3. ENTRE DOS DIMENSIONES

Andrés estudia Los náufragos de la Medusa, de Géricault, con plácido detenimiento, observando cada uno de los detalles magistrales de la pintura, cada ola, cada pincelada que muestra los músculos de los viajeros, cada pliegue de los ropajes, cada trazo de ese cielo que empieza a abrirse después de la tormenta, cada mirada agónica y desesperada que cubre los rostros trastornados de los sobrevivientes. Sabe que el artista se inspiró en un hecho real: la armada francesa había naufragado muy cerca de las costas africanas en 1816 y había desprotegido por completo a ciento cincuenta pasajeros que se vieron obligados a navegar dos semanas en una pequeña balsa sin la más mínima ayuda. Durante este tiempo los alucinados pasajeros se asesinaron entre ellos, se comieron a los enfermos y a los más débiles, se enloquecieron, se arrojaron al agua para suicidarse, y al final, cuando llegó el rescate, sólo quedaron quince náufragos sobre el destrozado planchón de madera. Andrés observa en la obra la potencia de los elementos, el viento huracanado inflamando la miserable vela improvisada, los rastros de la lluvia, el oleaje embravecido, los oscuros nubarrones todavía compactos y cerrados en un cielo que se niega a compadecerse de los últimos sobrevivientes, quienes se agrupan conformando una insignificante pirámide aniquilada por la fuerza descomunal de la naturaleza. Y lo sorprende una escena en la parte alta del lienzo: el hombre que agita un trapo para llamar la atención del barco que va a rescatarlos es un hombre negro, el único que aún tiene alientos para vencer la adversidad, el sirviente, el mayordomo, el esclavo que luego de trece días de hambrunas y enfermedades permanece de pie, sacudiendo la esperanza en su brazo izquierdo. Ese hombre que al comienzo del viaje recibe órdenes y carga las maletas, es, sin que nadie pueda llegar a sospecharlo, el más fuerte, el más dotado para una prueba de resistencia física, el que en realidad merece vivir. Ya suprimidas las clases sociales y las diferencias económicas, se ve quién es quién, se hace evidente la flaqueza o la templanza de carácter, se sabe en serio y sin trampas quién es el más apto para sobrevivir. Y en este caso es el mar el que mide la resistencia de los hombres, el que permite que el humilde criado haga valer sus condiciones físicas y psíquicas, y se encumbre hasta alcanzar las difíciles cimas del heroísmo.

El timbre del teléfono saca a Andrés de sus cavilaciones. Deja la lámina sobre el escritorio y levanta el auricular:

—¿Aló?

—¿Andrés?

—Sí, con él.

—Con Angélica.

—Quihubo, ¿qué tal?

—Necesito verte —dice ella con la voz hecha un susurro.

—¿Ahora?

—¿Podemos hablar esta tarde?

—¿No puede ser mañana?

—Es urgente.

—¿Te pasó algo?

—Necesito hablar contigo.

—¿Y tiene que ser hoy?

—Es muy importante, Andrés.

—Okey, dime dónde.

—En la taquilla del teleférico para subir a Monserrate.

—¿A Monserrate hoy?

—Es un sitio tranquilo, sin gente, sin autos. Tengo que contarte algo muy importante.

—A qué hora.

—¿A las tres te parece bien?

—Listo, a las tres en la taquilla.

—No me vayas a fallar, Andrés.

—Te escucho como si fuera larga distancia. ¿Qué te sucedió?

—Prefiero decírtelo personalmente.

—¿Es grave?

Entre gemidos y suspiros se oye lejana la voz de ella:

—Mucho.

—Bueno, no te preocupes, nos vemos a las tres en punto.

—Gracias.

—Y ánimo.

—Adiós —se despide ella, y Andrés reconoce en el tono que Angélica está haciendo un esfuerzo muy grande para no echarse a llorar.

—Nos vemos más tarde —dice él y cuelga.

Una lluvia ligera empieza a caer sobre la ciudad a las dos y treinta de la tarde. Andrés va en un taxi por la Avenida Circunvalar, bordeando las montañas, y observa las gotas de agua estrellarse contra los vidrios del automóvil. Se pregunta qué diablos le habrá sucedido a Angélica, y anhela en su interior que no vaya a ser una situación irremediable, sino que se trate más bien de un sufrimiento pasajero, de una prueba que después de superada no deje marcas imborrables ni secuelas destructivas. A las dos y cincuenta paga lo que indica el taxímetro y se baja frente a la taquilla del teleférico de Monserrate.

