4. LUNA LLENA

—Déjame estar a tu lado —dice el padre Ernesto en un tono quejumbroso, suplicante.

Irene se sienta en la cama y el cabello negro le cuelga sobre los hombros en desorden, su silueta recortada contra la luz blanca que atraviesa la cortina. Los pezones de unos senos altivos y frutales se insinúan detrás de la tela delgada, casi transparente, de una camiseta raída que la joven usa para dormir.

—Ay, padre —dice ella pasándose la mano por la cabellera despeinada.

—Por favor.

—Usted me dijo que me olvidara de todo esto.

—Irene, por favor.

—Yo no quiero hacerle daño, padre.

—Te necesito.

—La vez pasada usted dejó de hablarme una semana.

—No puedo más.

—¿Y yo qué, padre?

—No me dejes así. ¿Usted cree que yo no tengo sentimientos?

—No te voy a volver a dejar.

—Eso lo dice ahora porque quiere estar conmigo. ¿Y después qué, padre?

—Seguimos juntos, te lo juro.

—Usted sufre, se arrepiente de haberme querido, me trata como si yo fuera el mismísimo demonio. ¿Y en dónde quedan mis sentimientos, padre?

—Eso no va a volver a pasar.

—Como si no lo conociera.

El padre Ernesto se sienta en la cama, agarra la mano de Irene entre las suyas y dice con firmeza:

—Yo te quiero.

—Y su vocación qué…

—Yo nunca he faltado a mi vocación.

—Usted me dijo la última vez que lo nuestro no podía ser porque su vocación era lo primero, lo más importante, lo fundamental en su vida.

—Y así es.

—Entonces en qué quedamos.

La voz del sacerdote se reblandece, se hace más aguda, se quiebra:

—Yo quisiera no tener cuerpo, Irene, no sentir, convertirme en un hombre de ladrillo o de cemento. Pero no puedo. Soy débil, no aguanto más, estoy desesperado.

—Usted sabe que yo todavía lo quiero.

—¿Sí?

—Pues claro.

—¿No tienes ya un novio?

—Pretendientes no me faltan, padre.

—¿Y no has estado con nadie?

—Yo quisiera pero no me dan ganas, no me nace.

—Todavía me quieres.

—Con todo lo mal que usted me ha tratado.

—Yo nunca te he tratado mal, Irene.

—No me habla, pasa a mi lado y no me ve, no me saluda, es como si yo no existiera. ¿Usted cree que yo no siento, que a mí no me duelen sus desplantes?

—Intento alejarme de ti, olvidar lo que pasó, dejarte libre para que hagas tu vida aparte, sin mí.

—Y lo que hace es herirme, castigarme, hacerme llorar.

—Con todo lo que yo te quiero…

Irene hace a un lado las cobijas y sus muslos resplandecen con la poca luz que entra por la ventana desde la calle. Sus caderas abiertas, rotundas, sugieren unas curvas femeninas en la plenitud de sus encantos. Pregunta con la cabeza inclinada:

—Algo le pasó hoy, ¿verdad?

—Por qué —dice el padre Ernesto sin soltarle la mano.

—Cuando se fue con la señora Esther ni siquiera se despidió, y mire cómo regresó, está todo sudoroso, nervioso.

—Prefiero no hablar de eso.

—La gente dice que la hija de ella está con el diablo adentro.

—No hablemos de eso.

—Pero algo raro le sucedió, ¿no es cierto?

—Otro día te cuento.

—¿Le hice falta, me extrañó? —pregunta ella mojándose los labios con la lengua y arqueando el cuerpo hacia adelante.

El padre Ernesto no aguanta más y se abalanza sobre ella cubriéndola de besos, jadeando, oliendo como un animal el aroma juvenil que despide el cuerpo de Irene. Se desviste rápido, apresuradamente, y se echa sobre ella para seguirla besando, para tocarle los senos por debajo de la camiseta, para sentir esos muslos sin un vello restregarse con suavidad contra sus piernas. Ella coloca las manos en la espalda de él y responde a sus caricias con unos quejidos entrecortados, retirándolo de vez en cuando para tomar bocanadas de aire y para evitar la presión constante en el pecho y el esternón.

—Irene…

Siente su miembro erecto aprisionado entre los dos vientres, excitado, a punto de estallar. Se hace a un lado y decide acariciar el sexo de Irene con el dedo, introduciéndolo entre los labios de la vagina poco a poco, de arriba abajo, rítmicamente, cuidándose de no hacerle daño. Los gemidos de ella van en aumento, multiplicándose, haciéndose cada vez más intensos y prolongados. Sus dedos se frotan contra el vello púbico de la muchacha, como si estuviera pasando la mano por encima del pelo hirsuto de un animal agreste y salvaje. Al fin Irene estalla en un alarido de placer, tiembla por unos segundos y se queda quieta, con los ojos cerrados, inmóvil, como si acabara de morirse.

