La trastienda
Al día siguiente, mientras miraba absorto por la ventanilla del tren, Javier repasó mentalmente todos los detalles y pormenores de su nueva situación. ¿Qué hacía de camino a Barcelona? Julia había insistido en que partiera: «serán sólo unos días, hasta que las cosas se calmen», había dicho.
Ella y la niña estarían bien en casa de sus padres, cuidadas por Eusebio y Clara. Nada había que temer. Vladimiro le había dado una dirección en la que debía presentarse. Unas señas y un nombre: Godunov.
A Javier le molestaba tener que ausentarse así, como si fuera un delincuente. Le incomodaba dejar el trabajo en el hospital de aquella manera. Había mucho por hacer.
* * *
El trayecto en ferrocarril era interminable. Eterno. El lento tren de pasajeros con destino a Barcelona se detenía una y otra vez para dejar pasar algún que otro convoy militar a los que las autoridades daban absoluta prioridad ralentizando el avance de aquel desesperante y viejo ferrocarril.
Mientras el joven intendente se desesperaba, el resto de viajeros disfrutaba del trayecto sin dar importancia a aquellas interminables paradas. No tenían prisa.
Aquella gente le desagradaba, eran frívolos hasta la saciedad. Tanta alegría y canción, el olor a vino, el carmín y los pañuelos rojos de las milicianas… aquello le parecía patético y trasnochado. Aquellas buenas gentes iban al frente como el que va de excursión. Una joven atractiva, andaluza, con el mono azul abierto a la altura del escote se sentó a su lado y le tendió una bota de vino.
—Bebe, guapo, ¿vas solo?
—No, gracias —contestó él.
—Ozú con el gashó. Un malaje tenías que ser… —dijo la miliciana de profundos ojos negros volviendo a su asiento entre las risas de sus compañeros.
En aquel lento y desesperante tren, Javier tuvo tiempo más que suficiente para pensar y pensar. ¿Era el único que creía que todo aquello era una locura? ¿Cómo se habían visto metidos en aquella guerra absurda, triste y cruel que estaba desangrando a todo un pueblo? Él no era como su padre y como sus dos hermanos. No se consideraba un fanático de la causa. Siempre había sido crítico, siempre. Y no sólo con los fascistas, los militares, los terratenientes o los curas, no. También consigo mismo, con su familia, el Partido y, sobre todo, con la izquierda y sus contradicciones.
Sus hermanos no eran como él. No habían tenido infancia. Influidos por su padre, habían sido desde siempre algo así como revolucionarios profesionales. Cada uno a su estilo: Ramón, muerto en el frente centro era de fondo más puro, una buena persona; Eusebio, desaparecido cerca de Guadarrama, era de carácter más complicado, a veces, para el gusto de Javier, demasiado belicoso, con mucho rencor hacia el enemigo.
Aun así ambos habían sido excelentes revolucionarios.
¿Podía uno llevar en la sangre el comunismo? ¿Sería algo genético? Una suerte de herencia que hacía que uno hubiera de comportarse siempre como un salvador de la humanidad, sin derecho a pensar en uno mismo o en la familia por ser estos arcaicos conceptos heredados de un sistema casi feudal. Al menos a él se lo habían inculcado así. Desde niño no recordaba otra cosa que proclamas, manifiestos, panfletos e imprentas portátiles. Recordaba el olor a vino, tabaco y canela de las noches de la trastienda.
* * *
Apenas tendría seis o siete años cuando comenzó a escuchar las tonterías que decían los otros niños sobre las misteriosas idas y venidas de los adultos en el callejón trasero de la tienda que Eusebio, el padre de Javier, poseía en la plaza de San Pedro. Allí, después de cerrar, cuando caía la noche, entraban y salían unos extraños tipos, algunos embozados, otros que hablaban en lenguas incomprensibles y los menos, conocidos, que llegaban con mucho disimulo, mirando hacia todas partes para evitar ser vistos por algún vecino. Aquellos hombres, amparados en la oscuridad de aquel estrecho y mugriento callejón, se introducían clandestinamente en la trastienda noche tras noche. «Son brujos», decían algunos críos; «comen niños», murmuraban los otros. Javier sabía que en la tienda de su padre no podía ocurrir algo así, pero la verdad era que la actitud de su progenitor y sus dos hermanos mayores era bastante extraña. En dos o tres ocasiones les había preguntado qué hacían en esas misteriosas reuniones al caer la tarde y siempre le habían contestado lo mismo: «Cuando seas mayor…».
