OCTUBRE 12: El inicio de un diario es un ejercicio cotidiano de introspección y certifica la inmensa soledad de quien lo escribe. Y sí, eso es lo que soy, un solitario sin remedio, porque por más que intento acercarme a los otros y entablar con ellos alguna relación duradera, no lo logro. No sé qué es lo que pasa conmigo. Yo veo que los demás tienen amigos, novias, compañeros de trabajo, y me pregunto cómo harán para relacionarse y entrar a hacer parte del conglomerado social. Mi sensación es la contraria: estoy por fuera, flotante, periférico, y observo desde mi lejanía el comportamiento de aquellos que me rodean y no me identifico con ellos. Los veo como bichos de otra especie, como animales raros cuya conducta no deja de sorprenderme.
Ayer, por ejemplo, una de mis vecinas tocó el timbre de mi apartamento:
—Buenos días —me dijo la señora con una sonrisa amplia que intentaba ser simpática.
—Buenos días —contesté con seriedad, seco.
—Queríamos pedirle un favor.
—Dígame.
Sacó un folleto informativo y lo desplegó frente a mí:
—Pertenezco a una fundación que ayuda a los desplazados de la guerra. Es gente que tiene que abandonar sus hogares, sus parcelas de tierra y sus animales, y que llega a la ciudad sin nada: son personas que no tienen dónde vivir, no tienen trabajo y mucho menos un plato de comida para sus hijos. Cualquier colaboración que usted pueda prestar, el país se la agradecerá.
—No, gracias.
—¿Cómo?
—Que no me interesa, gracias.
—¿Pero por qué, señor?
—Porque me tiene sin cuidado y punto.
—Son compatriotas suyos.
—Me da igual.
—No puede ser tan cruel.
—Si no pueden sobrevivir es mejor que se mueran.
—Pero de qué está hablando usted.
De que somos muchos, señora, hay exceso de población, y lo mejor que puede pasar es que se mueran unos cuantos.
—No puede ser tan miserable.
—La miserable es usted, que está mendigando para unos incapaces.
—Ojalá nunca necesite ayuda porque nadie se la va a prestar.
—Si no puedo vivir por mis propios medios, la espicho sin quejarme, señora, sin lloriqueos.
—Qué hijo de puta —dijo doblando el folleto y dándose la vuelta para bajar las escaleras.
—Encima de bruta, grosera —dije cerrando la puerta.
Escenas por el estilo me suceden a cada rato, todos los días. No entiendo la forma de pensar de la gente que me rodea, no comprendo sus ideas y sus argumentos. Siempre terminan odiándome, retirándose en medio de insultos y blasfemias. Qué le vamos a hacer.
OCTUBRE 13: Hay una estirpe de individuos que no soporto: los pordioseros. Esos sinvergüenzas que andan por ahí mostrando sus muñones, sus cicatrices, sus hijos famélicos y desnutridos, no me producen sino asco y ganas de estrangularlos. Y cuando digo asco no me refiero a su pobreza extrema, a que me disguste su olor o sus harapos, sino su actitud de bajeza y de autoconmiseración. Me repugna que alguien convierta su propia debilidad en un espectáculo, y que encima de eso obligue a otros a degradarse dándole una limosna. Es el colmo.
Pero qué se puede esperar de un país donde todo el mundo tiene mentalidad de limosnero. Los políticos piden contribuciones a sus electores, los sacerdotes son unos vagos que viven del bolsillo ajeno, los colegios piden una ayuda extra cada año a los padres de familia, los hospitales suelen inventarse pretextos para mendigar tales como «el día del niño diferente» (un eufemismo que se refiere a tarados mentales, mongólicos y oligofrénicos), «el día del cáncer» o «el día de la poliomielitis», y hasta el mismo Presidente de la República se la pasa como un indigente rogando que las naciones desarrolladas le tiren unos cuantos pesos. Los noticieros de televisión nos informan cada mes que «el señor Presidente se entrevistó con el Banco Mundial para concretar la ayuda para Colombia», o que «el señor Presidente está de visita en Madrid para recordarle a España la importancia de sus donaciones al problema del narcotráfico». Qué ejemplo recibe una nación que ve a su principal mandatario de rodillas suplicando unas cuantas monedas. Colombia no es un país, sino una orden mendicante.
OCTUBRE 14: La constitución consagra el derecho a la diferencia y al desarrollo de la libre personalidad. Pero es letra muerta. La sociedad no soporta a aquel que se aleja de las reglas del rebaño. La tendencia a masificar ideas y conductas hace del diferente un individuo indeseable, como si fuera un elemento peligroso para el desenvolvimiento de la máquina social. Así me siento: excluido, rechazado, como un leproso medieval, como si estuviera contagiado de una enfermedad que pudiera generar una pandemia.
Hoy, en las horas de la mañana, entré en una tienda de víveres que está frente a mi edificio para comprar pan y una bolsa de leche. En la caja registradora pregunté el precio, y el dueño, ignorándome a propósito, se quedó viendo televisión.
