El padre Ernesto observa las formas perfectas de la espalda de Irene, desde los hombros torneados y amplios hasta la estrecha cintura que anticipa la amplitud generosa de unas caderas firmes y protuberantes. Pasa su mano por esa piel tersa y sudorosa, y se da cuenta de que es la primera vez que toca a su amante sin culpa, sin remordimiento, sin avergonzarse por la contundencia de sus pasiones.
—Te tengo una sorpresa —dice el sacerdote sin dejar de acariciar la espalda de la muchacha.
—Buena o mala —dice Irene boca abajo, relajada, regocijándose con la delicadeza de la mano de él.
—Muy buena.
—Dígamela.
—Renuncié.
Ella se da la vuelta con una expresión de asombro en el rostro, y se cubre con la sábana los senos, el sexo y la parte alta de las piernas.
—¿Qué?
—Sí, renuncié, y estoy feliz.
—¿De verdad, padre?
—Ya no tienes que decirme así. De ahora en adelante soy Ernesto a secas.
—¿Por qué no me dijo nada?
—Te lo estoy diciendo.
—No puede ser. —Irene está con los ojos muy abiertos, atónita.
—Te dije que esta vez iba a ser en serio. Apenas llegue mi reemplazo nos vamos de aquí.
—¿Y qué le dijeron?
—Nada, qué iban a decirme. Es mi vida y yo hago con ella lo que quiera.
—¿No les pareció raro?
—Pues sí, un poco, pero no pueden impedirlo.
—¿Usted les dijo que se iba conmigo?
—Eso no les interesa. Les dije que yo había cambiado, que quería casarme, tener hijos y hacer una familia.
—Me imagino la cara que habrán puesto.
—No importa, que digan lo que quieran.
—¿No siente miedo?
—De qué, Irene.
—De salir a la calle así, como un hombre cualquiera.
—Estoy feliz, no te imaginas la alegría que me da irme contigo, lejos de todo esto.
—¿Y si se arrepiente después?
—Uno se arrepiente de cualquier cosa menos de no haber sido un cobarde.
—A mí sí me da miedo, padre.
—Ya te dije que no me digas así. Dime por mi nombre.
—Es mientras me acostumbro.
—Y de qué te da miedo.
—De que se canse de mí y luego me coja fastidio y me abandone.
—Eso no va a pasar. Lo nuestro no es una aventura pasajera. Yo te quiero en serio y te lo estoy demostrando.
—Uno nunca sabe qué va a pasar después.
—Yo sí sé qué va a pasar —el padre Ernesto se sonríe con malicia.
—¿Ah sí?
—Sí. Nos vamos a ir de aquí para un apartamento, nos vamos a casar, vamos a tener tres hijos y vamos a ser muy felices tú y yo.
Irene siente que un torrente de lágrimas brota de sus ojos y cae por sus mejillas lentamente conformando dos hilos transparentes. Lo abraza y le dice en voz baja, en secreto, con la garganta cerrada por el llanto:
—Yo lo voy a querer siempre.
—Yo también te voy a querer así, Irene, yo también.
—Pase lo que pase nunca lo voy a dejar.
—Nos va a ir bien, tranquila. Voy a trabajar en un instituto de investigaciones sociales. Esta mañana me llamaron para decirme que empiezo la próxima semana. El sueldo no está mal y nos iremos organizando poco a poco.
Irene se separa con ademanes infantiles, como una niña que temiera adentrarse en la oscuridad lejos de la presencia de su padre.
—A mí nadie me ha querido así —dice secándose las lágrimas con la sábana.
—Por qué dices eso.
—Yo nunca he sentido que alguien haga algo por mí, que crea que yo soy importante, que valgo la pena.
El padre Ernesto la observa conmovido, dándose cuenta de que Irene pertenece a ese país desolado que sobrevive a punta de instinto, que lucha sin respaldo ni apoyo, sin subsidios, sin educación, en medio de una violencia enfermiza que enfrenta a todos contra todos, un país abandonado por el Estado, carcomido por el caos y la corrupción política y que se hunde cada vez más en el despeñadero del pauperismo y la indigencia. Irene continúa diciendo:
—Mucho menos alguien como usted, estudiado y de buena familia.
—Lo importante es que estamos juntos, que nos queremos y que vamos a luchar por hacer un hogar y una familia.
—Yo no le voy a fallar, se lo aseguro.
El padre Ernesto le da un beso en la frente y le pregunta:
—Irene, ¿tú terminaste el bachillerato?
—Me faltaron los dos últimos años.
—¿Pero te gusta estudiar?
—Siempre fui de las mejores de la escuela.
—Quiero que termines y que luego estudies una profesión donde te sientas realizada y contenta.
—Yo no voy a tener cómo pagarle todo lo que va a hacer por mí.
—Tú no tienes que pagarle nada a nadie.
—¿Y si usted se enamora de otra mujer?