Incluso la buena de su madre había cambiado de tema cuando le había preguntado al respecto, así que, armándose de valor y preso de una mayúscula curiosidad, una tarde de viernes se había escondido tras una cajas de madera que su padre acumulaba junto al pequeño patio al que daba la trastienda. Esperó pacientemente a que cayera la noche y semioculto vio como llegaban los misteriosos invitados a través de la rendija de una de aquellas desvencijadas cajas. Casi todos decían al entrar: «Salud, camaradas». ¿Es que habría algún enfermo?
Reconoció a algunos de los embozados: un guardia urbano de inmensos bigotes que una vez le llamó la atención por apedrear un gato; su maestro, don Idelfonso, y un tendero del Mercado de Verónicas. Otro habló al entrar en un idioma extraño que a él le sonó a chino.
Cuando todos habían entrado, Javier se arrastró sigilosamente al interior del inmueble. Hablaban a voz en grito, muy excitados. Javier se acomodó tras un inmenso mostrador de roble sobre el que su padre acumulaba géneros de punto.
Allí, acurrucado y molesto por el fuerte aroma del tabaco, el pequeño Javier escuchó con algo de desilusión que aquellos aburridos adultos hablaban de cosas que no entendía, decían no se qué del proletariado, la revolución y la lucha de clases. No pudo evitar quedarse dormido.
Despertó rodeado de caras. Algunas conocidas, su padre, sus hermanos y el guardia entre otros. Todos reían:
—Vaya, vaya, tenemos un nuevo camarada —dijo uno al que llamaban «italiano».
Desde entonces lo aceptaron sin dudar y le permitieron asistir a aquellas reuniones. No entendía nada de lo que decían pero le daban cacahuetes y algunas veces le dejaban mojarse los labios con vino dulce. Los otros niños le preguntaban y él, dándose importancia, decía que aquéllas eran reuniones muy importantes de las que no podía decir nada. Reuniones de comunistas.
Y así era. El padre de Javier era uno de los cofundadores del Partido en la región de Murcia. Hombre de pasado algo turbio la gente murmuraba que se había afincado en Murcia tras huir de la policía de Barcelona en no muy claras circunstancias.
Eusebio Goyena era natural de Yecla. Hijo de madre soltera, había cargado durante toda su infancia con el estigma de ser el hijo de la querida de un acaudalado comerciante de la localidad, don Gregorio, el propietario de una tienda de confecciones que además de su familia oficial tenía cuatro hijos con su mantenida. Ésta era conocida en el pueblo por acudir todas las mañanas al establecimiento del comerciante a reclamarle la perra gorda que en concepto de manutención éste le daba a diario. En un ambiente tan reaccionario y conservador, el pobre Eusebio y sus hermanos pasaron por un auténtico calvario. Cansado de ser discriminado y tildado de bastardo, harto de sufrir la indiferencia de su supuesto y acaudalado padre y henchido de odio y resentimiento hacia aquella tradicional e inmovilista sociedad, Eusebio se escapó a Barcelona a la edad de catorce años. Subió a un tren de mercancías y nunca más volvió a hablar ni de su familia ni de su pueblo.
A veces la gente murmura, y a veces acierta. Se decía que Eusebio había vuelto a Murcia a la edad de veinte años gastando dinero como un millonario. Se decía que había ganado una buena suma por matar a un empresario por encargo de los anarquistas, y se rumoreaba que había salido por pies huyendo de la policía de la Ciudad Condal.
Lo único cierto era que, en efecto, se había relacionado con círculos anarquistas de Barcelona para los que había trabajado de correo, ya que al ser un crío resultaba menos sospechoso para las fuerzas de seguridad. También era cierto que había salido huyendo. Un día tuvo que llevar un paquete a una dirección de la Diagonal. De camino, en el tranvía, entreabrió el envoltorio y comprobó con disimulo que portaba una auténtica fortuna en billetes. No lo pensó dos veces y tomó el primer tren que pudo —dio la casualidad que hacia Murcia— poniendo tierra por medio y llevándose el primer pago que su célula iba a hacer a unos traficantes de armas recién llegados de Zurich. Nunca más supieron los anarquistas de Barcelona del joven que se había fugado con el botín del sangriento atraco al Banco de España en Lérida.
