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El órdago

Si Javier hubiera sabido de antemano lo que iba a ocurrir en aquella primavera de 1938, a buen seguro que no hubiese acudido a Barcelona. En su estancia en la Ciudad Condal apenas si había hecho nada de provecho, excepto entrevistarse con el doctor José Rosell en la sede de la Consejería de Sanidad de la Generalitat y conseguir que éste accediera a enviar un segundo cargamento de material y drogas para el Hospital de las Brigadas Internacionales situado en el antiguo colegio de los Hermanos Maristas. De hecho, desde su llegada a la residencia del Partido no había cesado de escuchar rumores sobre el devenir de la crucial campaña de Aragón. Tras una exitosa ofensiva navideña de la República —que había culminado con la estratégica toma de Teruel— el consiguiente contraataque de los nacionales había ido deparando una serie sucesiva de derrotas que amenazaba con desmoronar las líneas republicanas provocando el desembarco de los fascistas en Cataluña. Todo esto era extraoficial, claro, porque la más pura ortodoxia del Partido, del Gobierno central y de la Generalitat marcaban que la situación del frente de Aragón era poco menos que «excelente» y «altamente prometedora». A pesar de ello, Javier pudo constatar que los fascistas habían conquistado Fraga el 25 de marzo, y que el 3 de abril había caído nada menos que Lérida. Los nacionales estaban a un paso. Estuvo tentado de subirse al primer camión que partiera en dirección al sur pero la disciplina le obligó a quedarse esperando instrucciones del Partido. La situación se agravó sobremanera cuando el suministro eléctrico de Barcelona quedó seriamente limitado al tomar los fascistas las localidades de Balaguer, Tremp y Camarasa aislando a la capital catalana de las centrales hidroeléctricas del Pirineo. Cuando Javier vino a darse cuenta, ya era tarde: con varios días de retraso se supo que desde el 19 de abril los nacionales contaban con el dominio de unos sesenta kilómetros del litoral mediterráneo. Los fascistas habían partido en dos la República; de un lado, Cataluña; del otro, al sur, el resto de la España republicana. Se decía que Cataluña podía caer en cuestión de semanas, la desbandada era general. Nada ni nadie se interponía entre los ejércitos de Franco y Barcelona. Javier lloró al comprobar que no tenía posibilidades de volver con su mujer y su hija. Aquel sueño de una España proletaria y de izquierdas parecía desmoronarse.

En medio del caos consiguió entrevistarse con un desfallecido Godunov que venía del frente y que parecía —como siempre— estar a punto de partir.

Dijo que «lo habían llamado a la Casa». Años después Javier supo que había sido fusilado en Moscú junto con otros generales y asesores a los que se culpó en parte de la derrota. A pesar de que su salida hacia Rusia era inminente, Godunov intentó ayudar a Javier. Las semanas pasaron y, hacia principios del mes de julio, Franco controlaba ya una franja de terreno que iba desde el delta del Ebro hasta casi la población valenciana de Sagunto. La duda estribaba en si los fascistas atacarían primero Valencia o Cataluña. Incomprensiblemente, Franco aplazó todas las operaciones en el sector. Cataluña parecía haberse salvado. Pero ¿por qué el generalito había enfurecido a sus mandos militares frenando una ofensiva que había de hacerles ganar la guerra en apenas unas semanas? Los mejor informados decían que ese maldito Caudillo y sus asesores querían desangrar a la España republicana antes de hacerse con ella. Javier opinaba que aquello suponía un balón de oxígeno para la República pues era obvio que si ganaban algo de tiempo era probable que se salvaran de la debacle. Todo el mundo sabía que Negrín intentaba resistir como fuera porque la situación en Europa hacía presentir que el estallido de un conflicto a gran escala era cosa de meses. La cuestión checoslovaca se complicaba por momentos. El inicio de una guerra entre las democracias europeas y Alemania hubiera provocado la segura salvación de la España republicana al generalizar el conflicto bélico. Había que aguantar. El desesperante conservadurismo de Franco había dado un pequeño respiro a la República y Javier sabía que ésta debía realizar un último y desesperado movimiento. Aunque sólo fuera un farol.

