Sentado frente a su mesa de trabajo, el padre Ernesto ojea en su estudio los recortes de prensa que guarda en una carpeta estudiantil, archivados por años en una secuencia maldita y nefasta que cubre los dos últimos lustros. Se trata de una serie de artículos, de breves notas de periódico o de fotografías que le llaman la atención y que le indican la gradual descomposición del mundo. Con la mano derecha alza una de las hojas y se detiene en la foto de un muchacho de unos diecisiete años que mira a la cámara con cara de niño asustado mientras tres policías altos y corpulentos intentan esposarlo. El pie de la foto dice: «Tres revólveres, cinco cajas de municiones, un lanzador de cohetes y siete obuses de mortero fueron encontrados en la habitación de César Padilla, un estudiante de sexto bachillerato. Ante las preguntas de los investigadores, el joven Padilla afirmó: “Sólo quería estar preparado para cualquier eventualidad”.».
Unas hojas más adelante se detiene y lee: «De acuerdo con Amnistía Internacional, existe una cantidad cada vez mayor de gobiernos que están utilizando la tortura para conservar su poder y los militares están siendo transferidos a la policía como torturadores. En un largo informe, esta organización radicada en Londres informó que la práctica de la tortura se está internacionalizando. Un gobierno proporciona expertos, así como entrenamiento y sofisticados equipos de tortura, para ser utilizados en otros Estados. Las torturas comprenden violación sexual, ahogo, mutilación, disminución de las capacidades sensoriales y técnicas audiovisuales. Se sabe, por ejemplo, que los agentes de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) han entrenado y asistido a las fuerzas de policía de diversos países sudamericanos, suministrándoles instrumentos de tortura, especialmente material destinado a producir electroshocks en los testículos».
En la parte de abajo de la misma hoja, un despacho internacional de prensa reza: «La CIA acaba de ofrecer varios miles de dólares por el manual de tortura de los dominicos, comunidad religiosa que sobresalió durante varios siglos por su refinamiento tanto en la tortura física como en la psicológica».
El padre Ernesto pasa unas páginas más y se detiene en la fotografía de una muchacha rubia de dieciocho o diecinueve años que es conducida con las muñecas esposadas a una patrulla de policía. El rostro de la joven está tranquilo, reposado, en paz. Al lado de la foto, la redacción del periódico explica: «La adolescente Carmen Romero mantuvo a sus padres maniatados y a pan y agua durante catorce días en el sótano de la casa donde convivían los tres. En el último minuto, cuando escuchó la llegada de varios agentes de la policía, Carmen estranguló a sus progenitores con sus propias manos. Los cadáveres mostraban magulladuras, quemaduras y fracturas tanto en las extremidades superiores como en las inferiores, lo cual comprueba que la pareja fue brutalmente torturada por su propia hija en el transcurso de las dos semanas de su retención. Al escuchar que uno de los uniformados, impresionado por la escena, comentaba “esto es una locura”, Carmen Romero rompió su silencio y aseguró: “Los locos eran ellos, no yo. Mi padre empezó a violarme desde niña con la complicidad de mi mamá. Lo permitió sin decir nada. Muchas veces él me sometió a golpes y a patadas, y ella nunca me protegió, nunca impidió las agresiones. Ellos sufrieron dos semanas. Yo sufrí por más de diez años”».
En otro recorte, en letras de molde, aparece la siguiente noticia: «La enfermera Conchita Rubio fue detenida en la casa geriátrica El Abuelo Feliz por haber envenenado a más de catorce ancianos. Al ser interrogada por este diario, la enfermera se defendió argumentando que lo había hecho por compasión, conmovida por la triste situación de los pacientes. “La mayoría de ellos se la pasan llorando, extrañando a sus hijos y a sus nietos. Me pareció que la muerte era una salida decente para ellos”, dijo la señora Rubio».
En la última hoja el sacerdote reconoce su propia letra. Es una cita de Louis J. Halle copiada a mano con el pulso tembloroso: «Preveo la extensión de un continuo desorden, con su acompañamiento de inhumanidad y su tendencia hacia una bestialidad creciente. Preveo la barbarie.».
El padre Ernesto se acerca a la biblioteca y extrae dos libros de uno de los anaqueles: El enigma de las brujas, de Fray Leopoldo Santos y Las huestes de Satán, de Ezequiel Bautista. Los lleva hasta el escritorio y busca en el primero de ellos los procesos de hechicería correspondientes a la zona de Carcassonne, Toulouse, entre 1330 y 1340. Según recuerda el sacerdote, varias de las hechiceras capturadas exponen allí en sus declaraciones el triunfo seguro de Satanás y su reinado definitivo sobre el planeta. En efecto, en el capítulo IV, Fray Leopoldo Santos transcribe páginas enteras de los documentos originales. Vigilando los renglones con atención exagerada, el padre Ernesto da por fin con uno de los apartados deseados:
Ana María de Georgel ha manifestado a continuación que, durante el largo transcurso de los años pasados desde su posesión hasta su encarcelamiento, no ha dejado de hacer mal y de darse a prácticas abominables, sin que le detuviera el temor de Nuestro Señor. Así, cocía en calderas, sobre un fuego maldito, hierbas envenenadas, sustancias extraídas bien de los animales, bien de cuerpos humanos, que, por una profanación horrible, iba a levantar del reposo de la tierra santa de los cementerios, para servirse de ellos en sus encantamientos; merodeaba durante la noche alrededor de las horcas patibularias, sea para quitar jirones de las vestiduras de los ahorcados, sea para robar la cuerda que los colgaba, o para apoderarse de sus cabellos, uñas o grasa.
