—¿Es que te has vuelto loco? —preguntó Xander al dueño del local.
Xander fue consciente de que Thorpe pretendía silenciarle con una mirada colérica. Sí, sí, así que al malvado Amo no le gustaba su tono. Estaba perdiéndose estar con London y lo único que quería era que su amigo supiera que pensaba —igual que muchos de los presentes— que había perdido el juicio.
—Es lo más conveniente para Callie —aseguró Thorpe con rigidez.
—¿De veras? ¿No será que es lo más fácil para ti? Si no la tienes bajo tu protección ni en tu cama, entonces no tienes que convencerte a ti mismo de que no te importa.
—Me importa y ella lo sabe.
—¿También sabe que la amas?
Thorpe se acercó amenazadoramente.
—¿Quién es el que ha perdido ahora el puto juicio?
—No estoy ciego, hombre. Veo la manera cómo la miras, cómo la proteges. ¿Quieres que te recuerde quién le pagó los estudios?
—Quería asistir a la universidad y ella no podía pagársela. —Thorpe estaba a la defensiva—. Mucho de lo que aprendió le ayuda en su trabajo aquí.
—¿De verdad piensas en lo mucho que aprendió cuando te la tiras?
El otro Amo apretó los dientes. Xander pensó que parecía estar a punto de arrancarle cada una de sus extremidades.
—Tú sabes mucho más que yo sobre tirártela. Jamás he disfrutado de ese privilegio.
Así que eso era lo que le molestaba…
—Ni yo. La única vez que tuve oportunidad de hacerlo fue cuando Logan estaba tratando de someterla. Sospechaba que tú sentías algo por ella. Y así es; siempre he sabido lo que sientes por ella. No iba a clavarte un puñal por la espalda.
El visible alivio en la cara de Thorpe hubiera sido gracioso si no comprendiera a la perfección lo territorial que era un hombre enamorado. Y él lo entendía desde hacía solo unos días, desde que London le había arruinado para las demás mujeres.
—Gracias.
—¿No has tocado nunca a Callie? ¿Ni siquiera una vez? —No era capaz de imaginar la fuerza de voluntad que debía de haber ejercido Thorpe, codiciando a una mujer durante años, sin reclamarla nunca.
—He trabajado con ella en multitud de entrenamientos, en especial en las nuevas clases de sumisión, pero eso es público. A solas intento no… —Contuvo el aliento—. Solo ocurrió una vez. Me detuve en cuanto me di cuenta y no tengo intención de volver a recorrer ese camino. Tiene veinticinco años y yo casi cuarenta. Puede aspirar a alguien más joven.
Él meneó la cabeza. El amor era el amor. ¿Por qué le daban tanta importancia a la edad?
—Creo que Callie está enamorada de ti.
El dueño del club era un protector nato, capaz de poner en su sitio a cualquier otro Amo. En una ocasión había perseguido a un presunto violador al que dio una paliza que le dejó sin sentido. Le vio hacer una mueca. Así que los sentimientos de Callie no eran nuevos para él, ya se había dado cuenta de ellos.
—Está con otro tipo, así que fin de la historia. Además, ¿desde cuándo te ha dado por creer en el amor eterno y la fidelidad?
—Desde que conozco a London. —Encogió los hombros—. Quizá era como era porque no la conocía antes. Solía mirar el mundo con desidia y cada vez me importaba menos el mañana. Sin embargo ahora lo veo a través de sus ojos. Pienso en el futuro con esperanza. Me despierto lleno de entusiasmo… Es algo… Es como si todo encajara en su lugar. Venga, ríete.
Thorpe parecía más bien a punto de llorar, pero se contuvo con una mueca de disgusto.
—Me alegro por ti. Trátala bien y no permitas que se aleje.
«O te arrepentirás». Escuchó en su mente las palabras tácitas de Thorpe.