Siempre recordaba su despedida de Godunov. El ruso —una réplica de Millán Astray en soviético— se encontraba subido como pasajero en el sidecar de una motocicleta que había de llevarle a la frontera francesa. Al parecer venía del frente y había pasado por la residencia del Partido a recoger sus efectos personales. Se iba. Javier lo encontró de pura chiripa, a la vuelta de uno de sus paseos vespertinos por las Ramblas. El veterano comisario parecía tener prisa. Bajó del sidecar e hizo un aparte con el joven comunista.

—Querido Javier, he intentado resolver lo tuyo pero ha sido imposible. No hay ni una sola plaza para volar a Valencia, las únicas disponibles son ocupadas por miembros del gobierno y debo decirte que de altísimo nivel —espetó.

—¿Y por barco? ¿No podría ir en barco? ¿No hay ninguna plaza? Trabajaré, limpiaré, cargaré la bodega yo solo si hace falta, haré lo que sea.

El comisario ruso ladeó la cabeza y añadió:

—El bloqueo naval es total. Apenas si podemos poner un barco en el mar sin que nos lo hundan. También hemos perdido la guerra en el Mediterráneo.

Javier miró al comisario desesperado.

—¿Y entonces? —dijo.

—No sé, Javier, esto está perdido. Sólo te quedan dos opciones: irte a Francia, que es lo que yo haría, o alistarte. Necesitamos comisarios en el frente.

El ruso cogió a Javier por el hombro y añadió en voz baja:

—Mira, Javier, puedo decirte extraoficialmente que se prepara una gran ofensiva. La República va a jugársela a una carta. Ya sabes, la última oportunidad. Luego la cosa puede ponerse muy fea. Deberías pasar a Francia e intentar sacar a tu mujer y a tu hija del país, aunque eso lo veo muy difícil.

—Imposible —dijo Javier.

—Sí, imposible. También puedes alistarte.

Javier se quedó mirando al infinito. El comisario político le tendió la mano.

—Tengo prisa. He de irme. Seguro que decidirás lo mejor. Salud y suerte, camarada —dijo Godunov.

—Suerte —musitó Javier.

El joven intendente permaneció mirando como el comisario subía al pequeño receptáculo y vio como la motocicleta con sidecar se alejaba. Tenía que hacer algo.

* * *

Aquella noche vivió una suerte de horrible duermevela alternada con horribles pesadillas en las que perdía a Julia y a la niña. ¿Qué podía hacer? Godunov le había dicho que necesitaban comisarios pero, la verdad, no se veía a sí mismo arengando a los hombres o disparando contra los cobardes o los derrotistas. No tenía madera de comisario político. Aquél no era un trabajo para él. ¿Y si se iba a Francia? Entonces perdería definitivamente a sus seres queridos. ¿Podrían salir del país antes de que los nacionales sellaran las fronteras?

Pensó en otra posibilidad. Quizá podía atravesar las líneas enemigas e intentar llegar campo atraviesa hasta Valencia. ¡Qué locura! Él no era un soldado y menos un superhombre capaz de ocultarse durante jornadas enteras, comer de lo que da el monte, caminar de noche y eludir a las patrullas fascistas durante el día. Pensó entonces que la única posibilidad que tenía de volver a ver a su mujer y a su hija pasaba porque la ofensiva de que le había hablado Godunov resultara efectiva. Si volviera a restablecerse la comunicación con el sur podría llegar hasta Murcia, recoger a Julia y a la niña e intentar salir del país por el puerto de Cartagena. Todo dependía del resultado del contraataque republicano. ¿Qué podía hacer él para lograr que tuviera éxito? No conseguiría nada bueno como comisario político, eso era evidente. Debía luchar. Tenía que intentar que se produjera la derrota de los fascistas. Estaba obligado a ayudar, a pelear. Todo estaba perdido. Y además, ¿qué sería de su vida alejado de su mujer y su hija? Valía la pena morir por intentarlo.

Bajó al salón con rostro taciturno. Desayunó bien, leyó la prensa y salió sin hablar con nadie. Fue a alistarse.