Angélica está esperándolo sentada en las escalinatas de la antigua estación. Apenas lo ve se lanza sobre él y lo abraza sin soltarlo, como si fueran a enviarlos a países diferentes y estuvieran despidiéndose en las puertas internacionales del aeropuerto. Él la retira un poco para darle un beso y es entonces cuando descubre los puntos violáceos en sus mejillas. Son manchas pequeñas, diminutas, pero muy visibles, como si la piel manifestara los rigores de una varicela o de un sarampión.

—¿Qué te pasó? —le pregunta sin besarla.

—De esto quiero hablarte.

—¿No deberías estar en cama?

—Ya te explico, Andrés.

Los ojos de Angélica están hinchados y rojos, se nota en ellos el exceso de llanto, la tristeza, el cansancio de largas horas de pesadumbre y tribulación.

—Ven, compremos los boletos y subamos —le dice ella.

Andrés paga el valor de los cuatro tiquetes —dos de subida y dos de bajada—, recorren las escaleras internas del edificio, entregan las contraseñas a un funcionario que controla el paso e ingresan al vagón del teleférico con un grupo de turistas mexicanos que sonríen y preparan sus cámaras fotográficas para dispararlas durante la ascensión. Angélica lo agarra del brazo y no dice nada.

El trayecto hasta la cima de la montaña dura unos breves minutos. Andrés observa los árboles, la vegetación espesa y cerrada conformando nudos multicolores. Se pregunta cuántas veces ha intentado pintar los matices fantasmagóricos de la cordillera, cuántas tardes ha pasado desde su estudio divisando los contrastes de tonos en medio de las plantas, los pinos y los eucaliptos de esos cerros imponentes que se niegan a dejarse atrapar por su pincel.

Llegan a la parte alta y Angélica lo conduce hasta la iglesia. Abajo, como si fuera una maqueta diseñada en miniatura, reposa la ciudad en medio del frío, la lluvia y los vientos helados de la sabana. Se sientan en la primera banca, frente a la imagen caída y doliente de Nuestro Señor de Monserrate.

—¿Sabías que la gente afirma que Guadalupe y Monserrate son dos volcanes que un día estallarán para destruir a Bogotá? —pregunta Angélica mirando hacia el altar.

—Una vez escuché algo al respecto.

—La erupción y un terremoto se encargarán de acabar con la ciudad.

—La gente dice muchas cosas.

Un largo silencio augura un cambio en la conversación. Angélica pregunta de sopetón:

—¿Por qué me pintaste así?

—¿Te refieres al retrato?

—Sí.

—No sé.

—¿Pero por qué me pintaste como Proserpina en los infiernos?

—No sé, Angélica, te vi un parecido con el cuadro de Rossetti y quise rendirle un homenaje.

—No estás siendo sincero conmigo. Esto es muy importante para mí, no me esquives. Dime por qué aparezco en el Hades con las mejillas picadas y carcomidas.

—No lo sé, te lo juro…

—Tú no querías pintarme.

—No.

—Por qué.

Andrés percibe la angustia que atormenta a Angélica, la necesidad que tiene de una respuesta sincera y transparente. No se puede negar a ello y dice:

—Hace unas semanas hice un retrato de mi tío Manuel. Lo pinté con unas malformaciones en la garganta. Me llamó a los pocos días a decirme que tenía un tumor cancerígeno muy avanzado justo en esa zona. Está en tratamiento pero no mejora. Lo más seguro es que se muera pronto.

—Y por qué lo pintaste así.

—No sé, Angélica, me siento como si estuviera en una pesadilla, es una fuerza irracional que de pronto se apodera de mí, como si estuviera en trance, poseso, invadido por imágenes que se imponen en la tela. Me dio tanto miedo que no quise volver a hacer retratos jamás.

—Por eso te negabas a pintarme.

—Sí.

—Y por eso te da fiebre y te enfermas.

—El desgaste me deja aniquilado.

Angélica se pasa las manos por el cabello, lo observa de reojo y le pregunta:

—Qué sentiste cuando me estabas pintando.