Él se abalanza sobre ella, se ríe y la cubre de besos. Los dos cuerpos quedan horizontales sobre la cama, pegados, como si se tratara de un ser andrógino con dos cabezas separadas.
—¿Tú crees que yo me retiré de sacerdote para hacer un harén?
—¿Qué es eso?
—En Oriente los musulmanes pueden tener muchas mujeres. Ellas a veces permanecen juntas en una misma habitación. Eso es un harén.
—Si usted llega a hacer eso, yo se las voy matando una por una.
—Trato hecho.
Vuelven a abrazarse y a besarse. Él siente que los brazos de Irene lo estrujan, que lo aprietan contra el pecho de ella como si temiera que de pronto pudiera fugarse o desvanecerse entre las sombras de la oscuridad. Después relaja los músculos de la espalda, de los brazos y de los antebrazos, y él se recuesta en su pecho disfrutando de esos minutos de intimidad, de sosiego y de placidez.
—Antes de irnos tengo que ir a visitar a doña Esther.
—Me dijeron que su hija ha empeorado.
—¿Sí?
—Los vecinos oyen aullidos de día y de noche, como si ella tuviera perros o lobos encerrados en las alcobas.
—¿Quién te contó eso?
—La señora Inés, la vecina de ella. Me dijo que iban a escribirle a usted una carta para que haga un exorcismo en esa casa. Tienen miedo y están pensando vender para trastearse a otro barrio.
—Voy a ir en la mañana. No va a ser fácil.
—¿Sí van a hacer el exorcismo?
—No creo, Irene.
—¿Pero sí está poseída?
—No se sabe. Tal vez.
—Yo sí creo.
—Tú qué sabes.
—La empleada de doña Esther me contó cosas.
—Qué te dijo.
—Que la niña vuela por el aire, que las mesas y la cama se mueven solas, que el cuarto huele a alcantarilla y que la voz del demonio habla todas las noches.
—No andarás tú también de chismosa por ahí.
—Yo no tengo la culpa de que confíen en mí.
—Es mejor que no te metas en eso.
—Hay algo peor.
—Qué, dime.
—La voz del demonio dijo que pronto entrará en acción y que usted será una de sus principales víctimas. Por eso me da miedo que vaya por allá.
—Ésos son chismes, Irene. No puedes andar creyendo todo lo que te dicen.
—¿Cuándo nos vamos?
—Mi reemplazo debe llegar en cualquier momento. Mañana mismo conseguimos un apartamento.
—Yo no quiero que le pase nada malo.
—En unos días estaremos lejos de todo esto.
Al día siguiente, el padre Ernesto se levanta temprano, toma una taza de café bien negro sin azúcar, se despide de Irene y cruza el barrio hasta llegar a las calles coloniales de La Candelaria. El día está frío, húmedo, y el sol permanece todavía oculto detrás de las montañas. Cuando llega a la casa de la señora Esther y toca el timbre con la mano derecha, son escasamente las seis y cuarto de la mañana. La empleada abre la puerta.
—Buenos días, padre.
—Buenas, hija. ¿La señora Esther ya estará levantada?
—Sí señor, está tomando café. Siga.
El sacerdote entra y decide esperar a la dueña de casa en el patio.
—La espero aquí, gracias.
Mientras lo anuncian observa hacia arriba, hacia el cuarto de la chica, y así, a la luz del día, le parece imposible que una fuerza maligna y devastadora se haya presentado repentinamente en ese lugar para perturbar la paz de personas buenas e inofensivas. Rodeado del aroma matutino de las flores, y observando la fina capa de rocío sobre las hojas y los tallos de las plantas, la historia de la posesión le parece una extravagancia, una insensatez y una necedad salidas de control.
La señora Esther aparece en bata, con el cabello recogido y con unas pantuflas de peluche que sugieren dos conejos sonrientes rodeando los pies.
—Padre, qué sorpresa.
—Buenos días, doña Esther. Necesitaba verla.
—Lo pensaba llamar hoy mismo —la señora Esther se acerca hasta quedar a un metro de distancia de su interlocutor.
—¿Y eso?
—Mi hija ha empeorado —dice ella bajando la voz.
—¿Qué pasó?
—Está cubierta de llagas y de unas erupciones que le afean la piel.
—¿Llamó a un médico?
—No puedo, padre. Cómo.
—Y entonces…
—Le estoy untando unas cremas que me recetaron en la droguería. Pero eso no es nada, padre. Ha comenzado a levantarse por el aire, a aullar con varias voces al tiempo, como si la casa hubiera sido tomada por una manada de animales salvajes, y lo que me parece más tenebroso, padre, es que la voz esa dijo que lo iba a matar, que usted no se iba a salir con la suya. Tengo mucho miedo.
—¿Que me iba a matar a mí?
—Eso dijo, padre. Que pronto habría ríos de sangre recorriendo la ciudad, y que entonces se conocería el poder de las tinieblas. Pero que su muerte sería una de las más importantes, de las más significativas.
