6. FUERZAS DESCOMUNALES

La luz atraviesa la gruesa tela de la cortina e ilumina la habitación escasamente, como si fuera el destello agónico de un atardecer capitalino. Un aguacero estruendoso y prolongado acaba de terminarse, dejando en el aire esa límpida humedad que refresca los pulmones. María está recostada en la cama con unos cojines gruesos sosteniéndole la espalda. Pablo está a su lado, sentado en una silla con los brazos cruzados en el pecho. La voz de María refleja aún su debilidad física, es una voz que no se despliega hacia afuera sino que parece hundirse en el pecho, atorarse, quedarse a medio camino:

—¿No tengo nada?

—Los exámenes salieron bien, no te contagiaron ninguna enfermedad.

—¿Y el de embarazo?

—Negativo también.

—Menos mal.

—Ahora tienes que reposar y recuperarte —aconseja Pablo—. En unas semanas estarás bien.

—El cuerpo tal vez estará bien…

—¿Quieres que te consiga un psicólogo?

—No, no quiero hablar de esto con nadie.

—De pronto si te desahogas puedes superarlo más rápido, no sé.

—Ese no es el punto.

—No te encierres en ti misma.

—Tú qué sabes…

—Busco ayudarte, nada más.

—No parece.

—Ahora no me ataques a mí, María, yo no tengo la culpa de lo que te pasó.

—Yo no estoy culpando a nadie.

—Entonces por qué me dices eso.

—Porque me hablas tan tranquilo, como si nada hubiera pasado.

—Intento pensar qué es lo mejor para ti. Tal vez un psicólogo te ayude a…

—Tú no entiendes nada.

—¿Por qué me hablas así?

—Imagínatelo al revés.

—¿Qué?

—Imagínate que unos tipos te agarraron descuidado una noche, te llevaron a un potrero y te violaron. ¿Tú buscarías después la ayuda de un psicólogo?

—Es distinto…

—Es igual, Pablo. Y contéstame la verdad: en qué pensarías de día y de noche…

—No sé…

—Si eres mi amigo, si en algo me estimas, dime la verdad: ¿en qué pensarías? Pablo deja caer los brazos sobre las piernas y dice con dureza:

—En vengarme.

María cierra los ojos y asiente con la cabeza. Él continúa:

—En hacerles pagar todo lo que me hicieron.

—Yo no quiero una terapia, Pablo, quiero venganza.

—El problema es que no tenemos cómo ubicar los tipos.

—Memoricé la placa, la repetí mentalmente durante horas.

—¿En serio?

—Ésa era mi única arma para desquitarme después.

—Eso cambia las cosas.

María se sienta hasta quedar en un ángulo ortogonal y eleva la voz un poco, como si dejara de monologar consigo misma y quisiera ser escuchada por un auditorio:

—¿Me ayudarás?

—¿Quieres rastrearlos?

—Quiero matarlos, Pablo, y quiero estar ahí cuando eso suceda.

—No sé si Alberto se le mida a una cosa así.

—¿Puedo confiar en ti plenamente?

—Obvio.

—Yo era virgen, Pablo —dice María sollozando—. Yo no me había acostado con nadie.

Pablo se levanta, camina por la habitación y se coge la cabeza con ambas manos. Los insultos le brotan con una ira súbita:

—Malparidos, hijueputas, claro que los vamos a quebrar.

—¿Sí me vas a ayudar?

Él se acerca y le acaricia el cabello con una mano:

—Si Alberto no quiere, pues que se haga a un lado y listo. Yo me encargo de todo, vas a ver.

—Gracias, Pablo.

Unos días después entran Pablo y Alberto en el apartamento de María. Ella está vestida deportivamente, con una camiseta estampada y unos jeans ajustados, y camina con pasos cortos y lentos, evitando cualquier tipo de movimiento agitado o violento. Los tres se sientan en la sala luego de los saludos de rigor.

—Vamos al grano —dice Pablo abriendo una carpeta con fotografías y documentos organizados en hojas rectangulares—. Ya dimos con el taxi. El hombre que lo maneja en el turno de noche se llama Alfredo Cortés, tiene veintitrés años y estuvo una vez arrestado por hurto calificado. Quiero que mires bien estas fotos y que me digas si él fue el agresor principal, el que iba manejando el carro esa noche.

—María echa un vistazo y no duda en responder:

—Sí, éste es.

—¿Segura? —pregunta Pablo.

—Completamente. No olvidaré esa cara el resto de mi vida.

—Bien, perfecto.

—¿Cómo lograste las fotos y los datos sobre él? —dice María intrigada.

—Contratamos a dos profesionales. Queremos que las cosas salgan bien.

—Si hay que pagar mucho yo tengo una plata ahorrada.

—Por dinero no hay problema.