Interrogada acerca del símbolo de los Apóstoles y acerca de la creencia que todo fiel debe a nuestra Santa Religión, ha respondido, como hija verdadera de Satanás, que existía una completa igualdad entre Dios y el Diablo, que el primero era el rey del Cielo y el segundo de la Tierra; que todas las almas que éste llegaba a seducir estaban perdidas para el Altísimo, y que vivían a perpetuidad en la Tierra, pasando de un cuerpo a otro a través de los siglos, dañando, maltratando, corrompiendo y haciendo sufrir alas otras almas atormentadas. Al preguntársele dónde quedaba entonces el Infierno, la bruja respondió que la Tierra y el Infierno eran una misma cosa: lugar de padecimiento y de dolor, rincón de desdicha, paraje de infortunio, recinto de desgracia y de miseria.
El padre Ernesto siente las frases como cuchillos, como vidrios cortantes que le abren el pensamiento. Las palabras de la mujer se ajustan a la perfección a las sensaciones que lo vienen invadiendo desde semanas atrás y que le han impedido vivir con tranquilidad y desempeñar cabalmente sus funciones como sacerdote. El triunfo del mal. ¿Por qué no? ¿No bastaba una caminata por la ciudad para darse uno cuenta de que estaba deambulando por entre círculos infernales? ¿No eran los rostros de los mendigos, de los locos, de los solitarios, de los prisioneros, de los suicidas, de los asesinos, de los terroristas, de los hambrientos, testimonios abiertos del reino de las sombras? Recinto de desgracia y de miseria. Sí, así era, sin duda.
Cambia de libro y busca en el texto de Bautista una confesión que se refiere a una extraña obra perseguida por el Santo Oficio, y cuyo título (De tribus impostoribus) fue consignado como una de las peores herejías de la antigüedad. Los tres impostores hace alusión a una hipótesis según la cual la humanidad ha sido engañada por tres grandes mentirosos o embaucadores: Moisés, Jesús y Mahoma. Tres nombres que terminaron siendo los pilares de tres grandes falacias. Tres obras de teatro que escondieron una realidad oculta: el reinado de Satán, el gobierno cada vez más cerrado del Príncipe de las Tinieblas. La cita que trae a colación el autor lo deja absorto. Se trata de una campesina suiza, detenida por la Inquisición, que increpa a sus captores desde los sótanos de una iglesia donde la conducen para interrogarla:
—Cristo no es más que uno de los tres grandes impostores que han engañado a los ingenuos e ignorantes. ¿Es que acaso no se dan cuenta de lo que sucede a su alrededor? Belcebú es nuestro señor, nuestro rey, nuestro dueño. Si ahora están ciegos, con el paso de los años se les aclarará la vista. Y si ustedes no pueden ver con claridad, les aseguro que sus bisnietos y tataranietos sí lo harán. El hombre será el peor enemigo del hombre. Hambrunas, pestes y guerras azotarán cada uno de los rincones del planeta. Nadie se apiadará de nadie. Cada quien buscará sólo su propio beneficio. Entonces la angustia y la consternación acabarán con toda esperanza, y se sabrá con certeza quién es el amo y el triunfador de esta gran batalla.
La profecía es impecable, perfecta, piensa el padre Ernesto mientras cierra el libro y se acerca a la ventana.
—La batalla la perdimos hace rato. Ya no hay redención posible —se dice en voz alta para sí mismo.
Toma aire y respira con resignación, consulta su reloj de pulsera y se prepara para acudir a la cita con el padre Darío de Brigard. Antes de salir introduce unos folios en uno de los bolsillos de su maletín, se cierra la chaqueta para protegerse del frío que baja de las montañas y sale a la calle con paso apresurado y enérgico.
Camina hacia el centro de la ciudad con la cabeza atiborrada de ideas, ensimismado, sin percibir la gente y los carros que se confunden a su alrededor en un desorden inexplicable. El triunfo del mal. ¿Por qué no? La destrucción del planeta, el capitalismo salvaje, la xenofobia acelerada… Incluso pensando en los mismos jerarcas de la Iglesia que intentaron extirpar los aquelarres y los vínculos demoníacos de una sociedad sofocada y en crisis permanente, la hipótesis de una maldad creciente se confirmaba. Porque la Inquisición y el Santo Oficio, ¿qué habían sido sino organismos criminales y asesinos? Potros de tormento, herrajes, cuerdas, cuchillos y máquinas abominables eran las pruebas fehacientes de una Iglesia enferma y delirante que seguía promoviendo la crueldad y la violencia en aras de una moralidad inexistente. Una Iglesia cuya misoginia saltaba a la vista cuando decretaba aquello de «por un hombre diez mil mujeres», refiriéndose al hecho de que por cada varón que tuvieran que sacrificar o torturar, asesinarían o maltratarían a diez mil mujeres. ¿Por qué? Porque ellas eran las lujuriosas y concupiscentes, las que buscaban a toda costa el sexo y la satisfacción de sus cuerpos. La vieja historia del puñado de célibes que le tienen pánico al clítoris y sueñan con extirparlo y hacerlo desaparecer. No había dos bandos opuestos, los buenos y los malos, sino sólo un grupo compacto cerrando filas en torno al odio, la sevicia y la monstruosidad. El triunfo total y pleno de la maldad. No era una suposición tan absurda. Dios mío, ¿qué fue lo que hice con mi vida todos estos arios?, monologa el sacerdote para sus adentros. Si yo nunca me sentí a gusto en la Institución, si siempre tuve problemas y detesté la cobardía, la hipocresía y la doble moral de los demás clérigos, ¿por qué no me retiré a tiempo? ¿Por qué no escuché los gritos de libertad que emitía mi propio cuerpo? ¿Por qué? Y ya en pleno corazón de Bogotá, caminando por la Carrera Séptima, continúa pensando: Me queda frene, aún puedo recomponer el camino. Me lanzaré a la vida con los brazos abiertos. Voy a dejar de esconderme y de sentir vergüenza por aquello que debería más bien enorgullecerme. Ella se merece lo mejor de mí. Y si todo esto llega a ser un error, no me importa; vivir intensamente nunca será un motivo de arrepentimiento.