—Lamento mucho todo lo que me dice, doña Esther. Yo sé que para usted esta situación es ya insostenible. Desafortunadamente vengo a decirle que mi informe no produjo buena impresión entre mis superiores.
—¿No van a ayudar a mi hija?
—Tengo que ser sincero con usted, doña Esther: no lo creo.
—¿Pero por qué? —la voz de la mujer tiembla y se quiebra en la garganta.
—Me temo que consideran el caso de su hija como un caso psiquiátrico.
—Usted sabe que no.
—Yo no tengo autoridad para ordenar un exorcismo, ya se lo expliqué. Hice todo lo que estuvo a mi alcance e informé con detalles y pormenores el lamentable estado en el que ella se encuentra. No puedo hacer más, doña Esther.
—Pero por Dios, cómo la van a dejar así —la voz se desvanece en un gemido de angustia—. Qué voy a hacer.
—Ellos se comunicarán con usted, la aconsejarán y le brindarán la asesoría espiritual que usted requiera.
—Y usted, ¿padre?
—Me sacaron del caso.
—Por qué.
—Creen que últimamente he tenido exceso de trabajo, estrés, y que no estoy pasando por un buen momento. Tal vez tengan razón.
—¿No va a volver a visitarnos?
—Voy a viajar. No lo creo.
—Qué quiere que le diga. No me gusta para nada la manera como están eludiendo sus responsabilidades. Se están lavando las manos, y usted lo sabe, padre. La están dejando sola, a la deriva, y eso me parece que demuestra un comportamiento cruel e injusto.
—Quizás, doña Esther. Pero ya le dije: eso no está en mis manos. Un silencio incómodo obliga al sacerdote a despedirse:
—Tengo que irme, doña Esther.
La voz de la mujer es de hielo, cortante:
—Que le vaya bien, padre.
El sacerdote sale a la calle, camina unos pasos y se detiene en seco antes de llegar a la esquina. A lo lejos, cruzando el aire transparente y limpio de la mañana, escucha gruñidos y ladridos, como si una jauría de perros rabiosos estuviera recorriendo la espesura de algún bosque cercano.
Andrés sale a caminar por el centro de la ciudad y, mientras deambula de calle en calle, no puede desprenderse de los cuadros de Gauguin que ha analizado en su taller. Los colores, la selva, los rasgos de los indígenas, sus ropajes y sus adornos magníficos. El viejo Gauguin, aburrido de la insensatez y la banalidad de la cultura occidental, maldiciendo de día y de noche en los confines de la Polinesia. Andrés lo imagina llegando a la isla con sus lienzos y sus pinturas como único equipaje, harto de la torpeza y la majadería europeas. A los pocos días se instaló en una cabaña en el distrito selvático de Mataeia, en Papeete, la capital de Tahití. Consiguió una amante de una de las tribus del lugar, una muchacha llamada Tehura, y empezó una nueva vida con la certeza de que tenía que inventar un mundo interior proporcional a la naturaleza que ahora lo rodeaba.
Andrés sigue deambulando sin rumbo fijo, y piensa que esa opción, la de largarse fuera de los límites conocidos, sigue siendo aún una posibilidad para renacer lejos de las coordenadas establecidas. ¿Escapismo? ¿Evasión? ¿Y qué? ¿Es que acaso fugarse de una cultura que a uno ya no le satisface, de una sociedad que uno desprecia y aborrece, es una actitud negativa y censurable? Recuerda que desde los primeros años de su adolescencia siempre se sintió distinto, separado de los demás por una forma de ser crítica e introspectiva. Más adelante la distancia con respecto a su generación crecería aún más y le impediría identificarse con los objetivos decretados por el sistema: dinero, estabilidad laboral, comodidad, matrimonio, hijos. La obsesión por la pintura lo había conducido a apartarse y a reflexionar sobre unos ideales estéticos que él mantenía intactos dentro de sí. Muy pronto se dio cuenta de que el único camino confiable era la radicalidad. Había visto que varios de sus compañeros habían ido negociando sus sueños a cambio de un sueldo o de una porción de reconocimiento, hasta tal punto que el día menos pensado habían vuelto el rostro y el pasado les había revelado una verdad irrefutable: se habían transformado en lo que más odiaban.