—No sé cómo agradecerles lo que están haciendo por mí —María mira a Alberto para incluirlo en la conversación y para saber también cuál es su posición frente al asunto.

—Te mereces esto y mucho más —dice Alberto.

—Bueno —sigue explicando Pablo—, el otro tipo parece que es un compinche de Alfredo Cortés que se llama John Freddy Márquez, veintiocho años y electricista. Trabaja a veces para una banda de apartamenteros en el barrio Quiroga. Es un tipo drogadicto y desequilibrado. Dime si lo reconoces.

María ve las fotos y dice enseguida:

—Sí, Pablo, él es.

—¿No hay dudas, no?

—No.

—Bien, tenemos sus direcciones, sus teléfonos, los datos de sus familiares, sus ocupaciones, sus horarios, todo. Sólo nos queda por definir el plan de ataque.

—¿Van a hacerlo ustedes? —pregunta María.

—No tenemos que ensuciarnos ninguno de nosotros, María —dice Alberto con ademanes de catedrático—. Para eso hemos contratado a dos profesionales.

—¿Ustedes no van a actuar?

—No —repite Alberto.

—No es necesario, María —afirma Pablo—. Hay gente más calificada que nosotros para este trabajo. Recuerda que nosotros no somos asesinos.

—Hay un inconveniente —dice María.

—Qué —dice Alberto.

—Yo quiero estar ahí.

—Pero María… —comienza a decir Alberto.

—Yo quiero estar presente.

—Hay otras formas de…

—No, Alberto, la única manera de liberarme de tanto odio es estar ahí, ver cuando los maten. Por favor.

—Y si los tipos que contratamos se niegan, qué hacemos, María —dice Pablo.

—Contratamos a otros o lo hacemos nosotros mismos.

—Es fácil decirlo —comenta Alberto.

—Pablo, tú me lo prometiste —dice María mirando a Pablo a la cara.

—Vamos a hacer lo que se pueda —asegura Pablo levantando los brazos—. Hablaremos con ellos y les diremos que éste es un caso especial. Si se niegan intentaremos conseguir a otros.

—Diles que sólo quiero estar presente, que me dejen estar ahí, cerca de ellos.

—Les diremos a ver qué pasa —afirma Pablo.

—Yo no voy a molestar, no voy a tirarme el plan.

—Vamos a ver qué dicen estos tipos —dice Alberto—. Pero no te prometemos nada.

—Gracias, de verdad —dice María intentando sonreír.

—¿Y cómo te has sentido? —pregunta Pablo cambiando de tema.

—Ahí voy.

—Tienes buen semblante —asegura Alberto.

—Gracias.

—Nosotros nos vamos —dice Pablo—. Mañana te llamamos para contarte qué ha pasado.

—Estaré esperando.

—Chao —dice Alberto a manera de despedida—. Si necesitas algo, avísanos.

—Chao, que les vaya bien.

María se queda sentada y los dos jóvenes se levantan y se marchan sin decir nada más. Al día siguiente, en efecto, entra la llamada de Pablo:

—Quihubo, ¿cómo estás?

—Hola, Pablo, ¿qué tal?

—Listo, todo está arreglado.

—¿De veras?

—Los tipos no pusieron problema.

—Gracias —dice ella con un suspiro, como quitándose un peso de encima.

—¿Estás segura de lo que vas a hacer?

—Sí, tranquilo.

—Puedes quedar muy afectada después de una cosa así.

—Fresco, yo sé lo que estoy haciendo.

—Te recojo pasado mañana a las seis de la tarde.

—¿Van a ir ustedes conmigo?

—Sólo yo.

—¿A las seis en punto?

—Sí.

—Estaré lista.

—¿Cómo sigues, bien?

—Sí, mejorando.

—Nos vemos pasado mañana, entonces.

—Chao, Pablo, gracias por todo.

El día señalado, a la hora exacta, Pablo recoge a María en la portería del edificio. María está vestida con unos pantalones negros de pana y una chaqueta de cuero negra, de luto, como si se estuviera dirigiendo a una funeraria o a un entierro. Pablo conduce el Renault 12 por la Avenida Circunvalar hasta llegar al centro de la ciudad, hasta el barrio Germania, colindando con las montañas. Apaga el carro a diez metros de la esquina de un callejón oscuro y poco concurrido.

—Aquí es la cita —dice concentrado mirando hacia adelante.

—¿Aquí? —pregunta María.

—Entre las siete y media y las ocho Alfredo Cortés pasa por la casa azul —Pablo señala hacia un costado—, para irse con su amigo por ahí en busca de alguna víctima. Todos los viernes hacen lo mismo. Vamos a cogerlos a los dos al tiempo.

—¿El tal John Freddy vive aquí?