—Lo mismo, te vi ojerosa, llena de llagas, y el pincel se encargó de plasmar esas visiones en la tela.

—Y no tienes una explicación.

—No, te lo juro, no sé qué es lo que me está pasando.

—Ven, salgamos.

Caminaron por el sendero empedrado protegiéndose con sus chaquetas cerradas de las finas gotas de agua que aún caían del cielo sin mucha convicción. Dieron la vuelta por la estación del funicular y emprendieron el retorno por la parte trasera de la montaña, recorriendo paso a paso cada una de las esculturas que recordaba a los fieles los suplicios por los que había tenido que pasar Jesús antes de su crucifixión en el Calvario. Las figuras que representaban el vía crucis estaban resplandecientes en ciertas partes elegidas por la gente para poner allí sus manos o su boca. Los pies de Jesús, los pliegues de su túnica o los dedos de sus manos brillaban más que el resto de la escultura porque allí se acercaban las personas a besar al Maestro en un gesto de piedad y misericordia. Andrés recordó que alguna vez su padre lo había traído de pequeño para que fuera testigo de la procesión de los domingos. Antes de subir, las parejas de novios, los amigos o los familiares que se habían puesto de acuerdo para escalar la montaña, se pasaban por los toldos populares que había en los primeros metros del ascenso y se bebían una cerveza o un aguardiente con hierbas aromáticas. Al lado de la gran masa popular que iba caminando despacio, conquistando la montaña sin afán, disfrutando de la caminata y del exigente ejercicio, iban los enfermos y los penitentes, verdaderos héroes que subían descalzos o de rodillas, hablando solos, suplicando, con la Biblia en la mano y el rostro cubierto de lágrimas. Ya en la mitad del cerro estaban con las rodillas destrozadas, abiertas hasta el hueso, y con los pies llagados y en carne viva. Los hilillos de sangre que dejaban a su paso eran la prueba de su fe y de su arrepentimiento. Cojos, mancos, enfermos de los riñones, ciegos, leprosos, adúlteros, asesinos, traidores, prostitutas, sicarios, todos venían a demostrarle a Nuestro Señor de Monserrate que eran buenos católicos y que merecían un milagro o un gesto de perdón. En el último tramo, cuando divisaban la iglesia, los creyentes se llenaban de vigor y de esperanza. Y llegaban exhaustos, con la frente cubierta por chorros de sudor, ahogados, sonrientes, y buscaban a su alrededor a los vendedores ambulantes para comprar un refresco o una botella de agua.

Angélica le propone a Andrés en la puerta del restaurante Casa San Isidro:

—¿Entramos?

—Nos podemos tomar un café para calentarnos.

—En eso estaba pensando.

Se sientan a una mesa en la parte externa, en un corredor desde el cual se divisa la ciudad allá lejos, detrás de la bruma que rodea la montaña. Piden dos cafés bien cargados y Andrés tiene la impresión de no estar completamente en la realidad, sino en un intermedio, en un plano que está a medio camino entre dos dimensiones. Es una sensación que lo sobrecoge y lo asusta. Ve a Angélica sentada frente a él, ve el restaurante, a los meseros, a los turistas mexicanos que también han entrado para beber algo caliente, ve los árboles, el cielo, la niebla, la ciudad, y sin embargo él no está ahí, es como si observara una película cuyo protagonista le es familiar pero con el cual no termina todavía de identificarse.

—Tengo que contarte algo muy grave —le dice Angélica.

Él la observa con la piel de la cara manchada por los pequeños puntos que la desfiguran.

—Dime.

—Los granos que tengo es una enfermedad que se llama Molusco Contagioso.

—Qué es eso.

—Una enfermedad de la piel.

—Pero tiene cura, supongo.

—Ése no es el punto.

—No te entiendo.

El mesero deja las dos tazas de café humeante sobre la mesa. Abren los sobres de azúcar y riegan el polvo blanco sobre las bebidas. Luego revuelven con las cucharitas, alzan las tazas y se mojan los labios con cuidado, tímidamente.

—Explícame por qué no es importante curarse —insiste Andrés bajando la taza y dejándola sobre la mesa.

—Porque el Molusco Contagioso es sólo una manifestación de algo mucho más grave.

