10. SATANÁS

Campo Elías Delgado, ex combatiente de Vietnam y ahora profesor de inglés, pasa, con las manos temblorosas y recubiertas por una fina capa de sudor, las páginas de la novela El extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde, de Robert Louis Stevenson. No lee por entretenimiento o distracción, sino de una manera febril, intranquila, buscando en cada párrafo la confirmación de un futuro inmediato que debe cumplirse inevitablemente. Sabe que está llamado a convertirse en un ángel exterminador, pero quiere que el libro le dé la prueba irrefutable de su destino, necesita constatar primero en la letra escrita los hechos aterradores que dentro de poco llevará a cabo con sangre fría y pulso firme, como si fuera un héroe antiguo que ejecutara sin dudarlo el decreto de unos dioses crueles y sangrientos. Así, ansioso, expectante, con la respiración agitada, deposita sus ojos en la declaración final del protagonista, el doctor Jekyll:

Me fui acercando cada vez más a esa verdad, cuyo descubrimiento parcial me ha condenado a este terrible naufragio: que el hombre en realidad no es uno, sino que verdaderamente es dos.

Levanta los ojos de la página. Piensa: Una pluralidad, una multitud, un gentío habitándonos por dentro. La identidad como una multiplicidad de entidades que luchan dentro de nosotros por sobresalir. ¿Cuál triunfa dentro de mí? ¿Cuál se apoderará de mi voluntad? El soldado, el guerrero, el vengador, el combatiente, el estratega. Ya no más esta vida infame, llena de oprobio e ignominia. Ha llegado la hora de demostrar lo que somos. Vuelve a mirar el libro y se concentra de nuevo en la lectura:

La maldición del ser humano consiste en que estos dos incompatibles gusanos estén encerrados en la misma crisálida, mellizos de antípodas perpetuamente en lucha en el seno de la conciencia. De modo que, ¿cómo disociarlos?

Se recuesta en el asiento y observa la pared distraído, pensativo. Dos hermanos con el rostro idéntico que viven dentro de nosotros. Sí, perfecto. El militar y el miserable profesor de inglés. Ya me cansé de representar el papel del buen hombre que anhela ser aceptado por el rebaño, el decente trabajador que desea ingresar en el redil y que lo dejen permanecer allí con las demás ovejas. No, vamos a darle rienda suelta al otro, al hábil, al diestro, al listo de la familia, al gemelo astuto que les dará a los demás una lección de osadía y temeridad. ¿Qué se creían, que me iba a quedar el resto de la vida con la cabeza gacha, pidiendo como un limosnero lo que me deben por mis mediocres clases de inglés? Ya verán, vamos a sorprenderlos. Regresa a la novela y lee los renglones que están justo en la mitad de la página, cuando sale a flote la malvada personalidad de Edward Hyde:

Me supe a mí mismo, desde la primera bocanada de esta nueva vida, más malvado, diez veces más malvado, entregado como esclavo a mis malas pasiones originales; y el descubrimiento, en ese instante, me exaltó y me encantó, como si se tratara de un sorbo de vino. Estiré los brazos, exultante, en la frescura de estas sensaciones…

Escucha la voz de su madre que lo llama desde la cocina. Decide no moverse y no responder.

Está atrapado en el poder de esas palabras que lo incitan a una transformación inmediata:

Edward Hyde, sin antecedentes en la historia de la humanidad, era ejemplo exclusivo del mal… Y se despertó y se desató en mí el espíritu demoníaco…

Los golpes en la puerta lo sacan de la lectura y lo obligan, iracundo, a preguntar:

—¿Qué pasa?

—Lleva dos días encerrado sin comer nada. ¿Está enfermo?

—¿Y a usted qué le importa? ¡Encárguese de sus asuntos, bruja!

—¿Quiere que llame a un médico?

Coge uno de sus zapatos y lo estrella contra la puerta.

—¡Lárguese! ¡Déjeme en paz!

Escucha ruidos de pasos que se alejan. Frunce el ceño y piensa: A ésta también le daré su merecido. Es hora de ponerla en su sitio. Las líneas leídas son ya un suficiente estímulo para iniciar la metamorfosis. Se siente seguro de lo que va a hacer, sin vacilaciones ni incertidumbres de ninguna clase. Pone el libro sobre la mesa de noche, pega un salto y se mete en el baño para ducharse, afeitarse y acicalarse. Busca su mejor traje, alista el revólver calibre 38 corto y las municiones, embetuna y brilla los zapatos de cuero, y se viste con parsimonia, tomándose su tiempo, fijándose en los detalles más simples (que la camisa no vaya a quedar arrugada, que el nudo de la corbata no esté inclinado y fuera de lugar, que la línea del pantalón esté bien planchada y marcada, que los zapatos no tengan manchas ni raspaduras visibles). Luego ajusta en su costado izquierdo la funda y el revólver, cierra el cinturón ribeteado de balas y amarra en su costado derecho la vaina con el cuchillo de supervivencia de fino acero toledano que guarda como recuerdo de su estadía en los campos de batalla de Vietnam. A su memoria llega de pronto la imagen de Travis en la película Taxi Driver: Robert de Niro delgado y joven, apenas un muchacho, mirándose en el espejo ante un contrincante imaginario y desenfundando con rapidez sus armas refulgentes y letales. Campo Elías separa las piernas e imita los gestos, la actitud y la mirada de De Niro:

Are you talking to me? —dice en un inglés impecable, sin acento.

Voltea la cabeza, mira a los costados, abre los brazos como indicando «hey, viejo, aquí no hay nadie más, luego debes estar dirigiéndote a mí», y repite, esta vez en un tono más alto:

—Are you talking to me?