—Tiene una pieza alquilada.

—¿Y dónde está la gente que contrataste?

—Llegarán en cualquier momento.

Quince minutos más tarde un taxi se detiene (María lo reconoce apenas lo ve) frente a la casa azul y Alfredo Cortés se baja de él y golpea a la puerta. A los pocos segundos sale John Freddy vestido con una chaqueta roja, cierra la puerta de la casa y se saluda con su amigo chocando los nudillos de la mano derecha. Cuando van a entrar al auto aparece un jeep y frena justo detrás del taxi. Tres hombres con pistolas se bajan corriendo y los encañonan sin decir nada. Es un operativo relámpago, que no les da tiempo ni siquiera para correr. Les colocan unas esposas y los introducen en la parte trasera del jeep. Un hombre enciende el motor del taxi, arranca y se pierde en la esquina del callejón. Los otros dos le hacen una señal a Pablo y parten en el jeep con los dos prisioneros atrás. Todo sucede en cuarenta y cinco segundos, en silencio, sin testigos.

Pablo conduce primero por la Carrera Décima hacia el sur, y luego por la Caracas, siempre siguiendo al jeep. Dejan atrás la Escuela de Artillería y la Cárcel Picota de Bogotá, cruzan el barrio La Aurora y después voltean a mano izquierda y ascienden la loma de un conjunto de edificios de tres pisos en el humilde suburbio de Monte Blanco. Al pasar por el paradero de buses María lee los carteles que dicen «Monte Blanco-Bella Vista». Finalmente se detienen en un descampado que limita con un basurero cuyos hedores contaminan el aire de los alrededores. Pablo apaga el carro y pregunta:

—¿Estás segura de que quieres ver esto?

—No deseo otra cosa.

—Está bien —asiente Pablo con resignación.

—¿Los van a ejecutar aquí?

—Sí.

Los dos hombres del jeep bajan a los esposados y los hacen arrodillarse detrás de unos matorrales. Pablo se voltea y le dice a María:

—Es el momento. Si quieres, puedes ir.

—¿Vienes conmigo?

—Yo te espero aquí.

Ella desciende del auto y camina hasta donde están los dos violadores arrodillados. Oye las súplicas y los ruegos desesperados:

—No nos vayan a matar, por favor, por favor…

—Ya se quedaron con el carro, hermanos, no nos hagan nada…

María se da cuenta de que los dos delincuentes creen que se trata de un robo y no de una venganza. La ira le enciende las mejillas. Siente el corazón palpitándole de prisa. Le parece bien aclarar la situación, se hace frente a ellos y les pregunta:

—¿Se acuerdan de mí?

Los dos hombres armados no intervienen, se limitan a observar y a escuchar sin participar en la conversación. Los dos delincuentes miran a María estupefactos, temblando, tragando saliva.

—Les hice una pregunta.

—Monita, perdón, no nos vayan a matar —dice el chofer del taxi reconociéndola con el rostro congestionado por el pánico.

—Perdónenos, mona, perdónenos —repite el de la chaqueta roja.

María recuerda de improviso los besos babosos en el cuello, los manoseos libidinosos, el dolor punzante en la vagina y en el ano, la bofetada amenazadora.

Controlando la ira gracias a un exceso de voluntad, les ordena a los pistoleros:

—Lentamente, por favor.

Chillidos y bramidos invaden la noche:

—Noo, nooooo, por favor…

—Nooooo, tengan piedad, nooooo…

Los hombres disparan a los brazos, a las piernas y a los genitales, apuntando bien, con el pulso firme. La sangre mana a borbotones de los cuerpos heridos. Alfredo Cortés y John Freddy Márquez se retuercen en el piso dando aullidos, llorando y suplicando a gritos. Por último, los alzan del cabello y les pegan un tiro en la nuca.

María cierra los ojos y ve a su hermana Alix que le dice antes de fugarse: Espera unos días y vengo por ti.

El padre Enrique sirve dos vasos de limonada con hielo, añade un poco de azúcar y regresa al estudio de su parroquia, donde está esperándolo el padre Ernesto.

—Ahora sí dime qué te trae por acá —dice mientras le entrega el vaso al sacerdote.

—Gracias, me muero de sed —dice el padre Ernesto recibiendo la limonada y bebiendo con ansiedad—. Está deliciosa.

—Esa manía tuya de ir a pie a todas partes…

—Es bueno para la salud.

—Y para el bolsillo.

—No lo hago por tacañería. Me encanta caminar.

—Bueno, ¿cómo va todo?

—Más o menos.

—¿Qué ha pasado con el tipo de la cárcel?

—Asegura que gracias a la confesión que tuvo conmigo logró el asesinato.

—¿Qué?

—Así como lo oyes. El tipo me considera una especie de cómplice.