—¿Cuánto es?, por favor —repetí con unos billetes en la mano. El tipo siguió concentrado en su programa televisivo.
—Hey, señor, por favor —dije subiendo la voz para captar su atención. Sin desviar la mirada del aparato, el tendero dijo:
—¿Qué le pasa?
—Necesito pagar estos dos productos.
—Ordeñe una vaca y construya un horno de pan en su casa —dijo el hombrecillo con los brazos cruzados en el pecho, sin mirarme, pendiente de su televisor.
—¿Cómo?
—Ya oyó lo que le dije.
—De qué me está hablando.
—Usted no necesita de nadie.
—Quiero comprar estas dos cosas, ¿cuál es el problema?
—Que yo no quiero vendérselas.
—¿Por qué?
—Usted es una persona autosuficiente, que no necesita de los demás, entonces arrégleselas como pueda.
—Yo a usted no le he hecho nada.
—Los tipos como usted deberían vivir en las montañas, en cavernas, apartados.
—¿Por qué me está diciendo todo esto?
—Si somos un estorbo para usted, ¿por qué no se larga a vivir a la selva?
—Sigo sin entender nada.
—Mejor. Deje eso sobre el mostrador y váyase de mi tienda.
—¿Por qué me trata así?
—Porque así trata usted a los demás.
—Yo nunca he entrado a su tienda a insultarlo.
—No hace falta.
—Entonces, ¿qué le pasa?, ¿qué tiene contra mí?
—Es al revés, es usted el que tiene algo contra nosotros.
Puse la leche y el pan sobre el mostrador, levanté los brazos y grité:
—¡Qué es lo que está pasando aquí, no joda!
Por primera vez volteó la cabeza y me miró cara a cara:
—Mi hermano es un desplazado de la guerra. Los paramilitares asesinaron a su esposa y a sus dos hijos. Está en Bogotá buscando trabajo en lo que salga. Vive gracias a una pensión mensual que le da la fundación «Amigos por Colombia». Usted fue el único vecino que insultó a los desplazados, que los trató como si fueran una mierda. Otra gente no colaboró porque no tenía fondos o porque tenía dudas sobre el manejo que la fundación iba a darle a su dinero. Es comprensible. Pero el único arrogante y engreído que trató a los desplazados como vagos, limosneros e incapaces, fue usted. Así que haga el favor de largarse y no vuelva a poner los pies por aquí. Ya sabe que no es bienvenido en mi tienda.
Salí sin decir nada. Era inútil ponerme a discutir y a dar explicaciones. En la puerta del edificio me tropecé con la encargada del aseo y la saludé:
—Buenos días.
No me devolvió el saludo. Me detuve y repetí:
—Buenos días, señora.
—Siga derecho, por favor.
—¿Qué?
—Siga derecho, déjeme en paz.
—Sólo la saludé, qué hay de malo en ello.
—Mejor no lo haga.
—Pero qué carajos está pasando.
La señora levantó la cara y, con la escoba en la mano, me increpó:
—Doña Beatriz me consiguió este trabajo y quiero aclararle que ella no es ninguna ladrona ni embustera. Usted no puede insultarla y quedarse tan campante, como si no hubiera pasado nada. Qué descaro.
Me dio la espalda y siguió barriendo el corredor. No tuve más remedio que subir a mi apartamento y encerrarme a maldecir sin testigos.
OCTUBRE 15: Estoy asistiendo a la universidad y dentro de poco terminaré la carrera de Lenguas Modernas. Soy el único adulto entre los estudiantes, quienes oscilan entre los dieciocho y los veinticinco años. Podrían ser mis hijos. Sin embargo, esta mañana, en la cafetería de la universidad, una muchacha de mi semestre se me acercó y me dijo en la fila, mientras esperábamos que nos atendieran:
—Tú siempre andas solo.
—Soy un poco mayor que todos ustedes —expliqué. —A mí me gustan los hombres mayores. Detesto meterme con niños.
—¿Sí?
—Son inmaduros y tontos.
—Podríamos salir un día a tomar algo.
—¿Cuándo?
—Cuando quieras.
—Hoy, después de clases —dijo ella entusiasmada.
—¿Y adónde quieres ir?
—¿Tienes carro?
—No.
—Ahh… —suspiró con evidente desilusión.
—Podemos irnos en bus o en taxi.
—Sí —dijo sin ganas, como si yo hubiera cometido alguna falta grave.
—¿Cuál es el problema?
—Hay unos restaurantes en el norte deliciosos. Con carro todo es más fácil. Además, después tienes que ir a dejarme a mi casa. Qué pensarán mis papás si me ven llegar en un taxi sola.
—Tienes razón, mejor dejémoslo así. Consíguete un chofer en otra parte —dije saliéndome de la fila y dirigiéndome a la biblioteca.