En ese momento sonó el móvil de su amigo. Respondió al tiempo que se despedía con una mano antes de darse la vuelta y alejarse. Sin duda había dejado a Callie por algún honorable principio del que no podía estar más equivocado. Meneó la cabeza ante tamaña estupidez, decidido a no cometer el mismo error.
Caminó por el corredor y se topó con Callie al doblar la esquina. Había espiado su conversación con Thorpe. Dada la distancia y el tono de voz utilizado era imposible que hubiera escuchado algo, pero el anhelo de su cara lo decía todo. Sin duda estaba enamorada del dueño del club y, conociéndola, habría hecho todo lo que se le había ocurrido para seducirle. Esa chica no se rendía con facilidad.
Vio que otro hombre se detenía detrás de la chica y le rodeaba la diminuta cintura con una mano al tiempo que le daba un beso en el hombro desnudo. Alto, moreno y de ojos azules —y muy colado por Callie— le sujetó la nuca con un gesto posesivo. Ella le recibió con una sonrisa y permitió que la alejara de allí tras dirigir una persistente mirada a la espalda cada vez más lejana de Thorpe.
Volvió a menear la cabeza lamentándolo por ambos. Jamás había pensado demasiado en que ellos estuvieran conteniendo sus sentimientos. Era cierto que los había notado, pero jamás le habían importado demasiado.
Quizá porque antes de conocer a London no creía en el amor.
Sin duda era increíble lo que podía pasar en solo una semana en compañía de la mujer adecuada.
Aligeró el paso para dirigirse al lugar donde ella le esperaba en compañía de Javier. Siete días antes quería estrangular a su hermano por haberse convertido en una piltrafa humana, pero ahora Javier estaba bien; aquella alocada y hermosa relación era buena para los tres. Ella les hacía ser mejores hombres. Y ellos también se esforzaban en buscar sutiles maneras de contribuir al juego. Harían cualquier cosa por London. Una buena relación de sumisión y dominación se basaba en dar a la sumisa lo que necesitaba, pero lo que tenían con ella había alcanzado un nuevo nivel de necesidad de proteger y adorar.
Si todo iba bien, esa noche sería definitiva. Se abrirían por completo. Apenas lograba contener la impaciencia.
Entró. Vio que London se paseaba en el extremo más alejado, con mirada ausente y mordiéndose la uña del pulgar. Javier la observaba como un voraz e impaciente depredador.
Cuando su hermano le miró, sonrió. Sí, los dos habían planeado derribar los límites que atenazaban la confianza de la joven y esperaban tener la oportunidad de ver cada centímetro de su preciosa chica en todo su desnudo esplendor, cicatrices incluidas.
Se acercó a ella, lenta pero inexorablemente, para asirla por los hombros. Ella le miró. Su expresión era de ansiedad.
—¿London?
—No sé si estoy preparada para… esto. —Señaló a su alrededor, al equipamiento que llenaba la estancia, antes de volver a mirarle, pálida y nerviosa.
Él le apresó la cara entre las manos.
—Esta noche no son importantes todas estas cosas, belleza, sino nosotros. Javier y yo te protegeremos. Eres preciosa. —Le puso la mano en la nuca—. Jamás te haríamos daño. Siempre puedes decir tu palabra segura y la respetaremos. Si no lo hiciéramos, Thorpe nos mataría —bromeó—. Es posible que con ese traje te haya parecido sofisticado, pero por debajo… No me gustaría encontrármelo en un callejón oscuro.
Ella sonrió de medio lado.
—Ésa es nuestra chica. ¿Cuál es tu palabra segura?
La sonrisa desapareció.
—Ford.
La palabra salió entrecortada e insegura, haciendo que el corazón le diera un vuelco.
—En efecto. No temas usarla si lo necesitas. Pero esta noche nos sumergiremos aquí dentro —señaló su cabeza—. Y aquí —le puso la mano sobre el corazón—. Respira y relájate. Recuerda que queremos todo lo que puedas darnos.