—No joda, eso es el colmo.

—Dice que sin mí no hubiera sido capaz.

—Quiere manipularte la culpa, comprometerte para hacerte daño.

—Sí —afirma el padre Ernesto terminando de beberse la limonada y poniendo el vaso en la mesita de la sala.

—¿Quieres más?

—No, gracias.

—No irás a caer en esa trampa, Ernesto.

—No he vuelto a visitarlo. Me pareció muy perverso que me atacara de esa manera.

—El tipo es un cabrón y punto.

—Hay algo en él que es terrible, que me atemoriza cuando estoy a su lado. No sé cómo explicarte esa sensación. Le brillan los ojos, se sonríe como si estuviera disfrutando la situación,

como si el crimen que cometió contra su familia no fuera sino un juego, un pasatiempo para entretener el aburrimiento.

—Tú sabes que la mayoría de estos asesinos son muy inteligentes.

—No sé cómo ayudarlo y rescatarlo.

—Creo que más bien deberías alejarte.

—¿Y él?

—No quiere la ayuda, Ernesto, hazte a esa idea. Hay gente que necesita estar hundida, que busca el descenso para purificar quién sabe qué cosas. Uno sólo ayuda a los que quieren que los ayuden. El resto es una pérdida de tiempo.

—Tú siempre tan práctico.

—Es verdad lo que estoy diciendo. Tampoco se trata de jugar el papel de salvador y de padre protector.

—Hay que ir más allá de sí mismo.

—Ése es un idealismo que termina mal, tú lo sabes.

—No se puede ser tan frío con la gente, tan racional y calculador.

—No comencemos.

—En fin, no sé lo que voy a hacer con este pobre hombre. Lo peor del asunto es que el otro día apareció por la iglesia un tipo con ideas parecidas.

—¿Otro bicho raro?

—Peor aún.

—Cuéntame.

—La iglesia estaba vacía y crucé por el presbiterio para dirigirme por la puerta de atrás hacia mi estudio. Entonces lo vi. Estaba ausente y lloraba de una manera curiosa, infantil, como los niños cuando lloran solos en el patio del colegio.

—Cómo era físicamente.

—Un tipo con el cabello cortado a ras, como un soldado, de unos cuarenta y cinco años, de estatura mediana, tal vez uno setenta y cuatro, delgado, y de rasgos comunes y corrientes. Nada especial.

—Y qué te dijo.

—Me acerqué y le pregunté si necesitaba ayuda, si quería hablar conmigo. Me dijo que él no era creyente.

—Por lo menos éste es más sincero.

—Le hice un par de preguntas y el tipo está en la más absoluta soledad, cansado de todo, hastiado. Eso me conmovió.

—¿Y cómo sabes que se parece al que está en la cárcel?

—Me contó que tenía visiones en las que asesinaba a mucha gente.

—Pero, ¿de dónde sacas tú estos especímenes tan raros?

—Él mismo dijo eso.

—¿Qué?

—Que se sentía como un pingüino entre una manada de elefantes.

—Por Dios —exclama el padre Enrique dejando el vaso de limonada sobre una repisa de la biblioteca—. Lo que me pregunto es por qué te buscan a ti, hombre.

—No, este fulano no quería hablar conmigo. Creo que quería estar en un sitio propicio para meditar, para pensar un poco sobre lo que había sido su vida. Estaba como en un momento de reflexión cuando lo interrumpí.

—¿Y qué le dijiste cuando te contó lo de los crímenes?

—Lo invité a tomarse un café en mi estudio y no quiso. Le dejé mis datos para que me ubicara cuando fuera necesario.

—Qué vaina tan extraña.

—¿Sabes una cosa? Volví a sentir con él lo mismo que sentí con el otro.

—¿En qué sentido?

—Creo que hay una maldad que lo tiene aprisionado, que no lo va a dejar escaparse tan fácilmente. Parece como una marioneta gobernada desde las sombras. Me asusta tanto, no te imaginas.

—¿Tienes dónde ubicarlo?

—No quise que se sintiera presionado. Tú sabes que a veces uno genera el efecto contrario y la gente se va. Sólo sé que se llama Campo Elías.

—Esperar a ver qué pasa.

—Lo que más me preocupa es que hay dos posiciones frente a esto: una es decir que el tipo está loco, que es un psicópata, que tiene problemas mentales y resentimientos que lo convierten en un trastornado con tendencias homicidas. Si uno piensa así, Enrique, queda tranquilo, con la conciencia en paz, y señala con el dedo al individuo y dice: «Esta persona no es como nosotros, los normales, pobrecito». Esa posición me parece cómoda y fácil, no hay que hacer un gran esfuerzo ni pensar mucho.

—Ya estás comenzando a retorcerlo todo.

