El padre Ernesto respira hondo el aroma de las flores del patio y le pregunta a la señora Esther, que lo mira con respeto y veneración:
—¿Cómo sigue ella?
—Igual, padre.
—¿Está yendo al colegio?
—No, padre, la retiré para evitar rumores y chismes. Las compañeritas ya empezaron a comentar cosas y a hacerle preguntas. Usted sabe cómo son las niñas a esa edad.
—¿Permanece todo el día en la habitación?
—Sí.
—¿Come normalmente?
—A veces sí y a veces no come nada. Según.
—¿Está siempre en trance?
—No, padre, que Dios se apiade de nosotras, eso sería lo peor. Por lo general las voces llegan en las horas de la noche.
—Y qué dicen las voces.
—Usted ya las escuchó, padre.
—¿Hablan de mí?
—Sí, padre.
—¿Qué dicen?
—Que tiene miedo, que sabe que va a perder, que es un cobarde.
—Qué más.
—Y que está sucio, que está en pecado. Pero yo sé que todas son calumnias, padre, no vaya a pensar que nosotras creemos esas cosas de usted.
—¿Alguien más sabe de esto?
—La muchacha que está conmigo ayudándome. Somos las tres.
—¿Qué dice su hija durante las horas del día?
—No recuerda, es como si fueran dos personas diferentes que llevaran dos vidas separadas. Me dice que quiere volver al colegio y tener una vida normal. Me parte el corazón verla así, pobrecita.
—¿Y ha notado en ella algún cambio físico?
—Sí, padre, tiene la menstruación constantemente. No se le quita.
—¿Sangra todos los días?
—Sí, padre.
—Esta pregunta que le voy a hacer es muy importante, doña Esther: ¿ha escuchado que su hija hable en otros idiomas?
—No sé, padre, hay días en que no le entendemos lo que dice, pero no sabría decirle si es otro idioma o no. Por qué.
—Voy a escribir un informe para mis superiores y necesito saber con exactitud ese dato.
—¿Sí van a exorcizarla?
—No se lo puedo asegurar.
—¿Pero es que no la vio usted mismo, padre?
—Sí, pero…
—¿No se dio cuenta de su estado?
—Sí, doña Esther, pero…
—Mi hija no está loca, padre, o esquizofrénica. Está poseída, usted lo sabe.
—Doña Esther, yo no tengo el poder de ordenar un exorcismo. Tengo que respetar los conductos jerárquicos de la Iglesia.
—Mientras ustedes dejan pasar el tiempo, mi hija se muere —dice la señora Esther sollozando angustiada.
—Tranquilícese, por favor.
—No puedo más, tengo los nervios destruidos —la entonación de su voz es sincera y refleja una auténtica desesperación.
—Voy a pedir que envíen pronto a un sacerdote experto para que se haga cargo del caso de su hija.
—¿No lo va a hacer usted mismo?
—Ya le dije que yo no tengo experiencia en estas cosas.
—No es por eso, sino porque se va a retirar.
—¿Cómo dice? —el padre Ernesto afina los oídos para estar seguro de que no lo han engañado.
—Eso también lo dijeron las voces, que usted era un hombre débil y que había sucumbido a la tentación.
—¿Eso dijeron?
—Sí, padre, dijeron que su fe había fallado y que no sería sacerdote por mucho tiempo.
—Conque ésas tenemos.
—¿Es verdad?
—Mire, doña Esther, lo importante es que ahora nos concentremos en su hija, que yo escriba el informe y que la Iglesia le brinde la ayuda que usted está esperando.
—Yo sólo le pido que sea rápido, padre, que mi niña no se me vaya a morir. Mire que es lo único que tengo.
—Estoy haciendo lo que puedo, doña Esther.
—Que no se me muera, no le pido más —afirma doña Esther sacando un pañuelo y sonándose.
La noche se apodera de la atmósfera del patio y el aroma de las flores se hace más intenso, más penetrante, como si el olor se desplegara con mayor comodidad entre las sombras y la creciente oscuridad.
—Bueno, voy a subir a verla —dice el padre Ernesto.
—¿Va a entrar? —pregunta doña Esther.
—Sí, señora.
—Pensé que no quería verla.
—Es preciso una segunda entrevista con ella.
—Tiene que tener cuidado, padre, está un poco más agresiva.
—¿Ha herido a alguien?
—Todavía no, padre. Pero arroja cosas, escupe y vomita.
—Va a tener que amarrarla, doña Esther.
—No, eso no.
—Es por el bien de ella, por el suyo y por el de la empleada.
—Ya sufre demasiado así como está para que yo la trate como un animal.
—Es por su seguridad.
—No, ella no va a hacer nada contra mí.
—De pronto atenta contra ella misma.
—Si necesita controlarla, avíseme, padre. Yo me quedo aquí en el patio y estaré pendiente.
—Bueno.