Javier se acercó y cogió la mano de London para llevársela a los labios.
—Eso es, pequeña.
London asintió temblorosamente con la cabeza. Por lo general era arrojada y valiente. Se sometía con un aplomo y elegancia natural que llenaba sus almas como una mágica balada, pero esa noche parecía un acorde disonante.
Lanzó una mirada de aprensión a su hermano, preguntándole en silencio si debían esperar o seguir adelante. Javier asintió. Tenía razón, pensó. Ya lo habían discutido. London necesitaba liberarse de ese peso. Algunas veces, las lecciones necesarias eran difíciles de aprender, aunque llegar a conseguirlo podía ser muy difícil. Tenía razones de sobra para resistirse… Rendirse a un mujeriego y a un alcohólico en ciernes era la principal. Sin embargo, tenía una por la que sucumbir: su corazón.
Rezó para que lo que ella guardaba allí dentro fuera suficiente.
—¿Preparada? —le preguntó.
Ella vaciló antes de asentir.
—Sí.
Javier arqueó una ceja.
—¿London? ¿Es así cómo tienes que dirigirte a nosotros?
—Sí, señor —se corrigió ella, tragando saliva.
Reprimiendo una sonrisa, él la tomó del codo y la condujo hasta la cruz de San Andrés. Al final, la presionaría e insistiría en que se ofreciera a ellos tal y como querían, pero ésa era su primera escena de sumisión. Estaban en un lugar desconocido con un mobiliario que resultaba demasiado exótico… Desafiarla demasiado pronto no funcionaría. Él sabía muy bien cuándo elegir sus batallas.
Cuando se detuvieron junto a la cruz, él sacó una pinza para el pelo de la mochila que Javier había dejado en el suelo y recogió el cabello de London en lo alto de su cabeza antes de indicarle que apoyara la espalda contra la madera. Javier le tomó una de las muñecas y se la aseguró en una de las aspas con el grillete que había en el extremo. Él hizo lo mismo en el otro lado. Luego, ambos se arrodillaron y repitieron la acción con cada tobillo. Aunque por lo general las sumisas eran inmovilizadas de cara a la cruz, él quería que ella sintiera que tenía la espalda protegida y a salvo… por el momento.
La vio estremecerse, vulnerable y hermosa. La mirada que observó en los ojos de Javier después de que este deslizara la vista de arriba abajo por su cuerpo reflejaba lo que él sentía. Tenían que proteger aquel tesoro. Ella les había entregado su confianza, cedido a su fuerza, proporcionándoles a la vez un puente para salvar el abismo entre ellos. Necesitaban que tuviera más confianza en sí misma y liberarla de aquella preocupación que la agobiaba.
London parecía querer formular un millón de preguntas, pero permaneció en silencio. Él esbozó una tierna sonrisa.
—Estás perfecta. Tenemos planes para esta noche. Acuérdate de respirar. No pienses. Limítate a sentir y estate segura en todo momento de que estamos aquí para protegerte.
No esperó una respuesta, sino que se giró hacia Javier, que ya tenía el primer instrumento en la mano: un pequeño cuchillo muy afilado.
En el momento en que ella vio el filo, abrió los ojos como platos con expresión de pánico.
—¿Javier?
—Relájate, pequeña. Confía en nosotros.
Ella tragó saliva, paralizada, con la respiración entrecortada. Por fin, asintió con la cabeza.
—Eso no basta —murmuró su hermano—. Dinos que consientes.
—No sé lo que vas a hacer —adujo ella.
—De eso se trata. —Él cruzó los brazos sobre el pecho.
Un momento después, ella inspiró de manera entrecortada.
—O confío o no lo hago. ¿Es eso lo que quieres decir?
—Sí —repuso Javier.
—Entonces, sí. Adelante, señor.
No era que London no tuviera sus reservas, pero les entregaba la confianza que le pedían, temerosa y hermosa a la vez. Eso era lo que los dos querían y les hacía sentir poderosos; saber que ella ponía, literalmente, esa seguridad en sus manos.