Así, seguro de su renuncia irrevocable y de los anhelos que tiene de cambiar definitivamente su vida, el padre Ernesto sube las escaleras de la universidad donde el padre De Brigard dicta la cátedra de Teología para los seminaristas avanzados, y llega a una oficina amplia y confortable en la que una secretaria joven y bien maquillada lo anuncia y le da la señal para que abra la puerta e ingrese al recinto donde lo espera, con una sonrisa fingida, el alto prelado.
—Sigue, Ernesto, entra —dice un hombre de estatura media y ojos hundidos, gordinflón, con una calvicie desértica y una papada perruna colgándole por fuera del cuello de la camisa.
—Buenos días, padre De Brigard.
—Siéntate.
—Gracias.
Los muebles de cuero, la biblioteca de madera de cedro y el tapete grueso dan una atmósfera de lujo y opulencia a la oficina.
—¿Cómo van las cosas en tu parroquia?
—Ahí, padre, más o menos.
—¿Problemas?
—Usted sabe, nunca faltan.
—Algo he oído, sí.
—La comunidad está conmocionada con lo del hombre que asesinó a su familia.
—No es para menos.
—La gente está nerviosa, asustada.
El padre De Brigard asiente y la papada se infla y se desinfla según los movimientos de su cabeza. Mirándolo en detalle no parece un mamífero abultado, sino un reptil en el momento de la digestión, una enorme serpiente luego de haberse engullido un ternero entero.
—¿Quieres tomar algo? —pregunta el ofidio con ademanes amanerados.
—No, gracias.
Una luz tenue y delicada atraviesa el follaje de unos eucaliptos enormes y entra por la ventana iluminando los volúmenes encuadernados de la biblioteca. Afuera, las voces de los estudiantes se escuchan lejanas y distantes, como huellas remotas de un mundo en proceso de extinción. La boa se estira y agudiza la mirada.
—Te hice venir, Ernesto, porque leí tu informe sobre la muchacha posesa y quiero hacerte unas preguntas antes de pedir una intervención del Vaticano.
—Dígame, padre —dice el sacerdote recordando la última escena en el cuarto de la chica, suprimida por supuesto en el informe.
—Tú describes el estado de la joven a la perfección, los estados de trance, los ataques, los olores y demás cosas. Pero no sugieres ni tomas partido. No opinas nada, pareces ausente del problema.
—Es difícil, padre.
—Claro que es difícil, Ernesto, pero es tu deber ayudarnos a tomar la decisión correcta. No olvides que sólo tú la has visitado, sólo tú has estado presente en su habitación, viéndola, hablando con ella. Tu opinión es de máxima importancia.
—Sí, padre, entiendo. Yo me limité a describir lo mejor que pude la situación y no me atreví a insinuar nada porque yo no soy un experto en estos asuntos. Para eso están los peritos y las autoridades del Vaticano.
—Aquí entre nosotros dime la verdad, ¿tú crees que es un caso auténtico de posesión?
—No estoy seguro, padre. Lo que sí creo es que no se trata de un trastorno psiquiátrico corriente, como esquizofrenia o personalidad múltiple. No, hay una fuerza extraña y muy poderosa dentro de esa joven.
—No hay constancia de que haya hablado en arameo, la lengua del Maligno.
—No, señor.
—Tú sabes lo reticente que está el Vaticano a casos de posesión y cuestiones semejantes. El Papa se ha enfrentado personalmente y en varias ocasiones a una joven italiana que ya cumple siete años de tener al Demonio dentro de ella, y ha salido perdedor de todos los exorcismos. Incluso se rumorea que sus dolencias físicas y su deterioro mental son la prueba del poder incalculable de Satanás. Tú lo sabes.
—He oído los comentarios, sí.
—No quieren oír hablar de demonios ni exorcismos. Si no estamos ciento por ciento seguros es mejor dejar las cosas como están y sugerirle a la madre un tratamiento psiquiátrico en una clínica especializada.
—Lo que usted ordene.
—Creo que es lo mejor.
—Está en sus manos, padre.