Lo peor de esta situación es que se repite en mi vida una y otra vez. Cada vez que salgo con una mujer me tropiezo con su arribismo, con sus siniestros intereses económicos, y me aburro hasta el punto de tener que dejarlas plantadas en los restaurantes o donde sea que esté con ellas. Me enferma su actitud capitalista, clasista, de una superficialidad asfixiante e insoportable. He terminado por odiarlas, por aborrecer sus conversaciones banales, su maquillaje ridículo, sus perfumes de mal gusto y las baratijas que se cuelgan como si fueran joyas de primera calidad. No las soporto.
El otro día estaba comiendo con una amiga en un restaurante normal de clase media, en Chapinero. Nos sirvieron un menú casero, nada especial, pero bien preparado y condimentado. Apenas probó la comida su cara se transformó en una mueca de asco y dejó los cubiertos sobre la mesa.
—¿Qué pasa? —pregunté entre bocado y bocado.
—Nada.
—¿No te gusta la crema de cebolla?
—No.
—¿Y el pollo frito tampoco?
—No.
—Puedo pedir que te lo cambien por otra cosa.
—No, gracias.
—¿Estás enferma?
—No, no es eso.
—Entonces…
—Este lugar, no sé…
—¿Qué sucede con el sitio?
—Pensé que me ibas a llevar a otra parte.
—Aquí la comida es deliciosa, y barata.
—No estoy acostumbrada a estos lugares.
—Pero éste es un restaurante decente.
—No me siento bien aquí, lo siento.
Decidí poner las cartas sobre la mesa, sin ambigüedades:
—Si esto es muy poco para ti, es mejor que te vayas. Puedo terminar mi comida solo.
Se levantó, cogió el bolso y salió a la calle. Descansé. El problema de todas estas imbéciles es que no han conocido la necesidad, el hambre, la ausencia durante días de un mendrugo de pan o de un vaso de agua. Sus ínfulas de grandeza revelan su bajeza.
OCTUBRE 16: Hace un tiempo la falta de sexo me exasperaba, me deprimía, me amargaba, me hacía ver la realidad oscura y sin gracia. Intenté acudir a un burdel y el experimento fracasó por completo. No pude estar con la mujer que elegí para subir a las habitaciones, un sentido del aseo y del exceso de limpieza me lo impidió. Tengo una manía por la asepsia y la pulcritud corporal que me impide acercarme a mujeres de esa índole.
Eran las diez y media de la noche, las dos pistas de baile estaban atiborradas de parejas alegres y eufóricas, y las chicas del local iban de un lado para el otro con sus blusas bien escotadas y su andar vacilante y cadencioso. Llamé a una rubia alta, de piernas largas, delgada. Se sentó a mi mesa con una sonrisa que hacía alarde de una dentadura brillante e impecable.
—¿Quieres un trago? —le pregunté.
—Sí, gracias.
—¿Te gusta el whisky?
—Me encanta.
—¿Con hielo?
—Por favor.
La cortesía de la muchacha me agradó, sus buenos modales, su finura. Le entregué el vaso y brindamos:
—¿Cómo te llamas? —me preguntó.
—Campo Elías.
—Yo me llamo Valeria —y alzó el whisky sobre la mesa—. Por el placer de conocerte, Campo Elías.
—Lo mismo digo.
Chocamos los vasos y bebimos. Las luces fueron bajando, el sonido de la música se hizo menos estridente y las parejas regresaron a las mesas y tomaron asiento.
—¿En qué trabajas? —me preguntó.
—Ahora estoy estudiando Lenguas Modernas.
—¿Y antes?
—Estuve en el ejército varios años.
—¿Te retiraste?
—Se puede decir así, sí.
—Te aburriste.
—No exactamente.
—Qué pena, me estoy metiendo en tu vida privada.
—No, no es eso, no te preocupes. Lo que ocurre es que estuve en el ejército norteamericano, no aquí.
—¿En Estados Unidos?
—Estuve en las tropas que enviaron a Vietnam.
—¿En la guerra? —dijo con los ojos bien abiertos.
—Sí.
—Increíble.
—Estuve dos veces. En el sesenta y nueve y en el setenta y uno. Hace mucho tiempo ya de eso.
—¿Tuviste algún rango especial?
—Fui sargento de primera clase.
—¿Y recibes una pensión o algo así?
—Una mensualidad de la Asociación de Veteranos. Hasta hace poco. Ya no.
—Increíble —repitió la chica con el vaso de whisky en la mano—. Estoy sentada con un héroe de guerra.
La conversación fluyó entre bromas y chistes que nos lanzábamos de lado a lado. Valeria no sólo era una joven atractiva y simpática, sino que me hacía sentir a gusto, cómodo, como si fuéramos viejos amigos. Por eso cuando terminamos la botella me atreví a sugerirle:
—Podríamos subir a las habitaciones, si quieres. Me dijo un precio y me advirtió que contábamos con cuarenta minutos. Estuve de acuerdo.
—¿Habías venido antes? —me preguntó subiendo las escaleras.
—Nunca.
Le entregué unos billetes, entramos en una habitación que estaba con la luz apagada y Valeria cerró la puerta con seguro.
—¿Quieres que prenda la luz?
—Sí, no veo nada.