Así fue como Eusebio se vio rico a la edad de veinte años y solo en una ciudad pequeña pero extraña. Hizo amistad con un viajante de comercio que, como él, se hospedaba en la pensión de la señora Concha, situada en el callejón del Bolo. Con este amigo, de nombre Joaquín, abrió una tienda de confección —igual que su padre en Yecla— en la plaza de San Pedro. A los veintidós ya había comprado su parte a su socio y a los veinticinco el negocio podía considerarse como próspero. Conoció a la que era su mujer en un baile, al que ésta acudió con carabina, una tía soltera que la había cuidado desde que quedara huérfana a la edad de ocho años. El albacea testamentario de sus padres había resultado ser Damián, el hermano de su madre, un bon vivant que pulió la fortuna familiar en putas y casinos para desaparecer en un barco que partió de Cartagena rumbo hacia México. Al menos la chica tuvo una buena educación, a la antigua usanza, con institutriz. Se le notaba en el porte, en el hablar, en sus buenas maneras. Se enamoró de Eusebio, un patán con dinero al que quiso reeducar, y aunque no le faltó de nada vivió con absoluta naturalidad en un barrio de gente obrera, despachó en la tienda como uno más y nunca habló con nostalgia de su noble y acaudalado origen. Sólo mantuvo de su época juvenil una constante religiosidad, una auténtica y verdadera fe que le hacía ir a misa los domingos y tener su mesita y su tocador llenos de santos y vírgenes que, la verdad, no agradaban a Eusebio. A pesar de ello, se llevaban bien, y ella nunca hablaba ni opinaba de política ni él se metía en presencia de su mujer con los curas a los que tanto criticaba en las reuniones de la trastienda. Eran felices juntos y tuvieron tres hijos fuertes y sanos, vivían bien, aunque sin opulencia, luego, ¿qué más se podía pedir?
Eusebio, con el paso del tiempo, dejó paso al resentimiento que albergaba contra aquella reaccionaria sociedad en que vivía. Solía echar unos chatos de vino al cerrar la tienda en su bar favorito, el Garrampón. Allí conoció a Ruggero, un comunista italiano que había sido enviado a Levante para fundar las primeras células marxistas de la región. En apenas dos años, el bueno de Eusebio estaba metido en política hasta el tuétano. Los dos hijos mayores, Eusebio y Ramón, asumieron desde el principio que la lucha de clases y la instauración de un gobierno revolucionario de izquierdas eran el motivo de su vida. Se dedicaron a ello en cuerpo y alma y no se les conocía otro oficio. El pequeño, Javier, era más parecido a su madre. Acabó los estudios y entró como contable en la gestoría Cruces, situada en la calle del Pilar, cerca del negocio familiar. Javier era miembro del Partido aunque participaba en la vida del mismo con algo menos de entusiasmo que su padre y sus hermanos. Tuvo una racha de auténtico absentismo ideológico cuando conoció a Julia, una costurera hija de albañil, a la que cortejó y pretendió hasta conseguir la autorización del padre para «hablarse». A los veinte ya se habían casado. Corría el año 36 cuando Javier y Julia tuvieron a la niña. Los militares parecían activos, se hablaba de golpes de estado a diario y el ascenso del Frente Popular parecía imparable. Javier se sentía invadido por aquella oleada de entusiasmo popular. Todo el mundo pensaba que al final correría la sangre, que habría revolución. Estaba claro que los curas, los militares y los burgueses lucharían a muerte para evitar que la atrasada sociedad española sufriera un vuelco. La CNT/FAI, el Partido Socialista y el Partido Comunista ampliaban por momentos su influencia en el campo y en la ciudad. Murcia era una ciudad pequeña y provinciana. No había industria ni obreros, sino latifundios y aparceros o, a lo peor, braceros. El Partido Comunista tuvo que nutrirse y cubrir sus cuadros con comerciantes, funcionarios y pequeños burgueses. Poca cosa al principio.
* * *
Mirando hacia el Mediterráneo, apoyado junto a la ventanilla del tren, Javier recordó aquel espíritu que les invadía cuando tras el alzamiento de los militares se hizo posible la revolución proletaria. Parecía que al fin iban a cambiar el mundo. Tantos años de opresión, de penurias, de miseria e ignorancia habían hecho que el país se encontrara a la cola de Europa, un país atrasado, analfabeto y que se había perdido la revolución industrial. Todo eso había terminado: la nefasta influencia de la Iglesia católica, del ejército y de la banca eran historia. Ahora había llegado la hora del pueblo.