—Yo mismo me encargaré de comunicarle a esta señora la decisión. Tú despreocúpate, suficientes problemas has tenido últimamente.
—Por cierto, padre, quiero aprovechar esta entrevista para comentarle que pienso abandonar el sacerdocio.
—¿Cómo dices?
—Lo he venido pensando con calma y me parece que lo más correcto es retirarme.
—¿Estás hablando en serio?
El padre Ernesto abre su maletín y saca de uno de los bolsillos laterales unas hojas mecanografiadas. Se las entrega a la víbora y explica:
—Ahí está la carta donde expongo mi situación. Estoy seguro de que no estoy pasando por una crisis, se trata de un conflicto más severo y complejo.
—¿Tiene que ver con el caso que estamos comentando, Ernesto?
—Pienso llevar una vida normal, como la de todo el mundo. Quiero casarme, tener hijos y hacer una familia.
—Te veo muy seguro.
—Lo he pensado con calma, sin afanarme.
—Qué quieres que te diga…
—Gracias por todo, padre De Brigard. Lo que sí le agradecería es que envíe a alguien para reemplazarme mientras nombran un sacerdote definitivo. No me siento autorizado ya para ejercer este cargo. Me sentiría engañando a la gente.
—Yo lo arreglo, no te preocupes. La verdad es que todo esto es tan intempestivo… Estoy sin palabras.
—No le quito más tiempo, padre. Sé que es una persona muy ocupada.
El padre Ernesto se pone de pie, le estrecha la mano al cocodrilo palpando su piel húmeda y fría, y sale de la oficina con una sonrisa de plenitud entre los labios. Esto debí hacerlo hace muchos años, se dice mentalmente. Y mientras baja las escaleras de la universidad, una impresión de ligereza se apodera de su cuerpo, una sensación de liviandad, como si hubiera bajado de peso durante la entrevista, como si hubiera dejado allá arriba, en la oficina del padre Darío De Brigard, una carga fastidiosa y extenuante.
Con sus objetos personales empacados en dos maletas grandes y lustrosas, María observa el apartamento con detenimiento. Se siente despidiéndose de un pasado que la avergüenza y la deprime.
—Mañana empezaré una nueva vida —dice en voz alta acercándose al baño y mirándose en el espejo.
Camina hasta la cocina, descorcha una botella barata de vino tinto californiano y se bebe un par de tragos directamente, sin copa ni vaso de por medio. El alcohol le refresca la garganta y le produce un suave ardor en el estómago. Por un momento piensa en llamar a Pablo, pero descarta la idea diciéndose que no vale la pena, que él es parte de ese pasado del cual quiere alejarse, que es mejor dejar las cosas tal y como están. Dos tragos más la hacen sonreír y le dejan el cuerpo relajado, laxo, sin tensiones musculares. Mira por la ventana de la cocina y se queda inmóvil contemplando los automóviles que cruzan veloces por la avenida. El timbre del apartamento la hace pegar un salto y la deja asustada, nerviosa, con el corazón latiéndole en las sienes. Pone la botella sobre la ‘estufa, muy cerca del lavaplatos, y abre la puerta con una mezcla de disgusto y curiosidad. Una muchacha de dieciocho o diecinueve años, de cabello liso hasta la mitad de la espalda, cejas arqueadas y ojos felinos, la contempla azorada sin saber muy bien qué decir.
—¿Sí? —pregunta María con algo de indiferencia en el tono de su voz.
—Hola, soy Sandra, tu vecina del 205.
—¿Qué tal?
—Qué pena molestarte. Creo que dejé las llaves adentro y quisiera pedirte permiso para pasar por tu terraza.
La expresión de la chica revela turbación y desconcierto. María siente de pronto una ráfaga de solidaridad y comprensión.
—Claro, sigue —y se hace a un lado para que la joven pueda entrar.
—Gracias.
Cierra la puerta y pregunta:
—¿Tienes abierto? Si no, te toca romper el vidrio.
—Yo sí creo. Casi siempre dejo sin seguro.
Salen a la terraza y Sandra, con agilidad sorprendente, trepa sobre un banco de madera que está atornillado sólidamente a los baldosines del piso, alcanza el borde del muro y hace fuerza con los brazos hasta lograr subir una pierna y quedar a caballo sobre la pared de ladrillo, con medio cuerpo de un lado y medio del otro. María sonríe al verla como si fuera un muchacho travieso, un pequeño diablillo revoltoso y alocado. Sandra le regresa la sonrisa y pregunta:
—¿Estás esperando a alguien?
—No.
—¿Tienes algo que hacer?
—Nada, ¿por qué?
—Ven y nos tomamos una cerveza.
—Tengo una botella de vino —dice María sin dejar de sonreír.
—Listo, doy la vuelta y te abro.
—Okey.
Unos minutos más tarde se encuentran en la entrada del apartamento de Sandra. María lleva la botella de vino en una mano y las llaves en la otra.
—Entra —dice la joven abriendo un brazo hacia el corredor.
—Gracias —responde María dando dos pasos y contemplando los cuadros, los muebles y la buena calidad de los tapetes que decoran la entrada y la sala-comedor. La puerta se cierra y Sandra le indica un sofá que colinda con la salida a la terraza.
—Siéntate, voy por un par de copas.
—¿Sí estaba sin seguro? —pregunta María tomando asiento y guardando las llaves en uno de sus bolsillos.