—¿Cómo así?

Ella deja el café a un lado y dice en voz baja:

—Me hice unos exámenes y tengo sida, Andrés.

Angélica baja la cabeza y se seca las lágrimas con la mano. Andrés sigue sintiendo que no está en la realidad, sino en una pesadilla de la que le gustaría despertarse cuanto antes.

—¿Estás segura?

—Me hice el segundo examen y también salió positivo.

—¿Y sabes desde cuándo eres positiva?

—No.

—Eso significa que es posible que yo también esté contagiado.

—Contigo siempre usamos condón, ¿te acuerdas? —dice ella dejando de llorar y limpiándose la nariz con las servilletas de la mesa.

—¿Y entonces?

—Creo que fue después, Andrés.

—Con quién has estado en este tiempo.

—Ése es el problema —Angélica continúa hablando en un tono muy bajo, casi en secreto—. Cuando terminamos la relación sentí que me iba a morir, no quería hacer nada, ni siquiera levantarme de la cama por las mañanas. Pero luego me llené de odio contra ti, sentí que me habías herido injustamente.

—No fue así, Angélica.

—Yo sé, yo sé, pero así lo sentí en ese momento. Quise vengarme. Entonces comencé a acostarme con el uno y con el otro. Iba a todas las fiestas y terminaba en la cama con el primero que me lo propusiera. Como estaba tomando pastillas anticonceptivas me daba lo mismo que el tipo usara condón o no. La mayoría de las veces estaba borracha o drogada. Llegué a estar con dos y tres hombres en un mismo día.

Andrés suspira sin decir nada. Ella concluye:

—Me acosté también con varios extranjeros. Yo creo que alguno de ellos fue el que me contagió. Suenan las campanas de la iglesia. Andrés escucha ese ruido metálico atravesar el aire invernal de la tarde y siente, en un instante revelador, que es dueño de nuevo de sí mismo, que ha llegado por fin a la realidad.

El padre Ernesto, que ha estado de rodillas rezando durante cerca de media hora, se levanta, se da la bendición y abre la puerta de su cuarto para acercarse al despacho de la casa cural. Irene, la joven encargada del aseo y de la cocina, le dice en el corredor:

—La señora Esther ya lo está esperando en el despacho.

—Gracias, Irene —contesta el padre apretando el paso, y por un momento sus ojos se detienen en el cuerpo esbelto y voluptuoso de la joven.

En efecto, en el pequeño salón que sirve de despacho, está una mujer gruesa, de unos cuarenta años de edad, vestida de negro y con los ojos inyectados en sangre.

Se pone de pie para saludarlo.

—Buenas tardes, padre.

—Buenas, hija, siéntate.

El sacerdote se ubica en un cómodo sillón frente a ella, abre los brazos y dice con voz afectuosa y amigable:

—Bueno, dime en qué te puedo ayudar.

La voz de la mujer es una voz apagada, tenue, muy débil, que revela una gran fatiga y largas noches de insomnio.

—Usted es una gran persona, padre. La gente lo estima y lo respeta.

—Gracias, hija.

—Piensa primero en los demás, es un hombre entregado de lleno a su trabajo.

—Ésa es la idea, sí.

—Le digo esto no por adularlo, padre, sino porque usted es la persona indicada para esta consulta.

—Dime cuál es el problema.

La mujer empieza a sollozar y las manos le tiemblan sobre las piernas.

—Estoy desesperada, padre, ya no puedo más.

—Qué sucede.

Ella abre el bolso, saca un pañuelo color crema y se seca las lágrimas.

—Quiero advertirle que no quiero que nadie se entere de esto, padre, no quiero hacer un escándalo y que mi casa se convierta en foco de chismes y habladurías.

—Lo que me digas no saldrá de estas cuatro paredes.

—No quiero estar por ahí en boca de todo el mundo.

—Bueno, qué es lo que sucede.

—A mí no, padre, es a mi hija.

—Cuántos años tiene ella.

—Acaba de cumplir los quince. Es una belleza.

—¿Tiene hermanos?

—No, padre, es hija única.

—¿Tiene una buena relación con ustedes?

—Vivimos sólo las dos, padre. Usted sabe cómo son los hombres, van regando hijos y luego los abandonan sin que nadie les diga nada.