Mete la mano dentro del saco y, en dos segundos, saca el revólver y apunta al frente. Sonríe, cierra las piernas y dice en voz alta:

—Estamos bien de reflejos.

Introduce el arma otra vez dentro de la funda, termina de vestirse, agarra la libreta de su cuenta de ahorros y la novela de Stevenson, las desliza en el bolsillo derecho de su saco de paño y sale del apartamento sin avisarle a su madre, apresurado, sintiéndose de un momento a otro feliz, joven, como si acabara de quitarse treinta años de encima.

Camina por la Carrera Séptima, llega a la Calle Cincuenta y Tres y desciende hacia el occidente hasta las oficinas del Banco de Bogotá. Hace la fila y al llegar a la ventanilla le informa al cajero:

—Quiero cerrar mi cuenta.

—¿Trajo la libreta?

—Aquí está —dice él poniéndola muy cerca del vidrio de protección.

—Tiene que hacer un retiro por el saldo exacto.

—¿Me da el saldo, por favor?

El cajero toma la libreta, ingresa el número de la cuenta en el sistema y le informa:

—Tiene cuarenta y nueve mil ochocientos noventa y seis pesos con noventa y tres centavos.

—¿Me presta su bolígrafo, por favor?

—Claro.

Campo Elías traza los números, escribe la cifra y firma en una de las hojas de la libreta. Pregunta:

—¿Tengo que poner la fecha?

—No hace falta —le contesta el cajero.

Pasa la libreta y el bolígrafo por el hueco de la ventanilla y espera.

—¿Tiene tarjeta de cajero automático? —le pregunta el funcionario.

—No, no tengo —responde él con seguridad.

Unos minutos más tarde una mano blanca con las uñas pintadas de esmalte transparente deposita unos billetes y unas monedas frente a él. Cuenta el dinero dos veces, lo deja en su sitio y advierte:

—Aquí hay cuarenta y nueve mil ochocientos noventa y seis pesos con cincuenta centavos. Faltan cuarenta y tres centavos.

—Redondeé la cifra.

—No tengo por qué dejarle mi plata al banco.

—Señor, entienda, no tengo monedas de esa denominación.

—Ése es su problema. Usted dijo el saldo exacto.

—Le doy entonces una moneda de cincuenta centavos.

—No quiero deberle nada ni a usted ni al banco. ¿Me da mi dinero, por favor?

El cajero percibe algo turbio en la mirada de Campo Elías, un brillo peligroso en sus pupilas y un tono de voz controlado, seco, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo por no estallar en un ataque de cólera e irritación.

—Veré qué puedo hacer, señor —dice cordialmente.

Va hasta el fondo y habla con el gerente general de la oficina. Un mensajero trae una bolsa especial de uno de los compartimentos del sótano, cuenta unas monedas y las deja caer sobre la mesa. El cajero asiente, las toma con sus dos manos y regresa a su ventanilla. Pasa las monedas por el agujero y afirma:

—Aquí están sus cuarenta y tres centavos, señor.

Campo Elías cuenta el dinero, lo recoge todo, ordena los billetes en su cartera y mete las monedas en el bolsillo izquierdo de su saco. Se retira de la ventanilla sin decir nada y sale del banco con expresión tranquila y satisfecha.

Sube a la Carrera Séptima y toma un autobús que en la Avenida Pepe Sierra gira a la izquierda y avanza en línea recta buscando la Avenida Suba. Durante su recorrido, contemplando los andenes y la expresión distante y fría de los transeúntes, Campo Elías va pensando en esas vidas que no tuvo, en esos múltiples hombres que pudo haber sido y no fue. Sin motivo alguno es asaltado por una nostalgia intempestiva, una especie de melancólica contemplación de aquellos individuos que le hubiera gustado ser: por ejemplo, el padre afectuoso y comprensivo que lleva sus hijos al colegio, que juega con ellos, que les lee cuentos infantiles con el fuego de la chimenea encendido, un padre que luego, al entrar sus hijos en la adolescencia, se vuelve amigo y cómplice, que no juzga, que entiende el derecho a la irreverencia y la subversión, y que más tarde, en la plenitud de su vejez, termina convertido en un abuelo juguetón y simpático que despliega a su alrededor toda una potencia de vitalismo y de lúdica sabiduría. O el amante impetuoso que satisface sexualmente a todas las mujeres que lo buscan, el hombre diestro y experto que con sólo una mirada sabe interpretar los deseos de una mujer y que, en consecuencia, vive rodeado de ellas: jovencitas que lo solicitan para aprender y perfeccionar un arte que desconocen pero que llevan en las entrañas, señoras ansiosas e imaginativas en busca de una intensa noche de gozo y concupiscencia, señoritas comprometidas con tímidos y mojigatos que escasamente las tocan y que las obligan a salir a la calle con el secreto anhelo de encontrar un amante ardoroso que las haga recordar sus zonas de lujuria y de voluptuosidad, cabareteras, stripteaseras y prostitutas de profesión que han hecho de la carne un arte y una vocación, viudas circunspectas y remilgadas que sin embargo a la primera oportunidad se levantan la falda y se abren de piernas con una sonrisa entre los labios, secretarias, abogadas, dentistas, panaderas, empleadas del servicio doméstico, vendedoras a domicilio, amas de casa, tenderas, en fin, todas aquellas que no tienen ningún reparo en entregarse a un hombre a cambio de unos fugaces instantes de placer. O el escritor comprometido con su oficio a fondo, el artista sensible e inteligente que invierte sus días y sus noches en el perfeccionamiento de una página, de un personaje o de un trozo de una historia inconclusa, el hombre de letras obsesionado con el poder del lenguaje, el intelectual que le entrega a su país y al mundo una obra literaria a cambio de nada, el hombre cuyo talento con las palabras es tal, que lo conduce a llevar una vida entregada y dedicada por completo a la construcción de una poética propia, una vida regida por una creatividad rigurosa y disciplinada. Campo Elías sopesa las posibilidades y concluye que, por encima de todo, le hubiera gustado ser este tercer hombre, el de los libros y las bibliotecas, por la sencilla razón de que este hombre es todos los hombres, el que muta en cada personaje, el andrógino, el travesti, el camaleón que cambia el color de su piel según el lugar y las circunstancias, el mago que aparece en un argumento y desaparece en otro, el ilusionista que cambia de rostro y de identidad según la trama y la ocasión, el gran brujo que fluye de máscara en máscara en la medida en que avanzan las páginas y los capítulos de sus narraciones literarias. Pero no, no pudo ser un escritor, no era ése su destino. Le tocó ser éste, el soldado, el hombre de armas, y pronto entrará al campo de batalla y tendrá que demostrar su coraje y su intrepidez.