Y ahí comenzó el problema. Apenas vi la cama de madera sin pulir, el cobertor barato, arrugado y mal tendido, el piso manchado y las cortinas rasgadas, un malestar general se apoderó de mí. Para rematar, el olor frutal de algún líquido que habían usado para aromatizar se mezclaba en el aire con unos efluvios nauseabundos que salían del baño, produciendo una atmósfera insana y asfixiante. Valeria se desnudó y yo apenas me atreví a tocarla. Imaginé una secreta comunicación entre los hedores del cuarto y su carne prostituida. No podía concentrarme en su cuerpo escultural ni en su rostro delicado ni en su cabellera exuberante. Quería respirar aire puro, nada más. Decidí largarme de allí cuanto antes:
—Lo siento, no puedo.
—Estás muy tenso, relájate.
—Creo que no es el día, lo siento.
Abrí la puerta, bajé las escaleras del negocio y sólo descansé cuando alcancé la calle y respiré a pleno pulmón.
Desde entonces prefiero comprar la revista Playboy y masturbarme tranquilamente en la soledad de mi habitación. Quién iba a creer que yo terminaría convertido en un onanista retraído y misógino.
OCTUBRE 17: Tengo intacta en el recuerdo esa madrugada calurosa y polvorienta. Una vecina tocó el timbre de la casa y me dijo:
—A su papá le pasó algo. Está en la plaza, vaya a ver.
Es difícil sospechar a los catorce años la inminencia de una desgracia familiar. Sin embargo, hubo un signo en la mirada de la mujer, una señal, un aviso cruel que parecía decir: acércate y comprueba tu destino cara a cara. Crucé corriendo las calles vacías del pueblo, ansioso, con ganas de enterarme de una vez por todas qué era lo que le había sucedido a mi padre. Cuando llegué a la plaza, ya un gentío de vecinos y conocidos estaba reunido alrededor de un árbol gigantesco, justo frente a la iglesia. Una mujer intentó impedirme el paso.
—No mires, Campo Elías —me dijo agarrándome de la camiseta y tapándome los ojos con sus manos.
—¿Qué pasó? —pregunté.
—No te acerques, mi amor, vete —dijo ella.
Me solté a las malas, empujé esos cuerpos adultos que no me permitían avanzar y por fin alcancé la primera fila de curiosos que, con la cabeza levantada, contemplaban hacia arriba un espectáculo grotesco: el cadáver amoratado y con los ojos abiertos de un hombre que se bamboleaba con una soga al cuello. Era mi padre. Las primeras luces de la mañana atravesaban el follaje e iluminaban el lazo hundido entre los pliegues de la garganta.
—Hay que bajarlo. Que alguien consiga una escalera y un machete —gritó el sacerdote bajando las escalinatas de la iglesia. Una beata comentó:
—No podemos enterrarlo en el cementerio. Los suicidas no tienen perdón de Dios.
OCTUBRE 18: Mi vida no tiene ningún ingrediente esperanzador. Está compuesta por una rutina desagradable y sin sentido. Tal vez lo peor de mi situación es que tengo que soportar la presencia fastidiosa e irritante de mi madre, una anciana decrépita, sucia, envidiosa y tacaña cuyo cuarto apesta a sudor acumulado y carne descompuesta. Vive con las piernas llagadas y cubiertas de heridas que supuran de día y de noche. Es una momia que no se baña nunca, degenerada y despeinada, que no sabe masticar ni comer sin hacer ruido.
Esta mañana nos tropezamos en la cocina y le pedí un préstamo irrisorio de dinero mientras me pagan unas clases de inglés que dicté la semana pasada.
—No tengo —me respondió con su voz gruesa y desagradable.
—Es sólo por unos días.
—Ya le dije que no tengo.
—En unos días le regreso la plata.
—¿Usted es sordo o qué?
—Qué le cuesta hacer un favor.
Se inclinó sobre el lavaplatos y escupió con fuerza. Me pareció intolerable, le pegué un manotón en la espalda y le grité:
—¿Cuántas veces le he dicho que no haga esas porquerías? ¡Vieja bruja!
—No me vaya a pegar —dijo con miedo, asustada.
Le di un empujón que la lanzó contra los cajones de la alacena, me dirigí hasta su alcoba, me tapé las narices, abrí el cajón de la mesa de noche y cogí unos cuantos billetes. Antes de salir del apartamento le dije:
—Ahora entiendo por qué se mató mi papá.
OCTUBRE 19: La entrevista con el sujeto se llevó a cabo en unos billares de la Carrera Décima con la Calle Quince, en el centro de la ciudad. Nos hicimos al fondo del local, un poco retirados de los jugadores que procuraban demostrar sus capacidades con los tacos en la mano. El enlace había sido un capitán del ejército amigo mío.
—Cuénteme —dijo el hombre alisándose unos bigotes largos que le daban a su rostro aindiado un aire malévolo y rufianesco.
—Necesito un trabajito.
—¿Como qué será?
—Eliminar a una anciana de ochenta años.
—¿Con quién vive ella?
