, de tregua.

Además, las ratas hicieron su aparición. Eran gordas como conejos y descaradas, muy descaradas. Javier notaba su peso encima del cuerpo cuando dormía y las espantaba como a moscas, pero ellas siempre volvían. La comida no sobraba, pues los puentes y pasarelas estaban, a menudo, fuera de servicio por los impactos de la aviación, así que la poca que tenían era colgada en los árboles cubierta con grandes protectores metálicos. Aun así, las ratas llegaban a ella. Aquellas sabandijas trajeron a los piojos, que eran peores que ellas. Esos insectos verdes e hijos de puta se comían literalmente a los soldados. Era insoportable aquel picor. No había manera de deshacerse de ellos. Era desesperante. Los piojos trajeron las enfermedades. Sobre todo el tifus exantemático. Adrián, un criajo pelirrojo y pecoso de Morella empeñado en ganar la guerra él solo, cogió el tifus. Adelgazó, se puso ojeroso y siempre estaba caliente. Se lo llevaron al hospital y dos días después dijeron que había muerto. Todo parecía tan irreal…

Javier vivía en una pesadilla. No tenía noticias de su mujer ni de su hija, ¿qué sería de Eusebio, su padre?, ¿y de su madre? ¿Viviría el hermano que le quedaba? Ya había perdido a uno de sus dos hermanos en aquella maldita guerra. Al pensar en ellos recordó a Isidoro, el comisario político de la compañía, que ahora estaba al mando por la muerte de Juaristi.

Por cierto, no lo había visto en los combates el día de Miravet. Todo el mundo en las trincheras odiaba al comisario. Incluso los comunistas más fervorosos. Además, la mayoría habían sido llamados a filas por su quinta, a la fuerza. Era evidente que muchos de aquellos jóvenes estaban allí obligados. Bien era cierto que algunos hijos de obreros y trabajadores sí creían en la República, pero otros, los más, permanecían callados y a la mínima oportunidad dejaban el fusil y se deslizaban en la oscuridad intentando pasarse. Javier intentó arengarlos en un par de ocasiones pero no merecía la pena. Lo miraban como se mira a un loco.

Los días iban pasando y al fin se fue aquel maldito calor. Estaba harto de vivir como una rata, todo el día bajo tierra. Esperaban con ilusión la llegada de una estación más fresca y vaya si llegó. Llegaron las lluvias y las trincheras se inundaron. Aquello era ya más que insoportable pero, a pesar de los entumecidos músculos, era preferible dormir empapado que morir por un bombazo a cielo abierto. Muchos hombre enfermaban y las toses eran el sonido que predominaba en las largas noches. Hacía frío.

Empezaron a llegar malas noticias. Parecía que los nacionales dominaban la situación. Algunos decían que el frente comenzaba a desmoronarse. Otros, que Franco en persona dirigía los combates. Llegó una orden del mismísimo Líster. El comisario Isidoro los reunió a todos y leyó en voz alta:

—«Dadas las circunstancias actuales y en vista de la negligencia que existe por parte de algunos individuos, advierto que todo soldado que abandone o pierda el fusil será pasado por las armas».

A Javier aquello le sonó mal. No se emite una orden así si se va ganando una batalla. La consigna que les daban a diario era clara: resistir, resistir y resistir.

Por eso fue que Javier terminó odiando a Isidoro. En los últimos días de octubre había mandado fusilar a un joven soldado «por abandonar su puesto de guardia y su fusil». No había ocurrido así. Aquel pobre chaval, haciendo de escucha en un pozo de tirador, se había visto rodeado por una avanzadilla de requetés. Había lanzado sobre ellos un par de granadas y, dando la voz de alarma, había corrido de vuelta hasta las trincheras. El crío olvidó el fusil. Estaba muerto por eso.

No le agradaban Isidoro ni los fanáticos como él. —Pensó en sus hermanos—. Encima, los bombardeos se hicieron más frecuentes aún. Eso demostraba que determinadas baterías que antes bombardeaban otras zonas del frente habían sido vueltas contra la sierra de Pàndols. Afortunadamente, la República controlaba la totalidad de los puntos elevados que dominaban el valle del Ebro, pero, a pesar de ello, Javier comenzó a pensar que el diseño de aquella ofensiva no había sido tan sobresaliente como él creía en un principio. Los brillantes estrategas soviéticos que él tanto admiraba les habían colocado en una situación insostenible. El guión de la batalla llevaba camino de ajustarse al de todas las que hasta aquel momento se habían producido en aquella guerra fratricida: ataque brutal y efectivo de la República, resistencia numantina nacional, reagrupamiento de fuerzas fascista, fulminante contraataque y victoria de Franco.

El joven intendente pensó que aquélla no era una operación tan brillante. El Ejército republicano ocupaba las mejores posiciones, sí, pero se enfrentaba a una artillería y una aviación superiores y tenía además, un río a sus espaldas que le cortaba la retirada y le dificultaba el aprovisionamiento. Aquél era un error de principiante. Años después supo que Franco, en su cuartel general de Alcañiz, y nada más llegar al frente del Ebro para hacerse cargo de las operaciones, había emitido una exclamación al ver el grado de penetración que, inicialmente, había logrado el Ejército republicano. Su estado mayor le ratificó que la situación era delicadísima, y entonces el generalito contestó muy sereno:

—No me comprenden, no me comprenden… En treinta y cinco kilómetros tengo encerrado a lo mejor del Ejército Rojo.