Javier se acercó más, clavando los ojos en ella como si quisiera raptarla. Y seguramente querría, él le entendía a la perfección. Se hizo a un lado muy despacio para que fuera su hermano el que accediera a London. Javier separó la red de su piel con la punta del cuchillo e introdujo el frío metal entre sus pechos. Ella jadeó; se tensó. Él se detuvo para esperar a ver si utilizaba la palabra segura, pero no lo hizo.
Javier se inclinó y cubrió los labios de London con los suyos para darle un beso entre hambriento y tranquilizador. La persuadió poco a poco para que abriera la boca hasta apoderarse de ella por completo. Le sostuvo la barbilla con la mano libre y le ladeó la cabeza para sumergirse todavía más adentro, obligándola a aceptarlo en un beso íntimo. Él se puso duro simplemente observándolos.
Por fin, su hermano pasó la punta de la lengua por sus labios exuberantes y se alejó. Ella gimió. Tenía los pezones duros y toda su piel había adquirido un dulce tono rosado.
Javier la miró a los ojos y movió el cuchillo a un lado, apretándolo con suavidad en el suave valle entre sus pechos. Cuando ella jadeó, él tiró bruscamente del arma y cortó la red.
London se relajó y él sonrió. Luego se acercó al lado derecho y puso la mano sobre su torso, cubierto de cuero. Notó el frío de la cremallera en la piel, pero al apoyar su cuerpo contra el de ella y apresar sus labios, se derritió por dentro. Era dulce como el azúcar, melosa, sumisa y encantadora. Ella se entregó por completo, ablandándose cuando sintió su contacto. Él introdujo un dedo en la red rota y agrandó el agujero hasta sacar un pecho y luego el otro, frotando a continuación los pezones con los pulgares. Estarían preciosos adornados con unas pinzas.
Buscó un par de ellas, decoradas con piedras de colores, en un cajón cercano y se dedicó a chupar alternativamente los dos brotes para asegurarse de que las opresivas joyas no dañarían las sensibles cimas con sus dientes de acero. No podía dejarla en aquel estado de intensa sensibilidad, necesitaba su atención, su dolor, su deseo y, en especial, su amor. Le puso las pinzas.
Ella dejó caer la cabeza hacia atrás con un gemido y cerró los puños como si quisiera contenerlo. No lo había previsto así, pero estaba seguro de que ella estaba disfrutando del mordisco de dolor.
—Eres increíble, belleza —canturreó con dulzura en su oído—. ¿Te gustaría saber que tanto Javier como yo nos recreamos en cada centímetro de tu cuerpo expuesto? ¿Que nos morimos por ver cómo te corres como resultado de nuestras atenciones? ¿Que queremos saborearte y follarte?
—Sí… —gimió ella con la mirada nublada.
—Pero aún no, claro. Tengo más sorpresas para ti.
Javier se acercó a ella otra vez con el cuchillo en la mano. En esa ocasión ella ni siquiera se estremeció cuando su hermano puso el filo encima del pezón y lo deslizó hacia arriba muy despacio. No la hizo sangrar. De hecho, apenas le rozó la piel. Era deslumbrante ver la creciente confianza de London. Aquello le dio esperanza, quizá el plan funcionara.
El siseo del cuchillo en su piel era similar al que provocaba en sus pantalones. Se había puesto duro. Deseó follarla ya, pero no podía apresurarla.
—¿Se te ha acelerado el corazón, pequeña? —Javier la besó en la clavícula.
—Sí, señor.
—¿Te hormiguea la piel?
Ella asintió con la cabeza, haciendo que cayera un pálido mechón sobre sus hombros.
—Sí, señor.
—¿Estás mojada?
Ella les lanzó su mirada más invitadora y seductora.
—Lo estoy, señor.