El sacerdote sube las escaleras y en la medida en que va acercándose el hedor lo obliga a caminar más despacio, como si un obstáculo invisible le interrumpiera el paso, como si un grupo de fantasmas lo estuviera atajando en cada intento que hace por avanzar. Así, venciendo la distancia con lentitud pasmosa, llega hasta el picaporte y abre la puerta. Su nariz es recorrida por un nuevo olor que sobresale sobre los demás: el olor a flujo vaginal, un olor a sexo de mujer que se extiende por el aire y lo hace repetirse mentalmente: esta vez no voy a caer, no voy a permitir que me domine. Separa los labios y comienza a respirar por la boca. La joven está recostada con una manta delgada sobre las piernas. Como la primera vez, ella abre los párpados y clava su mirada azul en los ojos del sacerdote.
—Volviste, lindo —dice la voz original de la muchacha, una voz adolescente y pausada.
—Quiero hacerte unas preguntas —el padre Ernesto toma asiento en la silla que está junto a la cama.
—Estás muy serio.
—No vine a perder el tiempo.
—Relájate, cariño.
—Tampoco quiero que me faltes al respeto más.
—Mi mamá está abajo y no se dará cuenta de nada.
—Ya, para.
—La vez pasada me quedé con las ganas.
—Si sigues así, me voy.
—¿No me vas a hacer nada?
—Parece que éste no es el momento para que hablemos.
—Yo te diré cuándo es el momento y cuándo no.
Y antes de que el padre Ernesto mueva cualquier músculo para levantarse, la mano de la joven lo agarra por el brazo y lo tira hacia ella hasta dejarlo arrodillado en el piso con la cama a la altura del bajo vientre.
—¿Qué estás haciendo? —dice el sacerdote.
—Ya sé que quieres tocarme. Voy a ayudarte.
Intenta zafar el brazo para emprender la retirada, pero no puede, la fuerza que lo atenaza es infinitamente superior a él, es como si fuera un pájaro diminuto intentando liberar un ala de la pisada de un elefante.
—Suéltame.
—Ven, mi amor.
Con la mano izquierda la chica corre la manta hacia un lado y se sube el camisón hasta las axilas.
El esplendor de un cuerpo perfecto y lleno de voluptuosidad ciega por un segundo al sacerdote. Con la mano derecha ella conduce la mano prisionera hasta sus senos.
—Cógeme los pezones, corazón —dice en voz baja, en secreto, como si fueran dos novios que temieran ser descubiertos.
—No, por favor —suplica el padre Ernesto entre quejidos.
—Eso, así, acaríciame.
—No, no…
—¿Te gustan mis tetas, amor?
El hombre abre la mano y siente la piel de los senos tersa, suave y delicada. Sigue de rodillas y su pene roza peligrosamente el armazón de la cama.
—Apriétame los pezones, vamos —la voz es un susurro insinuante.
—No, no hagas esto —gime él moviendo la cabeza hacia los lados, negando.
—Eso, acaríciame ahí, despacito.
Siente el miembro erecto chocando contra la cama y lucha por alejar las imágenes sexuales que atraviesan su cerebro en desorden, mezclándose unas con otras, superponiéndose. A manera de escudo, para protegerse de la excitación, empieza a recitar entre jadeos, en voz baja, sin mucha convicción:
—Padre nuestro que estás en el cielo…
—Eso, háblame, corazón, sígueme tocando…
—… santificado sea tu nombre…
—Ahora vas a probar algo más rico, mira —la mano desciende hasta un torbellino de vellos rubios que cubren la vulva—. ¿Te gustan así, jovencitas como yo?
—… danos hoy el pan nuestro de cada día…
—¿Quieres que abra las piernas? Mira, todo esto es tuyo, sólo para ti…
—… perdona nuestras ofensas…
—¿Me vas a hacer venir, corazón? —la voz es un lamento sensual desparramándose en la oscuridad. —… no nos dejes caer en tentación…
—Ya casi, mi amor, ya casi… —la mano prisionera se mueve de arriba abajo con destreza, rítmicamente. —… y líbranos del mal…
—Todo esto es para ti…
—… amén…
—Ahhhhhh… —la joven despide una espiración larga y sin pausas, como si un grito potente se estuviera quedando estancado en el centro del pecho y saliera a la superficie disminuido, apenas audible en una prolongación ininterrumpida y musical.
El brazo queda libre y el padre Ernesto cae al suelo con los ojos cerrados, llorando y rendido de cansancio. Una mancha oscura le ensucia el pantalón en medio de las piernas y es la prueba concluyente de su vergüenza y de su humillación.
Unos segundos más tarde se levanta con torpeza y regresa a la silla. Recupera fuerzas y decide no aceptar la derrota con tanta prontitud.
—¿Quién eres?, dime quién eres —exige con la voz ahogada.
La muchacha sonríe y contesta en un tono bajo, profundo, totalmente masculino:
—Estoy en muchas partes, mi nombre es muchos nombres, mis rostros son muchos rostros.
—¿Quién eres? —se limpia las lágrimas con la mano liberada.
—Me divido, me multiplico, prolifero.
—¿Quién eres?
—Soy materia fértil y fecunda.