—Sí, abrí facilísimo.
—Es peligroso dejar esa puerta así, te pueden robar en cualquier momento.
—Sí, tengo que tener más cuidado —dice Sandra apareciendo con las dos copas y sentándose en el sofá junto a María. María sirve el vino y levanta su copa hasta hacerla chocar con la de Sandra.
—Por el placer de conocerte —dice saboreando el licor.
—Lo mismo digo —responde Sandra bebiendo de su copa con avidez.
Por un segundo las dos se miran a los ojos con regocijo, contentas de haberse tropezado casualmente y disfrutando de una empatía incipiente que las obliga a estrechar los lazos de una posible amistad. Sin dejar la copa sobre la mesita de la sala, más bien apretándola con fuerza, como aferrándose a ella con una convicción exagerada, Sandra comenta:
—Lástima que el placer dure tan poco.
—¿A qué te refieres?
—Vi las maletas en tu apartamento.
—Me voy mañana —dice María asintiendo con la cabeza.
—¿Y eso?
—Conseguí algo más barato. Tengo que ahorrar.
—¿Por aquí cerca?
—No, en Teusaquillo.
—En qué trabajas.
—Trabajaba, en pasado. Era modelo.
—¿Era?
—Me quedé sin empleo y no va a ser fácil conseguir puesto otra vez. Hay mucha competencia.
—Y qué piensas hacer.
—Quisiera entrar a la universidad. No sé si me alcance la plata.
—¿Y tus papás no te ayudan?
—Soy huérfana.
—Lo siento, no sabía.
—Fue hace mucho… Y tú, ¿qué haces?
—Soy un desastre, no sirvo para nada.
—Por qué —dice María sonriéndose ante la súbita sinceridad de su interlocutora.
—Estudio Comunicación Social y ya perdí dos semestres por falta de asistencia a clases. Me aburro, no puedo con los profesores.
—De pronto ésa no es tu carrera.
—Yo quería estudiar Bellas Artes y mi familia no me dejó. Que de qué iba a vivir, que eso no era una profesión… Me hicieron la vida imposible.
Mientras conversan las dos jóvenes, una claridad lunar las alumbra desde el cielo de la terraza, una luz blanca que atraviesa la ventana y que se impone sobre las luces amarillas del interior del apartamento. Ninguna de las dos es consciente de ese resplandor que las estrecha en una misma zona energética. Siguen bebiendo de sus copas pausadamente, sincronizando sus ritmos sin percibir la realidad que hay a su alrededor.
—Qué injusticia —continúa Sandra—, tú sin dinero para estudiar y yo desperdiciando todo lo que tengo.
—Estás estudiando obligada lo que no te gusta.
—Mejor cambiemos de tema.
—¿Vives aquí sola? —pregunta María aceptando la propuesta.
—Sí.
—¿Y tienes novio?
—Otro desastre. Vamos de mal en peor.
—Por qué, cuéntame —dice María divertida.
—Ah, no sé, mis relaciones han sido fatales. Los hombres me parecen hipócritas, inseguros, machistas, prepotentes; últimamente no los soporto.
—Ya somos dos.
—¿Dos? Somos millones… —se queda en suspenso dándose cuenta de que no sabe el nombre de su nueva amiga.
—María.
—No me habías dicho tu nombre.
—No, no sé por qué.
—Te venía diciendo que somos millones, María —sigue hablando Sandra con entusiasmo—, todas estamos hasta la coronilla de la inmadurez y la altanería de esos fulanos. Es que no los necesitamos ni siquiera para tener hijos. Vamos a un banco de semen y elegimos la altura, el color de la piel, el coeficiente intelectual, todo. Que se vayan a la mierda con sus poses de superioridad y sus gestos de macho trasnochado.
—Tienes toda la razón.
—Nuestras abuelas y nuestras mamás los aguantaron porque en ese tiempo las mujeres no estudiaban ni podían trabajar, y los necesitaban para sostener a la familia. Pero la historia ya cambió. Nosotras no tenemos por qué sufrir las mismas humillaciones. Las esclavas se rebelaron hace rato. Que se jodan.
Sandra se levanta y se acerca al equipo de sonido. La voz de Caetano Veloso inunda de pronto el aire y alegra el ambiente con sus melodías pausadas y los acordes rítmicos de su guitarra. La música hace la atmósfera más acogedora, más íntima, como si alguien hubiera encendido el fuego de una chimenea y salir al frío del exterior fuera una situación angustiante y enojosa.
—Y tú, María, ¿tienes novio?
—No, qué va.
—¿Y eso?
—Me ha ido muy mal. Me pasa lo mismo que a ti: desconfío de ellos, recelo, es como si fueran enemigos.
—Traicionan, mienten, agreden, son una mierda completa.
—He sufrido mucho con ellos.
—Nosotras somos más leales, más ingenuas, nos entregamos de verdad.
—Y no agredimos como ellos.
—Además, aquí entre mujeres podemos decirnos la verdad: sexualmente son un desastre.
Sueltan una carcajada y chocan las copas con alegría. María se divierte viendo el desparpajo y la irreverencia juguetona de Sandra, quien remata diciendo:
—Si no son impotentes, son eyaculadores precoces.