—Te quiero —le susurra el padre Ernesto al oído. Ella abre la boca y le dice en un largo suspiro:

—Mi amor…

Se da la vuelta y lo abraza muy despacio recostando su cabeza en el pecho del sacerdote. La luz exigua de la alcoba los hace sentirse protegidos en medio de la penumbra.

—Me gusta estar a tu lado —dice él en voz baja.

—A mí también —responde ella en el mismo tono de voz que él, como si estuvieran hablando en secreto, como si alguien, afuera, pudiera escucharlos.

—No voy a separarme de ti esta vez.

—No le creo.

—En serio.

—A usted siempre le entra el arrepentimiento.

—Esta vez no.

—Ver para creer.

—He estado pensándolo.

—Qué ha estado pensando.

—Que te quiero de verdad, Irene, que soy un hombre y que no tengo por qué avergonzarme de ello.

—Dios lo oiga.

—Te estoy hablando con el corazón en la mano. Puedo seguir sirviendo a Dios de otra manera.

—El problema es que usted es el mejor sacerdote del mundo, padre, lo dice toda la gente que viene a escucharlo, a pedirle consejo.

—No, no lo soy, vivo en constante pecado, mintiendo, ofendiendo mi ministerio.

—Me da miedo cuando habla así.

—Pero me voy a retirar, Irene, no quiero seguir viviendo de esta manera, como un hipócrita y un cobarde.

—Y si después se cansa de mí, si después se desilusiona, si extraña su iglesia y su gente, ¿qué?

—Estoy seguro de lo que voy a hacer. No es sólo por ti, Irene, sino por mí mismo. Creo que ya no sirvo para estar aquí.

—Lo dice como si hubiera perdido la fe.

—Han pasado muchas cosas que me han hecho cambiar de opinión.

—A usted lo que lo tiene así es la historia del tipo ese que asesinó a la familia.

—Por qué dices eso.

—Porque usted ha cambiado desde entonces, padre, y no se ha dado cuenta. Anda malgeniado, perdió la alegría, se encierra todo el tiempo, habla solo, parece otra persona.

—No sé, quizás.

—Y hoy también está raro. Se fue tranquilo y regresó alterado, como si lo estuvieran persiguiendo.

—Deja de analizarme tanto y ven aquí.

El padre Ernesto la retira un poco y vuelve a subirse encima de ella, le quita la camiseta, le besa los labios y las mejillas, y le dice al oído:

—Abre las piernas.

Irene separa los muslos y lo abraza con fuerza. El sacerdote la penetra con lentitud, cogiéndose el pene y ayudándolo a pasar por entre los labios temblorosos de la vagina, con delicadeza, sin ningún tipo de brusquedad.

—Estás empapada.

Ella siente el pene bien adentro, hasta el fondo, y dice en voz alta, con la boca jugosa y la espalda atravesada por corrientazos eléctricos:

—Ay, mi amor, qué rico…

Él comienza a mover el miembro hacia adentro y hacia afuera, subiendo las caderas y bajándolas en una cadencia irregular, unas veces con ímpetu y soltura, y otras con una lentitud pasmosa, reteniendo el semen para prolongar el placer.

El padre Ernesto deja los ojos entrecerrados y recuerda sus años en el seminario, los tormentos de la carne, la masturbación nocturna para apaciguar, aunque fuera momentáneamente, ese deseo constante de tener un cuerpo de mujer junto al suyo. Otros compañeros parecían manejar mucho mejor la abstinencia sexual, no hablaban del asunto, no se atormentaban, daban la impresión de ir por la vida tranquilos y felices, sin cuerpo, aéreos, volátiles. Pero él no, él pertenecía a los que sufrían, a los que soñaban con una mujer, a los que una y otra vez querían arrancarse de la imaginación el tema —obsesivo ya— del sexo y del placer. Porque también estaba el tercer bando: los que terminaban enamorándose de sus compañeros, los que se encontraban en secreto en los baños y en las duchas para llevar a cabo sus lujuriosos sueños homosexuales, los que se pasaban a la cama de sus amigos a altas horas de la noche y se olvidaban de los duros preceptos de la castidad.

Fue por esos años cuando conoció, por primera vez, el amor total: el del espíritu y la carne unidos, fundidos, inseparables. Camila fue para él un pasadizo de iniciación, un laboratorio en el que pudo experimentar consigo mismo los efectos de la ternura femenina y de la pasión. Y la culpa siempre ahí, feroz, implacable, demoledora. Cuando ya no pudo más, cuando sintió que se ahogaba en el pozo profundo de sus remordimientos, decidió hablar con su superior y explicarle lo que estaba pasando. Lo trasladaron de inmediato a Bogotá. Aún está fresca en su memoria la escena de la despedida con Camila, las duras palabras que le dijo ella al enterarse de la inminente separación:

—No puedes negar lo que eres. Si sigues viviendo de esta manera, como un hipócrita, jamás vas a ser feliz.

—Yo quiero ser sacerdote —repuso él.

—Tú no tienes las pelotas suficientes para confesar que me amas, que quieres estar conmigo, que eres un hombre normal, como los demás.

—Sabes que mi vocación está primero.