—La otra posición es aceptar que gente común y corriente es lanzada a situaciones extremas y delirantes como consecuencia del ritmo de vida que estamos llevando. ¿Me entiendes? Sólo importa el dinero, la clase social, nadie habla ya con sus vecinos, la familia está desintegrada, no hay empleo, vivimos en grandes ciudades y entre multitudes pero sin amigos y cada vez más solos. Hasta que alguien, como si fuera un termómetro social que mide la irracionalidad general, estalla, mata, atraca un banco o se lanza desde un puente. Si pensamos de esta manera, la responsabilidad de esos delitos es nuestra, de todos, pues estamos construyendo un monstruo que va a terminar tragándonos y destruyéndonos.

—Creo que exageras, como siempre. Porque la presión es la misma para todo el mundo. Entonces por qué hay unos que estudian y trabajan y llevan una vida normal, y otros que terminan secuestrando o masacrando a sus congéneres.

—Grados de sensibilidad. Unos se dejan embrutecer con facilidad, y los otros, que son más sensibles y a veces más inteligentes, no pueden más y explotan.

—No seas miserable, Ernesto, eso pone el mundo patas arriba. Ahora resulta que la gente buena y trabajadora es imbécil e insignificante, y que los hampones y los genocidas son brillantes y sensibles. Si sigues pensando así vas a terminar muy mal.

—Sí, suena fatal.

—Pues claro, hombre, eso es pensar las cosas al revés.

—No sé, era sólo una idea.

—Muy mala, por cierto.

—Y no te he contado lo peor.

—¿Más?

—Me llegó un caso de posesión demoníaca.

El padre Enrique se pone de pie y se recuesta en el escritorio de la biblioteca. Dice con cansancio:

—Ya conoces lo que pienso al respecto. Remite la persona de inmediato a un psiquiatra.

—Sí, mejor ni te cuento.

—Terminaríamos discutiendo seguro.

—No sé qué es lo que está pasando de un tiempo para acá. Sospecho que la humanidad se desmorona, que está siendo vencida y derrotada por fuerzas descomunales. Y me siento en el centro del huracán.

—Creo que estás pasando por una crisis severa.

—Es verdad.

—Tómate unas vacaciones, viaja, descansa de tanta presión.

—Presiento que es más grave.

—A qué te refieres.

—¿Alguna vez has perdido la fe?

—He dudado, Ernesto, para qué lo voy a negar. Pero eso nos pasa a todos.

—¿Nunca has sentido que ya no quieres ser sacerdote?

—No, eso no. Tú sabes que yo tengo una visión política de mi sacerdocio. Es un convencimiento vertical, sin dudas de ninguna clase.

—Yo no tengo esa seguridad tuya.

—¿Estás pensando en retirarte?

—Sí.

—¿En serio?

—Sí, Enrique.

—Pero a tu edad…

—No importa, algo se me ocurrirá.

—Pero por qué.

—Perdí la fe y las ganas de ser sacerdote.

—Tú siempre has sido un modelo para los demás, los sacerdotes jóvenes te admiran.

—Hay una altivez en nuestro ministerio, una especie como de superioridad idiota, no sé cómo explicarte. No somos como los demás, nos creemos distintos, llevamos un ritmo de vida que nos impide mezclarnos y padecer con la gente de igual a igual. Somos como una raza de privilegiados que se hacen los humildes.

—Otra vez empiezas a exagerar.

—Sería bueno enamorarme de una mujer, tener hijos, buscar un empleo y bajar del pedestal en el que he vivido hasta ahora. Por qué no.

—La verdad es que no hay nada de malo en ello.

—La vida sacerdotal es estéril, muerta. De ahí esa arrogancia que nos caracteriza, nos creemos más porque en el fondo sabemos que somos menos.

—Eso ya es discutible.

—No me hagas caso. Lo que pasa es que tengo que retirarme, y pronto.

—Sería una lástima.

—Lo mío no es una crisis, es un conflicto definitivo.

—Piénsatelo bien.

El padre Ernesto se pone de pie y se estrecha la mano con el padre Enrique.

—Gracias por escucharme.

—Avísame si de verdad vas a retirarte.

—Yo te llamo.