Javier no pudo resistirse. Le puso la mano entre las piernas y la acarició, haciéndola gemir. Vio cómo ella cerraba los ojos vidriosos. Tenía la piel sonrojada y jadeaba cuando arqueó las caderas hacia los dedos.
Él observó con placer cómo su hermano le introducía los dedos en el sexo y la follaba con ellos un par de veces. Luego retiró el brazo y alzó la mano, estaba empapada.
—Buena chica. —Javier se chupó las yemas—. Y muy dulce.
Sintió envidia. ¡Joder!, también quería saborear su dulzura. «Pronto», se prometió a sí mismo. Todavía tenían mucho que obtener de London.
Javier giró la muñeca y puso el cuchillo bajo el tirante del body de red. Lo cortó en dos y la tela cayó. Él liberó el pecho y besó la piel pálida.
Xander contuvo el aliento y apretó con fuerza el corsé de cuero. Notó una intensa sensación de anticipación en el vientre y la energía atravesó su erección mientras esperaba impaciente. Unos segundos después, Javier cortaba el otro tirante. Fue él quien retiró la red del otro pecho.
Ella gimió, sensual y deslumbrada… Hechizada. Tenía la piel de gallina. El momento era plenamente emocional. Ella estaba perdida en el desesperado deseo de entregarse a ellos. Y él quería tomarla por completo.
Era el momento perfecto para bajar la cremallera del corsé.
La prenda se despegó de su cuerpo, cayendo al suelo de cemento con un golpe seco. Ella parpadeó. Parecía excitada y perdida. Quería que él la guiara y, ¡maldita fuera!, eso le excitaba todavía más.
Tomó los deshilachados bordes del body y tiró de ellos, la red se abrió hasta su sexo. Los restos de la prenda cayeron sobre sus muslos. El torso de London quedó desnudo, salvo por las pequeñas pinzas con gemas que decoraban sus pezones.
Todavía ruborizada y jadeante, separó los labios rojos en una muda súplica mientras él deslizaba un dedo por su cuerpo desde el hueco de las clavículas, rodeando los pechos lentamente, hasta que tomó el brillante colgante de una de las pinzas y tiró. Ella contuvo el aliento, horrorizada, pero él volvió a tirar antes de continuar su camino por el abdomen hasta acariciarla más abajo. London jadeó cuando él continuó su rumbo y el jadeo se convirtió en un suspiro cuando acarició su sexo, revoloteando sobre el clítoris. Ella gimió su nombre.
Perfecta, irreprimible. Preparada. Y a pesar de lo mucho que quería llevarla a la cama y follarla hasta la extenuación, se ciñó al plan que había tramado con su hermano. El orgasmo que podía alcanzar ahora no era tan importante como la confianza de la que disfrutaría durante el resto de su vida. Pero cada vez resultaba más difícil recordarlo.
Se apartó provocando un gemido de protesta en London. La acalló arqueando una ceja antes de inclinarse para recoger la mochila. Lo primero que sacó fue una pequeña bolsa de plástico llena de un material blanco y mullido. Parecía una larga venda de algodón. Sonrió para sus adentros, las apariencias eran engañosas.
Sacó el producto de la bolsa y comenzó a amasarlo hasta que pareció delicado algodón de azúcar blanco. Notó que London se preguntaba que estaba haciendo, pero no le aclaró nada. Se limitó a inclinarse para besar suavemente la curva superior de un pecho y pegó en ese punto un poco de algodón, desde donde hizo que envolviera el pezón, antes de seguir dibujando una línea blanca a lo largo de su abdomen hasta justo encima del monte de Venus. Repitió la decoración en el otro seno, un pequeño corazón blanco apareció dibujado sobre su piel. Javier sonrió de oreja a oreja y se arrodilló para colocar el algodón sobre su sexo. No le sorprendió que, ya que estaba allí abajo, su hermano aprovechara para acariciar los resbaladizos pliegues y lamer el pequeño clítoris. El gemido de London desató sus emociones.