—Pero, ¿quién?
—Cundo, me propago, pululo.
—Contesta, ¿quién?
—Soy manada, cardumen, bandada, piara, rebaño.
—¿Quién?, dame un nombre.
—Yo soy legión.
—Responde.
—Soy cuadrilla, grupo, tropa, conjunto, multitud.
—Tienes que ser alguien.
—Jauría es mi nombre.
—No puede ser.
—Crezco, me tomo el mundo, soy el señor y el dueño.
—No soporto más.
—No hay sitio fijo para mí. Mi nombre es ubicuidad —una carcajada retumba contra las paredes de la habitación.
—Tengo que irme.
El padre Ernesto, trastabillando, aturdido, como si estuviera bajo el efecto de un poderoso sedante, logra abrir la puerta y salir al corredor. Camina unos pasos y baja las escaleras apoyándose con las dos manos en la barandilla. Parece un herido de guerra, un moribundo al que le quedaran pocos minutos de vida, un sobreviviente después de un cruel bombardeo de muchas horas. En el último escalón se desvanece y cae al suelo dócilmente, sin hacer ruido. La señora Esther llama a la empleada y ambas mujeres auxilian al sacerdote.
Cuando vuelve en sí siente el aroma de las flores del patio.
—¿Qué me pasó? —pregunta dándose cuenta de que tiene la cabeza sobre las piernas de la señora Esther.
—Perdió el conocimiento.
—Qué pena con ustedes.
—Tranquilo, padre.
—Ya estoy bien —intenta ponerse de pie pero un dolor agudo le penetra el cráneo.
—Poco a poco, padre, déjeme ayudarlo.
—Gracias.
—¿Quiere que llame a un médico?
—No hace falta, gracias.
Las dos mujeres se hacen a los lados previendo un nuevo desmayo.
—Estoy bien, no se preocupen.
—Qué le pasó ahí, padre —la empleada señala la mancha entre las piernas.
—Ella me vomitó —miente el sacerdote antes de que la pregunta alcance a levantar sospechas.
—¿Quiere que le limpiemos el pantalón, padre? —dice la señora Esther—. No nos demoramos, es cuestión de unos minutos.
—No, gracias, de verdad.
—No debería irse así como está.
—Ya estoy bien, seguro.
—Si quiere lo acompaño.
—Quédese tranquila. Sólo le pido un favor: que nadie se entere de lo que pasó hoy. No es bueno que la gente empiece a inventar cosas que no son. Usted sabe cómo vuelan los chismes por aquí.
—Lo mismo le digo a ésta todos los días —la señora Esther mira a la empleada con el ceño fruncido.
—Tengo que irme, hasta luego.
—Adiós, padre —dicen las dos mujeres a dúo.
El sacerdote sale a la calle y una ráfaga de viento le enfría el rostro y la piel de las manos. Se pasa la lengua por los labios cuarteados y comienza a caminar por los andenes vacíos de La Candelaria con el paso inseguro y vacilante, como un individuo convaleciente que acabara de abandonar un hospital luego de una larga y complicada enfermedad.
Andrés se sienta en la Plaza de Bolívar y contempla a los transeúntes que atraviesan el lugar en todas las direcciones. Son las cinco de la tarde y las palomas ya se han refugiado en la Catedral y en las edificaciones vecinas. Mira hacia el norte y recuerda las antiguas instalaciones del Palacio de Justicia antes de la toma fatídica por el movimiento guerrillero M 19. Una imponente construcción que fue incendiada y arruinada por la demencia incontrolada de los militares. Aún está en la memoria de los colombianos, se dice Andrés, las filmaciones que hizo la televisión sobre los tanques del ejército disparando a la fachada principal, los batallones entrando a sangre y fuego, la masacre de los jueces y de los más altos juristas del país, la carnicería, la cantidad de desaparecidos que quedaron registrados en fotografías y en informes de telediarios y que fueron detenidos para ser interrogados, hombres y mujeres que nunca regresaron para dar testimonio de las brutales torturas a las que fueron sometidos. ¿Dónde estaba entonces el Presidente?, se pregunta Andrés. Ese hombre de libros que posaba de poeta y de individuo de vasta cultura, ¿qué se hizo durante las largas horas que duró la matanza? ¿Por qué no dio la cara, por qué no impidió el genocidio? Como siempre, el país tuvo que conformarse con las poses melifluas y las declaraciones hipócritas y sin carácter de sus dirigentes. Ese mismo año fue la erupción del volcán de Armero, sigue recordando Andrés, la muerte de miles de familias que fueron sepultadas por las avalanchas de lodo. La historia de Omaira, la niña que agonizó varios días atrapada en la inundación, y que dio la vuelta al mundo en periódicos, revistas y programas de radio y de televisión. Una niña que, mientras iba muriendo sin que los organismos de socorro pudieran hacer nada por ella, contaba ante los micrófonos y las cámaras sus sueños, sus anhelos, sus aspiraciones, el amor incalculable que sentía por la vida.