Baja del autobús en la Carrera Cuarenta, camina dos cuadras hacia el norte y timbra en el apartamento 304 de un edificio lujoso y elegante. Una voz femenina llega a través del citófono:

—¿Sí?

—¿Doña Matilde?

—Sí, cómo no.

—Soy yo, Campo Elías. Pasaba por aquí y decidí hacerles una visita.

—Claro, siga.

—Gracias.

Una señal electrónica le permite abrir la puerta y tomar el ascensor hasta el tercer piso. La señora Matilde, de cuarenta o cuarenta y cinco años, trato afable y gestos lentos y cordiales, lo recibe a la entrada de uno de los apartamentos, lo saluda y lo invita a sentarse en un cómodo sillón de la sala.

—Espero no ser inoportuno —se excusa Campo Elías.

—No, para nada. ¿Le provoca una Coca-Cola?

—Sí, gracias.

La señora va hasta la cocina, sirve el vaso de Coca-Cola y regresa a la sala con un paso tranquilo y sosegado, sin apresurarse.

—Gracias —dice Campo Elías recibiendo el vaso y el pequeño plato de loza fina.

—¿Y qué lo trae por estos lados?

—Estaba dictando una clase de inglés aquí cerca, a dos cuadras.

—Maribel está estudiando en su cuarto. Tiene clase con usted mañana, ¿no?

—Sí, señora.

—Está escribiendo un ensayo sobre la novela esa que está leyendo con usted. Está fascinada. No hace sino hablarme de ella todo el día.

—Es un gran libro.

—Cómo ve usted a mi hija, ¿sí va mejorando?

—Es demasiado inteligente para su edad, muy precoz. En unos meses estará hablando a la perfección.

—Eso dicen en el colegio. Es la primera en todo.

Bebe del vaso de Coca-Cola y siente la presión del cuchillo en el costado derecho. Gruesas gotas de sudor le escurren por la espalda y las axilas. Piensa: Qué estoy haciendo aquí representando el papel de alguien que ya no soy. Vamos a mostrarle a esta gentuza lo que es una pequeña temporada en el infierno. Pone el vaso sobre la mesa de la sala y dice con seriedad:

—Vine también a decirle que tengo que viajar en estos días, y que me resulta imposible seguir dictándole las clases de inglés a su hija.

—Qué lástima, ella está tan entusiasmada con usted.

—Lo siento mucho.

—¿Y para dónde se va?

—A Nicaragua, usted sabe que yo trabajé para el ejército de los Estados Unidos. Me llamaron de nuevo. No sé cuándo regresaré.

—Espero que no le pase nada…

La señora Matilde no alcanza a terminar la frase. Campo Elías se levanta con agilidad, como un felino, y de un salto llega hasta ella y la golpea repetidas veces en el rostro con los puños cerrados. Es una golpiza rápida y efectiva. La mujer no alcanza a gritar o a defenderse. La embestida la coge por sorpresa y la deja paralizada por el miedo, soportando los puñetazos sin emitir palabra alguna. Con la nariz sangrando y los pómulos tumefactos empieza a temblar como si estuviera metida en un gigantesco refrigerador o como si su cuerpo se encontrara justo en el comienzo de un ataque de epilepsia. El soldado le da la vuelta y la golpea en la nuca haciéndole perder el conocimiento enseguida. Luego se dirige a la cocina, hurga entre los cajones y las repisas hasta encontrar un cordón largo y un rollo grande de cinta aislante, amarra a su víctima de pies y manos, y le sella la boca para que no grite o pida ayuda. La deja tendida sobre el sofá, se seca el sudor del rostro y se dirige a las habitaciones del fondo.

Maribel está sentada a su mesa de trabajo escribiendo en un cuaderno colegial. Los audífonos de su walkman le impiden percatarse de lo que sucede a su alrededor.

Campo Elías la toca con suavidad en el hombro. La joven se da la vuelta, esboza una sonrisa y deja los audífonos sobre el escritorio.

—Golpeé en la puerta pero no escuchaste.

—Estaba oyendo música.

—¿Cómo estás?

—Qué casualidad, estaba escribiendo justo para nuestra clase de mañana.

—Y sobre qué, si se puede saber.

—¿Quiere que le diga ya?

—Anticípame algo.

—Estuve consultando en la biblioteca del colegio sobre un tema que me parece que es la clave de toda la novela.

—Déjame adivinar… El relato del ángel caído, del ángel que se subleva…

—Cómo lo supo.

—El problema del bien y el mal, de la luz y la oscuridad.