—Con un hijo que está afuera casi todo el día. Se la pasa sola en un apartamento.
—¿Hay celaduría en el edificio?
—No.
—¿Tiene guardaespaldas o seguridad privada?
—No, no, para nada.
—¿Alguien la acompaña cuando sale a la calle?
—No sale nunca.
—¿El apartamento tiene cerraduras de seguridad?
—No.
—Toca violentar la puerta del edificio y después la del apartamento. No es fácil.
—Puedo facilitarle copias de las llaves.
—Quedaría como el primer sospechoso.
—¿Entonces? —pregunté con las manos sudorosas, acalorado.
—Me toca ir con un amigo y que él se encargue de las puertas.
—¿Es de confianza?
—Fresco, hermano, hemos trabajado juntos varias veces.
—Necesito que las cosas salgan a la perfección, sin errores.
—Cómo quiere el trabajo.
—Cómo así.
—Quiere una paliza antes, quiere que sea a puñal, con revólver, quiere que parezca un accidente o un suicidio, quiere que nos llevemos los objetos de valor para que crean que fue un robo…
—Un robo es lo mejor, sí.
—Eso le vale doscientos mil pesos, hermano.
—¿Cómo?
—Doscientos mil.
—No pensé que fuera tan costoso.
—Somos profesionales, maestro, no aficionados.
—Tiene que darme un tiempo mientras reúno el dinero.
—Nos paga de una, en efectivo, y no nos volvemos a ver. Búsqueme cuando tenga la plata.
El bigotudo se levantó y desapareció entre los jugadores del salón. Esperé un par de minutos y salí a la calle sintiendo las mejillas rojas y los ojos ardientes a causa del humo de los fumadores.
OCTUBRE 20: Esta mañana mi alumna privada en la clase de inglés me sorprendió con un comentario ingenioso. Es una joven de catorce años. Estoy enseñándole el idioma a través de la novela de Robert Louis Stevenson, El extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde. Con el libro sobre las rodillas, me dijo:
—A usted le gusta mucho este libro.
—Sí —reconocí.
—Me lo dio a leer no sólo para enseñarme inglés, ¿verdad?
—No te entiendo.
—Hay algo más.
Me sonreí. Ella continuó:
—La historia de Jekyll es la de todo hombre.
—¿Tú crees?
—La suya, la mía, la de cualquiera.
—¿Tanto así?
—Somos ángeles y demonios al mismo tiempo. No somos una sola persona, sino una contradicción, una complejidad de fuerzas que luchan dentro de nosotros.
—Tal vez, sí.
—Somos cobardes y heroicos, santos y pecadores, buenos y malos. Todo depende de esa lucha de fuerzas, ¿no cree usted?
—Quizás, sí —dije asombrado de escuchar una opinión tan inteligente en una muchacha de esa edad.
—Yo sí creo. No existe el bien y el mal separados, cada uno por su lado, sino unidos, pegados. Y a veces se confunden.
OCTUBRE 21: No soporto el ruido de los autos, los pitos, los taladros, los aviones surcando el cielo de la ciudad constantemente, las fábricas y las máquinas de construcción. A veces me levanto a medianoche y percibo la alarma de un carro atravesando mi cerebro, y sé que no se trata de un robo, sino de algún imbécil que ha decidido fingir una imprudencia para torturar a sus vecinos. Entonces cargo mi revólver y me dan ganas de salir a la calle a darle una buena balacera a los cretinos que hacen escándalo sin pensar en los demás.
OCTUBRE 22: Odio también las luces potentes y los reflectores. Detesto estar sentado en un restaurante o en una cafetería y que un conductor me ponga las luces de su auto de frente, sin importarle la violencia que está ejerciendo sobre mí al obligarme a bajar la cara para no encandilarme.
Otra cosa que no aguanto es la lentitud, la parsimonia, la gente lerda y atolondrada. Hacer la fila en un banco o a la entrada de un teatro es para mí un auténtico suplicio.
OCTUBRE 23: Hoy me encontré en las escaleras con la señorona que recoge dinero para los desplazados. Me dijo:
—¿Ya recapacitó?
—¿Cómo dice?
—Que si ya pensó mejor las cosas.
—¿Qué cosas? —dije haciéndome el idiota.
—¿Se acuerda que estuve en su apartamento hace unos días?
—No —dije con el ceño fruncido, como intentando recordar.
—Fui a pedirle una colaboración para los desplazados por la guerra.
—Ah, ya me acuerdo…
—¿Ahora sí quiere colaborar? —me dijo con cara de «¿ya aprendió la lección, miserable?».
—No, no quiero.
—¿No? —dijo abriendo los ojos y quedándose sin palabras.
Me acerqué a ella lo que más pude, bajé la voz y dije mirándola a la cara:
—Escúcheme bien, menopáusica hijueputa: me importan un culo los desplazados, usted y sus aparentes obras de caridad. Y donde siga jodiéndome o predisponiendo a los vecinos contra mí, le voy a abrir la cabeza a plomo o le voy a sacar las tripas a cuchilladas.