—Te estás mintiendo a ti mismo, eso es lo peor. Te crees superior y eres como todo el mundo.

—No nos despidamos así, por favor.

—Vete a la mierda. Me has decepcionado. No me llames y no me vayas a escribir cartas que tiraré a la basura apenas vea el remitente —dijo ella furiosa y le cerró la puerta en las narices.

El padre Ernesto se detiene, saca el pene y le dice a Irene:

—Voltéate.

Ella se arrodilla y coloca las manos sobre la sábana, al borde de la cama, y le contesta con la voz agitada, emocionada:

—Así me excito más, mi amor…

Él la penetra de nuevo y los gemidos de Irene suben de tono y retumban contra las paredes de la habitación.

Los años en Bogotá estuvieron llenos de dudas y su situación espiritual se deterioró hasta la melancolía y la depresión. No podía arrancarse el recuerdo permanente de Camila. Una noche, a punto de retirarse ya del seminario, se emborrachó en una taberna del centro de la ciudad y se refugió en un burdel en brazos de una jovencita anónima. Lo peor de la situación era que por un lado se sentía como una alimaña repugnante, como un pecador despreciable que no hacía nada por regenerarse, y por el otro una parte de su ser estaba plena, radiante, a punto de gritar de felicidad. Era como estar dividido en dos, fragmentado, escindido, roto.

Su consejero dentro del seminario le recomendó una serie de consultas con un psicoanalista especializado. El joven Ernesto fue tranquilizándose, fue aprendiendo a controlarse, a reprimirse sin angustiarse, a depositar esa energía en su trabajo cotidiano con la comunidad. Y las imágenes de Camila fueron desapareciendo como si estuvieran hechas de humo y se desvanecieran en el aire del pasado.

—Mi amor, no puedo más —dice Irene con la voz temblorosa.

—Juntos, al tiempo —propone el sacerdote con el rostro congestionado y sudoroso.

Luego conoció a Irene y las pasiones juveniles estallaron de nuevo, con mayor fuerza aún, imponiéndose, avasallándolo. Era una muchacha tan dulce, tan sincera, tan inocente en su amor por él, tan hermosa y deseable. Le pareció una bendición de la vida poder tener ese cuerpo entre sus brazos, esa piel lisa y brillante, esas piernas largas y perfectas, esas nalgas firmes y bien levantadas. No lo pudo evitar: se entregó a ella como quien se lanza a un precipicio sin pensar en las consecuencias.

—Ya casi, ya casi —grita Irene.

—Yo también —confirma el sacerdote.

La primera noche que había pasado con ella se acercó a la ventana y se puso a llorar. ¿Por qué esta felicidad le había sido negada? ¿Cómo era posible que la vida fuera tan extraordinaria y que él hubiera sido excluido de tanta magnificencia y tanto esplendor? ¿No era cruel que él predicara sobre un sentimiento del cual tenía que alejarse por mandato de los jerarcas eclesiásticos: el amor mismo?

—¿Por qué llora, padre? —le había preguntado Irene aquella noche.

—De emoción, de gratitud.

Sin embargo, no había podido hacer a un lado la culpa, y el combate entre los dos polos de su conciencia se había vuelto a presentar. Estaba pecando, manchando su investidura como sacerdote.

Se sintió peor que antes pero no quiso confesarse, esta vez no se acercó a solicitar ayuda. Lo único que la joven le había rogado era que no la fuera a echar de la iglesia, que necesitaba el trabajo para mantener a su madre y a sus hermanos.

—Cómo crees que yo voy a ser capaz de eso —le había dicho él.

Y ahora está seguro: no la dejará, no abandonará lo mejor que la vida le ha regalado. Aprieta las manos en las caderas de Irene y siente su semen salir al exterior en impetuosas oleadas, en chorros abundantes y generosos. Grita:

—Te quiero, Irene, te quiero…

—Mi amor, mi corazón —gime ella mientras alcanza la plenitud de su orgasmo.

Andrés coloca los óleos y los pinceles sobre la mesa, introduce La victoria de Wellington de Beethoven en el equipo de sonido y se arroja en uno de los sillones a contemplar, como de costumbre, las verdes montañas bogotanas. No puede pintar, no puede concentrarse en lo que está haciendo. La conversación con Angélica está ahí, latente, y no le permite reunir sus fuerzas para crear, para trabajar en la tela sin distracciones ni descuidos. Sabe por experiencia que el ejercicio del arte exige una atención extrema, exagerada, y que cualquier indisposición, por mínima que sea, bloquea, incomunica, interrumpe ese extraño diálogo entre el artista y sus zonas de conciencia más recónditas y oscuras. Y en este caso no se trata de un asunto superfluo, sino de la vida de la mujer que él más ha querido, de su destino trágico y fatal.