—Es que hay algo que no entiendo. El mal no es mal desde siempre, desde el comienzo. El demonio era un ser celestial.

—Además estamos hechos a imagen y semejanza del Creador. Y si hay una parte de nosotros malvada y perversa, ¿cuál es entonces esa parte en la mente de Dios?

¿Cómo del bien y la perfección se puede originar el mal y el pecado?

Campo Elías toma aire y remata diciendo:

—Satanás no es más que una palabra con la que nombramos la crueldad de Dios. No hay un bien supremo, Maribel. Tenemos una divinidad bicéfala, de dos rostros. ¿Recuerdas que Stevenson habla de dos gemelos? Somos el experimento de un Dios cuya malevolencia y vileza se llama Satanás.

—Habla de una manera que me da miedo.

—Haces bien en sentir miedo.

—¿Por qué?

—Porque hoy he venido a darte una lección práctica, a mostrarte cuánta razón tienes en todo lo que has pensado y escrito en tu ensayo.

—No me hable así, por favor.

—Estás hablando con Mister Hyde.

El primer bofetón sacude a Maribel contra la mesa y la deja aturdida, con la mejilla hinchada, sin saber muy bien qué hacer para escapar de la fiera que acaba de entrar en su cuarto en busca de alimento y diversión. La segunda bofetada la deja paralizada, inmóvil, atravesada por un temor tan hondo que no le permite pensar o intentar algún movimiento para defenderse. El soldado la agarra del cabello y la arroja sobre las almohadas y el edredón. Saca el cordón y amarra las manos y los pies de Maribel a los cuatro extremos de la cama, como si los miembros de la muchacha fueran cuatro aspas de una hélice cuyo centro estaría en el abdomen, en el ombligo. Se abre el saco y saca el cuchillo de la vaina.

—Qué me va a hacer —dice la joven en un susurro, atragantada por el temor.

—Vas a conocer el sufrimiento.

—No, por favor…

—Hay un tiempo para el gozo y hay un tiempo para el tormento.

—Se lo ruego…

—Vas a conocer el otro lado. No todo es comodidad, dinero y festejos, Maribel. Hay un lado oscuro, una zona de sombra que debes atravesar. Yo te voy a ayudar.

—No me vaya a hacer nada, por favor… —murmura la joven y estalla en un llanto que le estremece el cuerpo entero.

—El infierno es aquí y ahora.

Campo Elías se sube a caballo sobre la adolescente y hunde el cuchillo en las manos, los brazos y los antebrazos. Maribel grita y llora en medio de las certeras cuchilladas que la atraviesan.

—Qué bella eres… —dice el soldado y acerca su rostro al cuello de ella—. Qué bien hueles… Tan limpia, tan aseada, con esa piel brillante y perfecta…

Se pone de lado, le quita las medias y los zapatos, y hunde el cuchillo en los pies, las pantorrillas y los muslos. Maribel aúlla de dolor y desesperación. Sacude la cabeza y tiene los ojos muy abiertos, inyectados en sangre, desorbitados.

—¡No más! ¡No más, por favor!

Campo Elías corta la blusa y la falda y deja a su víctima en ropa interior. El cuerpo perfecto de su alumna lo deja unos segundos boquiabierto. Pasa el cuchillo por la cintura, las caderas, el esternón. Siente su pene erecto contra la bragueta del pantalón. Se sube otra vez sobre ella, corta el sostén y los calzones, los tira a un lado de la cama, se inclina y empieza a balancearse lentamente sobre el cuerpo de la muchacha, con el cuchillo en la mano, confundiendo los gemidos de angustia de ella con manifestaciones de excitación y de deseo. El ex combatiente de Vietnam dice sin dejar de moverse:

—Limpia, virgen, qué rico…

—No, no, no… —suplica la joven.

Cambia el ritmo y termina de masturbarse con rapidez y agresividad, como si estuviera en una sesión de lucha libre en pleno enfrentamiento cuerpo a cuerpo. En lugar de calmarlo y relajarlo, la escena lo enfurece, como si hubiera acabado de cometer una falta grave contra las reglas y la disciplina militar.

—Putas, perras, todas son iguales —dice con ira y con desprecio.

Aprieta las mandíbulas, sube el cuchillo y lo hunde una y otra vez en el pecho, en el estómago, en los hombros, cerca de la clavícula, en el corazón. Maribel emite unos bufidos animales, exhala una queja, cierra los ojos y deja de respirar. El edredón es ahora un charco negro y escarlata que escurre hilillos rojos hasta el suelo.

Campo Elías se pone de pie, contempla el cadáver unos instantes y se dirige al baño para limpiarse la sangre y el semen que le ensucian el pantalón, los calzoncillos y la parte baja de la camisa.

Sale del baño con el cuchillo en la mano, da cuatro o cinco pasos hasta la sala y se da cuenta de que la señora Matilde ha recuperado el conocimiento. La mujer se mueve torpemente hacia adelante y hacia atrás, reptando, como una lombriz inexperta que desconociera por completo el comportamiento de su especie. Se acerca a ella, le arranca la cinta aislante de la boca y se sienta a su lado con una expresión taciturna y melancólica en el rostro.

—¿Qué hizo con mi hija? ¡Dígame! —dice la señora Matilde en una súplica.

—No todo en la vida puede ser comodidad, lujos, buena comida, excelentes vacaciones, prestigio social y diversión. Hay que sufrir, doña Matilde, la vida también es dolor y desdicha.

—Qué le hizo, ¡por Dios!

—Cómo se nota que ustedes han vivido en un palacio de cristal, lejos de la vida real.

—Dígame que está viva, ¡por el amor de Dios!