Terminé de bajar las escaleras sonriente, silbando alegremente, dichoso.
OCTUBRE 24: El 24 de octubre de 1970 llegué a Nueva York. Me puse en contacto con unos amigos que trabajaban en la CIA. Ellos me recomendaron un apoyo espiritual: la Organización Rosacruz, con sede en California. Varios ex combatientes de Vietnam, agentes del FBI y de la CIA pertenecían a esta gigantesca orden internacional. Gracias a este acercamiento descubrí que mi vida actual no es más que el pálido reflejo de mi vida pasada.
Una noche, un maestro rosacruz me dijo:
—No es ésta la primera vez que está usted en el mundo.
—Sospecho algo así —comenté.
—¿Has tenido visiones?
—Sueños.
—¿De guerra?
—Recorro campos de batalla llenos de cadáveres.
—¿Te gusta estar solo?
—Mucho.
—¿Tienes facilidad para las armas de fuego y los puñales?
—Fui el mejor de mi división.
—¿Disfrutas los combates?
—Me siento bien cuando hay acción.
—No sientes miedo cuando estás frente al enemigo…
—Ninguno.
—Tú estás llamado a cumplir un destino militar. Ven, cierra los ojos y relájate un minuto —me ordenó.
El maestro me hizo entrar en trance. Mi cuerpo se quedó quieto en el presente mientras mi mente viajaba hacia atrás atravesando siglos en cuestión de segundos. Vi soldados luchando cuerpo a cuerpo, entre espadas y escudos que reflejaban los rayos del sol. Los heridos elevaban oraciones a sus dioses en lenguas diversas e incomprensibles. Yo estaba sangrando por una leve herida en las costillas. El hombre que estaba a mi lado era Alejandro Magno.
Un mes después de esta visión decidí regresar a Vietnam.
OCTUBRE 25: En la oscuridad de mi habitación veo los helicópteros levantando polvaredas en las pistas de aterrizaje de los campamentos. El sol inclemente quemando nuestros cuerpos, el olor magnífico de la marihuana antes de dormir, el sabor de los fríjoles en lata y de los cartones de jugo de fruta con suplementos vitamínicos. Para los soldados occidentales Vietnam no fue un país o una zona de guerra, sino un estado psicológico, una atmósfera que incluía mosquitos, insomnio, sed, paranoia constante, deseos de sobrevivir, melancolía, ansiedad, y sobre todo unas ganas frenéticas de matar a esos amarillos enanos y contrahechos que en cualquier momento salían de la selva con sus bayonetas listas, sus dardos de madera pulidos y sus cuchillos bien afilados. Cochinos orientales que eran capaces de caminar kilómetros enteros sin fatigarse, en absoluto silencio, sin dormir, atentos siempre al más mínimo crujido que indicara la presencia del enemigo.
En alguna oportunidad me tropecé con un compañero puertorriqueño que había servido conmigo en la misma división, y el tipo, después de unas copas en un bar, me preguntó:
—¿Pudiste olvidar?
—No —contesté sin pensar.
—Hay noches en las que me despierto con la boca reseca, agitado, y presiento la inminencia de un ataque —el soldado tomó aire y terminó su trago de un solo sorbo—. Entonces me levanto con el revólver cargado y reviso toda la casa con calma, con sigilo, listo para cualquier sorpresa. ¿Me entiendes lo que te digo?
—Sí.
—¿Te pasa lo mismo?
—Peor —bajé la voz para que ningún desconocido pudiera oírme—. Extraño la acción, las emboscadas, los disparos, la sangre de esos cabrones, las aldeas arrasadas, los innumerables muertos que dejábamos a nuestro paso. No creo que aguante ahora un empleo normal, una familia, unos vecinos amigables y un cheque al final del mes. Me moriría de tedio.
—Por eso me volví a alistar.
—¿Volviste?
—Voy a lo de Nicaragua. Estoy feliz.
—De pronto nos vemos por allá.
—Es una buena oportunidad, no la desaproveches.
OCTUBRE 26: En mi segunda visita a Vietnam alcancé a estar una semana en Saigón y en las playas de Vung Tau. Luego me trasladaron a una compañía especial en Houng Hoa, muy cerca de la frontera con Laos. Una noche, el recluta John Morris y yo nos perdimos en los alrededores de Dong Nai. Nuestra división tenía que patrullar todo el sector hasta Quang Thri, en las proximidades del paralelo 17, en plena zona roja. Nos desviamos unos pocos metros de la ruta original y eso fue suficiente para desorientarnos. El recluta estaba muerto de pánico y repetía en voz baja:
—Nos van a capturar.
La frase era muy reveladora: Morris no le tenía miedo a la muerte, sino a la tortura.
A las tres de la madrugada, sedientos y cansados, vislumbramos un bohío en medio de una explanada. Entramos con las armas listas para disparar. No había ningún hombre a la vista, se trataba de una familia compuesta por una abuela desdentada, una muchacha de edad indefinible y un niño de cuatro o cinco años de edad. Los atamos de pies y manos y les metimos unos pañuelos en la boca para que no gritaran.