Después, sería más intenso. Xander contuvo el aliento, obligándose a quedarse quieto.
Acarició las mejillas de London.
—¿Cómo estás, belleza?
El largo jadeo le dijo todo lo que necesitaba saber, sobre todo porque escuchaba perfectamente el festín que se estaba dando su hermano en su sexo.
—Me c-corro, señor.
—Contén el orgasmo, sumisa. No tienes permiso para correrte. —Exigió él con una voz que rezumaba poder.
Ella gimió en protesta, pero asintió con la cabeza.
—Sí, señor.
—Javi… —advirtió a su hermano, que se retiró de su sexo con un suspiro de decepción. Sí, era una lástima, pero establecer el grado de confianza adecuado era prioritario.
Xander se concentró en ella.
—¿Confías en nosotros?
—Sí, señor —dijo sin titubear.
Esperaba que fuera de verdad.
—Recuérdalo.
Se detuvo hasta que asintió antes de inclinarse y tomar el objeto que más necesitaba en ese momento. Se lo puso frente a la cara.
—¿Qué es esto?
Ella abrió mucho los ojos y su mirada se volvió cautelosa.
—Un… un mechero.
—En efecto.
Xander lo encendió y una pequeña llama amarilla surgió entre ellos. La bajó al borde de algodón que revoloteaba cerca de su sexo.
—¿Quieres usar tu palabra segura? —Javier clavó los ojos en los de ella—. Jamás haríamos nada perjudicial para ti, pequeña, pero entendemos que dudes.
—¿Va a dolerme? —le tembló la voz.
Él la entendía; London ya había sufrido demasiados traumas. No llevaban juntos el tiempo suficiente como para comprender los límites. Ni siquiera había aprendido a entregarse por completo a ellos.
Pero esperaba que aquello no tardara demasiado en suceder.
—Te provocará placer —aseguró.
—Debo de estar loca —dijo ella, casi para sí misma, antes de cerrar los ojos con fuerza—. Confío en ti.
La excitación que surgió en su interior explotó en su corazón como un volcán en erupción. El poder y el orgullo se aunaron y cualquier pizca de paciencia desapareció.
Cuando alargó la mano para encender el algodón, ella se estremeció de miedo.
Notó que se le aceleraba el pulso en el rápido latido en la base del cuello. Toda ella temblaba, pero siguió sin usar la palabra segura.
¡Dios!, si no la follaba ya iba a estallar.
Con un dedo, la obligó a alzar la barbilla, asegurándose de que sus ojos permanecían alejados de la llama encendida. Entonces acercó el fuego al algodón colocado justo encima de los pliegues hinchados y resbaladizos. Las líneas blancas comenzaron a arder con rápidas y brillantes llamas, apenas destellos fugaces… antes de apagarse. Él notó en qué momento se percataba ella de que el calor… estimulaba las sensaciones en vez de quemarla. La vio contonear las caderas, intentando retener el placer. Sí, un toque de calor podría llevarla al límite, pero no sería ese día. Ese día solo se correría si ellos le hacían alcanzar el orgasmo con las manos o sus miembros.
Ella empujó los pechos hacia delante, suplicando más sin palabras. Xander se preguntaba si la siguiente sensación la empujaría al precipicio y les daría una razón para castigarla.
—Eso ha estado bien, belleza.
—Has sido muy valiente —añadió Javier—. Gracias por tu confianza.
Ella dio las gracias temblorosamente con la cabeza, su cuerpo parecía destilar pura súplica.
—Relájate. Si eres buena alcanzarás tu placer muy pronto.
—Deprisa. Por favor…
Xander miró a su hermano y le hizo un gesto. Javier asintió con la cabeza y quitaron las pinzas de los pezones a la vez. Al segundo, ella gritó cuando la sangre volvió a las erizadas puntas. Ambos se inclinaron para lamer y succionar los sensibles brotes al unísono, con ocasionales mordisquitos. Ella gritó. Y, aunque habían estimulado cada nervio de su cuerpo, contuvo el orgasmo.