Andrés camina por la Carrera Séptima hacia el sur, atraviesa la entrada principal del teatro Jorge Eliécer Gaitán, la muchedumbre de caricaturistas y pintores callejeros a la altura de la Calle Veintiuno, la Plaza de las Nieves con sus comediantes, mimos, yerbateros, brujos y vendedores de ungüentos, y se detiene en la esquina de la Calle Diecinueve. Espera la luz verde en el semáforo peatonal, y sigue pensando: Siempre ha sido así. Unos individuos levantan unos muros, construyen una sociedad al interior de esas paredes que los protegen del afuera, y prohíben la comunicación con los territorios externos que para ellos representan lo ilícito y lo peligroso. El verdadero artista es aquel que va más allá de las murallas, es el aventurero que se atreve a indagar en la inmensidad de las estepas abiertas e inconmensurables, y que cambia, en consecuencia, sus gustos, sus conceptos, sus formas de amar y de desear. El problema es que semejante lucha es agotadora. Vivir en el límite y en la diferencia cansa, agobia y genera un aturdimiento que impide cualquier tipo de equilibrio espiritual. Yo ya no doy más. No quiero venderme pero tampoco convertirme en el héroe de la discrepancia y la marginalidad. Es cierto que a mi trabajo no le ha ido nada mal, pero ya no le veo sentido a labrarme un destino como pintor y como artista. ¿Para qué? Estoy harto. Además, muy posiblemente haya contraído la enfermedad en mi última relación con Angélica, y no quiero quedarme a dar el espectáculo del miserable que inspira lástima y compasión. Tal vez llegó el momento de marcharme lejos de todo esto. El camino de Gauguin permanece intacto.
La luz del semáforo cambia, los autos se detienen y los transeúntes atraviesan la Calle Diecinueve con movimientos apresurados, como si alguien los viniera persiguiendo. Andrés camina en línea recta por la Carrera Séptima, observa las vitrinas de los almacenes de ropa masculina, y en la Calle Diecisiete entra en el callejón de una librería y decide echar un vistazo entre los libros del establecimiento. Busca la sección de literatura colombiana y extrae del estante superior un volumen de Álvaro Mutis. Lo abre al azar y el texto que surge ante sus ojos parece escrito justo para él, como si el escritor conociera sus más recónditos estados de ánimo, como si esa página fuera en realidad un oráculo que le estuviera confirmando su más auténtico destino:
LOS VIAJES
Es menester lanzarnos al descubrimiento de nuevas ciudades. Generosas razas nos esperan. Los pigmeos meticulosos. Los grasientos y lampiños indios de la selva, asexuados y blandos como las serpientes de los pantanos. Los habitantes de las más altas mesetas del mundo, asombrados ante el temblor de la nieve. Los débiles habitantes de las heladas extensiones. Los conductores de rebaños. Los que viven en mitad del mar desde hace siglos y que nadie conoce porque siempre viajan en dirección contraria a la nuestra. De ellos depende la última gota de esplendor.
Faltan aún por descubrir importantes sitios de la tierra: los grandes tubos por donde respira el océano, las playas en donde mueren los ríos que van a ninguna parte, los bosques en donde nace la madera de que está hecha la garganta de los grillos, el sitio en donde van a morir las mariposas oscuras de grandes alas lanudas con el color ocre de la hierba seca del pecado.
Buscar e inventar de nuevo. Aún queda tiempo. Bien poco, es cierto, pero es menester aprovecharlo.
Cierra el libro, sale de la librería y continúa caminando hacia el sur. Siente en sus entrañas la necesidad de emprender un viaje definitivo y sin retorno, lejos, donde nadie sepa nada de él, donde su familia no pueda encontrarlo, donde la sencillez de una vida elemental le permita apaciguar la fuerte tormenta que agita y angustia su más íntima identidad.
En el Parque Santander, al lado del edificio de Avianca, un recuerdo nítido y preciso lo hace detenerse y contemplar la alta torre de cemento. Tenía ocho o nueve años cuando los profesores de su colegio decidieron llevar a varios cursos de primaria a una excursión a la iglesia de Monserrate. En la cima de la montaña, en los alrededores del templo, un anciano de barba gris alquilaba, por unas cuantas monedas, un telescopio sucio y remendado desde el cual se divisaba gran parte de la ciudad. Andrés y su amigo de pupitre Álvaro Pombo se acercaron, examinaron el aparato como si fueran expertos en la materia, hicieron unas preguntas al viejo, dudaron, pidieron rebaja, y al fin, reuniendo el dinero entre los dos, llegaron a un acuerdo satisfactorio para ambas partes: cinco minutos de telescopio para cada uno. El hombre vigilaba el tiempo en un reloj de pulsera que mostraba a los muchachos cada minuto, para que ellos pudieran comprobar que el negocio transcurría sin trampas ni jugadas de mal gusto. Andrés observó maravillado las edificaciones de la Plaza de Bolívar y los autos que pasaban por las calles aledañas, como si fuera un gigante que se estuviera divirtiendo con el espionaje minucioso de un país de enanos. De pronto movió el instrumento y enfocó sin querer el edificio de Avianca en llamas, la humareda inicial que se desprendía de los pisos medios y un grupo de personas que había logrado llegar hasta la azotea con el cabello revuelto y la ropa quemada y hecha jirones.
—Hay un incendio —comentó Andrés.
—¿Qué? —dijo Pombo pegándose a él.
—Se incendió un edificio y hay unas personas en la azotea.
—¿Estás seguro?
—Allá —señaló con el dedo sin quitar el ojo del telescopio. El humo ya empezaba a divisarse desde lejos.