—Tenemos que descansar al menos un par de horas. No puedo más —me dijo Morris exhausto, sin poderse mover.
—Primero hay que arreglar este problema.
—Esta gente está indefensa.
—No podemos confiarnos. Son del Vietcong, seguro.
—No estará pensando en…
—Sí, Morris, hay que hacerlo.
—¿Y el niño?
—También.
—No me pida que haga eso.
—Lo haré yo, tranquilo.
—Si dispara llamará la atención.
—Los pasaré a cuchillo.
Aún recuerdo la sangre caliente saliendo de sus gargantas y corriendo por mis antebrazos. Parecían mansos corderitos degollados entre el canto de los pájaros y las primeras luces de la mañana. Morris tuvo que salir del bohío para vomitar.
Alcanzamos sin tropiezos a nuestra compañía en Quang Thri.
OCTUBRE 27: Mi segunda estadía en Nueva York estuvo marcada por un suceso desalentador. Regresaba a altas horas de la noche a la residencia militar donde estaba hospedado cuando dos individuos negros me salieron al paso. Sus rostros sin afeitar y sus movimientos acelerados delataban el comportamiento característico de los drogadictos. El más pequeño me puso un revólver a la altura del estómago y me dijo:
—Lo que tenga, rápido.
—Tranquilízate, muchacho —le dije con calma, sin alterarme.
—No me diga que me tranquilice. El dinero, muévase.
—Ya, ya, no hay problema.
Hice el ademán de enviar la mano hacia el bolsillo trasero del pantalón para coger la billetera y en realidad agarré el revólver y lo traje al frente en fracciones de segundo. Apunté a la cabeza del atracador. Con voz firme, le dije:
—Nadie va a salir herido. Baja el revólver.
—No, no lo hagas, este cabrón nos va a matar —le dijo el amigo.
—Bájelo usted —me dijo el negro nervioso, con el brazo temblando.
—No te voy a disparar, bájalo.
—Vámonos, hermano —le dijo el amigo dándole un golpecito en la espalda.
—No, este hijo de puta cree que yo le tengo miedo.
—Déjalo, vámonos.
—No le tengo miedo.
—Yo sé que no le tienes miedo, vámonos.
—Le quitaremos el dinero y el revólver.
—No hagas estupideces, larguémonos de aquí. El negro volvió a dirigirse a mí:
—Entrégueme el dinero y el revólver, rápido.
—No hagas tonterías —contesté—, baja el revólver y lárgate con tu amigo.
—Si no hace lo que le digo voy a dispararle.
—Vas a salir mal de ésta, muchacho —le dije mirándolo a los ojos y con el brazo firme.
«Let’s go, let’s go», le repetía en inglés el otro negro dándole golpecitos en la chaqueta con la palma de la mano. Pero él no quería retirarse y había tomado el asunto como una prueba de hombría y de valor. En un leve movimiento de sus párpados para entrecerrar los ojos adiviné que iba a disparar. Alcancé a tirarme hacia un lado y accioné mi arma apuntándole al centro de la cara. La bala de él me hirió en el costado derecho. El muchacho se desplomó con un agujero en la frente. El amigo emprendió la huida enseguida. Desde el piso apunté y volví a disparar. Le di en la parte lumbar, en la espalda, arriba del coxis. Cayó al suelo y se arrastraba maldiciendo. Cuando llegó la policía aún estaba con vida y consciente. Supe que iba a quedar paralítico de por vida.
Estuve una semana en el hospital y me recuperé satisfactoriamente. La bala no tocó ningún órgano vital. Los médicos me dijeron que tenía una salud de hierro.
OCTUBRE 28: He vuelto a tener pesadillas de guerra, sueños en los cuales aparecen personas sangrantes y mutiladas. Me levanto ahogado y con la frente llena de sudor. Y lo peor es que cuando me dirijo a la cocina para buscar un vaso de agua, escucho los ronquidos de oso de esa vieja bruja que duerme sin importarle nada ni nadie. No sé por qué no tengo el valor suficiente para pegarle un tiro en el cráneo.
OCTUBRE 29: Oigo voces en sueños que me ordenan disparar. Voces de mando que gritan:
«Dispara, dispara». Tengo un insomnio recurrente que me impide dormir y descansar. No lo logro ni siquiera masturbándome dos y tres veces.
OCTUBRE 30: Estoy harto de todo. Mi vida no tiene ninguna esperanza. Ya es tarde para hacerme ilusiones. Detesto la existencia que llevo, no hay nada alrededor mío que me entusiasme, que me dé confianza en el futuro, que me obligue a luchar para salir de los infiernos.
Estoy sufriendo de depresiones agudas que me obligan a encerrarme en mi habitación durante horas. Cuando estoy frente al espejo sólo veo un pedazo de mierda.
OCTUBRE 31: Qué casualidad, justo hoy, el día de las brujas, recibí un mensaje de mi maestro rosacruz que dice: «Eres un soldado, recuérdalo bien. Estás entrenado para combatir, eres una máquina de guerra y no otra cosa. No puedes eludir tu destino».