Lo primero que lo obsesionó al descender en el teleférico con Angélica a su lado, fue la escena misma con ella en Monserrate, su confesión dolorosa, su aspecto enfermo y trasnochado, su llanto enternecedor. Había algo curioso en el hecho de haberse puesto una cita justo en ese lugar, en la cúspide de una montaña, lejos de la ciudad, en una iglesia milagrosa construida entre la persistente niebla que le otorgaba al sitio un aura de misterio e irrealidad. Luego, ya en su taller, había evocado una y otra vez, con malsana insistencia, las palabras de ella aceptando sus múltiples relaciones sexuales con otros hombres: terminaba en la cama con el primero que me lo propusiera. Como estaba tomando pastillas anticonceptivas me daba lo mismo que el tipo usara condón o no. La mayoría de las veces estaba borracha o drogada. Llegué a estar con dos y tres hombres en un mismo día. ¿Cómo era posible que ella hubiera llegado a un estado tan lamentable? ¿No era él, acaso, el culpable de semejante degradación, la causa de tanta autodestrucción? La imaginaba en brazos de amantes impetuosos, solícita, diligente, entregada, y algo en su interior se retorcía, una parte de él rechazaba la idea de una Angélica prostituida y abyecta. Y finalmente reconoció lo peor de la situación, lo que le esperaba a ella en los meses por venir: la convivencia con la enfermedad, el deterioro moral y físico, la marginación, la tristeza de tener que despedirse de la vida entre dolencias infames y lastimosos estados de ánimo.

Andrés se levanta y abre una de las ventanas para que entre aire fresco. Se dice mentalmente: Lo importante es estar con ella, que sienta mi respaldo y mi afecto, que sepa que soy consciente de la responsabilidad que tengo en todo esto, que la sigo queriendo.

Se acerca al teléfono y marca el número de la casa de Angélica. Reconoce su voz al otro lado de la línea:

—¿Aló?

—Quihubo, con Andrés.

—Hola, ¿cómo estás?

—Llamaba a preguntar cómo te fue en los exámenes.

—Ya estoy en una fase avanzada.

—¿Eso qué significa?

—Voy a tomarme las drogas que me recetaron y tengo que llevar un régimen de alimentación especial.

—Y no trasnochar, no beber licor y esas cosas.

—Sí, tengo que cuidarme mucho.

—¿Y así puedes ir controlando la enfermedad?

—Ellos dicen que cada organismo responde diferente, que no se sabe qué va a suceder.

—¿Y tú qué piensas?

—¿De qué, Andrés?

—¿Tienes ganas de luchar, de enfrentar todo esto?

—Qué quieres que te diga.

—La verdad, cómo te sientes.

Angélica guarda silencio unos segundos, su respiración se escucha a través del aparato, y al fin dice:

—A veces sí y a veces no. Hay momentos en que quisiera morirme ya, la depresión me acaba y no me deja pensar. Y tengo días mejores, un poco más positivos.

—No te vayas a rendir sin dar la pelea.

—Es fácil decirlo.

—Yo sé que no estoy en tu pellejo, Angélica, sólo intento decirte que estoy ahí, contigo, y que puedes llamarme para lo que sea.

—Te estás sintiendo culpable.

—No es eso…

—Sí, sí es eso —dice ella interrumpiéndolo—. Hace unas semanas yo no existía para ti, no respondías mis mensajes, no me llamaste el día de mi cumpleaños, nada.

Y ahora de pronto resulta que eres mi mejor amigo y andas pendiente de mí. ¿Cómo se llama eso? Culpa, Andrés, remordimiento.

—No te voy a negar que me estoy sintiendo fatal, que estoy implicado, que sé que soy responsable en parte de lo que sucedió.

—No me vengas ahora con ese sermón de chico bueno.

—Déjame terminar.

—Es que me aburres.

—Por encima del arrepentimiento sigo sintiendo un gran afecto por ti, un cariño de verdad, sincero.

—No te creo. Te sientes culpable, eso es todo.

—No te envenenes contra mí.

—Mira, Andrés, yo sé bien lo que me pasa: tengo sida y me voy a morir. Así que no me vengas con discursos.

—No me vayas a alejar de ti.

—Qué raro, yo te supliqué lo mismo hace un tiempo y no te importó.

—Te estás vengando.

—Deja la cantaleta. Te estoy mostrando lo cruel que fuiste conmigo, lo injusto que has sido, nada más.

—Yo sé que actué…

—Eso no significa, Andrés, que seas responsable de mi enfermedad. Tú no tienes nada que ver. Aquí la única que asume las consecuencias de sus actos (y lo estoy haciendo) soy yo.

—Ya, no más, dejemos de pelear.

—No estamos peleando, sino aclarando la situación.

—Está bien, okey.

—De todos modos yo te agradezco tu preocupación.

—Cambiemos de tema. ¿Ya hablaste con tu familia?

—No, no me atrevo.

—¿Saben que estás enferma?

—Pero no saben de qué.

—Ya.

—Yo creo que si les digo los mato —dice ella con el tono de voz más tranquilo—. No puedo hacer eso.

—¿Y tienes citas fijas para el médico?

—Tengo un control de dos citas semanales.

—¿Quieres que te acompañe?

—Ocasionalmente, cuando puedas.