* * *

Lo primero que llamó la atención a Javier del Ejército republicano era su extraordinaria bisoñez, la tierna edad de sus compañeros. La movilización de las últimas quintas había nutrido a la República de una generación de soldados que apenas superaba los dieciocho años. Javier parecía el padre de sus propios camaradas, tenía diez años más y destacaba considerablemente entre ellos por su madurez y aplomo. Quizá por eso, o quizá por sus buenos informes —que demostraban que era un miembro distinguido del Partido— el comisario político de su compañía le nombró cabo. La instrucción militar que se les suministró fue escasa y a todas luces insuficiente: diez días de ejercicios en el Tibidabo en los que apenas dispararon dos tiros por soldado. Javier había hecho la instrucción con las milicias comunistas de Murcia un poco antes de que comenzara la guerra, así que se vio algo más suelto que sus inexpertos compañeros en el manejo de las armas.

Al menos, el material parecía bueno. Las botas eran checas, con suela de herradura metálica, y los uniformes también. El comisario de su compañía se llamaba Isidoro, era extremeño, tenía cuarenta años y había sido tornero antes de la guerra. Había combatido desde el principio de la contienda y era un cenetista reconvertido a ortodoxo miembro del Partido. Todo el mundo sabía que el comisariado político del Ejército republicano había sido copado por el Partido Comunista y que los asesores rusos eran los que dirigían en realidad a hombres como Líster o Modesto.

Los soldados odiaban a los comisarios políticos. Sabían que en caso de retirada no dudaban en disparar a sus propios hombres si con eso conseguían que los soldados defendieran una posición hasta el fin. Nadie los miraba bien a aquellas alturas.

Isidoro llamó a Javier una tarde tras la instrucción. Le cambió el rifle checo que le habían entregado por un «naranjero», un excelente fusil ametrallador de fabricación soviética, y le pidió que le echara una mano a la hora de controlar la compañía. Javier repuso que no era comisario político porque no quería, pero ante la insistencia de aquel hombre que le pedía ayuda para aleccionar y dirigir a aquellos jóvenes imberbes se comprometió a hacer lo que pudiera. Haber recibido un trato de favor del odiado comisario, unido a su mayor edad, provocó que la mayoría de sus compañeros pensaran que Javier era una suerte de espía o chivato colocado ahí para cazar a los desertores o delatar a los derrotistas. Además, sabían que era un conocido comunista en su tierra. Nadie hablaba con él. Ni se le arrimaban. Pensó que aquello sería muy malo a la hora de entrar en combate.

Un buen día, a finales de julio, los subieron a un tren de mercancías en la estación del Norte. Javier sintió pena al ver a aquellos jóvenes despedirse de sus seres queridos. Eran apenas unos críos y las familias lloraban desconsoladamente porque sabían a dónde los llevaban. Javier permanecía en silencio en un rincón. El tren era, una vez más, desesperantemente lento. Viajaron toda la noche y los llevaron a Vinebre, cerca del río Ebro. Allí acamparon bajo un campo de avellanos y se enteraron de que pertenecían a la 11.ª División, encuadrada en el V Cuerpo de Ejército comandado por el teniente coronel Enrique Líster. Supieron que al mando de aquella operación estaba el teniente coronel Juan Modesto Guilloto y aquello les animó de veras, pues se comentaba que era un tipo con buena estrella y, según dijeron los comisarios en una arenga, «estaban en buenas manos».

Allí hicieron más instrucción. La tarde del día 25 de julio, bajo la sombra de los avellanos y envueltos por el ensordecedor clamor de las chicharras, el comisario de la compañía les explicó que aquella misma noche habían de cruzar el Ebro. Más de sesenta mil hombres iban a participar en una ofensiva «milimétricamente preparada por los mejores asesores militares rusos». La idea era cruzar el río en absoluto silencio, tomar las posiciones asignadas copando las respectivas cabezas de puente y esperar la llegada del material pesado para perseguir a los fascistas hasta Madrid. Querían descargar a Valencia de la presión del Ejército nacional y dar un zarpazo de muerte a Franco restableciendo de nuevo la comunicación con el resto de la España republicana más hacia el sur. La consigna fue la siguiente: «Sorpresa, rapidez, decisión». Las tres premisas quedaban resumidas en una sola palabra: «Audacia».