NOVIEMBRE 1: Anoche tuve un espasmo muscular en la espalda, un dolor agudo que me baja por el centro de la columna vertebral y que me obliga a caminar inclinado, como si estuviera agobiado por el peso de una joroba enorme. Esta mañana la bruja se quedó mirándome en la cocina. Le dije:
—¿Qué me mira?
—Está enfermo.
—Y si estoy enfermo qué.
Detecté una leve sonrisa en su rostro, un gesto de satisfacción que parecía insinuar «pues se lo tiene bien merecido». Le pegué dos patadas en las piernas y salió corriendo a buscar refugio en su alcoba. Un día me liberaré de ella y me la quitaré de encima para siempre.
NOVIEMBRE 2: Hoy tuve una ocurrencia extraña, completamente fuera de lugar: estaba caminando por el centro de la ciudad, por la parte oriental, y de pronto, al pasar frente a una iglesia, sentí la necesidad de entrar. No soy creyente y aborrezco las actitudes amaneradas y la hipocresía cobarde de los sacerdotes. Sin embargo, caminé hasta la puerta del templo e ingresé sin estar muy seguro de lo que estaba haciendo. No había nadie y la luz del atardecer se filtraba por unos vitrales redondos en la parte alta de la edificación, cerca del techo. Me senté en uno de los bancos y me quedé mirando el altar. Desde que era adolescente y estudiaba en mi pueblo no hacía algo semejante. Y toda mi vida se me vino encima sin darme tiempo para defenderme. Una vida vacía y sin sentido, cruel, inhumana, llena de odio y resentimiento. Bajé la cabeza y empecé a llorar como si fuera un niño indefenso.
Un hombre vestido de negro se hizo a mi lado y me preguntó:
—¿Puedo ayudarte en algo, hijo?
Levanté la cara y vi al sacerdote contemplándome con preocupación. Se sentó en el banco de adelante, de medio lado para poder conversar conmigo, y volvió a preguntarme:
—¿Quieres hablar conmigo?
—No soy creyente, padre —dije secándome las lágrimas con un pañuelo.
—No importa. No tienes que ser creyente para necesitar ayuda espiritual.
—Me siento muy solo, nada más.
—¿Estás casado, tienes hijos?
—No.
—¿Amigos, novias, amantes? —dijo el hombre con dulzura, como si fuéramos dos amigos conversando en la barra de un bar.
—No.
—¿No tienes a nadie?
El hombre me inspiró confianza y sentí deseos de sincerarme con él:
—Vivo con mi madre y la detesto. No veo la hora de que se muera.
—Y por qué estás tan solo.
—Odio las ansias de dinero, la codicia, la banalidad del resto de la gente. Me molesta el ritmo de vida que llevan los demás. Me siento ajeno a todo, padre, como un pingüino entre una manada de elefantes. No sé si me entiende.
—Hemos perdido a Dios —sentenció el sacerdote.
—Lo que más me angustia es que últimamente tengo ideas raras, imágenes que me atormentan, que me persiguen a todas partes.
—Ideas como de qué.
—De crímenes, de asesinatos, padre.
—¿Cómo? —dijo él abriendo los ojos y arrugando la frente.
—Veo cadáveres, cuerpos sangrando, víctimas suplicando, quejándose y arrastrándose por el piso.
—¿Y qué sientes cuando tienes esas visiones?
—Ganas de rematarlos, padre, porque yo soy el asesino, yo soy el que los hiere y los extermina.
—Necesitas ayuda, hijo, no puedes seguir así —el sacerdote sacó un pedazo de papel y un bolígrafo y anotó un nombre y unos números—. Yo soy el padre Ernesto y éstos son mis números telefónicos. Ten. Llámame a la hora que sea, no importa. Pero no vayas a hacer una locura.
—Gracias —dije cogiendo el pedazo de papel.
—Hace poco un hombre mató a su esposa y a sus dos hijas —comentó—. Su error fue quedarse solo, aislado de los demás. No cometas el mismo error. Déjame ayudarte.
—Gracias, padre.
—¿Quieres que vayamos a mi estudio y nos tomemos un café? Tengo tiempo, la misa es a las siete.
—No padre, gracias, tengo que irme —dije poniéndome de pie.
—¿Cómo es tu nombre?
—Campo Elías.
—Fue un placer conocerte, Campo Elías —y me estrechó la mano—. Te espero por aquí cuando quieras. Siempre serás bienvenido.
—Gracias, padre.
Salí de la iglesia y caminé durante horas por la ciudad. Hacía mucho que no sentía un remanso de tranquilidad en mi interior.
NOVIEMBRE 10: No sé para quién escribe uno un diario, si para uno mismo o para un lector imaginario. Durante años yo quise ser un escritor y soñé con escribir novelas y largos ensayos. Pero la verdad es que escribir me aburre y me parece una tarea absurda. Al fin y al cabo yo nunca he sido un hombre de reflexión, sino de acción. Y llegó el momento de actuar.