Se despiden y el padre Ernesto sale a la calle. El viento arrecia desde las montañas y un frío invernal recorre las calles de Bogotá. Camina con las manos metidas en la gabardina, mirando el piso e inclinado un poco hacia adelante para contrarrestar la potencia de la ventisca que golpea los objetos y los cuerpos con una persistencia que parece deliberada. Mientras recorre las avenidas, los almacenes y los restaurantes del centro de la ciudad, piensa en Irene, en la forma como ella se entrega sin reservas, sin guardar nada para sí misma. Hay mujeres que aman protegiéndose la espalda, como si estuvieran seguras de que los hombres que las acompañan tarde o temprano serán sus enemigos. Ese amor, por lo tanto, sólo puede expresarse en presente, y siempre vigilando al otro para adivinar sus movimientos, para intuir la traición antes de que se presente. Y cualquier desconfianza, por mínima que sea, prepara la ruptura. Son afectos sinceros pero paranoicos, llenos de miedo, que dejan a esas mujeres cansadas y al borde mismo de la desesperanza. Pero por fortuna están las otras mujeres, piensa el sacerdote, las que depositan su cariño sin esperar nada a cambio, las que son felices brindándole al otro la plenitud de su experiencia interior. Y ese sentimiento de sobreabundancia espiritual se hace cuerpo, se nota en cada pliegue de su piel durante el acto sexual. Irene es así, se dice el padre Ernesto mentalmente, me quiere con seguridad, con la certeza de que yo soy el hombre que la hace feliz.

Llega a la Plaza de Bolívar y, al pasar frente a las escalinatas de la Catedral, ve a un niño de unos seis años de edad acurrucado a la entrada. Tiembla de frío y se abraza las piernas recogidas buscando un poco de calor. La imagen no tiene nada de novedoso, pero hay un desamparo tan grande en la mirada del niño, una expresión de desvalimiento y orfandad, que el sacerdote se acerca, se quita la gabardina y se la entrega al muchacho que lo mira con los ojos desorbitados.

—Ten, esto te abrigará un poco.

Un hombre aparece por el costado izquierdo. Está vestido con harapos y tiene las mejillas cubiertas por unas llagas amarillentas y rosáceas, como si estuviera contagiado de una lepra en estado muy avanzado. Tiende la mano y dice con una voz gruesa y sonora:

—Una ayuda, patroncito.

El padre Ernesto no alcanza a hacer o a decir nada, cuando una vieja desdentada y apoyada en un bastón surge a su derecha y le dice:

—Una limosnita, por el amor de Dios.

Va a dar un paso atrás para guardar distancia y tropieza con otro cuerpo. Se da la vuelta y un anciano de barba blanca con las cuencas de los ojos vacías le impide la salida y le susurra:

—Apiádese de los pobres, jefecito.

La frase no es una súplica sino una amenaza. Está pronunciada con ira, con resentimiento, como advirtiéndole de un ataque que está a punto de presentarse. Abre los brazos, empuja al ciego haciéndolo caer y pega un salto hasta quedar por fuera del cerco que acaban de tenderle los pordioseros. Sin mirar hacia atrás empieza a correr por el andén oriental y gira a la izquierda por la Calle Décima para internarse en el barrio de La Candelaria. Dos cuadras más arriba se detiene y un soldado que está haciendo guardia frente al Museo Militar lo reconoce y lo saluda:

—Buenas, padre.

—Qué tal, hijo —responde el sacerdote.

—¿Le sucede algo, padre?

—No, hijo, gracias, tengo afán.

Y sigue su camino con paso rápido, respirando con agitación, como si quisiera alejarse definitivamente de una presencia nefasta que lo persiguiera con oscuros propósitos.

Andrés camina por los jardines de la Fundación para Enfermos de Sida. Un sol radiante atraviesa el follaje de unos sauces llorones e ilumina el césped de un patio interno donde algunos enfermos conversan con psicólogos, médicos y trabajadores sociales. Piensa en los fuertes celos que ha estado sintiendo desde que Angélica le comentó su conducta desordenada y promiscua. Unos celos absurdos, se dice Andrés sin dejar de caminar, no sólo porque los celos sean absurdos en sí mismos, sino porque en este caso son hacia el pasado, hacia atrás, hacia hechos irremediables que sucedieron cuando ella estaba sola y por fuera de la relación sentimental con él. Sin embargo, también lo atormenta pensar que esa manera de comportarse no se haya presentado sólo cuando la relación terminó, sino durante la relación misma. Recuerda llamadas extrañas a altas horas de la noche, amigos que aparecían sin avisar por la casa de ella para invitarla a salir un viernes o un sábado después de la comida, regalos (un reloj, un saco) a los cuales ella les restaba importancia diciendo que Fulano o Mengano eran para ella viejos compañeros de colegio, casi hermanos. ¿No se acostaba ya desde ese entonces con varios hombres? ¿No era su apariencia de jovencita casta y solitaria una máscara que escondía detrás una hembra entregada al sexo desenfrenado y lujurioso?

Andrés se detiene debajo de uno de los sauces y se sienta a esperar. Arranca pequeños trozos de pasto mientras sigue pensando abstraído y meditabundo. Una noche que estaban solos en la casa de ella, recuerda, sonó el timbre de la calle. Andrés ya se disponía a abrir la puerta cuando Angélica le dijo:

—No, no abras.