—La próxima es…

—Pasado mañana.

—¿A qué hora?

—A las diez de la mañana.

—Te recojo a las nueve, ¿te parece?

—Gracias.

—Y después vamos a almorzar.

—No puedo comer comida chatarra.

—Entonces te cocino aquí algo bien rico.

—Está bien. Chao.

—A las nueve, chao.

Andrés coloca el auricular sobre la base del teléfono y piensa en la falta que debe estar haciéndole a Angélica su padre, el viejo Antonio, que la había amado con el amor incondicional de un patriarca bondadoso y abnegado. Era un hombre apuesto, de barba blanca, de piel delicada y adolescente, que había manifestado siempre una enorme pasión por su hija. El drama de su vida era que desde muy joven había padecido una psicosis maníaco-depresiva que lo había convertido en paciente ocasional de clínicas e instituciones psiquiátricas. Para Angélica, ver a su padre cómo la amaba desde el fondo de una enfermedad que lo iba minando día tras día, era un proceso que la hacía acercarse más a él, que la obligaba a convertirse no sólo en su hija bienamada, sino en su cómplice y en su confidente. En la fase maníaca, cuando el cerebro estaba trabajando a un ritmo desbocado, el viejo no dormía, permanecía hiperactivo desde la madrugada hasta bien entrada la noche, hacía planes para volverse millonario, llamaba por teléfono de manera compulsiva, agredía a los vecinos sin ser consciente de lo que decía o hacía, y Angélica le había contado que en una ocasión había llegado incluso a viajar hasta las estribaciones del Amazonas en busca de los tesoros del Dorado. La fase maníaca era una pesadilla para los parientes y conocidos, que no sabían cómo controlarlo y vigilarlo, pero era el período positivo para él, el turno para la irreverencia y la alegría, para los sueños en grande y las ganas de vivir. El problema era que después venía la fase depresiva: semanas enteras en que no quería bañarse, ni abrir las cortinas ni salir de la habitación. Un hundimiento central en los mecanismos cerebrales que hacía ver la realidad como algo insulso y desagradable. Una tristeza agobiante, demoledora, una permanente sensación de fracaso que lo mantenía cabizbajo, silencioso, aplastado por un peso interior misterioso e incomprensible. Para los psiquiatras y los familiares era un período de tranquilidad, de descanso, poco tensionante y fácil, pero para el paciente era el peor estado, un infierno inenarrable que lo acercaba peligrosamente a la idea del suicidio y de la muerte.

Lo increíble de la ciclotimia del viejo Antonio era que el amor formidable que sentía por su hija se mantenía intacto bien fuera en una fase o en la otra. Como le sucedía a otros pacientes de la misma enfermedad, los afectos podían volverse aversiones o incluso odios que se expresaban en frases y gestos agresivos. Por eso herían a quienes más amaban. Pero en este caso no, Angélica era siempre su niña consentida, la chiquita mimada que le daba ánimos para seguir luchando contra una dolencia oscura e insondable.

Andrés sigue recordando que durante su relación con ella el viejo lo había tratado con afecto y simpatía. Conversaban, iban a la finca juntos y compartían su inclinación por el arte y la literatura. En pocos meses Andrés se había dado cuenta de que era imposible querer a Angélica sin querer a su padre. Estaban tan unidos que eran indivisibles, no eran dos personas separadas sino una energía común, un campo magnético bien cerrado y compacto.

Una tarde ella le había dicho:

—Ven, acompáñame.

—¿Adónde vamos?

—A visitar a mi padre a la clínica.

Cogieron un taxi que los dejó a la entrada de un edificio de ladrillo rodeado por una reja metálica y por muchos arbustos que impedían observar desde afuera las dependencias interiores. En la sala de espera, sentados con la cabeza hundida en el pecho, o caminando nerviosamente de un lado para el otro, había varios pacientes aguardando su llamada para la consulta. Venían acompañados por un pariente cercano o un amigo íntimo. Tenían siempre un ademán que los delataba: un tic, una mueca que repetían contra su voluntad, un temblor en las piernas y en las manos que los hacía moverse como muñecos acartonados, o unos pasitos cortos y tembleques que eran el efecto palpable de las drogas psiquiátricas recetadas por los doctores.

Dos enfermeros vestidos de blanco les indicaron que ya podían entrar. Dejaron un documento de identidad e ingresaron al pabellón de maníaco-depresivos. El espectáculo no pudo ser más escalofriante: aquí y allá hombres y mujeres se retorcían contra las paredes, hablaban solos, babeaban, se reían a carcajadas o sencillamente se quedaban contra los muros como si fueran momias petrificadas, sin mover ningún músculo del cuerpo, con los párpados caídos y casi sin respirar. El viejo Antonio estaba en un rincón contemplando el vacío. Angélica lo abrazó con fuerza y lo colmó de besos. El viejo permaneció impasible, respirando con la boca abierta, con los brazos caídos y la mirada extraviada. Se veía que estaba haciendo un gran esfuerzo por recuperar el control de sí mismo. Al fin pudo balbucear:

—Déjame solo con Andrés.