Tras la euforia inicial Javier comenzó a albergar algunas dudas. Se abrieron las cárceles y salieron los presos políticos. Y los otros. El joven contable pasó a dedicarse a tiempo total al Partido y enseguida demostró sus excelentes cualidades como intendente y organizador.
En aquellos primeros días de revolución muchos fascistas murieron fusilados. La mayoría lo merecían. Se quemaron iglesias y conventos. También cayeron los curas. Javier comenzaba a dudar cada vez más. Vio como su madre sufría en silencio. Era cierto que la Iglesia había estado del lado del poderoso, siempre había sido así, pero Javier opinaba que en un país eminentemente católico fusilar a más de quince mil religiosos no era buen negocio. Muchos indecisos que estaban en principio a favor de la causa de la República cambiaron de bando al ver las iglesias ardiendo. Javier vio como los milicianos violaban a dos monjas. Bien era cierto que aquellas mujeres habían permanecido rezando en sus conventos en lugar de ayudar a los desposeídos que sufrían año tras año, pero ¿no era algo desmedido el darles matarile de aquella manera? ¿Qué culpa tenían aquellas pobres desgraciadas de los excesos de los obispos y cardenales?
Sus hermanos decían que hablaba como una vieja beata, que se había hecho blando. Javier —que, por cierto, era ateo— pensaba por su parte que aquellos desmanes se volverían en su contra.
Ellos, la República y los republicanos, tenían la razón, no debían cometer aquellos excesos. Aunque los nacionales cometieran los suyos. El Frente Popular era el bien frente al mal de Franco, era la modernización del país, el fin del analfabetismo de la clase obrera, la salud para los niños del pueblo y el futuro de una tierra próspera en manos de quien la trabajaba. ¿Cómo se metían en ese barrizal? Comenzaron a pulular las bandas armadas que paseaban arriba y abajo en los coches de los ricos con apodos como los Panteras —todos exdelincuentes comunes refugiados en la CNT—, los Capacuras o los Sindiós. Entraban en las tiendas y se llevaban lo que querían entregando unos vales a cambio que el comerciante no podía canjear en ningún sitio. Las incipientes clases medias se sintieron amenazadas y comenzaron a ponerse, en secreto, de parte de los fascistas. Javier juzgaba que todo aquello era un monumental error estratégico, había que poner orden en la revolución, aunque sonara mal a algunos. Pero aquello era un caos. Las columnas militares que partieron hacia el frente eran un desastre, los milicianos obedecían las órdenes que les venía en gana y en la dársena de Cartagena se ejecutó a todos los mandos de los barcos anclados en el puerto. Eran unos fascistas, sí, pero ahora no había manera de conseguir que aquellos barcos se pusieran en movimiento por falta de personal cualificado. Javier odiaba a los anarquistas pues para él reflejaban lo peor de una revolución a la española, una revolución de pandereta, cañí, una revolución condenada al fracaso.
Poco a poco se fue desencantando, el enemigo era fuerte y estaba bien preparado. No iba a ser fácil ganarles la guerra y en lugar de aplicarse y trabajar todos por el bien común, cada uno hacía lo que quería provocando que la causa de la República pareciera una jaula de grillos. Javier vio aparecer a muchos «nuevos burgueses», gente que había sido de izquierdas no por verdadero convencimiento ideológico, sino simplemente porque eran pobres e ignorantes. Ahora, se comportaban como nuevos ricos, viviendo en las lujosas mansiones y eliminando físicamente a todo aquel que no hiciera lo que ellos querían. Eso no era la izquierda. Al menos, para Javier no.
El joven contable comprobó horrorizado que, pese a contar al principio del conflicto con una manifiesta superioridad aérea y naval, con la mayor parte del territorio y con el dominio de las áreas industriales, la República comenzaba perdiendo los primeros envites. La inicial preocupación —sus íntimos le tildaban de agorero— fue dejando paso a una abrumadora constancia de que aquello iba, en efecto, mal. Todo culminó con la redacción del artículo publicado en Unidad. Lo demás era historia. Sólo tenía algo de fe en los comisarios políticos que venían de la Casa. Los rusos sí que sabían hacer las cosas bien. Eran metódicos, fríos y serios. Algo así como revolucionarios profesionales, eran militares de reconocido prestigio, con experiencia bajo el fuego enemigo, y Javier los admiraba por ello. No le agradó en exceso la depuración de los troskistas del POUM, pero el Partido era el Partido y Javier creía que la única salvación posible de la República pasaba por ponerse en manos de la Madre Rusia.