—Por qué.

—Espera. Miro primero a ver quién es.

Subió las escaleras y observó hacia la calle desde una de las ventanas del segundo piso. Luego bajó y dijo:

—Es Camilo, uno de mis amigos de colegio. No quiero hablar con él ahora.

—Pues dile que estás ocupada.

—No, es un pesado, dejemos que se vaya.

El timbre seguía sonando con insistencia, como si Camilo supiera que ella estaba dentro de la casa y no quería recibirlo. Andrés volvió a decir:

—Esto es ridículo. Por qué no sales y le dices que se vean mañana.

—No, deja que se canse y que se vaya.

—Si quieres salgo yo y le explico.

—No, no, deja así, ya se va a ir.

Finalmente el timbre dejó de sonar y todo volvió a la normalidad. Andrés se olvidó del asunto y no le dio mayor importancia. Pero ahora, revisando el pasado, la sospecha le carcome las entrañas y lo hace sufrir de una manera cruel y dolorosa. ¿Por qué había sido tan ingenuo? ¿Por qué no se había dado cuenta de que ella tenía actitudes y comportamientos típicos de una mitómana, de una mujer que miente aquí y allá (a veces sobre cuestiones nimias e insignificantes) hasta perderse en el laberinto de sus propias mentiras? ¿Por qué una persona enamorada no ve, no piensa con normalidad, no intuye y no recela aunque tenga las evidencias frente a sus narices? Y cuando lo hace ya es tarde, porque el mitómano ha tenido tiempo de recomponer la estructura de falacias y de hacer encajar las partes que habían quedado sueltas. Sí, cómo le molesta ahora imaginarse como el novio bueno y engañado, el lado limpio de la vida de Angélica, el joven estudioso y crédulo a quien timaban con facilidad, como si se tratara de un niño englobado y despistado. ¿No había sido Angélica siempre un lobo con piel de oveja?

Otro día ella contestó el teléfono y comenzó a hablar con monosílabos y frases evasivas. No pronunció el nombre de su interlocutor ni una sola vez y por eso Andrés no pudo adivinar con quién estaba conversando.

—¿Con quién hablabas? —preguntó cuando ella colgó.

—Con Marta, mi amiga.

—¿Y qué te dijo?

—Está deprimida y se siente mal. No quise darle mucha cuerda y por eso la corté en seco. Después hablo con ella.

—¿No es un poco cruel dejarla así?

—No quiero que me amargue el día contigo. Esta noche la llamo, te lo prometo.

—Allá tú —había dicho él con resignación.

—Yo quiero estar contigo, bobo, y divertirnos hoy un poco —le dijo Angélica abrazándolo y dándole besitos en las mejillas y en el cuello.

¿Por qué no había dudado de ella nunca? ¿Por qué no se había dado cuenta de que le estaban metiendo los dedos a la boca? Y lo peor es no estar seguro de nada, se dice Andrés mentalmente, no haber sido testigo de un hecho grave e irremediable, sino tener que vivir a punta de suposiciones, hipótesis y conjeturas. Acaso sea ésa la razón por la cual el celoso se vuelve un detective, un policía que va en busca de una verdad sombría, dañina y escurridiza. No obstante, más allá de sus celos personales, se pregunta por las bases que sostienen el apego de un cuerpo a otro cuerpo. ¿Por qué quedamos atrapados, presos, en la piel de quien amamos? ¿Por qué creemos que alguien puede ser nuestro, como si fuera un objeto adquirido en un almacén o en un supermercado? ¿Por qué sufrimos tanto imaginándonos al otro gozando en brazos ajenos? ¿No es responsabilidad de cada quien lo que hace o deja de hacer con su cuerpo? De todos modos, Andrés no puede evitar que una serie de imágenes se incrusten en su cerebro sin saber cómo ni por qué: Angélica acostándose con sus amigos en moteles, insinuante y descarada; Angélica desnuda en un carro acariciándose con su amante de turno; Angélica llegando al orgasmo en el apartamento de algún compañero, sudorosa, lúbrica y vulgar. Son imágenes que intenta alejar de sí, expulsar, pero que no puede hacerlo porque se da cuenta de que en el fondo, muy adentro, le gustan. Es una situación doble: por un lado está al borde de la desesperación, y por el otro las imágenes lo excitan y lo hacen desear a Angélica aún más, como si al estar con otros hombres se convirtiera en una mujer más llamativa, encantadora y atractiva. De algún modo, termina diciéndose Andrés, es como desearla a través del deseo de los otros.

De pronto levanta la mirada y ve a Angélica que viene caminando hacia él. Los granos de la cara han desaparecido y ella parece una muchacha normal, sana y con toda una vida por delante. Andrés tira un puñado de pasto al piso y se pone de pie.