Y así fue.

Aquella mastodóntica operación en el Ebro constituyó sin duda un suicidio colectivo del Ejército republicano, un sangriento órdago, un último farol que, según empezaba a intuir Javier, iba a volverse de inmediato contra ellos. De hecho, una mañana de primeros de noviembre el cañoneo se hizo insoportable. Los machacaron durante dos días con sus respectivas noches. Javier y Bernardo se encerraron en su nicho y todos se apresuraron a buscar la seguridad de los refugios. En mitad del contundente y atronador bombardeo escucharon el ensordecedor ruido de decenas de Junkers que sobrevolaban la zona.

—Es un ataque selectivo contra esta cota —susurró Javier asustado.

Estaba acostumbrado a esa táctica, era la favorita de Franco. Ya se sabe: «La artillería conquista, la infantería sólo ocupa el terreno». El Ejército nacional concentraba toda su artillería sobre un punto que literalmente borraba del mapa, luego pasaba la aviación y finalmente se enviaba a la infantería. Si después de ello quedaban conatos de resistencia, volvían a empezar de nuevo con los bombardeos.

La lluvia de bombas caída de los Junkers fue durísima, cruel y devastadora. Era evidente que estaban concentrando toda su furia en aquella elevación del terreno. Iban a por ellos. Una bomba estalló en la mismísima trinchera, junto al nicho. Tras el desconcierto inicial, Javier zarandeó a Bernardo, que parecía inerte. Vio un haz de luz entrar a través de la chapa de carro que usaban como protección. Al crío le faltaba media cabeza. La metralla. Arrojó su cuerpo a la trinchera y se cubrió agarrando la chapa con todas sus fuerzas. El bombardeo subió de intensidad, así que abrió la boca temiendo que le explotaran los tímpanos. Al cabo, hubo un rato de calma. Le pareció reconocer el sonido de la lluvia.

Tenía que salir. Era el momento. Enseguida subirían los requetés y no quería estar allí cuando aquello ocurriera. Salió a la trinchera inundada y se topó con varios cuerpos flotando. Todos habían muerto. Le costó trepar y salir de aquel agujero.

—¿A dónde creéis que vais? —escuchó decir tras de sí.

Se giró y vio al comisario Isidoro apuntando a dos criajos que habían tirado sus armas y huían. Parecían famélicos, las caras sucias, las barbas oscuras y sin rasurar. No quedaba nadie más en aquella posición. El suelo estaba negro por las explosiones y olía a pólvora y carne quemada.

—¡Isidoro! —gritó Javier—. ¡Se van! ¡Nos vamos!

El comisario dijo que no con la cabeza e intentó girar el arma hacia Javier.

Éste, sin dudarlo un instante, le descerrajó un tiro en la frente y dijo a los chicos:

—¡Corred!

Ellos se quedaron parados, asustados.

—¡Corred, hostia, que vienen! —gritó.

Echaron a correr monte arriba.

El joven contable iba a partir cuando oyó gritos. Se asomó a la trinchera y vio a un sargento herido. Le faltaban las dos piernas y lo miraba indefenso. Sufría. Entendió lo que el otro le quería decir. Le pegó un tiro en la cabeza sin pensarlo.

Entonces se asomó para mirar ladera abajo y vio las camisas azules y las boinas rojas de los requetés. Eran cientos. Subían varios tanques lentamente. Debía de ser el último hombre de la posición. Sintió una vez más que el pánico le invadía. De repente, escuchó voces tras de sí y se giró. Vio a dos moros y a un oficial nacional que le apuntaban. Habían subido por la otra ladera. Tiró el arma y alzó los brazos. ¿Lo matarían?

No pudo pensar en nada más porque se percató de que el familiar silbido de un obús sonaba tras él, ¿se acercaba? Le pareció que sí.

En un gesto instintivo y que había terminado por interiorizar, se tiró al suelo.

Hubo una explosión. Nada.

* * *

Despertó al rato. Escuchó voces en la ladera de la izquierda, los requetés llegaban. Oyó hablar en árabe por la otra loma: los moros venían también. Estaba rodeado y le dolía la cabeza. Tenía sangre por todas partes. Miró el cadáver del oficial franquista que le había encañonado. Le faltaba la parte superior del cráneo. Uno de los moros estaba despanzurrado y el otro yacía más allá sin un brazo, inmóvil. Había tenido suerte.

Pensó. El olor dulzón de la sangre lo envolvía todo en aquella maldita guerra.

Tomó al oficial y le quitó la guerrera. Se la puso. Estaban llegando.

«Rápido. Rápido», dijo para sí mareado.

Se puso la chaqueta del fascista como en un sueño. Oía la voz de su hija.

Todo se nubló.

Debió de desmayarse.