Les hicieron preparar su material. Cenaron bien, aunque algo más temprano que de costumbre. A las once de la noche los subieron en camiones. Iban con las luces apagadas. Javier se maravilló ante el gran número de tropas que, como un solo hombre y con asombrosa coordinación, se dirigían en silencio a dar un decisivo golpe de mano. Sentía miedo pero, por un momento, la esperanza en la República, el Partido, los rusos y los mandos de aquel ejército del pueblo renació en él. La victoria era posible. Los camiones pararon a unos cien metros del inmenso caudal del Ebro. Caminaron en silencio. El capitán Juaristi, un vasco de armas tomar, amenazó con fusilar al que hiciera ruido o encendiera un pito. Javier estaba nervioso. Las pálidas caras de sus compañeros demostraban que ellos también estaban asustados. Ninguno de ellos tenía experiencia en el combate mientras que los legionarios y moros que había al otro lado del río eran curtidos soldados. ¿Qué iban a hacer? Tras atravesar un cañaveral vieron el suave y brillante cauce. La noche era oscura pero había que darse prisa. Varias barcas atestadas de hombres cruzaron el río conteniendo la respiración, remando con tiento y procurando no hacer ruido. Javier y sus compañeros permanecían en la orilla segura del río, agazapados y observando la delicada operación. Un silbido indicó que había vía libre y pasó la barca de los pontoneros. Enseguida tensaron los cables y comenzaron a colocar unas piezas de corcho sobre las que de inmediato se situaban unas maderas. Comenzaron a escucharse explosiones lejanas. Su resplandor indicaba que el Ejército republicano había cruzado ya el Ebro en otros puntos. En menos de media hora, los ingenieros habían tendido una estrecha pasarela sobre el río. Eran las tres y cuarto de la madrugada. El ronroneo del motor de un avión se fue haciendo audible. Cada vez sonaba más cercano. De inmediato los mandos susurraron:

—Ahora, vamos, muchachos.

En fila de a uno comenzaron a cruzar la pasarela. Cuando pisó las inestables maderas, Javier sintió pánico. Aquella delgada construcción se movía mecida por el taconeo de las botas de los que le precedían y la fuerza de la corriente curvaba la pasarela en su zona central. Iban cargados con un pesado equipo y una caída en la oscuridad era una muerte segura, pues suponía ser engullido para siempre por las sombrías aguas del Ebro.

El sonido del motor del avión se hizo patente, se acercaba. De pronto, a lo lejos, sonó un cañonazo. El silbido del proyectil surcó la noche, más cercano, más cercano… una explosión hizo volar un camión de intendencia en la orilla republicana. Todos quedaron parados en la estrecha plataforma.

—¡Quietos, rediós! —dijo el sargento Andúgar.

El avión se acercó siguiendo la señal inequívoca que suponía el fuego del camión.

—¡Rápido, rápido! —gritó alguien.

Todos echaron a correr haciendo bambolear la plataforma. El zumbido del avión se hizo ensordecedor.

—¡Al suelo! —gritó Javier arrojándose sobre las tablas. Metió las manos bajo el agua y se aferró a la pasarela. Una serie de explosiones sacudieron el cauce del río. Se escucharon en la oscuridad los gritos de los hombres que caían al agua.

—¡Quietos, quietos! —gritaba alguien en medio del pánico.

Javier se aferró a la estrecha plataforma de madera y pensó que las bombas no la habían alcanzado. El zumbido del avión se hacía más lejano.

—¡Esperad! —dijeron desde la otra orilla. Las bombas seguían cayendo. No acertaban a la pasarela pero la hacían bambolearse peligrosamente.

Un chaval de Cuenca que iba delante de Javier se levantó.

—¡Yo me largo de aquí! —dijo resuelto.

En aquel momento, un tintineo metálico avisó de que algo ocurría. Se escuchó el ruido de un chapuzón. En unos segundos, el joven que había caído al agua se perdió entre gritos arrastrado por el fuerte caudal hasta que dejó de oírse su voz.

Todos permanecieron aferrados al suelo de maderos. Enseguida llegó una barca con los pontoneros. Según dijeron, se había soltado la cadena metálica que sujetaba aquel lado de la plataforma. En unos minutos estaba reparada.