Andrés patea las losas del piso. ¿Qué es lo que pasa en este país que parece irremediablemente condenado a la ruina y la desdicha? ¿Por qué no mejoramos, por qué no avanzamos? ¿Qué complot siniestro nos tiene hundidos en el desorden generalizado, en la corrupción y en la entropía social? ¿Por qué los políticos y los grandes empresarios continúan ordeñando la nación sin darle un respiro, sin otorgarle una posibilidad para reorganizarse y buscar la redención? Qué mierda, se dice Andrés en voz baja, lo peor es que yo soy proporcional al país: sólo tiendo a empeorar.
Baja por la Calle Décima y en un almacén de zapatos descubre un teléfono público. Marca el número de Angélica y, apenas descuelgan al otro lado de la línea, él introduce la moneda.
—Aló, ¿Angélica, por favor?
—Soy yo.
—Quihubo.
—¿Dónde estás?
—Caminando por el centro un rato.
—Te dije que no me llamaras.
—No puedo, necesito verte.
—No quiero saber más de esta relación, Andrés.
—Angélica…
—Nos estamos haciendo daño. Yo te estoy haciendo daño. No sabemos si tienes ya la enfermedad.
—Yo sólo quiero estar contigo.
—Fuiste muy irresponsable el otro día.
—Pero qué hay de malo en estar juntos.
—Me estás chantajeando. Esto no es amor, sino una mezcla de culpas y remordimientos.
—Yo sí te amo, tú lo sabes.
—Tú te sientes culpable, que es una cosa muy distinta. Suena un pito agudo. Andrés advierte:
—Espera, voy a meter otra moneda —y deja caer el dinero a través de la ranura.
—¿Ya? —pregunta ella.
—Sí, listo.
—Mira, Andrés, yo no quiero joderte más la vida. Necesito estar sola, hacerme los tratamientos, pensar qué voy a hacer de aquí en adelante.
—¿De verdad no quieres que nos volvamos a ver?
—No, Andrés, no quiero. Todo esto fue un error.
—No puedo obligarte.
—Quiero estar tranquila, lo siento.
—Te prometo que no te vuelvo a llamar.
—Chao, Andrés.
—Adiós.
Cuelga y siente deseos de echarse a llorar, de arrojarse en una esquina como cualquier mendigo anónimo y dejarse morir de hambre. No sabe en qué instante en particular volvió a enamorarse de Angélica. Fue un afecto que renació de pronto, sin calcularlo, de manera irracional, sin procesos ni gradaciones regulares. De un momento a otro comenzó a imaginarla en brazos de otros hombres y sintió dolor, pena, celos, como si le estuvieran arrebatando la parte más significativa e importante de su vida.
El cielo se oscurece y al fondo, por encima de los almacenes y las compraventas de la Carrera Décima, unas nubes rojizas y púrpuras son las últimas huellas de unos rayos de luz que se difuminan en el occidente. Varias prostitutas humildes y mal vestidas abordan a los caminantes que las observan con curiosidad. Los recicladores de basura empujan sus carros de madera y de vez en cuando tienden la mano y piden una limosna a las personas que esperan un bus o una buseta para regresar a sus casas. Andrés camina entre la multitud como si estuviera en otra dimensión, ajeno al ruido y al trajín de la calle. Quisiera salir corriendo para la casa de Angélica y suplicarle que no lo abandone ahora, cuando más la necesita, rogarle que se quede a su lado, que tenga confianza en él y en la franqueza de sus sentimientos. Pero sabe que una acción semejante no sirve para nada. Las mujeres aborrecen a los hombres postrados y sin dignidad, se dice mentalmente. Evoca el cuadro El martirio de San Juan Evangelista de Charles Le Brun, en el cual el discípulo de Jesús está a punto de ser sometido a una crueldad inhumana: un baño en un caldero enorme de aceite hirviendo. Arrodillado en el suelo, un hombre atiza el fuego mientras los demás preparan la inmersión. San Juan Evangelista está en el más completo desvalimiento físico, amarrado, vencido, sin poderse defender. Sin embargo, la pintura muestra el instante justo en el que unos ángeles le anuncian que, gracias a su fe, será protegido contra los horrores del martirio. Cuando todo está perdido y la vida parece desembocar en un final trágico y funesto, asoma la esperanza, el mensaje de confianza en un futuro prometedor. Andrés se siente igual, solo, inerme, desvalido, abatido, sin saber cómo escapar del sufrimiento que lo rodea y lo asfixia, impotente ante tanta miseria interior que lo desborda y le impide recobrar algo de su antiguo equilibrio y de su acostumbrada normalidad. Pero a diferencia de la escena del lienzo, él no tiene una voz que le devuelva la ilusión y la seguridad en sí mismo y en el mundo.
Llega hasta la Calle Veinte y decide entrar en un bar oscuro y tenebroso en la esquina de la Carrera Once. Dos mujeres gordas con rasgos aindiados y ropas vulgares atienden a las mesas. La clientela son albañiles, vendedores de droga de poca monta y trabajadores humildes que buscan refrescar la garganta después de una jornada de trabajo duro y agotador. Andrés se sienta y pide media botella de aguardiente: algo fuerte, se dice, algo que me haga revivir.