—Qué buena expresión. El amor de Dios… No sé si estamos hablando de la misma persona. A ese Dios suyo sólo lo conocen los privilegiados como usted, el dos o el tres por ciento de la población. El resto conocemos el desdén, la ira y el maltrato de un Dios sordo y despiadado.

—Mi niña, mi chiquita… —doña Matilde empieza a llorar y a gemir.

—¿Ha visto la muerte de cerca, la ha visto pasar a su lado? —pregunta el soldado acariciando el acero con los dedos de la mano izquierda.

—Mi bebé…

Campo Elías le pone el cuchillo en el cuello:

—¡Conteste! ¿Ha visto la muerte cara a cara?

Doña Matilde se atraganta, respira con dificultad, intenta dejar de llorar y dice al fin:

—No…

—¿Han muerto al lado suyo sus amigos o su padre?

—No…

—¿La han herido, la han perseguido durante días por la espesura de la selva para capturarla y torturarla?

—Nooo…

—¿Sabe lo que son las fiebres tropicales o los calambres que le paralizan el cuerpo a uno después de días enteros de estar caminando entre los humedales y los pantanos?

—No, no sé…

—¿Ha visto a su padre ahorcado bamboleándose como un fardo inservible?

—Nosotros no tenemos la culpa de todo eso, por favor…

—Se equivoca, señora. Todos somos responsables de lo que nos sucede a todos.

—Dígame que ella está viva, por favor… El rostro del militar se endurece:

—No, no lo está. Está bañada en su propia sangre.

—¡Noooo!

—Antes de morir mugía como una res en el matadero.

—Miserable…

—Era muy bella. No como ustedes, las mujeres adultas, manoseadas, ajadas, que tienen que camuflar el hedor de sus cuerpos con perfumes y lociones.

—Mi hija…

—Se acabó el tiempo, lo siento. ¿Quería mucho a su hijita? Pues voy a ayudarla para que se encuentre con ella.

El cuchillo sube y baja cuatro veces. El soldado elige dar muerte al enemigo con cuatro puñaladas certeras y letales: dos en el corazón y dos en la región abdominal, en el hígado. La señora Matilde abre la boca sin decir nada, se atora, se contrae, tose como si tuviera algún material atravesado en las vías que conducen a los pulmones y deja de respirar con una sensación de alivio y bienestar en el rictus de su cara salpicada de rojo. El cadáver permanece con los ojos abiertos, como si la muerta estuviera concentrada y atenta en algún punto determinado de la nada.

Campo Elías esculca en los cajones del armario de la habitación principal y en los rincones más apartados del clóset hasta dar con varias mudas de ropa del antiguo marido de doña Matilde. Elige un pantalón y una camisa y se da cuenta con satisfacción de que son más o menos de la misma medida suya. Introduce la ropa manchada de sangre en una bolsa de basura, se ajusta de nuevo la corbata, se lava las manos con agua y jabón, se limpia el rostro, quita las manchas de sangre del cuchillo y lo ajusta en la vaina, bebe unos cuantos sorbos directamente del grifo, sale del apartamento, baja las escaleras del edificio hasta la puerta principal, y, aprovechando la entrada de unos residentes, sale a la calle, sonriente y con la bolsa de basura en la mano. La arroja en una caneca pública y camina con fervor y alegría hasta la Avenida Pepe Sierra. Siente que el mundo, por fin, empieza a equilibrarse y a vencer el caos que lo administra y lo gobierna. Toma un autobús de regreso a su casa y el recorrido lo hace sentado atrás, en la última fila, como si los demás pasajeros buscaran hacerse a sus espaldas para herirlo y atacarlo.

En Usaquén el bus gira a la derecha y se dirige directo por la Carrera Séptima hacia el sur. Pasa frente al edificio donde vive con su madre y decide seguir de largo hasta la universidad en la que está a punto de graduarse como licenciado en inglés. Se baja en la Calle Cuarenta y Cinco, cruza la Carrera Séptima y camina por el andén oriental hasta la Calle Cuarenta. Asciende las escalinatas que conducen a la Facultad de Educación y se detiene en las oficinas de la Secretaría General. Siente deseos de pronto de conversar, de hablar, de intercambiar opiniones sobre libros y autores que le agradan y lo sobrecogen. Hay un nivel de optimismo en su ánimo que no sentía hace mucho tiempo.

—El profesor Steve le dejó dicho que buscara a este estudiante de último año en el Departamento de Letras, que él tiene una bibliografía que puede serle muy útil —le dice una de las secretarias pasándole un papel con un nombre escrito en tinta azul oscuro.

—Gracias.

Camina hasta la Facultad de Ciencias Sociales y pregunta por el estudiante en el tercer piso, en el Departamento de Literatura.

—Es él, el de chaqueta negra —le indica una señorita en la ventanilla de información.

Campo Elías se acerca al muchacho que lee despistado los comunicados oficiales en una de las carteleras y le dice:

—Mucho gusto, estoy haciendo mi tesis en la Facultad de Educación. El profesor Steve me recomendó que hablara con usted acerca de una bibliografía sobre el tema de los dobles.

—¿Qué tal? —responde el estudiante estrechándole la mano.