Se sirven el último trago de vino y se miran a los ojos felices, radiantes, como dos viejas amigas que acabaran de encontrarse después de muchos años de estar alejadas e incomunicadas. María pregunta:
—¿Sabes qué me disgusta?
—Qué.
—Su brusquedad, sus apretones ordinarios y de mal gusto.
—Son animales, María, no tienen finura ni delicadeza. Nosotras somos más sensibles que ellos.
—Sólo quieren poseer, tener, agarrar. Dan asco…
—No tienen ni idea de lo que es una mujer, del placer que nos causa una frase dulce. Son bestias copulando en un corral.
—Por qué no podrán ser tiernos…
—Y qué tal cuando ya terminan y se recuestan en la cama cansados, pensando en su propio placer y en su propia satisfacción… Son mezquinos, ególatras, no les importa si nosotras disfrutamos o no, si la pasamos bien, no se preguntan cómo nos estamos sintiendo. Creen que ya cumplieron con su deber de machos. Son incapaces de un abrazo, de un beso o de un gesto de cariño.
—Leí en una revista que hay mujeres casadas que nunca han sentido un orgasmo.
—Eso es más común de lo que pensamos.
—Increíble. Qué vida es ésa.
—La que llevan millones de mujeres en el mundo. Humilladas, sometidas, amenazadas. Sandra se levanta, va hasta la cocina y abre la nevera de par en par. Levanta la voz para que María alcance a escuchar lo que dice:
—Nos toca tomar cerveza. No tengo más.
—Rico —grita María a manera de respuesta.
Sandra regresa a la sala con dos latas de cerveza. Esta vez beben más rápido, apresurándose, como si quisieran borrar de sus cabezas las imágenes de esos hombres malvados, ignorantes y pésimos amantes.
—¿Cuántos años tienes? —pregunta Sandra.
—Diecinueve. ¿Y tú?
—Veinte.
—Somos casi de la misma edad.
—¿Me vas a dejar tu teléfono y tu dirección?
—Pues claro.
—Y vas a venir a verme a menudo…
—Obvio. No tengo más amigas —afirma María con sinceridad.
—¿No?
—Sólo tú.
Sandra vuelve a la cocina y trae otras dos cervezas. Propone con ojos traviesos e inquietos:
—Tomémonos ésta de una sola vez, sin pausas.
—Dame la mía —dice María poniéndose de pie y aceptando el ofrecimiento.
En pocos segundos terminan las dos cervezas y se ríen con pequeñas manchas de espuma escurriéndoles por las comisuras de los labios. En un momento dado, sin previo aviso, Sandra la abraza, le pasa la mano por la cabeza acariciándole el cabello, y la besa en la boca con suavidad, introduciéndole la lengua de una manera casi imperceptible. En un principio María siente miedo, ganas de salir corriendo, pero es más fuerte el deseo que le inspira su nueva amiga, las ganas de estar a su lado compartiendo su soledad y su desamparo. Caen al tapete y las caricias de Sandra se multiplican y se hacen más intensas, pero siempre sin violentarla, rozándola y besándola como si sus manos y su boca estuvieran hechas de humo. María gime excitada y agradece para sus adentros la forma vaporosa y evanescente como esos dedos la desnudan y la tocan sin maltratarla, la miman sin agredirla, la consienten sin abalanzarse sobre ella ni asaltarla. Siente su cuerpo calentarse desde adentro, como si lo estuvieran llenando de un líquido hirviendo que lentamente empezara a irrigar sus venas y sus arterias.
—Qué linda eres, María.
No puede más y estalla en una convulsión eléctrica que arranca desde el clítoris y le atraviesa la columna vertebral hasta la nuca y la cabeza. Poco después su cuerpo flota en el aire como una brizna de polvo que se negara a aceptar las leyes de la gravedad. Y lo mejor de todo es que no se siente culpable ni pecaminosa. No siente que haya cometido una falta grave o una infracción. Piensa que la dulzura de Sandra no puede ser un descuido, una deficiencia o un defecto. Lo contrario, es un don, un regalo, una dádiva que le ha sido enviada desde el cielo. Con los ojos cerrados todavía, María se abraza a ella con fuerza y respira el aroma de su cuerpo atlético y juvenil, como si temiera perderla, como si estuviera a punto de caerse en un abismo y ella fuera la única posibilidad de mantenerse en equilibrio y con vida.
Recostado en un sillón de su estudio, Andrés ojea catorce láminas de cuadros de Gauguin que vienen empastadas en un delgado ejemplar. Le gusta la fuerza de ese pintor, sus colores, su crítica radical a la sociedad occidental. Pasa las hojas y se detiene en un óleo de 1896: Autorretrato o En el Gólgota. Gauguin se pinta como un Cristo atormentado, pero su mirada, en lugar de ser bondadosa y gentil, es dura, cruel, llena de resentimiento. Esos ojos arqueados en una expresión salvaje le confieren al rostro una apariencia animal, de mastín, como si el artista estuviera justo a medio camino entre Jesús y un ataque de licantropía. Es un Mesías-lobo que nos mira desde la oscuridad, rígido, tenso, a punto de saltar sobre nosotros para atacarnos a dentelladas. El elegido ha sido sacrificado, sí, pero no adopta la posición de víctima, sino que se fortalece durante el sacrificio, tiembla todo su ser y lo prepara para soportar el sufrimiento. Al pintor le parece una actitud magnífica, arrogante, de alguien que no está acostumbrado a arrodillarse frente a los demás. El lienzo es la inmolación de un Cristo pagano, de un Jesús guerrero, corpulento y hercúleo. Los valores que se enaltecen en la imagen no son los de la humildad y la obediencia, sino los de la firmeza de carácter y la reciedumbre.