Ella asintió y se retiró llorando unos cuantos pasos. Él se acercó al viejo, sentados ambos hombro a hombro. Tartamudeando y con la voz gangosa, le dijo:

—Llévatela. No quiero que me vea así.

Iba a responderle algo cuando el viejo remató:

—Ésta es la última vez.

No fue capaz de contradecirlo. Le cogió la mano y le dijo:

—Sí, señor.

Luego se puso de pie, caminó hasta donde estaba Angélica, la agarró del antebrazo y le dijo:

—Tenemos que irnos.

—Pero si acabamos de llegar.

—No quiere que lo molestemos. Ella se negaba a retirarse. Preguntó:

—¿Qué te dijo?

—Que lo dejáramos solo.

—Pero por qué.

—No lo sé.

—Voy a despedirme.

Él la retuvo con decisión.

—Angélica, por favor, déjalo tranquilo.

—Es mi padre —gimió ella secándose las lágrimas con la manga del saco.

—Quiere estar solo. Tiene derecho.

Ella se quedó un segundo observando la figura estática del viejo, se dio la vuelta en medio de un nuevo ataque de llanto y salió sin mirar atrás.

Esa misma noche Angélica recibió una llamada de la clínica psiquiátrica, anunciándole que su padre había muerto de un paro cardíaco mientras dormía.

Andrés va hasta la cocina y se prepara un café. , piensa con nostalgia, cuánta falta debe estar haciéndole ahora el amor de su padre. Regresa al estudio y saca de la biblioteca un volumen grueso con reproducciones de Caravaggio. Busca el cuadro titulado La crucifixión de San Pedro y se asombra del parecido que hay entre el apóstol de la pintura y el padre de Angélica. El pintor no representó una crucifixión heroica, valiente, sino una ejecución nocturna en la cual tres hombres desaliñados y mal vestidos se ensañan contra un abuelo indefenso. Pedro no aparece aquí sacrificado por sus creencias, como un apóstol que da una demostración de fe y de firmeza, no, el enfoque es más bien el de un vil asesinato en el que el discípulo de Jesús, ya canoso y con el rostro lleno de arrugas, no puede luchar por su vida y, con temor, se da cuenta de que una muerte indigna y muy poco intrépida, sin ningún tipo de hazañas o proezas, está próxima a cumplirse. Además, los tres esbirros van a crucificarlo con los pies en alto, y el rostro de Pedro indica la impotencia de no poder rebelarse ante semejante castigo. Los clavos ya lo tienen unido a la cruz y no hay nada que hacer. Andrés observa la lámina de cerca y de lejos, y llega a urdir una hipótesis sobre la obra: más que pintar una muerte específica (la del apóstol Pedro), Caravaggio inmortalizó en ese lienzo la imposibilidad de defendernos de un final que nos coge por sorpresa y nos recuerda en nuestros últimos días la bajeza de nuestra infortunada condición humana.

Cierra el libro, lo devuelve a la biblioteca, y llegan a su memoria, inesperadamente, las palabras que cruzó con Angélica el día del entierro del viejo Antonio, cuando ya se habían cumplido los oficios religiosos y el ataúd había quedado bajo tierra.

—Tú sabías que él se iba a morir —le dijo ella caminando por el cementerio, solos, pues Angélica se había negado a irse con los demás familiares.

—¿De dónde sacas eso?

—Él te dijo algo en la clínica.

—Que quería estar solo, nada más.

—Él nunca había actuado de esa manera.

—Tal vez lo intuyó, Angélica, es normal, mucha gente adivina que la muerte está cerca. Si eso fue así, él tenía todo el derecho de quedarse solo y de que no lo vieras en ese estado, sin poder combatir, sin ganas ya de luchar, vencido por la enfermedad.

Ella reflexionó unos minutos, luego giró la cabeza y afirmó:

—Tengo que decirte una cosa.

—¿Qué?

—Necesito estar contigo hoy —le dijo ella en voz baja, abrazándolo y pegándose a él con movimientos insinuantes y descarados.

Él la besó en la boca, la agarró de las caderas para traerla junto a sí, y alcanzó a pensar: Necesita sentirse viva y afirmar su presencia en este mundo.

María ve al hombre con la cabeza entre las manos, confundido, abrumado por el ruido de la discoteca, sin entender por qué se siente así, mareado, borracho. Es el dueño y gerente de una empresa de computadores, y se ha comportado con ella decentemente, sin sobrepasarse. Pero qué le vamos a hacer, piensa ella, trabajo es trabajo.

—Me sentó mal el whisky —dice el ejecutivo con la frente cubierta de sudor.

—Bebiste mucho —comenta ella con aburrimiento.

—Se me bajó la tensión y tengo taquicardia.

—Recuesta la cabeza sobre la mesa, de pronto es una sensación momentánea.

—Me siento muy mal.

—Ya vengo.

—¿Adónde vas?

—Al baño.

—Voy a ir al hospital, estoy asustado.