Conversan unos minutos en el corredor del Departamento. El estudiante se explaya sobre una investigación que está llevando a cabo en la cual el tema central es el fenómeno de una identidad fragmentada y rota en ciertos textos de autores norteamericanos y latinoamericanos: Hawthorne, Poe, Auster, Fuentes, Borges, Cortázar. El profesor de inglés disfruta la charla, interviene, asevera, pregunta, memoriza, y al final se cansa de la pedantería y de la pose de intelectual erudito de ese joven imberbe que escasamente sobrepasa los veinte años de edad. Hay algo en sus ademanes y en el tono de su voz que indican una falsa seguridad en sí mismo. Piensa: Ha vivido mucho tiempo entre libros. Le falta sufrir de verdad, hundirse, ahogarse en sus propias miserias. No conoce aún sus debilidades, sus vicios, sus peores lacras y desperfectos. No ha luchado todavía contra él mismo. Todo lo que sabe es porque lo ha leído en los relatos de sus autores favoritos.

Le agradece al chico sus datos y recomendaciones, se despide de él, sale de la universidad y camina hacia el norte por la Carrera Séptima hasta llegar a la fachada de su edificio en la Calle Cincuenta y Dos.

Sube las escaleras de dos en dos y antes de abrir la puerta del apartamento consulta su reloj de pulsera. Son las cuatro en punto de la tarde. Abre y lo primero que ve es a su madre en bata, en la cocina, preparándose un café en la cocina eléctrica de tres fuegos. Ella lo mira de arriba abajo reconociendo la ropa ajena. Campo Elías cierra la puerta y la ira le enciende las mejillas y la frente.

—¿Qué me mira? —pregunta casi a gritos.

—De quién es esa ropa.

—A usted qué le importa.

—No me hable así, por favor.

—Le hablo como me da la gana.

—Por qué me odia tanto si yo no le he hecho nada.

—Ahora resulta que la víctima es usted.

—¿Quiere café?

—No me cambie el tema.

La anciana apaga el fogón y hace el ademán de retirarse a su cuarto. Dice con resignación:

—Mejor me voy.

—No, espere —le dice el soldado interponiéndose en su camino.

—No me vaya a pegar.

—Grandísima puta, ¿por qué cree usted que se mató mi papá?

—Eso no fue verdad, eran chismes…

—¿Usted me cree idiota? Todo el pueblo lo sabía menos nosotros. Después crecí escuchando a mis espaldas: «Pobrecito, el papá se mató por un lío de cuernos». Y usted siguió con su vida tan campante, como si nada.

—No fue así, yo sufrí mucho…

—No venga aquí con cuentos. Usted me ha hecho siempre la vida imposible.

—Yo nunca lo he odiado, mijo…

El militar piensa: Llegó el momento. Entre menos palabras se pronuncien, mejor.

—¿Sabe una cosa? Se acabó toda esta mierda. Usted va a pagar por lo que hizo.

Mete la mano entre el saco, desenfunda el revólver cargado, lo pone frente al rostro de su madre y le dispara en la cabeza sin dudarlo, con el brazo firme. La anciana se desploma sin hacer ruido con un agujero en la parte alta de la frente, justo en el nacimiento de su cabellera plateada y llena de canas.

El veterano de Vietnam la envuelve en papel periódico, humedece las hojas con gasolina y le prende fuego ahí mismo, sobre las baldosas de la cocina. Su mente es una tormenta de pensamientos atropellados y contradictorios. La sensación de una libertad suprema choca inesperadamente con una culpa que crece en la medida en que van llegando a su memoria recuerdos y escenas de la infancia: su madre cuidándolo y atendiéndolo en los ataques de fiebre y de tos recurrente, su madre cocinándole galletas y postres que él devoraba con avidez después de las interminables jornadas escolares, su madre abrazándolo y besándolo a la salida de la iglesia el día de su primera comunión. Algo en su interior se desequilibra y se derrumba al contemplar el cadáver de la anciana incendiándose y quemándose como si se tratara de un ritual funerario iniciado por ciudadanos budistas en medio de las atrocidades de la jungla vietnamita. Es la imagen del fuego la que desencadena una corriente de imágenes de guerra que le quitan la respiración y lo hacen evocar crímenes y asesinatos ejecutados por él sin el más elemental asomo de piedad o misericordia. Piensa: El ángel exterminador, el guerrero que debe purificar al mundo de todos sus pecados. Debo cumplir con mi misión. No puedo fallar.

Las llamas se extienden a gran velocidad y devoran los muebles de la cocina y gran parte de los asientos y las mesas de madera del comedor. Revisa el tambor del revólver, abre la puerta y baja por las escaleras hasta el apartamento 301. Timbra y una joven de rostro agraciado y simpático lo saluda con camaradería.

—Hola vecino, qué se le ofrece.

La respuesta del soldado es un disparo en la cara. Otra muchacha viene desde el fondo preguntando qué diablos es lo que está ocurriendo allá afuera, en el corredor.

Campo Elías la recibe con un tiro en la frente. Luego se dirige al apartamento 302 y se tropieza cara a cara con una de las señoras de la administración del edificio.

—¿Qué es este escándalo?

—Así quería encontrármela —dice Campo Elías escondiendo el arma detrás de la pierna.

—Ah, es usted. Debí suponerlo.

—Le advertí que un día íbamos a arreglar cuentas, doña Beatriz.

—Si los demás residentes lo odian no es culpa mía. Se lo tiene bien merecido, señor, por antipático y grosero.

—Puta de mierda, arrodíllese.

Estira el brazo y le pone el revólver entre los ojos.

—Tranquilícese, por favor.

—Estoy tranquilo. ¡Arrodíllese!

—No me vaya a hacer nada —dice la señora Beatriz poniéndose de rodillas.

—A ver, levánteme la voz, insúlteme ahora si puede…

—No es para tanto, perdóneme…

—Todos son como usted, cobardes. Mire cómo le tiemblan las manos.

—Se lo ruego, discúlpeme…

—¿Quiere saber qué pasó allá arriba? Maté a mi madre y la quemé… Sus dos vecinas también están muertas.