—¿Con qué lo quieres? —pregunta la mesera sonriéndole con coquetería.
—¿Qué hay?
—Naranja Postobón, Ginger o soda.
—Una soda, por favor.
—¿Y quieres compañía, bebé?
—Tal vez más tarde.
—Me avisas y me siento contigo.
—Gracias.
—No vayas a llamar a otra.
—No, tranquila.
—Apenas te descubran se te van a lanzar como chulos.
La mujer se aleja contoneándose, alista en la barra una bandeja con la media botella de aguardiente, una copa pequeña y cuadrada, varias rodajas de limón, un vaso y la botella de soda. Regresa y deja todo sobre la mesa.
—Son tres mil pesos, mi amor.
Andrés saca unos billetes y unas monedas que suman tres mil quinientos pesos, y se los entrega dándole las gracias.
—Más tarde nos vemos —dice ella satisfecha con la propina.
El licor le hace bien. Siente cómo baja el aguardiente hasta el estómago quemándolo, incendiándolo. Piensa en Angélica una y otra vez, como una idea fija, obsesiva, como si alguien le hubiera inoculado una información en el cerebro y le quedara imposible desprenderse de ella. Si ha tenido el valor de alejarse de él de esa manera fría y definitiva, se dice Andrés, es porque mantiene todavía vínculos afectivos con alguno de sus amantes. Tal vez la enfermedad le fue contagiada por alguien que ella conocía de cerca, alguien que sí la quiere y que fue capaz de retenerla a su lado. Seguramente lo buscó a él sólo por amistad, se trató de un ejercicio de acercamiento fraternal e inofensivo, como quien después de un tiempo encuentra a un hermano o a un viejo amigo y siente que el círculo se cierra cicatrizando heridas y componiendo antiguos resquemores y remotas aversiones. A veces ir hacia atrás pule el pasado, lo limpia, lo desinfecta. Quizás lo que Angélica buscaba era sólo eso: purificar y perdonar para continuar su vida sin reproches ni recuerdos malsanos que entorpecieran su porvenir. El caso mío es al revés, se dice Andrés, un viaje en el tiempo para embadurnar y contaminar todo el pasado.
Un hombre lo interrumpe en sus cavilaciones:
—Excúseme, no quiero molestarlo.
—¿Sí?
—Usted es pintor, ¿verdad?
—Sí, cómo no.
—Lo reconocí porque el otro día lo vi en una revista. Usted se ganó un premio nacional el año pasado, o algo así.
—Sí, exactamente.
—Mucho gusto, Campo Elías —dice el hombre y le tiende la mano.
—Qué tal, Andrés —contesta él levantándose y estrechándole la mano al desconocido—. ¿Quiere tomar asiento?
—Gracias.
—Estoy bebiendo aguardiente, no sé si le guste.
—Lo acompaño un par de minutos.
Andrés llama a la mesera y la mujer, sin oír el pedido, adivinando, deja una copa más sobre la mesa y la llena de aguardiente. Luego coloca otro vaso y se va.
—Es raro ver a una persona como usted por acá —dice el hombre levantando la copa y bebiendo de ella un sorbo corto y breve.
—¿Por qué?
—No es el prototipo del lugar.
—Nunca había venido —reconoce Andrés.
—Yo tampoco, sólo pasé por el andén y lo vi ahí sentado.
—Y entonces se acordó de la revista.
—Sí, los cuadros que salieron con el artículo me gustaron mucho. Por eso me acordé.
—No me diga que es usted también pintor.
—No, soy profesor de inglés.
—¿En un colegio o en alguna universidad?
—No, privado, los alumnos me llaman y les dicto las clases en sus casas.
Andrés detalla al hombre: estatura mediana, flaco, recio, corte militar en el cabello y una edad difícil de precisar, una de esas personas que puede estar entre los treinta y cinco y los cincuenta años. Además, hay un aire extraño en el individuo, una especie de desadaptación general que lo delata: la mirada extraviada, las manos inquietas sobre la mesa, un tic en el labio superior y la vestimenta ligera (zapatillas deportivas, pantalón de paño y camiseta recortada a la altura de los hombros) que no encaja con la profesión que pregona. Qué me importa, piensa Andrés, tampoco yo soy ningún modelo de cordura ni de ecuanimidad. Aquí estoy en un bar de mala muerte, como cualquier beodo solitario y marginal.
—¿Y se guía por textos específicos, discos y esas cosas?
—No, tengo un método propio.
—¿Un libro escrito por usted?
—Me gusta enseñar inglés con una novela que se llama El extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde. ¿La conoce?
—La leí hace muchos años, en el colegio tal vez. Es la historia de un hombre que son dos hombres.
—Sí, conozco la trama, es muy famosa.