—Espera que regrese y llamamos desde el teléfono del bar.

—No te demores.

Como de costumbre, cumpliendo con rigor los pasos de una rutina que se lleva a cabo sin excepciones, María se acerca al rincón donde están los baños de la discoteca. Ahí está Pablo haciendo parte del grupo de jóvenes que están esperando para entrar al baño de hombres. Él se acerca a hablarle con las manos entre los bolsillos:

—¿Qué tal?

—Listo —dice ella asintiendo con la cabeza.

—¿No hubo problema?

—Está sintiéndose muy mal.

—¿Cómo así?

—Se le bajó la tensión y tiene taquicardia —dice ella en voz baja, cuidándose de no ser escuchada. —Debe ser algo pasajero.

—Quería llamar a un hospital.

—¿Para qué?

—Para que le enviaran una ambulancia, supongo.

—Qué exagerado. Estos ricos no pueden sentir un dolor de cabeza porque de una se ponen a llorar. ¿Tú qué le dijiste?

—Que me esperara y llamábamos juntos.

—Ya debe estar fuera de combate.

—Yo creo.

—Hablamos más tarde.

—Por la mañana.

—Qué te pasa.

—Creo que me va a dar gripa.

—Listo.

—Suerte con el tipo.

—Que duermas bien. Te llamamos por la mañana.

María sale a la calle y camina un par de cuadras hasta la avenida principal. Estira el brazo y un taxi se detiene junto a ella para recogerla. Abre la puerta trasera y se sienta con las rodillas unidas y el bolso sobre el regazo.

—Carrera Quince con Calle Setenta y Seis, por favor.

—Claro, muñeca —dice una voz amable y juvenil.

Cierra la puerta del taxi y observa por primera vez el aspecto del taxista. Es un hombre de unos veinticuatro años, vestido con unos jeans y una camiseta deportiva, que la observa de vez en cuando a través del espejo retrovisor. María se da cuenta de que el asiento del copiloto está inclinado hacia adelante, permitiéndole al pasajero estirar las piernas a su antojo.

El taxi rueda por la Avenida Diecinueve hacia el sur. En el semáforo de la Calle Cien, en lugar de girar a la izquierda para buscar la Carrera Once, el conductor voltea a la derecha, hacia la Autopista Norte. María nota el error:

—¿Para dónde va?

—La llevo por la autopista.

—¿Por qué no coge la Carrera Once?

—Por aquí es más rápido.

El taxi sube el puente de la Calle Cien con Autopista, luego hace el círculo a mano derecha y toma en efecto la autopista hacia el sur. El taxista la mira cada vez con mayor insistencia por el retrovisor.

—Tranquila, muñeca, no le va a pasar nada —le dice mostrándole unas encías caninas y unos dientes grandes y amarillos.

—Era más fácil por la Once.

—¿Está nerviosa?

—No, ¿por qué?

—¿Le pasó algo?

—No.

—Ah, me parecía.

El taxi pasa la Calle Noventa y Dos y sigue derecho. El hombre conduce a media marcha, sin afán, como si disfrutara la tensión creciente que se presenta dentro del automóvil.

—Es muy poco conversadora, muñeca.

—Necesito llegar rápido.

—Así son las niñas ricas, no les gusta hablar con los pobres.

—Yo no soy ninguna niña rica.

—Déjese de pendejadas, monita —el tono es ahora agresivo, duro, intimidatorio—. Si fuera pobre no estaría rumbeando en el norte, ni viviría donde vive ni llevaría la ropa que lleva.

—Se equivoca…

—Cállese la boca, monita, que me estoy poniendo de mal genio.

—Hágame el favor y pare. Me voy a bajar.

—¿Ah sí?

—Pare aquí, por favor.

—Usted cree que puede dar órdenes. No, hermanita, se equivocó. Aquí las órdenes las doy yo.

En un determinado momento, el asiento del copiloto se levanta, y, de la parte delantera del carro, un hombre que estaba agazapado y bien escondido aparece como en un acto de magia y prestidigitación. Es de la misma edad que el conductor y lleva una navaja en la mano derecha.

—¿Qué es esto? —dice María con el corazón latiéndole de prisa.

—Sorpresa —dice el hombre con una voz chillona—, yo soy el conejo que estaba dentro del sombrero.

—Por favor déjenme aquí.

—De ahora en adelante usted se va a quedar callada, monita —le dice el conductor. El copiloto se pasa al asiento trasero y la amenaza con la navaja en alto:

—Tranquilita, sin escenas. No me gustaría dañarle esa carita tan linda.

El taxi gira a la derecha en la estación de gasolina de Los Héroes y desciende por la Calle Ochenta directo hacia el occidente. El hombre acelera hasta que el velocímetro marca ciento veinte kilómetros por hora.

—Vamos a terminar la fiesta juntos —dice el hombre de la navaja pasándose la lengua por los labios.

—No me vayan a hacer nada.

—Sólo cositas ricas.

—Por favor…

—No pensé que estuvieras tan buena, mi amor.