—Sí, es verdad —aseguró Pombo.
—Acaban de llegar dos personas más a la azotea. Un hombre y una mujer.
—Ven, déjame ver.
Andrés se hizo a un lado y advirtió:
—No lo vayas a mover.
Pombo tomó posición y afirmó enseguida:
—¡Hay varios en la azotea! ¡Unos están sentados y otros arrodillados!
—Sí, les cuesta trabajo respirar.
El anciano no aguantó la curiosidad y, desatendiendo las manecillas de su reloj, se hizo entre ellos y exclamó:
—Déjenme ver, muchachos.
Y así, turnándose el desgastado y manchado aparato entre los tres, y olvidándose del dinero y del tiempo, habían visto cómo las llamas se iban apoderando de los pisos intermedios y crecían peligrosamente hacia la parte superior del edificio. Las mangueras de los bomberos no habían servido de nada porque la presión del agua no alcanzaba a llegar más allá del noveno o décimo piso. Como si fuera poco, algunos empleados atrapados entre dos fuegos habían preferido lanzarse al vacío antes de morir achicharrados.
Después de la excursión, en las horas de la noche, la televisión había transmitido en blanco y negro el rescate de los sobrevivientes en la azotea. Desde un helicóptero, la policía había salvado al grupo de hombres y mujeres que, corriendo por las escaleras y atravesando llamaradas y densas cortinas de humo, habían logrado llegar hasta el techo de la torre incendiada, entonces la más alta de la ciudad. Acompañado por sus padres, el pequeño Andrés había comentado con arrogancia y superioridad:
—Yo vi todo eso en vivo y en directo.
Andrés deja el edificio atrás y sigue su marcha hacia el sur por la Carrera Séptima. Cruza la Avenida Jiménez y pasa cerca de tres vendedores ambulantes que hablan y opinan con un radio de pilas en el centro. Aminora el paso y alcanza a escuchar partes de la conversación:
—El tipo está armado.
—¿Pero le alcanzó a disparar a alguien?
—Dijo que quería matar a todos los congresistas.
—Pero no ha matado a ninguno.
—No han dicho todavía.
—Seguro tiene rehenes en el Senado y los va a ir quebrando uno por uno.
—Eso sí es limpieza social.
—Semejante nido de ratas.
—Dejen oír las noticias.
—El tipo es un verraco.
—Sí, da envidia.
—Ya, cállense…
En efecto, unas cuadras más adelante, en la Plaza de Bolívar, un tumulto de curiosos invade los predios cercanos al Senado de la República. Policías con escudos y gases antimotines custodian la entrada principal y preparan el ataque de un escuadrón especializado en secuestros y tomas de rehenes. La multitud, identificándose con el criminal, silba, abuchea y grita obscenidades a los militares. Andrés gira a mano izquierda y sube por las calles coloniales de La Candelaria en busca de la iglesia de su tío Ernesto. Luego de unos minutos de duro y empinado ascenso, llega por fin hasta la residencia del sacerdote, se enjuga el sudor de la frente y toca el timbre con la mano derecha. El padre Ernesto abre la puerta:
—Qué alegría verte, Andrés —le dice mientras lo estrecha entre sus brazos.
—Lo mismo digo, tío.
—Ven, sigue.
Lo conduce hasta el estudio y le ofrece un jugo o un vaso de limonada.
—Aquí somos pobres. No hay más —le advierte con una sonrisa.
—Jugo de qué.
—De maracuyá.
—Sí, jugo está bien, gracias.
El sacerdote va hasta la cocina, agarra una jarra de plástico rojo, sirve él mismo el jugo y regresa al estudio haciendo equilibrio y con los ojos puestos en el vaso.
—Espero que te guste.
—La subida me hizo sudar.
Andrés bebe con ansiedad y el líquido desaparece en pocos segundos.
—¿Quieres más?
—Así estoy bien, gracias.
—Hacía tiempo que no hablábamos —dice el padre Ernesto recostándose en un sillón frente a Andrés.
—Meses.
—Cuéntame cómo va todo.
—Ahí… He estado pintando mucho. Preparo la próxima exposición.
—En lo tuyo, como siempre.
—Últimamente no me siento bien. Por eso quería hablar con usted.
—Claro, dime de qué se trata.
Andrés titubea y dice con la voz vacilante:
—No sé por dónde empezar.
—Por donde quieras.
—Desde hace poco vengo sintiendo cosas raras: accesos de miedo, pánico, visiones incomprensibles. Pinté unos retratos con malformaciones físicas que resultaron cumpliéndose de una manera extraña y profética. Es como si hubiera pintado no el presente, sino el futuro de mis retratados, un futuro maligno y perverso. Me atemoricé tanto que no volví a retratar a nadie. Pero me basta imaginar el rostro de una persona en un cuadro, para que escenas terribles me hagan estremecer y desistir enseguida de iniciar un posible retrato. He llegado a verme a mí mismo chorreando sangre y con impactos de bala en el rostro.