—¿Es una muchacha juiciosa, tranquila?

—Es un ángel, padre, si usted la viera. Las monjas del colegio no se cansan de alabarla.

—Entonces cuál es el problema.

La mujer transforma los gestos de la cara, abre los ojos, inflama las mejillas, arruga la frente de una manera casi cómica, burlesca, y dice:

—Las voces, padre, las voces…

—Qué voces.

—Mi niña está habitada por voces que hablan de cosas horribles.

—Cómo así.

—Personas malignas, espíritus del mal, padre, que hablan a través de los labios de mi niña.

—No le entiendo —dice el sacerdote frunciendo el ceño.

—Casi siempre es por las noches, cuando se va a acostar. Las personas entran dentro de ella y comienzan a decir obscenidades, a insultar, a predecir hechos terribles.

—¿Usted me está diciendo que su hija está posesa?

—Por demonios, padre, por espíritus que vienen del infierno.

—Cómo se le ocurre —dice el padre Ernesto moviendo los brazos y la cabeza negativamente.

—Sí, padre, tiene que verlo con sus propios ojos.

—Posesiones ya no hay en este siglo, señora. Tiene que llevarla a un hospital para que le hagan exámenes neurológicos y psiquiátricos.

La señora agarra con la mano un sobre gigantesco que ha estado todo el tiempo junto a ella sin que el sacerdote lo notara, y se lo tiende para que lo abra y lo estudie.

—Tenga, padre, mire.

—¿Qué es esto?

—Los exámenes que usted dice.

—¿Ya la llevó al hospital?

—Ahí están los exámenes del cerebro, padre. Mi niña no tiene lesiones ni daños graves, gracias a Dios.

El padre Ernesto abre el sobre y observa una serie de tomografías cerebrales de rayos X, de ultrasonido y de resonancia magnética. Mientras lo hace, le llegan a la memoria las palabras recientes del padre Enrique: en nuestro trabajo tenemos que estar tratando de día y de noche con fanáticos, con místicos, con beatas que se la pasan viendo a la Virgen en el baño, en las paredes del jardín o en la taza de chocolate del desayuno. Una hoja escrita a máquina certifica que la paciente no sufre de ningún tipo de lesión cerebral. No necesitan más cuentos sobrenaturales. Los curitas que juegan al brujo o al profeta están mandados a recoger. El sacerdote introduce de nuevo los exámenes y la carta en el sobre, se los regresa a la mujer y comenta:

—No hay un dictamen psiquiátrico.

—Yo le dije que fuera a ver a la psicóloga del colegio, que hablara con ella, que le comentara sus cosas, sus asuntos privados…

—Y qué dijo la psicóloga.

—Que estaba bien, padre, que era una adolescente normal, un poco confundida por la edad, nada más.

—¿Pero le comentó lo de las voces?

—El problema es que mi niña no se acuerda de nada, padre, no es consciente de eso, es como si estuviera dormida. Yo quería saber primero qué decía la psicóloga de ella, y como no encontró nada anormal decidí ir yo misma y comentarle lo que estaba pasando. Me recomendó entonces que le hiciera los exámenes que acabo de mostrarle, padre.

—Pero no la ha visto un psiquiatra.

—Por qué no me ayuda, padre, por qué no va a verla —el tono es de súplica, de un ruego lleno de angustia y dolor.

—Lo único que le advierto es que no me vaya a pedir exorcismos o cosas por el estilo. La iglesia es reacia a hablar de cuestiones que hoy en día son competencia de los psiquiatras.

—Usted vaya, padre, y saque sus propias conclusiones. Por favor. Llevamos años viniendo a esta iglesia. Necesitamos de usted, no nos puede negar su ayuda.

—Puede ser hoy, después de la eucaristía de esta noche. Qué le parece.

—Sí, padre.

—Déjeme anotar su dirección y su teléfono.

—Yo vengo a misa, padre, lo espero y nos vamos juntos.

—Entonces nos vemos esta noche.

—Gracias, padre.

Ambos se levantan al mismo tiempo, se dan la mano y se despiden con palabras amables y corteses. Cuando cierra la puerta del despacho, el padre Ernesto dice en voz baja:

—Esto es lo único que me faltaba.