Les ordenaron levantarse y correr hasta la otra orilla. Cuando Javier pisó la tierra firme se arrojó al suelo. Había pasado más miedo en unos minutos que en toda su vida. Y eso que aquello acababa de empezar. Comenzó a vomitar mareado por aquella asquerosa sensación de vaivén.

—¡Arriba! —gritó el sargento Andúgar—. ¡Cabo, levante a sus hombres! ¡Nos vamos!

Javier ordenó a aquellos chiquillos que se pusieran en marcha. Tomaron un estrecho camino entre cañaverales. Iban en fila india. Enseguida dejaron atrás a los escuchas que habían sido situados en vanguardia y se adentraron en terreno enemigo. Javier se sintió invadido por un miedo frío y atroz. Comenzaron a desplazarse en paralelo al río. De inmediato observaron unas casas a la orilla del curso del Ebro. Según dijo el sargento era Miravet, su objetivo.

—¡Vamos, vamos! —decían los mandos.

Javier miró a sus hombres y se sintió responsable por guiar a aquellos críos a una muerte segura. Se vio a sí mismo como una especie de verdugo, como un matarife que lleva a las mansas reses al matadero.

Todos estaban asustados. Excepto el capitán Juaristi nadie, absolutamente nadie en la compañía, había entrado jamás en combate.

De pronto, desde la tapia del cementerio sonaron unos disparos. Las balas cortaban el aire sobre sus cabezas. Alguien maldijo y cayó como un peso muerto. Comenzaron a caer granadas lanzadas por un mortero de no se sabía dónde. Cada explosión iluminaba el campo de olivos en el que se hallaban. Javier notó el sabor de la tierra húmeda en su boca. No había dónde esconderse. Intentaba desesperadamente meterse bajo tierra, como un topo humano que intentaba excavar sin éxito un túnel que le sacara de allí. Eran como horribles zumbidos, moscardones cargados de muerte que volaban sobre sus cabezas.

El sargento decía siempre que los disparos que te matan no se pueden escuchar, no oyes la detonación sino el susurro de la bala que corta el aire, como un suave zumbido. Se oían los gritos de los heridos en la negra noche. Nadie podía atenderles pues todos se aferraban al suelo huyendo de la muerte. Cada uno miraba por su propia vida en aquel súbito avispero.

—¡Disparad, coño, disparad o nos fríen! —gritaba el capitán Juaristi en la oscuridad.

Alguien le hizo caso y Javier escuchó que sus compañeros comenzaban a hacer fuego.

—¡Enlace! —gritó el capitán llamando al soldado encargado de comunicar con la retaguardia.

Javier vio que una sombra se acercaba a Juaristi y le pareció que, tras recibir instrucciones, el chiquillo se perdía en la oscuridad que había tras ellos. Los morterazos no cesaban, así que Javier —como había escuchado decir en las conversaciones nocturnas junto al fuego del campamento— se lanzó en el embudo que había creado una explosión tras él. Al poco, una granada destrozó el olivo centenario bajo el que se había guarecido segundos atrás. Aquello era lo más parecido al infierno que había visto en su vida. En cualquier momento te podía destripar un morterazo o una bala perdida podía alcanzarte de lleno en la testa. La situación de indefensión era absolutamente insoportable, el pánico te invadía y paralizaba pues nada se podía hacer más que agachar la cabeza y esperar que aquello terminara pronto. Tras unos minutos que parecieron horas, vio moverse numerosas sombras en la oscuridad. Ocurrió justo a su izquierda, por un bancal que quedaba al abrigo de los nacionales.

Dos compañías habían acudido en ayuda de la compañía de Juaristi. Montaron dos ametralladoras y el tableteo indicó que barrían las posiciones de los nacionales. Los impactos comenzaron a destrozar la inmaculada tapia del cementerio.

Javier se animó y comenzó a disparar su naranjero. Todos hacían fuego ahora. Algunos comenzaron a levantarse incluso a la vez que disparaban. Cayó otro morterazo.