El padre Ernesto se coge la cabeza, se inclina y dice con la voz afectada por la emoción:
—Qué es lo que nos está pasando, por Dios.
—Por qué, tío.
—No sé qué es lo que está sucediendo, Andrés. Estoy viendo por todas partes la presencia del mal, entidades dañinas y perniciosas que atacan a la gente y le destruyen su vida.
—Al menos no soy el único.
El sacerdote levanta la cabeza, entrecruza las manos debajo de la barbilla y dice:
—Han llegado aquí personas que sueñan con crímenes atroces o que parecen poseídas, en trance, como si fueran otros. Lo peor de esta situación es que me estoy volviendo hipersensible a la maldad y al sufrimiento. Me afecta la pobreza, la mendicidad, toda esa muchedumbre de hambrientos y menesterosos que recorren las ciudades sin tener un techo para refugiarse ni una cama para reposar.
—Pues mi historia se agrava, tío.
—No.
—Me vi con mi ex novia y me enteré de que contrajo sida hace poco.
—No, no…
—No sé si me va a entender lo que le voy a decir a continuación…
—Por qué.
—Porque usted es sacerdote, tío, y no debe entender mucho de mujeres.
—A ver…
—Cuando nos reencontramos ella me dijo que después de separarnos se había acostado con varios hombres sólo por sexo, por placer, en un desorden total. Tuve una serie de intuiciones y comencé a sospechar que la verdad era que siempre había tenido amantes escondidos y relaciones clandestinas. No sé cómo explicarle, tío, pero cuanto más la imaginaba perdida, confundida, promiscua y entregada a bajas pasiones, más me atraía, más la deseaba. Un afecto revitalizado y mezclado con celos, culpa y pulsiones sexuales, me llevó a acostarme otra vez con ella.
—Pero si tenía sida, Andrés.
—No me importó.
—Supongo que habrás tomado precauciones.
—Al principio. Pero no sé qué fue lo que me pasó después, no logro entenderlo todavía.
—Qué.
—Me quité el condón y estuve con ella así, sin nada.
—Cómo fuiste a hacer una cosa semejante, hombre…
—Ahora ya no nos vemos y yo he perdido las ganas de luchar, de pintar y de vivir.
—Lo primero es hacerte un examen, Andrés. Es posible que no hayas contraído nada. El comportamiento de este virus es impredecible. Luego creo que estás en el deber de rehacer tu vida, de volver a comenzar. Tú tienes un talento formidable y eso implica ciertas obligaciones sociales.
—Cómo así, tío.
—Tienes que responderle a los demás.
—Yo lo que quiero es irme lejos, no quiero saber de nadie, estoy harto de esta sociedad y de esta cultura. He pensado en la selva del Chocó o en la del Amazonas.
—Mira, Andrés, sueños de fuga hemos tenido todos. Pero si quieres mi opinión te la voy a dar: para que tú puedas estar en tu estudio pintando horas enteras, en un país como éstos, hay miles de campesinos humildes que madrugan para sembrar en los campos, obreros que se levantan a pegar ladrillos, a cortar caña, a amasar pan, a conducir camiones, a trabajar en los socavones de las minas. Tú perteneces a una casta de privilegiados que lo ha tenido todo. Estás parado en una pirámide social, sobre los hombros de millones de personas. Por eso estás en la obligación de rendir cuentas sobre tu talento, eres responsable ante la sociedad por los beneficios y privilegios que has recibido. Así pienso yo.
—No lo había visto de esa manera.
—Tú no eres sólo tú. Tú eres tu gente, tu pueblo. Te llamas Juan, Ignacio y Beatriz, tienes cinco años, veinte y setenta, eres ama de casa, abogada, secretaria, lechero y mecánico. Tú eres un continente.
—Habla de una manera…
—Cada vez me reafirmo más en esta idea, Andrés. No estamos solos, nos debemos a la comunidad.
—Visto así, tiene toda la razón.
—Hazme caso, ve a un laboratorio serio y que te hagan un análisis de sangre para sida. Yo tengo fe en que va a salir negativo. Luego sigue comprometiéndote con tu pintura como siempre lo has hecho. Ya te llegarán las recompensas.
—Me da unos ánimos increíbles, tío.
Andrés se levanta y abraza al sacerdote durante unos segundos largos, interminables, como si temiera soltarlo y volver a sus amargos y desconsolados monólogos.
La luz de la mañana atraviesa las cortinas y despierta a María súbitamente, como si alguien la hubiera removido en la cama con fuerza y determinación. Abre los ojos y lo primero que ve es esa línea de sol acechándola, encandilándola. Se da media vuelta y ve el rostro de Sandra que le sonríe con coquetería.
—¿Qué tal dormiste?
—Quedé como una piedra —contesta María pasándose la mano por el cabello.
—Roncaste y todo.
—Qué pena.
—Yo también ronco pero no te diste cuenta. Estabas profunda.