Pero ahora venía la prueba definitiva.
Él presionó su cuerpo contra el suyo y ella siseó ante el contacto de su torso cálido contra su piel ardiente. Las lágrimas que aparecieron en sus ojos le impactaron en el corazón. ¡Joder!, si ella se lo permitía le daría todo lo mejor. Jamás tendría que preocuparse más por estar sola o dudar de sí misma. Era suya, y él lo sabía en el fondo de su alma. Y si Dios quería, tras esa noche, ella también lo sabría.
Le capturó sus labios con los suyos y arrasó su boca. El beso no fue suave ni dulce, sino crudo y anhelante. Con aquel beso la reclamaba. Esperaba que ella lo comprendiera y confiara en ellos en lo que vendría a continuación. Enredó su lengua con la de ella una vez más antes de pasarle los dedos por el clítoris. Javier metió la mano entre ellos para pellizcarle los pezones. Ella se fundió contra él, le entregó su cuerpo, su lengua, su deseo… arqueándose todo lo que le permitían las esposas.
Estaba preparada.
—Belleza —canturreó él—, ¿quieres correrte?
—¡Sí! —espetó con rapidez—. Sí, señor.
—Nosotros queremos que lo hagas. Y una vez que alcances el placer, belleza… Oh, cariño, entonces haremos que te corras otra vez con la lengua antes de follarte. ¿Lo deseas?
Ella jadeó.
—¡S-sí… señor! Por favor. Por favor… Sí.
Miró a Javier. Su hermano asintió. Seguían en sintonía. «¡Excelente!».
Juntos le liberaron las muñecas. Ella se derrumbó contra la cruz cuando le soltaron también los tobillos. London parpadeó y los observó con los ojos implorantes y la piel brillante.
—Estamos aquí para ti, pequeña —prometió Javier con solemnidad, antes de señalar la estancia con el dedo—. Lo único que tienes que hacer es recorrer la habitación hasta esa cama.
London se quedó paralizada. ¿Caminar desnuda sin nada que cubriera sus cicatrices?
—Son solo diez pasos, belleza —la animó Xander, tendiéndole la mano—. Puedes hacerlo. Y cuando lo hagas, nos sentiremos muy orgullosos de ti.
Quería hacerlo, quería recibir el placer que le prometían. Su sexo palpitaba anhelante. Sus radiantes sonrisas siempre la iluminaban por dentro y ella se desviviría por recibir su aprobación… pero lo que exigían… ¿Qué ocurriría si seguía sus órdenes y, en lugar de sonrisas, recibía miradas de horror? ¿Y si la echaban de allí?
Miró la cama. Luego las luces del techo. Se estremeció. La razón le decía que no serían tan crueles, al menos no en su cara. Pero ¿y si la fea realidad que escondía hacía desaparecer sus sentimientos por ella? Después de todo, no serían los primeros hombres que se estremecieran de repugnancia al verle la espalda. Y no podría culparles, ella también odiaba ver esas marcas. Y todavía seguía palpitándole el clítoris.
—Apagad la luz. —Sabía que no era un Ama y que no tenía derecho a exigir, sin embargo, ellos conocían su condición; sabían cuánto le aterrorizaba eso.
—No —repuso Xander con un tono tan tierno que quiso llorar.
Quizá no supieran el porqué de su vacilación.
—Si hago eso, veréis…
—¿… veremos tu espalda? Sí. De eso se trata. No suelo usar cuchillos ni fuego ni me gustan los juegos que provocan el miedo, pero esta noche, belleza, he obtenido una deslumbrante confianza por tu parte. No te reprimas ahora.