—¡Ahora, coño! —gritó el sargento corriendo hacia la tapia. Sus soldados lo siguieron. Una sombra lanzó varias granadas de mano tras la blanca pared. Los demás hicieron lo mismo. Las sordas explosiones seguidas de gemidos les hicieron saber que habían dado en el blanco. El capitán y cuatro más doblaron tras la esquina de la tapia y se adentraron en una calle dando vivas a la República. Javier iba tras ellos, tenía menos miedo ahora pero se pegó a las paredes de las casas mientras caminaba con el arma a punto. De la izquierda surgieron cientos de formas, eran las compañías de apoyo. Al fondo se veía como algunas figuras huían calle arriba. Hubo disparos y una sombra rodó por el suelo.

—¡Al castillo! —gritaban los fascistas.

Los rojos avanzaron lentamente, con prudencia.

Al llegar al final de la calle, un soldado de otra compañía dijo en la oscuridad:

—Se están refugiando en el castillo.

Y señaló una mole gigantesca que se adivinaba perfilada contra las estrellas.

—¡Vamos! —gritó Juaristi corriendo hacia la fortificación.

El tableteo de una ametralladora barrió la calle. Cayeron varios hombres.

—Estoy bien, ¡cojones! Todos tranquilos —gritó el capitán levantándose y saltando para ponerse a cubierto en una esquina.

Poco a poco iban llegando más efectivos. Los hombres corrían entre las casas y se ocultaban bajo las rocas, tras un árbol o en un socavón, donde fuera. Los fascistas comenzaron a lanzar granadas desde el castillo. La súbita iluminación que provocaba cada explosión se veía seguida de los gritos y lamentos de los heridos.

Un soldado de Castellón, comunista convencido, se llegó donde Javier. Llevaba dos fusiles al cinto aparte del suyo.

—¿De dónde has sacado eso? —repuso el intendente metido a soldado.

—Los he tomado de los compañeros caídos, por si alguien se queda sin fusil —dijo el chaval.

Javier pensó que aquello era de locos. ¡Menudo imbécil!

El sargento le ordenó que buscara a aquellos de sus hombres que quedaran con vida. Tenían que acercarse a los pies del castillo y lanzar sus granadas hacia arriba. Javier hubiera querido negarse. Entre la confusión y la oscuridad, apenas si pudo localizar a cinco de los chavales que le acompañaban en aquella trágica aventura. Javier veía desde su esquina como más y más hombres se acercaban a las paredes de aquella mole defendida con ardor por los nacionales. Algunos estaban atrapados a los pies de la misma. Lanzaban con poco éxito sus granadas hacia arriba intentando colarlas tras las almenas para silenciar las ametralladoras de los fascistas.

—¡Vamos! —gritó el sargento.

Javier y los cinco muchachos corrieron tras él. De pronto, a apenas unos metros del muro, el sargento Andúgar dio un extraño giro y cayó al suelo en una postura que resultaba antinatural. Javier no paró de correr y alcanzó la sólida y recia pared. Vio caer a otro de los críos tras de sí. Siguió con la espalda pegada al muro y se desplazó hacia su izquierda ascendiendo por una loma rocosa que besaba los pies de la fortaleza. Los chavales que le seguían hicieron otro tanto. Escondiéndose entre las rocas consiguió avanzar una decena de metros hasta que una bala le silbó junto a la frente. Se agachó ocultándose tras una inmensa roca. Escuchó que algo rebotaba contra el suelo, como una piedra caída desde el castillo:

—¡Granada! —gritó haciéndose un ovillo en el suelo, entre la enorme roca y otra de tamaño mediano que quedaba tras de sí. Una explosión impactó junto a los cuatro que le seguían, o quizá fue la segunda, o la tercera, o puede que la cuarta. Los disparos silbaban a su alrededor y Javier se aplastó contra las dos rocas que le habían servido de trinchera. Tras unos segundos interminables el fuego cesó. No se oía quejarse a nadie, así que supuso que sus compañeros estaban ocultos o, a lo peor, muertos. Permaneció en silencio, sin moverse, apenas si se atrevía a respirar. Debieron de pasar varias horas. Comenzó a amanecer. Javier permanecía quieto. Se le habían dormido las piernas pero permanecía encogido ya que la luz del sol podía provocar que le vieran desde las almenas del castillo. De pronto, con los primeros rayos de la mañana, una voz dijo:

—¡Mirad, ahí hay uno escondido!