—Es raro dormir así en una cama ajena.
—Ésta es de ahora en adelante tu casa.
—Gracias. ¿Qué hora es?
—Como las nueve.
—Tardísimo.
—¿A qué hora trasteas?
—Estoy a tiempo.
—¿Quieres que te ayude?
—Son dos bobadas, nada más. Los muebles, las ollas, la vajilla y la decoración no son míos.
—¿Seguro?
—Tú tienes cosas que hacer. Yo trasteo rápido en un taxi. Son dos maletas y una mochila.
—Como quieras —dice Sandra mientras estira el brazo y le acaricia el cabello con los dedos en forma de peine.
—Me siento rara.
—Por qué.
—Nunca he estado en esta situación.
—Sólo con hombres.
—Ni siquiera. Ya te dije que mis relaciones han sido un desastre.
—¿Es la primera vez que estás con una amiga?
—Sí.
—¿Te sientes mal?
—Me siento extraña, no sé qué pensar.
—No pienses nada. Yo soy tu amiga y te quiero. No hay nada de malo en eso.
—No es fácil. Supongo que a ti te pasó lo mismo la primera vez.
—Lo importante es que no te sientas culpable.
—No creo. Fuiste muy linda conmigo ayer.
—Yo quiero ser clara contigo, María. Ayer sentí una ternura y una atracción por ti muy fuertes. No quiero dejar de verte. No te vayas a desaparecer. Estoy pasando por un período de soledad que ya no aguanto y tú llegaste como si hubieras caído del cielo. No quiero que lo que pasó entre nosotras sea una aventura de una noche.
—Yo también estoy muy sola.
—Quiero seguir viéndome contigo. Ir al cine juntas, cocinar, dormir… Si salimos con hombres nos contamos todo, como dos buenas amigas, como cómplices.
—Eres una persona muy dulce.
Sandra se sienta en la cama y pregunta:
—¿Tienes hambre? ¿Hacemos desayuno?
—Me comería un caballo. Además tengo una sed…
—Listo, ven y nos preparamos algo bien rico.
—¿Tienes mercado?
—Hay pan, huevos, y podemos hacer jugo de naranja y café con leche.
—Para qué más.
Durante el desayuno, María se da cuenta de que le gusta la compañía de Sandra, su informalidad, su desparpajo, que tanto le recuerda ese comportamiento sincero e inocente de los niños. Y nota también, sin proponérselo, la dimensión de su soledad, el aislamiento cruel y despiadado al que se ha visto sometida como consecuencia del peligroso trabajo que desempeñaba al lado de sus compañeros. Sandra conduce la conversación otra vez hacia el plano de la intimidad:
—¿Has estado enamorada?
—Más o menos —contesta María evasiva.
—Qué es esa respuesta. Sí o no.
—Creo que no.
—Querer ver a esa persona a toda hora, no podértela quitar de la cabeza, llenarte de celos si alguien se le acerca…
—¿Tú sí has querido así?
—A mi primer novio.
—Y qué pasó.
—Lo de siempre. Se fue con otra.
—¿Qué le hacía falta estando contigo?
—Los hombres son así, María. Pueden quererte y sentirse a gusto contigo, pero siempre están mirando a otras, deseando lo que no tienen, y el día menos pensado se van con la primera que aparezca.
—Cómo quedará uno.
—¿Nunca te ha pasado?
—No.
—Pero tú, ¿en qué planeta has estado?
—No es eso.
—Si fueras fea lo entendería. Pero a ti los hombres te deben caer como moscas.
—He tenido muchos problemas de plata. Soy huérfana y vengo de una familia humilde. Me crié en un internado hasta que terminé el bachillerato. Después tuve que salir a ganarme la vida y todo fue un infierno… Lo que yo quiero es entrar a la universidad, Sandra, y hasta ahora no he podido encontrar un trabajo que me permita estudiar y sostenerme. Me la he pasado en ésas…
—Me siento como un zapato.
—No lo tomes así.
—Tú llena de necesidades y yo desperdiciando todas las oportunidades del mundo. Y encima pensando en novios y en pendejadas. No es justo.
—Tampoco…
—Y si no tenías plata, ¿por qué conseguiste un apartamento costoso en un sitio como éstos?
—Lo pagaba la agencia, no yo —inventa María con rapidez—. Pero se aprovecharon de mí, abusaron, y por eso preferí renunciar y quedarme en la calle.
—Qué mierda. En todas partes son iguales. Terminan de desayunar, lavan los platos y arreglan la cocina entre las dos. María se viste, revisa que las llaves estén en el bolsillo del pantalón y dice suspirando, casi con resignación:
—Tengo que irme.
—Aquí te copié el teléfono y mi nombre completo —dice Sandra entregándole una hoja de papel—. Llámame esta noche para saber cómo te fue y para que me des los datos tuyos.
—Bueno.
—Y nos vemos mañana, ¿sí?
—¿Tienes clase?