—¡Dios mío!

—No creo que su Dios le sirva de mucho en este momento.

—No me vaya a disparar, ¡por lo que más quiera!

—Qué placer suprimir a ratas como usted. Acerca el cañón a la piel para matarla a bocajarro.

—¡Nooooo!

El disparo lanza hacia atrás el cuerpo de la mujer y lo deja tendido sobre un pequeño tapete como si fuera un muñeco de trapo desencajado. El soldado baja las escaleras corriendo hasta el primer piso y timbra en el apartamento 101. Dos chicas universitarias con lápices y bolígrafos en la mano abren la puerta. El militar esconde otra vez el revólver detrás de la pierna.

—¿Podrían prestarme su teléfono, por favor? Hay un incendio en mi apartamento.

—Por supuesto, siga.

Una de las estudiantes descuelga la bocina y pregunta:

—¿Cómo es el número?

—Ni idea —responde la otra.

—Está en las primeras páginas del Directorio —afirma Campo Elías fingiendo ansiedad.

—¿Dónde está el Directorio?

—En la mesita, ahí en el cajón.

La joven cuelga y busca el Directorio Telefónico. Su compañera le pregunta a Campo Elías:

—¿Qué fue lo que pasó?

—Se regó una botella de gasolina en la cocina. Ya está todo incendiado.

—Lo siento.

—Listo, lo encontré —dice la que está arrodillada buscando.

—Marca rápido y dales la dirección.

En el instante exacto en que la muchacha pulsa los primeros números, Campo Elías saca el revólver y le dispara en el parietal izquierdo. Enseguida gira en ángulo recto y apunta a la otra estudiante que lo mira horrorizada, inmóvil, paralizada por el miedo. El soldado le pega un tiro entre los ojos. Se da la vuelta y ya va a empezar a caminar cuando escucha una voz a sus espaldas:

—¿Qué es todo este escándalo? No me dejan dormir.

Una tercera chica aparece desde el fondo frotándose los ojos y bostezando. Campo Elías vuelve a levantar el revólver pero en el momento de accionar el disparo no sucede nada, el arma despide un sonido inofensivo. Entonces, disgustado consigo mismo por la negligencia que implica el error, cae en la cuenta de que el tambor está vacío, sin proyectiles. La estudiante ha descubierto ya a sus amigas en el suelo y corre hacia las habitaciones para protegerse. El soldado extrae del cinturón las balas con rapidez, las ordena en el tambor y cierra el arma mientras se dirige al cuarto donde está la muchacha escondida. Rompe la puerta de una patada y encuentra a la chica agazapada detrás de la cama, rezando, con el rostro congestionado y lleno de lágrimas. Tiene una abundante cabellera negra y unos ojos azules almendrados y resplandecientes. Dice llorando:

—No me mate, por favor…

El militar le descerraja un tiro encima de la oreja izquierda, mete el revólver en la funda, gira ciento ochenta grados y sale del apartamento al salón de entrada del edificio. Afuera ya hay tres o cuatro curiosos que han descubierto la columna de humo en el cuarto piso. Abre la puerta, camina unos cuantos pasos y su mirada detecta un cartel publicitario del grupo de teatro El Local, que anuncia la obra Bodas de sangre, de Federico García Lorca. El nombre de la pieza lo deja absorto unos minutos, ensimismado. Piensa: Éste es el destino de los guerreros: casarnos con la muerte. Nuestra mujer ideal, nuestra más fiel esposa. Hoy he vuelto a renovar los votos de este sagrado matrimonio.

Se pone en marcha y deambula por la Calle Cincuenta y Tres hacia el occidente. Siente que una parte de sí mismo está herida, golpeada, lesionada. No ve nada a su alrededor, no percibe la gente, los almacenes, los restaurantes, la espléndida caída de una esfera redonda y roja en el horizonte. Sólo se detiene en las esquinas y cruza cuando no hay autos cerca o cuando los semáforos están a su favor. Pero no observa, no mira los carros y los buses, se trata más bien de una intuición, de una especie de facultad que le indica cuándo el camino está libre, como si en lugar de ojos tuviera un radar que le señalara la proximidad de ciertos objetos y personas.

En la Carrera Veintiocho dobla a la izquierda y timbra en una casa modesta pintada de blanco y con la puerta y los marcos de las ventanas de color verde oscuro.

Una mujer de cuarenta o cuarenta y cinco años de edad abre la puerta.

—Campo Elías, qué sorpresa —dice haciéndose a un lado para dejarlo pasar.

—Doña Carmen, me alegra saludarla.

—Qué milagro, estaba desaparecido.

—Trabajando, doña Carmen.

Entran y se sientan en la sala junto a un ventanal que da a la calle.

—¿Quiere una Coca-Cola? Me acuerdo que es su bebida preferida.

—Gracias.

La señora Carmen sirve en la cocina un vaso de Coca-Cola y se lo entrega al profesor de inglés con una sonrisa de candor entre los labios.

—Hacía tiempo que no lo veía. No volvió por aquí.

—Vengo de afán, doña Carmen. Quería despedirme de usted.

—Y eso, ¿para dónde se va?

—Me voy al otro extremo. Tengo un tiquete sin retorno.

—¿Dónde es eso?, ¿en qué país?

—Me voy para la China.

—¿Por cuánto tiempo, Campo Elías?

—Para siempre.

—¿Por trabajo?

—Sí, señora.

—Ojalá me escriba de vez en cuando.

—Doña Carmen, quería venir a despedirme porque usted ha sido una persona muy especial conmigo, tal vez la única.

—Yo lo estimo mucho. Usted es un hombre muy inteligente y un gran amigo para mí.