En las horas de la noche, después de la misa de las siete, cierra la iglesia, se abotona su gabardina hasta el cuello y empieza a caminar custodiado por la sombra de la señora Esther.

—¿Dónde vives? —pregunta el sacerdote volteando el rostro para mirarla y tuteándola de nuevo.

—Aquí cerca, padre, en La Candelaria.

—Lindo barrio —comenta el padre Ernesto por decir algo.

Mientras camina con la mujer a su lado, observa las luces amarillas de los autos reptando por el suelo y las paredes, mezclándose, abriéndose y cerrándose, creando todo un juego geométrico alrededor de ellos dos. El viento que silba con potencia en los estrechos callejones y en las bocacalles les golpea el rostro con furia enfriándoles las orejas y la punta de la nariz, cortándoles la piel y obligándolos a entrecerrar los párpados para protegerse los ojos. El sacerdote recuerda que lleva muchos años sin caminar así, acompañado por una mujer, experimentando esa curiosa satisfacción que surge en él cuando cruza en compañía femenina las calles nocturnas e interminables de Bogotá. Piensa: Somos ella, la ciudad, la noche y yo. Un hombre protegido por tres mujeres.

Llegan frente a una casa colonial ubicada en el centro de una calleja mal iluminada. Una enredadera cubre gran parte de la fachada principal.

—Aquí es —dice la mujer introduciendo una llave en la cerradura de un grueso portalón de madera.

Apenas cruza el umbral, el padre Ernesto huele el delicioso aroma de un conjunto de flores vistosas que resplandecen con la poca luz que llega hasta el jardín interno de la residencia. Enseguida descubre el olor a antiguo que despiden las paredes, los techos y la madera de las puertas y los muebles que decoran el lugar. Reconoce ese olor porque es el mismo que se respira en monasterios y conventos, en museos, alcaldías rurales, viejas fincas olvidadas y en ciertos rincones de su propia iglesia cuando pasa el efecto de los detergentes y los desinfectantes. Finalmente, cuando va subiendo las escaleras que conducen al segundo piso, su olfato registra un olor inmundo y desagradable: el olor de las cañerías subterráneas, el de las aguas negras que viajan por los conductos internos de la ciudad, un olor a hedores corporales acumulados, a orines, excrementos, vómitos, semen y flujos menstruales. Son tan intensas esas emanaciones que provienen de arriba, que el padre Ernesto siente un escozor en la parte interna de los ojos. Y es en ese momento cuando tiene un presentimiento, un pálpito, la sospecha de que una presencia excepcional está con ellos dentro de la casa. No sabe qué o quién es, no está seguro de nada, no es una certeza definible y racional sino una intuición que le indica la visita de un elemento extraordinario.

La señora Esther se detiene frente a la puerta de una de las habitaciones de la segunda planta, respira profundo y dice:

—Voy a dejarlo solo con ella, padre. A esta hora ya está recostada.

—¿Ha tenido comportamientos agresivos, ha golpeado a alguien?

—Hasta ahora no.

—¿Dónde estará usted?

—Estaré esperándolo abajo, padre, con la empleada del servicio… Entre y siéntese en una silla que está junto a la cama. Ellos le hablarán…

—¿Está rota alguna cañería?

—No, padre.

—El olor es insoportable.

—Adentro es peor. Hemos limpiado mil veces y nada.

Ella se da la vuelta y baja las escaleras sin mirar hacia atrás. El padre Ernesto abre la puerta y respira un aire pestífero, húmedo, como si de repente estuviera ingresando en un calabozo de sentina, en una cloaca inmunda o en uno de los más sucios rincones del infierno. Siente deseos de vomitar pero logra controlar su cuerpo poco a poco, tomando aire despacio con la boca semiabierta, relajando el cuerpo, acostumbrándose a las ráfagas fétidas y pestilentes. Cierra la puerta y se sienta en la única silla que hay en la habitación. En la cama, acostada boca arriba, está la muchacha con un camisón blanco que la cubre hasta los tobillos. Por encima de la tela sobresale un cuerpo joven voluptuoso y magnífico: unos senos redondos y turgentes, una cintura estrecha, unas caderas abiertas en un par de curvas generosas y unas piernas largas y bien delineadas. Los rasgos de la cara son finos, proporcionados, semejan la expresión de una niña dibujada en la ilustración de un cuento infantil (los labios carnosos, las cejas delgadas, los ojos grandes, la nariz recta, el cabello en largos mechones dorados), y contrastan con la adultez de ese cuerpo voluminoso y bien desarrollado. El padre Ernesto siente dos líneas de sudor escurriéndole por las axilas.

