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Cenizas

El ocho de abril del año setenta y ocho viajamos a España con las cenizas de mi abuelito Javier. La crispada situación política que se vivía en Argentina me había colocado en una difícil situación. Mi conocida militancia en el Partido Comunista hacía de mí un objetivo prioritario para los milicos. De hecho, dos semanas antes, mis camaradas y amigos Óscar y Augusto habían sido secuestrados en plena noche y temíamos que estuvieran recluidos en la temible Escuela Superior de Mecánica de la Armada.

La preocupación que en mi familia sentían por mí era evidente y creo que fue por ello que adelantaron los preparativos del último viaje de mi querido abuelito, que había fallecido un año atrás. Me convencieron de que mi viejito hubiera querido que yo, su nieto favorito, trajera de vuelta sus cenizas al país que le vio nacer. Supongo que fue una treta para quitarme de en medio sin tener que pelear conmigo y con mi maldito y empecinado orgullo, pero el caso es que en aquel momento no sabía que no volvería ya a Argentina y que acabaría acá, ejerciendo de periodista y casado con una española. Pero eso es otra historia.

Nos llegamos a Murcia, una coqueta ciudad junto al Mediterráneo en la que nació mi abuelito Javier. Viajamos mi abuelita, un servidor, mi mamá, sus tres hermanas y cuatro de mis siete primos.

Mi abuelito y mi abuelita llegaron a Argentina a principios de los años cuarenta, y allí, trabajando con ahínco, llegaron a tener una excelente posición económica. Eran gallegos[1]. Tuvieron cuatro hijas sanas y hermosas. Las cuatro estudiaron en la universidad y vivieron vidas felices. Tres se casaron y tuvieron hijos.

Nunca se hablaba de política en casa de mis abuelitos maternos. Estaba prohibido. Eso, debido a que eran gente con mucha plata, me hizo llegar a la conclusión de que debían de ser fachos[2]; de hecho, el día que en la mesa le dije a mi abuelito que me había hecho comunista me taladró con una mirada que me hizo tambalearme en la silla. Me afectó sobremanera porque yo lo adoraba desde pequeño y sabía a ciencia cierta que era su ojito derecho.

Por eso, cuando depositamos sus cenizas en la misma tumba en que descansaban sus padres, Eusebio y Clara —mis bisabuelos—, hubo algo que me hizo estremecer: mi abuelita, apoyándose con dificultad en su bastón, abrió una caja de cartón y sacó de la misma ¡un casco de la Wehrmacht! Llevaba un escudo con la bandera de España en un flanco. Con mucho cuidado lo depositó sobre el féretro de la bisabuela Clara, junto a la urna que contenía las cenizas de mi abuelito. Mi rostro ardía de indignación, ¡no podía creerlo! Mis amigos torturados brutalmente por los milicos, mi país desangrándose, herido, muerto de dolor por los miles de desaparecidos y mi abuelo parecía ser un antiguo nazi de los muchos que se habían refugiado en Argentina tras la Segunda Guerra Mundial.

En aquel momento, gracias al cielo, mi abuela abrió otra caja y sacó de la misma algo que me dejó de piedra: era una suerte de gorro de invierno, de fieltro. Tenía orejeras y llevaba en la zona de la frente una estrella roja. ¡Era un gorro del ejército ruso! Mi abuelita lo depositó en la tumba, junto al casco, y me miró fijamente. Sus ojos brillaban divertidos al comprobar mi perplejidad. Había jugado conmigo como con un niño.

Luego, a la noche, tras la cena y ya en el hotel, fui a verla a su habitación. Necesitaba una explicación. Mi mamá, que compartía el cuarto con ella, salió y nos dejó a solas. La abuelita estaba sentada en una confortable butaca, en camisón, y al verme entrar me dijo:

—Te esperaba.

Yo le pregunté de inmediato por la extraña ceremonia que había llevado a cabo en el cementerio. Ella sonrió.

Estaba turbado por la sola idea de que mi abuelito hubiera podido ser un nazi y así se lo hice saber. Volvió a sonreír y negó con la cabeza:

—No, hijo mío, no —me contestó con aire cansado pues le costaba mucho respirar—. Tu abuelito nunca fue un nazi. Podés estar tranquilo.

Entonces, recordando el gorro de fieltro ruso, espeté:

—¿Era un comunista entonces, abuelita, era un rojo? ¿Era un rojo?

Ella leyó la ansiedad en mi rostro y tendiéndome una gruesa carpeta que tenía en su regazo y de la que luchaban por salir multitud de papeles, me contestó:

—Sí, hijito mío. Hubo un tiempo en que tu abuelito Javier fue un rojo, un rojo en el azul.

Yo tomé los papeles que me daba algo asombrado.

—Contá su historia —añadió—. Sabés escribir.

Y así lo hice.

Por eso escribí esta novela.