—Créame que está correspondida. Muy pronto va a recibir noticias mías.

—No se olvide de nosotros.

—Si no he venido no ha sido por falta de ganas, doña Carmen. He estado muy ocupado arreglando todo lo del viaje.

—Le va a ir bien. Usted es muy brillante.

—Cuide a sus hijos. No permita que les pase nada. Los niños nunca se merecen la infelicidad.

—Se van a poner muy contentos cuando nos escriba.

—Voy a mandarles varias postales. Despídame de ellos y de su esposo.

Deja el vaso de Coca-Cola en la mesa, se levanta, abraza con fuerza a la señora Carmen y le dice con los ojos llenos de lágrimas:

—Tengo que irme. Gracias por todo.

Luego abre la puerta y sale a la calle sin mirar hacia atrás. Los últimos rayos de sol han desaparecido y la ciudad es ahora un juego de sombras y claroscuros que invade las paredes de las casas, de los edificios, de los largos andenes y las oscuras avenidas. Consulta su reloj: son las seis y cincuenta. Palpa en el bolsillo trasero del pantalón la cartera abultada con todos sus ahorros adentro. Se dice mentalmente: Tengo derecho a una última cena. Luego el ángel anunciará el Apocalipsis.

Sube por la Calle Sesenta hasta la Carrera Séptima y camina hacia el norte dos cuadras más. En la Calle Sesenta y Dos entra en el restaurante Pozzetto, elige una de las mesas cercanas a los baños y ordena media botella de vino rojo y un plato de espagueti con salsa boloñesa. Come despacio, en silencio, disfrutando del sabor del tomate y de los pequeños trocitos de carne molida. Termina la pasta y el vino, llama al mesero y ordena un vaso pequeño de Coca-Cola, un flan de caramelo, y, para cerrar, un vodka con jugo de naranja. El restaurante está lleno, no hay mesas vacías y dos parejas esperan en la barra un lugar para sentarse a comer. El soldado echa una ojeada y revisa que no haya guardaespaldas o francotiradores dentro del recinto. Satisfecho con la comprobación ingiere la última cucharada de postre y agarra el vaso y bebe el último sorbo de vodka. Después se dirige al baño, extrae las balas del cinturón y las deposita en el bolsillo izquierdo del saco, a la mano. Deja el tambor del revólver cargado con seis proyectiles y revisa que el cuchillo esté libre y fácil de desenvainar. Por si acaso, por si las cosas se ponen feas y hay que abrirles el cuello, piensa. Se mira en el espejo y dice en voz alta:

—Llegó el fin del mundo, sargento.

Sale del baño, toma posición y empieza a dispararles a los clientes que tiene más cerca. Son disparos certeros, a la cabeza, bien calculados. La gente grita, se arroja al suelo, pide ayuda,

y algunos, los más arrojados, intentan arrastrarse hasta la puerta para escapar. El estratega cierra el ángulo de tiro e impide la salida de los sobrevivientes. Continuamente y con agilidad asombrosa recarga el tambor de su revólver. Las personas de las veintiséis mesas van quedando acorraladas y sin una posible línea de fuga. El veterano de Vietnam salta por entre los asientos caídos, las botellas y los vasos rotos, los pedazos de platos con rastros de salsas y comidas bien sazonadas, los manteles arrugados y manchados, y le dispara al enemigo siempre en la cabeza o en la nuca. Su puntería es impecable. Detrás de él va quedando una larga lista de cadáveres, moribundos y heridos de gravedad.

De repente el soldado se detiene y reconoce dos rostros que le son familiares. Son dos hombres, uno adulto y el otro muy joven. Están acompañados de dos mujeres jóvenes bien vestidas que los abrazan para protegerse de la masacre, como si ellos fueran dos escudos humanos que pudieran en algún momento salvarlas de la muerte segura que las espera. Campo Elías recuerda los rostros del pintor y del sacerdote. Niega con la cabeza, se sonríe y dice:

—Bienvenidos al infierno.

Los mata primero a ellos y luego a sus dos acompañantes. En su mente hay una extraña confusión: escucha ruidos de insectos en los cuatro rincones del recinto, pitidos, zumbidos, susurros que lo obligan a llevarse las manos a los oídos. Cierra los ojos y ve nubes de moscardones viajando por el aire a gran velocidad, abejas suspendidas entre aleteos fantasmagóricos, avispas, panales atiborrados de obreras trabajadoras y laboriosas, cardúmenes de peces multicolores nadando entre aguas cristalinas, ballenas, ratas desplazándose camufladas en la fétida oscuridad de las alcantarillas, manadas de elefantes caminando con pesadez en medio de terribles sequías y angustiosas hambrunas, rebaños de cabras saltando entre precipicios y afilados despeñaderos, piaras de cerdos revolcándose entre grandes charcos de lodo, hatos de reses pastando en potreros gigantescos, bandadas de pájaros surcando atardeceres magníficos, organismos microcelulares entre líquidos irreconocibles, bacterias, virus, infinitas cadenas de ácido desoxirribonucleico multiplicándose vertiginosamente.

Se acerca al cuerpo del padre Ernesto, cambia el revólver de mano, unta su dedo índice en la sangre que mana de la cabeza del religioso y escribe en el suelo: «Yo soy legión».

Varios policías ingresan atropelladamente en el establecimiento y comienzan a disparar en desorden, sin un objetivo determinado. El soldado se pone de pie y abre los brazos en cruz, sin defenderse, sin oponer resistencia. Los agentes no dan en el blanco.

Entonces el verdugo Campo Elías, en un último movimiento ritual y ceremonioso, se lleva el revólver a la sien y se vuela la cabeza.