Camina hasta la biblioteca y abre el diario de Gauguin, Noa-Noa, más o menos por la misma época del autorretrato. Mientras pasa las hojas recuerda la influencia de ese libro sobre Picasso, la manera como condujo al español al primitivismo y al arte africano. Se detiene en unas líneas que ilustran lo que está buscando: Quiero acabar mi vida aquí, en la absoluta quietud de mi cabaña. Ah sí, soy un gran delincuente. ¿Y qué? Más adelante, Andrés vuelve a detenerse: ¿Qué me ha dejado esto? Una completa derrota, enemigos y nada más. La mala suerte me persigue incesantemente desde que vivo; cuanto más avanzo tanto más me hundo. El exilio y la soledad como única posibilidad de mantener intacta la dignidad personal. Un Mesías sin rebaño, sin discípulos ni muchedumbres que lo admiren y lo aplaudan. Tarde o temprano el artista renuncia y se aleja para reencontrar aquella parte de sí que la sociedad le impide apreciar y reconocer. El pintor como un lobo que se separa de la manada para enfrentarse y poner a prueba sus más altas cualidades animales. Al fin y al cabo, piensa Andrés, ¿no era la sociedad decimonónica un incipiente gentío de superfluos que empezaba ya a alabar las poses triviales de unos pseudoartistas con ínfulas de grandeza? Esa actitud ligera que tanto auge tendría en el arte a lo largo del siglo XX, ¿no la había padecido Gauguin ya desde el mismo momento en que había decidido largarse a vivir con sus indígenas en las islas de los Mares del Sur? Y, como si llegara a reforzar sus ideas, Andrés se tropieza con el siguiente párrafo: Esta terrible sociedad que permite el triunfo de los mediocres a costa de los grandes, y que no obstante tenemos que tolerar, es nuestro verdadero Calvario. En efecto, ahí está la clave del autorretrato: la ira del pintor al tener que sacrificar su talento y su grandeza para que un pequeño grupillo de anodinos e insignificantes ineptos alcance las cimas del prestigio y la respetabilidad en medio de un público miope e ignorante. Qué vulgaridad y qué bajeza. Lo peor del asunto, piensa Andrés, es que la situación es ahora más grave que en la época del francés. Los medios masivos de comunicación, el dinero, los marchantes para quienes una tela es sólo una transacción comercial, las relaciones públicas, la ley del mercado…
—Qué arte ni qué arte —dice Andrés cerrando el diario—, lo que existe hoy en día es basura bien dosificada que se le arroja a una piara de cerdos.
De repente sus meditaciones se ven interrumpidas por el recuerdo de Angélica. No puede controlarse, se acerca al teléfono y marca el número de su casa. Ella misma levanta el auricular y pregunta:
—Aló, ¿con quién hablo?
Andrés espera dos segundos y dice:
—Quihubo, con Andrés.
—Ah, eres tú.
—Lo dices en un tono…
—En qué quedamos, Andrés.
—Puedo llamarte en plan de amigos.
—Tú sabes que eso no funciona.
—Por qué no.
—Tal vez después, en un tiempo, cuando ya no sintamos nada.
—Me hace falta saber de ti.
—Andrés, por favor.
—Qué.
—No empecemos, ¿sí?
—Qué tiene de malo sentir afecto por alguien. No veo por qué pretendes que yo me sienta mal por eso.
—Ése es tu problema. Yo estoy exigiendo un derecho a mi privacidad y a mi independencia.
—Conversar conmigo no te hace perder independencia.
—No puedes obligar a la gente a que haga lo que tú quieras.
—No exageres.
—Lo digo en serio. No puedes ir por ahí imponiéndole tu presencia a los demás con el argumento de que sencillamente te da la gana y punto.
—Yo sólo quiero saber cómo estás. No dramaticemos más.
—Mira, Andrés, estoy bien, estoy asistiendo a mis tratamientos, y así será por mucho tiempo. Lo que quiero que entiendas es que no me gusta sentirme presionada. No quiero hablar contigo, y estoy en todo el derecho de alejarme de ti.
—Es que…
—Cuando tú exigiste tu libertad yo no estuve ahí dándote lata. Entendí y me retiré. Así que hazme el favor de respetarme. No me vuelvas a llamar.
—¿Tienes a alguien?
—¿De qué me estás hablando?
—Estás saliendo con alguien, estoy seguro.
—Y si así fuera qué, estoy en todo el derecho.
—Todo este tiempo has tenido otras relaciones y no has sido capaz de decirme nada.
—Yo no tengo ningún compromiso contigo.
—Siempre tuviste otras relaciones, callada, sin hablar del asunto, y yo como un imbécil convencido de que era el único.
—Si llamaste para hacer una escenita de celos, te equivocaste, es un poco tarde para eso.
—Eres promiscua y mitómana.
—Al fin en qué quedamos: ¿me amas y estás preocupado por mí, o me detestas y estás esperando cualquier oportunidad para insultarme y ofenderme?