Al citar el libro, Andrés se da cuenta de que el intruso se pone melancólico, pensativo, como si su mente se hubiera trasladado a otro lugar y a otro tiempo. Cambia de estados de ánimo por una alusión, una frase o un comentario, como si fuese hipersensible a las opiniones de los demás. En este caso, la causa de su exagerada introspección está en el libro, en la historia de ese hombre que tiene que vivir con el doble monstruoso de sí mismo.
—Creo que todos somos dos —afirma el hombre rompiendo el silencio.
—Puede ser —admite Andrés.
—Le pongo un caso, si usted tuviera que pintarme, no podría pintar sólo lo que está viendo. Tendría que intuir y vislumbrar a otro hombre que hay en mí.
—¿Usted cree?
—Tendría que pintar una combinación de dos identidades, como si fuéramos unos gemelos bipolares, como si yo estuviera presenciando en un espejo mi imagen deformada.
Andrés hace el ejercicio mental de imaginar un retrato del desconocido. Su cerebro le trae rápidamente una imagen alarmante: sangre, humo, sudor, muerte, disparos entrando en la carne saludable del hombre y dejando en ella agujeros imborrables. Corre la silla y se pone de pie.
—Lo siento, tengo que irme —dice angustiado, con el pulso acelerado.
—¿Qué pasa?
—Tengo una cita urgente.
—Sí, claro —se pone de pie también él.
—Lamento tener que salir así —se excusa Andrés.
—Fue un placer conocerlo —dice el hombre mientras le estrecha la mano con efusividad.
—Lo mismo, hasta luego.
—Que esté bien.
Sale del lugar casi corriendo. El efecto del alcohol desaparece y observa las calles y los edificios sin percibir en sus sentidos ninguna alteración. Recuerda la voz de Angélica diciéndole en el teléfono a manera de despedida: Yo te estoy haciendo daño. No sabemos si tienes ya la enfermedad.
—Quería agradecerte todo lo que hiciste por mí —dice María con la mirada baja, ocultando la tristeza de sus ojos.
—Cualquiera hubiera hecho lo mismo —responde Pablo con los brazos sobre la mesa, resignado.
Son las seis de la tarde. Una llovizna fina, apenas visible, corta el aire enrarecido y contaminado de la Carrera Séptima. Se han encontrado en el restaurante Salerno, muy cerca de la Calle Diecinueve, para tomar café, probar los bizcochos y los panecillos de la casa, y despedirse como dos buenos amigos. A través de la puerta principal, Pablo mira el pavimento gris y desgastado de la calle, los vendedores ambulantes recogiendo sus productos para protegerlos de la lluvia, los autos y los buses cruzándose y cerrándose en el acostumbrado desorden de siempre, y la gran masa de trabajadores y oficinistas que corren en busca de transporte para llegar a sus hogares.
—¿Estás segura? —pregunta sintiendo un vacío por dentro, como si alguien le hubiera abierto un agujero en el centro del pecho.
—Sí.
—¿No quieres seguir trabajando con nosotros?
—No, Pablo, ya te dije que no puedo continuar en esto.
—Nos vas a hacer mucha falta.
—Es fácil encontrarme un reemplazo.
—Nos gustaba tu seriedad.
—Les va a ir bien, seguro.
—¿Tienes plata?
—Abrí una cuenta de ahorros. Tengo suficiente.
—¿Y para dónde vas a coger?
—Voy a buscar un apartamento modesto y barato, y a intentar llevar una vida normal, como todo el mundo.
—Cualquier cosa que necesites, llámame.
—Les entrego el apartamento a fin de mes. Supongo que lo necesitarán para la nueva chica.
—No te afanes.
—Yo consigo un sitio rápido y les aviso.
—Si quieres volver a trabajar con nosotros, llámanos y listo. María levanta la cabeza por primera vez y dice:
—Quiero dejar atrás todo esto, Pablo, tú me entiendes, ¿verdad? Llevar una vida distinta, cambiar, ser la persona que soy en realidad.
—Claro que entiendo.
—Voy a buscar al sacerdote que me sacó de la calle, el que dirigía la fundación donde viví y estudié, ¿te acuerdas que una vez te hablé de él?
—Sí.
—Voy a pedirle su consejo. Es la única persona que tengo.
—Y a mí, no lo olvides —dice Pablo mirándola con dulzura, preguntándose si no estará enamorado de ella, si no será que el hueco que está sintiendo es una señal del amor incondicional que viene creciendo dentro de él y que lo angustia ahora que ella se va, ahora que sabe que no va a volver a verla.
—Gracias, Pablo, gracias de nuevo por todo lo que has hecho —se inclina sobre la mesa y le da un beso en la mejilla.
—Esto parece una despedida definitiva.
—Dile a Alberto que también le agradezco mucho. Apenas me vaya de ahí los llamo para avisarles. Sólo tengo que empacar mi ropa y mis utensilios de aseo. Los muebles y los cuadros están intactos. Las llaves se las dejo en la portería.
—Cualquier cosa, acuérdate, ahí estoy.
—Chao, que les vaya bien.