El horrible y ensordecedor sonido de la ametralladora lo envolvió todo y Javier se arrebujó invadido por el pánico. Las balas silbaban a su alrededor y las esquirlas levantadas por los disparos en la roca pasaban junto a él. Se sentía invadido por el miedo más atroz e irracional que había sentido en su vida. No lo podía soportar, lo peor no era morir, sino hacerlo de aquella manera, viendo que todos caen a tu alrededor y sabiendo que tú vas a ser el siguiente. Pensó en Julia y en la niña. La idea de saberlas viviendo bajo una dictadura fascista se le hizo insoportable. No las vería más, iba a morir. La ametralladora seguía disparando sin cesar. Decidió acabar con aquella situación. Tomó dos granadas y les quitó la anilla, sujetó el percutor y se decidió a terminar con su vida intentando silenciar aquella maldita máquina de triturar carne humana.

Justo cuando iba a levantarse el fuego cesó. Permaneció agachado prudentemente. Una y otra vez saltaba un chasquido metálico. ¡La ametralladora se había encasquillado!

—¡Joder! ¡Esta máquina es una mierda! —oyó gritar a uno de sus agresores.

Javier no lo pensó, soltó los percutores, contó hasta tres, se levantó y arrojó las dos granadas hacia arriba, donde las almenas. Apenas seis o siete metros lo separaban de su objetivo. Vio de refilón como uno de los soldados nacionales le disparaba con su fusil. Se echó al suelo. Las dos detonaciones fueron simultáneas. Un cuerpo destrozado cayó justo a su lado. Permaneció acurrucado, tapándose la cabeza con las manos mientras los vítores y aplausos que le llegaban desde las líneas republicanas le hicieron sospechar que había alcanzado su objetivo.

Justo en aquel momento, una tremenda explosión le sacó de su ensimismamiento. Una nube de polvo, cascotes y arenilla cayó desde las almenas. Las baterías antiaéreas republicanas, situadas en la orilla segura del río, habían empezado a machacar el castillo de Miravete aprovechando las primeras luces del día. Al primer obús le sucedió un segundo, y otro, y otro… Gracias a aquella confusión Javier corrió hacia las casas donde aguardaban sus compañeros. Llegó indemne. Todos quisieron tocarlo, ¡era un héroe!

—¡Cagondiós, este zagal se merece una medalla! —dijo el duro Juaristi.

Le dieron agua y algo de comer —unas galletas o algo así— y el capitán ordenó que descansara a las afueras del pueblo, bajo algún árbol. No paraban de llegar refuerzos. Javier se tumbó junto a una casa, en la entrada de la población. No podía dormir. Apoyó la cabeza en su mochila y ojeó como hipnotizado el vale que le había expedido el capitán: «Vale por una noche con una mujer fascista». Se sintió mal. No le agradaba la idea de yacer con una pobre prisionera pero la posibilidad de alejarse del frente y, sobre todo, dormir en una cama, se le antojó una maravilla.

Pensó entonces que había matado a alguien. Como mínimo a uno, al que había visto despanzurrado. Aunque una ametralladora era operada por al menos dos soldados. ¿Y el que le había disparado con el fusil? Estaba junto a la ametralladora en el momento de la deflagración. Pensó que como mínimo había matado a tres hombres. Le dio igual. Eso era lo peor de la guerra. Reducir a tu rival a la categoría de mero objeto era la manera ideal de no sentir remordimientos, y él no los sentía. Pensó que estaba más cerca de su mujer y su hija. Eso le bastaba.

* * *

Debió de quedarse dormido porque a eso de las dos vino a despertarle uno de los críos que tenía a su mando.

—El castillo ha caído —le dijo.

Javier se puso el correaje y fue donde el capitán. Al fondo vio a unos prisioneros fascistas. Sintió pena por ellos. Estaban muertos de miedo, se les veía en el rostro. A uno de ellos le goteaba una mancha oscura en la pernera del pantalón.

El capitán les dijo que por haber llegado los primeros y por el elevado número de bajas, Líster les había concedido un día de descanso. Se fueron a buscar donde dormir.