—Me quiero bajar…

—Te vamos a poner a gozar bien rico. Mi amigo y yo somos expertos —la navaja se acerca al cuello de María y roza su piel como si fuera una caricia.

El auto cruza la Carrera Treinta, la Avenida Sesenta y Ocho y la Avenida Boyacá y se detiene en un potrero vacío en las afueras de Bogotá. El conductor apaga el motor. El silencio de la noche es total. Uno o dos carros ocasionales se escuchan a veces a lo lejos. El copiloto ordena:

—Vamos para abajo, monita.

María siente que las piernas no le responden muy bien. El miedo la tiene paralizada, con los músculos inmovilizados y entumecidos.

—¿No me oyó, monita? Despiértese.

Por fin logra abrir la puerta y bajarse del auto con torpeza. Observa con pánico los números de la placa pintados en el costado del taxi. Los dos hombres descienden sonrientes y se le acercan frotándose las manos. El que venía conduciendo saca una moneda y le pregunta al otro:

—¿Cara o sello?

—Sello —contesta el de la navaja.

La moneda da vueltas en el aire y cae sobre la palma de la mano del conductor.

—Cara —dice éste—. Me toca a mí primero. Se acerca a María y le ordena:

—Vamos, mi amor.

—Por favor, no me hagan nada.

—Vamos —vuelve a decir el hombre, la empuja hasta dejarla recostada en el sillón trasero del carro, se sienta al lado de ella y cierra la puerta—. Venga, le quito la blusita para cogerle esas tetas.

—Se lo ruego…

—No me obligue a dañarle esa cara de muñequita. Si sigue jodiendo se la voy a romper —y le pega un bofetón que la sacude contra el espaldar del asiento.

Le quita la chaqueta con brusquedad, de un tirón, le rompe la blusa y la arroja sobre el piso del auto, sube el sostén y empieza a besarle y a acariciarle los senos respirando como un animal.

—Qué par de tetas tan ricas, muñequita.

María no puede moverse ni decir nada. Ve al hombre besarla y manosearla pero no siente ningún asomo de placer, es como si su cuerpo perteneciera a otra mujer y ella estuviera presenciando su violación.

—Y ahora sí vamos a lo rico —dice el conductor con los labios babosos, excitado.

Le quita los zapatos y le arranca los pantalones con violencia. Luego le baja los calzones hasta los pies y los deja sobre el asiento.

—Huy, qué cosota, mi amor. ¿Todo eso es para mí? Se desviste rápidamente y, con el miembro erecto, se inclina sobre el cuerpo de María.

—Abre las piernas, muñequita.

Le separa las piernas a las malas y la penetra con fuerza, con la respiración entrecortada, como si estuviera ahogándose. Repite como un autómata mientras mueve las caderas de arriba abajo:

—Puta, puta, puta…

María no siente nada. Mira el techo del auto con la mirada perdida, ida, desconectada de la realidad. El hombre emite un gemido largo, se queda quieto un instante y se sienta de nuevo junto al cuerpo de la muchacha. Entonces nota las manchas de sangre en las piernas de ella, en el sillón, en su pene —ahora flácido— y en sus testículos.

—Mi amor, no me dijiste que eras virgen.

Se viste y abre la puerta del auto. El hombre de la navaja está recostado en el baúl pasándose la navaja de una mano a la otra.

—Hermano, la muñequita era virgen.

—¿Sí?

—Le quité el virguito, imagínese la delicia.

—Ábrase, hermano, que me toca a mí —dice el copiloto entrándose al taxi de sopetón.

Cierra la puerta, deja la navaja en el suelo y se quita la ropa sin pronunciar palabra. Coge a María por los hombros y le da la vuelta hasta ponerla boca abajo.

—Voy a quitarte el otro virguito, muñeca, el del culito.

Separa las nalgas abultadas de ella con la mano izquierda, se agarra el miembro con la derecha y lo introduce poco a poco por el ano de María hasta sentirlo bien abierto y dilatado. No alcanza a durar cinco segundos y eyacula con los ojos cerrados. Es un acto breve, precoz. María llora con la cara hundida en el sillón. El tipo se levanta, se viste, agarra la navaja, le da una palmada en el trasero a María y le dice:

—Gracias por ese culo, muñeca.

Desciende del automóvil y se dirige a su compinche:

—Listo, maestro.

—¿Qué tal? —dice el conductor acercándose.

—Rico, le di por el culo.

—Otra desvirgada.

Sí, hermano, quedó sangrando por delante y por detrás.

—Misión cumplida, vámonos.

Bajan a su víctima y la dejan tirada en el prado con la ropa junto a ella. El taxi se pierde en la oscuridad.

Un viento frío y helado obliga a María a volver en sí. Se viste con las manos agarrotadas por la baja temperatura y se pone los zapatos. Un dolor agudo, tenaz, le atraviesa el cuerpo entero. Caminando con dificultad se acerca a la avenida para pedir ayuda. Arriba, en el cielo, una luna llena ilumina la noche como si fuera un gigantesco reflector cortando las tinieblas.