María sale del restaurante y se abotona la chaqueta de cuero hasta el cuello. Se dirige hacia el sur, atraviesa la Calle Diecinueve y coge una buseta que anuncia un recorrido por la parte alta del centro de la ciudad: Germania-La Candelaria-Belén. En la Avenida Jiménez, frente al Parque de los Periodistas, el tráfico no permite avanzar y ella prefiere bajar y seguir a pie por la Carrera Cuarta. Al llegar a la Biblioteca Luis Ángel Arango voltea a la izquierda para tomar la Carrera Segunda. Frente a la Universidad de la Salle un hombre con el cabello largo, pantalones descoloridos y camiseta negra, se le acerca y le ofrece:
—Tengo el juguete que quiera, monita.
—No, gracias.
—Anfetaminas del color que quiera, mona. También tengo perica, bareta y bazuko a la lata.
—No, no.
—Usted se lo pierde, mona.
María sigue caminando unas cuadras más hasta llegar a la iglesia del padre Ernesto. Ya es de noche y las bombillas del alumbrado público iluminan con nitidez las casas antiguas y los techos de teja de barro. Entra en la nave principal y asiste a misa de siete en la última banca, sin hacerse notar por el sacerdote, vigilándolo desde su anonimato. Le parece que no ha cambiado nada. Sigue siendo un hombre vigoroso, atlético, saludable. Viéndolo, María recuerda sus recomendaciones para hacerla estudiar, sus lecturas de cuentos infantiles antes de apagar la luz y salir del dormitorio comunal, los juguetes que le regalaba el día de Navidad, la ropa y los zapatos que el sacerdote compraba para ella en la medida en que la veía crecer y desarrollarse. La verdad es que él había sido su padre, su madre, sus hermanos, sus abuelos, sus tíos. Su única familia. ¿Cómo era posible que hubiera dejado de hablar con él de un día para otro? ¿Por qué se había alejado de esa manera abrupta y desagradecida? ¿No le había dicho él una vez que estarían unidos para siempre? María cierra los ojos y recuerda. Tenía ocho o nueve años de edad, y después de escuchar la historia de Pinocho, le había preguntado al sacerdote:
—¿Será que a mí también me hicieron en un taller?
—Qué estás diciendo, María —había dicho el padre Ernesto con una sonrisa.
—No tengo mamá ni papá, como Pinocho.
—Pero tuviste, María, y los recuerdas perfectamente a ellos y a tu hermana. No están contigo pero los llevas dentro de ti.
—Estoy sola.
—Te he repetido mil veces que no estás sola. Yo estoy contigo.
—¿Usted no me va a abandonar?
—Claro que no, María, nunca te voy a abandonar —y la había abrazado con la misma ternura con que un padre abraza a su hija más querida.
—Júrelo.
Levantó la mano y aseguró con solemnidad:
—Juro que jamás te voy a abandonar, y que si tú lo quieres así, estaremos unidos para siempre.
—¿Seguro?
—Ya te lo juré, María.
—¿Pase lo que pase no se va a ir?
—Seremos inseparables. Pase lo que pase estaremos juntos.
Esas palabras la habían tranquilizado, le habían permitido dejar a un lado el miedo, la desconfianza y el desasosiego que le producía su orfandad. Y lo mejor de todo era que el sacerdote las había cumplido a carta cabal: en ningún momento había dejado de estar pendiente de ella ni le había quitado su protección o su cariño. Si lo había dejado de ver era por decisión propia, porque era una ingrata y una egoísta. Incluso cuando ya se había graduado como bachiller y por reglamento tenía que retirarse de la institución, el sacerdote le había dicho:
—Voy a intentar conseguirte una beca para la universidad.
—¿Sí, padre?
—No es fácil, María, pero vamos a intentarlo. Yo averiguo los requisitos y empezamos a hacer los trámites el año entrante.
Pero ella no había vuelto, se había enredado en estados de ánimo llenos de odio y resentimiento, en anhelos de dinero y posición social que a la larga habían sido su perdición. El sacerdote la había buscado en varias oportunidades y, en lugar de acudir a su llamado, ella había preferido vincularse con Pablo y con Alberto. Y los resultados saltaban a la vista.
La misa se termina y los parroquianos abandonan la iglesia en pequeños grupos de vecinos que se saludan y regresan a sus casas conversando. María espera inmóvil hasta que el padre Ernesto se queda solo, y entonces se da cuenta de que él primero la observa con curiosidad, luego parece detallar ciertos rasgos que le parecen familiares, y finalmente la reconoce en medio de un estallido de júbilo:
—¡No lo puedo creer!
—Pensé que ya me había olvidado, padre. Él corre hacia ella y la abraza con fuerza.
—Qué alegría verte, María.
—Lo mismo digo, padre. Está igualito. Se sueltan y se miran a los ojos. Él dice:
—Tú en cambio estás muy cambiada, muy elegante…
—Qué va, padre.
—Dónde diablos te habías metido.
—Es una larga historia.