—Quihubo, ¿te aburriste mucho? —lo saluda ella dándole un beso en la mejilla.

—No, para nada.

—Qué lindo día.

—El sol está delicioso. ¿Cómo te fue en la terapia?

—Bien.

Comienzan a andar hacia el parqueadero.

—¿Tienes tiempo? —pregunta Andrés pasándole el brazo por la espalda.

—Para qué.

—Tienes o no tienes.

—Sí, sí tengo —dice ella sonriéndose.

Suben al auto y salen de la Fundación después de mostrar la contraseña. El tráfico, como de costumbre, obliga a una marcha lenta y parsimoniosa.

—¿Para dónde vamos? —pregunta Angélica.

—Imagínate.

—No sé.

El carro desciende por la Calle Veintiséis y la congestión disminuye permitiendo aumentar la velocidad. Angélica cambia el tono de voz y pregunta entre nerviosa y preocupada:

—Dime para dónde vamos.

—¿No te lo imaginas?

—No.

—Quiero estar contigo.

—¿Qué? —dice ella volteándose y mirándolo de frente.

—Quiero que estemos juntos.

—¿Estás loco o qué?

—¿Por qué?

—Tengo sida, Andrés, ¿no te das cuenta?

—Y qué.

—No te hagas el imbécil.

—Usamos condón y no pasa nada.

—El riesgo es muy alto, tú estás loco.

—Necesito estar contigo, no puedo más.

—Y si yo no quiero…

—Sí quieres.

—Cómo lo sabes.

—Porque sigues sintiendo, porque sigues deseando.

—No quiero hacerte daño —dice ella con la voz apagada, amigable, cariñosa.

—Tendremos cuidado, no te afanes.

—Si te contagio es como asesinarte.

—Te deseo tanto, Angélica…

—Me muero de miedo.

—No va a pasar nada, tranquila.

Voltea a mano derecha e ingresa el auto en un motel con un cartel fosforescente que anuncia: Galaxia 2000. Un joven le indica que estacione en el pequeño garaje de una cabaña independiente. Luego se acerca, le explica a Andrés el precio y los servicios del lugar, recibe el dinero más una propina y entrega un recibo que sirve como boleto de salida. Se despide y desaparece con una libreta de facturas en la mano.

Entran, cierran la puerta y se abrazan.

—¿Por qué no fuimos a tu estudio? —le susurra Angélica al oído.

—Quería que fuera aquí, con espejos y todo. Ella se ríe y le pregunta:

—¿Te puedo besar en la boca?

—Claro que sí, eso no contagia —y él le busca la boca y la besa con lentitud, introduciéndole la lengua poco a poco.

Entonces ahí, en el momento menos esperado, llegan las imágenes: ella con sus amantes tocándose y cogiéndose en medio de la ebriedad de las drogas y el alcohol, ella esperando ser poseída entre bromas y risas, ella besándose y hablando en voz baja en cuartos alquilados de moteles populares. Andrés siente que él no es él, sino los otros, los muchos rostros anónimos que gozaron de una cercanía física con Angélica. Es como desdoblarse, como multiplicarse en varios seres desconocidos, como salir de sí para desearla desde una muchedumbre que avasalla su cerebro poderosamente. Y así, en estado de trance, ido, mutante, sufriendo transformaciones internas vertiginosas, la desnuda, la acaricia, se pone el condón y la penetra con otro rostro y otra identidad. Hace el amor con ella experimentando a cada segundo una metamorfosis que lo hace verla y sentirla de manera diferente. Le brinda placer llamándose Carlos, Jairo, Álvaro y un sinfín de nombres más que estuvieron a su lado, que disfrutaron de sus senos y su sexo así como él está disfrutando ahora. Y sin saber muy bien lo que está haciendo, como invadido por una fuerza superior, voltea a Angélica y sigue penetrándola así, de espaldas, sin que ella pueda ver lo que él está planeando, y se quita el condón e introduce su miembro en la vagina sin ninguna protección, arrojándose al abismo con los ojos cerrados, saltando al precipicio sin meditarlo, metiéndose en la boca del lobo sin medir las consecuencias, caminando entre las brasas sin importarle las quemaduras, viajando a través de un país indómito, agreste y selvático, entre tribus salvajes y caníbales. Angélica grita, él la agarra de las caderas con fuerza y eyacula mirándose sin reconocerse en un espejo que tiene frente a sí, observando ese rostro alucinado y bestial con la absoluta certeza de que no es el suyo, de que no tiene nada que ver con él. Luego se recuesta sobre la espalda de Angélica, respira con la boca abierta y comienza a recordar lentamente que se llama Andrés y que acaba de suicidarse sin conocer aún los resultados definitivos.