Andrés siente que una ira sorda se va apoderando de él, que ha llegado el momento de decirle ciertas verdades a esta muchachita engreída y arrogante. Eleva el tono de la voz en el teléfono:
—¿Tú crees que todo el mundo es estúpido, que puedes engañar a los demás con tus mentiritas adolescentes?
—Ahora la pose es de hombre engañado…
—Mientes aquí, mientes allá, y vas manipulando a los hombres que se acercan a ti como si estuvieras vengándote de algo que te hicieron en el pasado. A ver, por primera vez en tu vida di la verdad, ¿qué fue lo que te hicimos, quién te maltrató cuando estabas pequeña?
—Estás completamente loco —la voz de Angélica está alterada, temblorosa, ha perdido su aplomo inicial.
—¿Cuál es el odio que tienes contra nosotros?
—Estás delirando.
—Engañas y dominas para después ver al otro sufriendo, angustiado, llorando, implorándote. Entonces te sientes poderosa, dueña de la situación, y tu ego se alimenta con el dolor del otro. Eres una alimaña asquerosa, un bicho repugnante.
—No más…
—La primera vez que no te funcionó tu estrategia de destrucción fue conmigo. Te cogió por sorpresa que yo quisiera irme, que tuviera una base sólida y que no me descompusiera afectivamente. En un comienzo creí que tu tristeza y tu amargura eran auténticas, por mí. Ahora entiendo que no, que era el ataque de una ególatra que no puede controlar la situación. Te estabas castigando por no ser lo suficientemente fuerte como para desgastarme y arruinarme.
—No es así…
—Tú sólo sabes someter y esclavizar al otro, nada más. Crees que las relaciones afectivas son un campo de batalla donde hay que reducir y subyugar a quien te quiere con sinceridad.
—Estás equivocado…
—¿De qué te proteges con tanto cuidado? ¿A qué le tienes tanto miedo?
—Por favor…
—En el fondo me das pena, no tienes la culpa de lo que haces porque no te entiendes, porque no sabes las razones que te impulsan a actuar así.
—Ya… —la voz se ahoga, se desvanece para darle campo a un llanto apagado y silencioso.
—Necesitas ayuda, Angélica. Porque el dolor que le causas a los otros no es nada comparado con el dolor que te causas a ti misma. Tú eres la única derrotada en toda esta historia.
—Andrés…
—Y estás equivocada si piensas que voy a arrodillarme y que voy a arrastrarme por el suelo suplicándote para que hables conmigo. Sólo quería estar a tu lado, ayudarte, acompañarte como un buen amigo, porque yo sí te quise con el corazón, sin engaños. Si después me alejé fue por otras razones.
—Andrés…
—Así que quédate sola con tus mentiras y rodeada por unos amantes que en el futuro serán tus esclavos y tus víctimas.
—Espera…
—Tú no soportas el amor. Eres un animal de presa. Necesitas carne donde hincar los dientes, sangre caliente, aullidos.
—No…
—Afila tus garras para la siguiente liebre.
—Déjame decirte algo…
—No vas a volver a saber de mí. No pienso entrar en tu juego. Ya veré cómo soluciono mis problemas. Tú regrésate al reino de las bestias, que es adonde perteneces. Adiós.
Andrés tira el teléfono con fuerza, sin titubeos, y siente un alivio inmenso en el pecho y en la columna vertebral, desde la nuca hasta el coxis, como si le acabaran de extirpar un tumor maligno que le impidiera respirar con normalidad.
Consulta en su agenda el número telefónico de su tío Ernesto, el sacerdote que había dirigido los oficios religiosos en el entierro de su abuela, y el encargado en general de bautizos, primeras comuniones, matrimonios, funerales y consejos espirituales de la familia, y marca los dígitos correspondientes. La llamada entra enseguida.
—¿Diga? —pregunta una voz de mujer joven. El padre Ernesto, por favor.
—Quién lo solicita.
—Soy su sobrino, Andrés.
—Un momento, por favor.
Oye a través de la línea ruidos de pasos y puertas que se abren y se cierran. Reconoce la voz del sacerdote diciendo:
—¿Sí?
—Hola, tío, con Andrés.
—Resucitaste, carajo.
—Necesito hablar con usted.
—¿Te pasó algo grave?
—No, tranquilo, quiero que hablemos un poco. ¿Está muy ocupado mañana en la tarde?
—Por qué no vienes aquí a eso de las tres.
—Gracias, tío, allá nos vemos.
—Te espero, chao.
Cuelga y se acerca de nuevo al estudio. El autorretrato de Gauguin continúa allí, observándolo con fijeza y determinación. Andrés trae un espejo y lo pone sobre el escritorio. Se mira en él y hace el ejercicio de imaginar su propio autorretrato. Observa con detenimiento la línea de sus cejas, las curvaturas de su boca, su cara alargada con la piel templada y limpia. Y la imagen siguiente lo coge por sorpresa, con la guardia baja: el cuello manchado de rojo, la expresión de pánico en los ojos y dos impactos de bala en la frente que le abren dos orificios sanguinolentos, como si su rostro se hubiera convertido de repente en una máscara pavorosa y terrorífica. Pega un salto hacia atrás y el espejo estalla en el suelo en mil pedazos.