—Tenemos tiempo de sobra. Vámonos a comer juntos.
—Antes quiero pedirle un favor.
—El que sea, María, estoy tan feliz de verte.
—Escúcheme en confesión, por favor.
—¿Ahora mismo?
—Se lo ruego.
—Ven, cerremos la iglesia, así nadie nos molesta. María le ayuda a ajustar los enormes portalones y le indica el confesionario:
—Ahí, padre.
—Donde tú quieras.
Ella se arrodilla en la almohadilla exterior mientras el sacerdote se sienta en el interior y corre hacia un lado la pequeña ventanita de madera. El padre Ernesto murmura unas palabras, hace el gesto de la cruz con la mano derecha y anuncia:
—Dime en qué has pecado, hija mía.
—No lo llamé por orgullosa, padre, por engreída, por andar deseando dinero y posición social. Me tentó la plata y caí. No estudié, no luché honestamente, no seguí sus enseñanzas.
—¿Qué hiciste?, hija.
—Me enrolé en una banda y me dediqué a robar ejecutivos, hombres de negocios, gente elegante —dice María a bocajarro.
—Dios mío, María.
—Hicimos mucho dinero así, padre.
—¿Tuviste que matar?
—Espere, vamos por partes. Sólo los drogábamos y les quitábamos el dinero. Yo no creo que hayamos asesinado a nadie, padre. Quedaban mareados, como en un trance, y luego perdían el conocimiento.
—Pero alguien pudo morir y no estás segura.
—Tal vez, pero no lo creo. —María toma aire y continúa su discurso atropellado e improvisado—. Las cosas se complicaron porque una noche me recogió un taxista, me llevó con un amigo de él a un potrero, me golpearon y me violaron entre los dos.
—Qué me estás contando, por Dios.
—Yo era virgen, padre. Eso fue lo que más me dolió. Yo no había estado con ningún hombre.
—Yo no te eduqué para ese horror, María.
—Ahora viene lo peor. Mis amigos ubicaron a los tipos y yo di la orden de que los mataran.
—No es cierto lo que estoy oyendo.
—Quería vengarme, padre, sabía que el odio iba a carcomerme las entrañas de por vida. No podía seguir viviendo hasta no cobrarles lo que me habían hecho.
—Yo no te enseñé eso —dice el padre poniéndose la mano derecha en la frente.
—El día que los mataron yo estaba ahí, frente a ellos, y di la orden, feliz, contenta de poderme desquitar. Los vi disminuidos por el pánico, acobardados, sin vergüenza ni dignidad alguna. Pensé en todas las otras víctimas que no habían podido tomar revancha, en las vidas que esos miserables habían destruido, y me dije a mí misma que liquidarlos era lo mínimo que podía hacer. No me dolió, padre, no sentí ninguna culpa. Fue como exterminar cucarachas o ratones.
—Esto no es una confesión, María.
—Por qué.
—Tú no estás arrepentida.
—No, no lo estoy. Si los tuviera aquí volvería a dar la misma orden.
—Acuérdate que no hay perdón sin arrepentimiento.
—Ésa es mi historia, padre. No he hecho sino ensuciarme, hundirme y olvidarme de sus consejos y de la formación que me dio. No valgo nada, soy pura basura, desperdicio, padre.
—Por qué viniste.
—Cómo así.
—Sí, por qué me buscaste, por qué estás aquí contándome todas estas cosas. María empieza a llorar, y, entre lágrimas, dice:
—Necesitaba verlo, hablarle, pedirle perdón, jurarle que de ahora en adelante mi vida va a cambiar, decirle que por favor confíe en mí otra vez. Yo no sé si Dios me pueda perdonar o no, pero yo necesito ahora su perdón, padre, el suyo. Yo no soy mala, usted lo sabe, lo que pasa es que la vida es así, la calle es una guerra donde hay que sobrevivir. Pero yo no quiero regresar allá, deme una oportunidad, déjeme demostrarle lo que yo valgo. Por favor, usted es lo único que tengo.
La voz del sacerdote se suaviza, se llena de una cadencia dulce y afectuosa:
—Dios es sólo amor, María, un amor inmenso que no tiene límites. Sería absurdo pensar que yo puedo perdonarte y que Dios no, sería un acto de arrogancia creer que yo puedo tener en mi corazón más amor que el que Dios tiene dentro del suyo. Yo me conmuevo con tu historia, me duelo como religioso y como padre tuyo, pues al fin y al cabo yo te eduqué como a una hija y te amé con el amor más grande que tú te puedas imaginar. Así que, si yo te perdono, ¿cómo no habría de hacerlo Él?
María no puede hablar, los sollozos le atragantan la voz. El sacerdote murmura unas oraciones, le ordena a María un examen de conciencia y un ejercicio legítimo de arrepentimiento, le indica una penitencia y la absuelve de todos sus pecados. Luego sale del confesionario y la abraza. Le dice en voz baja:
—Yo te voy a ayudar, tranquila, vamos a salir de esto juntos.
—Perdón, padre, perdóneme.