Así, perdido en este y otros pensamientos, llegó a Barcelona. La estación de Francia albergaba un impresionante trasiego de hombres y máquinas, las idas y venidas eran continuas e inagotables, como en un termitero. Una joven con un cartel que decía «camarada Javier» lo llevó en un precioso Cadillac negro a un edificio de cuatro plantas situado en las Ramblas, muy cerca del Liceo.
Aquel edificio, antaño habitado por lo más granado de la burguesía catalana, había sido requisado para convertirse en una residencia del Partido. Casi todos los huéspedes eran extranjeros —comisarios políticos— o militares del Partido que se hallaban de permiso en Barcelona. Javier se presentó de inmediato y le asignaron un cuarto pequeño pero limpio y acogedor. El contacto de Pereulok, Godunov, era un tipo más siniestro aún que el comisario político ucraniano. Alexei Godunov era rechoncho, de pelo muy rubio, casi blanco, un hombre serio y cariacontecido.
Su rostro mostraba un sempiterno parche color negro que ocultaba la cicatriz que le quedara al perder un ojo luchando contra los rusos blancos. Sus manos eran nervudas, sus brazos fibrosos y surcados de marcadas y profundas venas. Según decían las malas lenguas, se inyectaba heroína, un potente opiáceo que había sido desarrollado para desenganchar a los soldados de la morfina. Su voz era profunda y cavernosa, quizá por efecto del vodka o quizá por el fuerte tabaco negro que fumaba de continuo.
En los primeros días de estancia en Barcelona, Javier se sintió arropado por Godunov, que lo llevó a visitar varias colectividades y edificios requisados por el Partido. El comisario político soviético le presentó a algunas figuras preeminentes del Partido, como la Pasionaria, Antón y Togliatti. En aquellos días los rumores circulaban por Barcelona de manera incesante. A las dos semanas de llegar a la Ciudad Condal Godunov tuvo que irse al frente. Según dijo, «tenía que solucionar unos asuntos». Desde aquel momento Javier quedó más libre pero más aburrido también. Escuchó por ahí, en los bares, que Azaña daba por perdida la guerra y que, excepto el doctor Negrín, todo el gobierno estaba anclado en el más profundo derrotismo. Según le había contado Godunov, el mismísimo presidente de la República, Azaña, permanecía en España para intentar ganar una paz mínimamente aceptable y evitar dejar en la estacada a los españoles que no podrían huir y que confiaban en la República. También Prieto estaba convencido de que la derrota era inevitable. Los únicos que confiaban en alcanzar aún una victoria militar eran Negrín y los comunistas. A pesar de ello, la presencia de los rusos en España comenzaba a hacerse menos patente. La situación en Barcelona era mala. Todos desconfiaban de todos. El primer ministro, Negrín, había trasladado el Gobierno de Valencia a Barcelona ocupando por su propia cuenta multitud de edificios para ubicar las dependencias de los ministerios. Aquello fue considerado como una agresión por la Generalitat. Era obvio que las relaciones entre el Gobierno central y los nacionalistas catalanes no eran buenas. Negrín no perdonaba a éstos el que «hicieran la guerra por su cuenta» y aquéllos miraban con desconfianza al Gobierno central porque temían perder el alto grado de autonomía alcanzado. Por otra parte, la Generalitat miraba también con malos ojos a los comunistas, pues temía que éstos instauraran un gobierno central fuerte, una dictadura del proletariado. Para colmo, el gobierno vasco también se hallaba en Barcelona. En lugar de hacer frente al enemigo común, que por otra parte estaba ganando la guerra, aquellos politicastros se preocupaban más de vigilarse unos a otros en una paranoia que rozaba el absurdo.
Godunov decía que el rendimiento de la industria catalana no se acercaba ni de lejos al de antes de la guerra. En suma, el clima no era exactamente el más idóneo para aunar esfuerzos y ganar la contienda. Se rumoreaba que se estaba negociando una rendición en condiciones.
Javier, mientras tanto, se moría de aburrimiento. Pasaba las mañanas leyendo y a la tarde bajaba a pasear por las Ramblas mezclándose con el bullicioso ambiente semirrevolucionario de la Ciudad Condal durante la guerra. Y entonces ocurrió la catástrofe.