—Piénsalo, pequeña —intervino Javier—. Un cuchillo y una llama sí podían provocarte dolor, nosotros solo queremos verte. Únicamente tienes que atravesar la estancia. No te tocaremos si no quieres —añadió él—. Te queremos. Sea lo que sea lo que necesites, aquí estaremos.
Un bonito discurso, sin duda… Se mordió el labio inferior, apoyada en la cruz, mientras una gélida corriente inundaba su sangre ardiente. Si la cruz no fuera de madera tratada y recubierta por una tela, seguramente sentiría las astillas en la piel.
—¿Qué es lo peor que podría ocurrir? —preguntó Xander con suavidad.
¿Estaba de broma?
—Que veáis lo feas que son…
Se le llenaron los ojos de lágrimas y una resbaló por su mejilla. Quería confiar en ellos. Aquello estaba lastimándola porque sabía que se sentirían decepcionados.
¿Por qué no la entendían? Estaba claro. Eran guapos, ricos, inteligentes, agradables… casi perfectos.
Y ella tenía horribles marcas rojas y fruncidas en la piel.
Vio que Xander miraba a Javier de nuevo, preguntándole en silencio si debían retroceder, pero Javier, tan resuelto como siempre, negó con la cabeza.
—Jamás serás fea para nosotros, pequeña —aseguró Javier—, pero no podemos permitir que sigas escondiéndote.
—¿Puedo soltarme el pelo? —le tembló la voz—. Por favor.
Xander pareció querer ceder, pero al final negó con la cabeza.
—No podemos permitir que sigas usando una excusa. Así no superarás tus miedos. Aléjate de la cruz, sumisa. Atraviesa la estancia o asume tu castigo.
Estaba segura de que él tenía razón. Tenía que sobreponerse a ese miedo. Si esa relación seguía adelante, no podía andar ocultándose de ellos. Si les mostraba ahora las cicatrices y ellos la rechazaban, dolería, sí, pero al menos sabría a qué atenerse.
Respiró hondo y se alejó de la cruz. Se llenó de valor, apretó los puños…
Bonitas justificaciones pero…
—No puedo. —Se rindió.
¡Santo Dios! Era una cobarde. Pequeña, débil y tan frágil y confundida como la chica que se había despertado del coma para encontrarse con que su vida había cambiado. Ahora era peor. Ahora decepcionaba a los hombres que amaba.
Sí, los amaba, y no era capaz de mostrarse ante ellos. Iba a decepcionarlos hiciera lo que hiciera ¿Por qué no asegurarse de hacerlo?
Javier entrecerró sus penetrantes ojos azules.
—¿No puedes, sumisa? ¿O no quieres?
—Nos sentimos muy decepcionados, London. —Xander parecía a punto de derribar la puerta con sus propias manos. O quizá solo quisiera sostenerla por los hombros y rogarle. Cólera, dolor y derrota estaban reflejados en sus rasgos.
Que ella pudiera hacer que esos hombres maravillosos y orgullosos sintieran esa angustia la avergonzaba. Aún así no podía darles lo que necesitaban de ella. ¿Estaba tan arruinada como para desperdiciar lo que tenía?
Ante aquel pensamiento, se arrancó la pinza del pelo, dejó que le cubriera la espalda y se dejó caer de rodillas para llorar.
—¿London? —preguntó Javier.
Oyó sus pasos acercándose y negó con la cabeza frenéticamente. No podían verla, no podían tocarla. No podían acercarse o le daría un ataque de nervios.
—Ford —graznó. Entonces les miró y se encontró con sus expresiones paralizadas y afectadas.
Odiándose a sí misma, retrocedió a gatas hasta la cruz y cogió la gabardina de la mesa; Javier la había dejado allí cuando entraron. Mientras se la ponía, deseó correr hacia ellos, dejar que la envolvieran con sus brazos y sentirlos a su alrededor. Pero si no podía ser la mujer que ellos necesitaban, tenía que dejar de hacerles perder el tiempo.
—Lo siento.
Se volvió, abrió la puerta y salió corriendo.