—Salgo temprano. Podemos ir al cine y luego nos venimos para acá.
—Listo, hablamos por la noche.
Sandra la abraza y le da un beso fugaz en la boca. Le dice al oído:
—Te quiero mucho.
María esboza una sonrisa y sale del apartamento con la sensación de haber estado en otro mundo, como si en lugar de haber visitado a su vecina de al lado hubiera estado más bien en un continente remoto y desconocido, en un país con playas paradisíacas y paisajes amables y encantadores.
Al mediodía llama un taxi por teléfono, deja las llaves dentro de un sobre de correo y una nota en la portería para Pablo, y se muda con sus dos maletas al nuevo apartamento.
La modestia del lugar le agrada —una cocina pequeña, un baño, un comedor estrecho y una alcoba— y le indica que, en efecto, ha comenzado una etapa de redención en su vida. No hay lujos ni ostentación de dinero, pero siente que hay honestidad y que ése es el sitio que en verdad le corresponde. Abre las maletas y ordena la ropa en el armario. Luego coloca en el baño los útiles de aseo, se acerca a la ventana del comedor y se sienta en el suelo a mirar el cielo sin propósito alguno. Coge el teléfono y le avisa a Pablo que el apartamento está vacío y disponible. Le agradece su amabilidad y cuelga sin darle tiempo a preguntas o interrogatorios que no desea responder. Enseguida marca el número del padre Ernesto y le avisa que va a ir a visitarlo.
—Ven a eso de las cuatro. Viene mi sobrino, el pintor, y quiero que lo conozcas —le sugiere el sacerdote.
—Gracias.
—Te espero entonces.
Deja el teléfono en un rincón, se arregla el cabello en el espejo del baño y sale a la calle recordando los labios de Sandra y su voz murmurándole al oído: Te quiero mucho. Se dirige al barrio Siete de Agosto, compra un colchón, dos almohadas, dos sábanas, dos sobresábanas, cuatro fundas, tres cobijas de lana y dos cubrecamas de diseños geométricos. Una camioneta del mismo almacén la lleva con las compras hasta el apartamento. María ubica el colchón en el centro de la habitación y tiende la cama disfrutando del olor a nuevo de las sábanas y las cobijas.
—Me faltan las cortinas —dice en voz alta cuando termina—. Y una radio para no sentirme tan sola.
Mira el reloj y sale corriendo para llegar a tiempo a la cita con el padre Ernesto. El paso por el centro de la ciudad es lento, desesperante. El tráfico no avanza, algunos semáforos están fuera de servicio y, para rematar, varios sindicatos marchan protestando por la Carrera Séptima e impiden el flujo vehicular. María decide bajarse y continuar a pie. Cuando llega a la iglesia vuelve a mirar su reloj y las manecillas indican las cuatro y cinco. El sacerdote le abre la puerta, la abraza y le dice:
—Sigue, sigue.
La conduce hasta el estudio y le presenta a su sobrino Andrés.
—Es un gran pintor —comenta orgulloso el sacerdote—. Se ganó un premio nacional de pintura. Andrés la saluda sonriente y le estrecha la mano con fuerza. Ella percibe su mirada penetrante, aguda, como si la estuviera cortando con los ojos.
—Siéntense, por favor —les pide el padre Ernesto—. Los he citado aquí a los dos porque son las únicas personas a quienes quiero comunicarles una decisión definitiva que tomé esta semana.
—No me diga que se va de viaje ahora cuando más lo necesito —le dice María con el rostro compungido.
—No, María, yo te voy a ayudar ahora más que nunca. No es eso. Me retiré del sacerdocio y me voy a casar.
—¿Qué? —preguntan a dúo Andrés y María abriendo los ojos sorprendidos.
—Hace rato venía sintiendo cansancio y hastío de las instituciones eclesiásticas. Además, me enamoré de Irene, la joven que me ayuda aquí en la iglesia, y pienso casarme con ella y hacer una familia.
—Pues lo felicito, tío, y le deseo lo mejor.
—Yo también —dice María—. Usted se merece el cielo. Ambos se ponen de pie y abrazan al sacerdote. Él dice:
—Quiero invitarlos a comer esta noche a un buen restaurante. Para celebrar.
—Gracias —dicen María y Andrés.
—Vengan y les presento a Irene. De paso le comunicamos que nos vamos los cuatro a comer.
—Sí —dice María sonriente.
Caminando por el corredor, el padre Ernesto comenta:
—Vamos a un restaurante italiano que queda en la Séptima con Sesenta y Dos.
—¿Pozzetto? —pregunta Andrés.
—Sí, ése. La comida ahí es deliciosa.
Continúan caminando por el corredor hacia la cocina de la iglesia, y ninguno de los tres escucha unos ladridos que atraviesan el aire de la tarde, como si alguien acabara de liberar una jauría de perros enjaulados y los animales estuvieran corriendo por las calles y amenazando con sus dientes a los transeúntes asustados.