—¿Le gusto, padre? —dice de pronto una voz aflautada, gatuna, y la joven abre los párpados dejando al descubierto unos centelleantes ojos azules.

—Tu madre quiere que conversemos.

—No ha contestado mi pregunta.

—Eres muy bella —asegura el padre con calma, sin mucha convicción, restándole importancia a lo que está diciendo.

—¿Me desea?

—No he venido a ofenderte, hija.

—Sé que le gusto, padre, que quiere tocarme, acariciarme.

—Estás equivocada.

—Aproveche, padre, tóqueme por donde quiera.

—No me insultes de esa manera. Recuerda que soy un sacerdote.

Ella se sonríe en una mueca perversa y la voz que escucha el padre Ernesto a continuación es gruesa, varonil, como si acabara de entrar en la habitación un hombre adulto y estuviera también en la cama, junto a ella:

—Qué sacerdote ni qué mierda, perro lascivo, gusano asqueroso.

Un estremecimiento le recorre al padre Ernesto la espalda de arriba abajo.

—¿Piensas que no sé quién eres? ¿Crees que me vas a engañar a mí con tus sermones piadosos? Mira lo que voy a hacer para ti, cerdo.

La muchacha se levanta el camisón hasta el ombligo, introduce la mano entre unos calzones pequeños e insinuantes, y se acaricia el sexo con los dedos de la mano derecha.

—Necesito un hombre, padre —la voz vuelve a ser la de una jovencita delicada.

—Para, no más —dice el sacerdote con la voz agitada. Ella saca la mano y estalla en una carcajada grotesca.

—Yo sé quién eres, puerco —sigue diciendo la misma voz.

—No sé de qué hablas —afirma el sacerdote mareado, con arcadas en el estómago, trastornado.

—¿El pedacito de carne que tienes entre las piernas te da trabajo, eh?

—Cállate.

—Por ahí ofendes tu fe, ¿ah?… Marranito lujurioso…

—Que te calles, te dije.

—Arrechito…

Y entonces la voz sensual de la muchacha se mezcla con una voz neutra, hueca, y ambas se distinguen perfectamente, como si dos actores estuvieran recitando a un mismo tiempo un solo libreto:

—Asesino… Tú también las mataste… Tus manos están manchadas de sangre, sacerdote… Él se coge la cabeza entre las manos y grita:

—¡Déjame en paz!

—Así te ves más bello… Todo untadito de sangre…

—¡No más!

La voz gruesa vuelve a surgir y remata diciendo:

—Hijo de puta, criminal, eres un perro lleno de pecados.

El padre Ernesto no aguanta más, se levanta y de un salto llega hasta la puerta, la abre y sale de la habitación ahogado, sin aire, llorando. Lo peor de todo es que mientras cierra la puerta nota una fuerte erección que le levanta el pantalón, que se lo abulta de manera vergonzosa contra su voluntad.

La discoteca está llena, algunas parejas bailan en la pista acomodándose como pueden entre ellas, y otras permanecen en las mesas conversando, riendo o bebiendo animadas de las botellas de licor que van vaciándose en la medida en que avanza la noche. María escucha la perorata estúpida del arrogante ejecutivo que tiene al frente, y siente hacia él una animadversión que la obliga a apretar las mandíbulas para controlarse.

—Lo compré en ciento veinte millones y tiene una vista espectacular. Sólo la terraza tiene cien metros cuadrados, imagínate.

—Qué bien —dice María soltando las mandíbulas y haciendo un amago de sonrisa.

—Y en los Rosales, bien arriba, que definitivamente sigue siendo la mejor zona de Bogotá.

—Sí.

—Los baños tienen unas tinas gigantescas y logré instalar un sistema de luces con control remoto, tú sabes, para no estar parándose uno todo el tiempo hasta los interruptores.

—Claro.

—El garaje es triple, hay cancha de squash en el edificio, y lo mejor es que instalaron una sauna y un baño turco que son una maravilla para descansar.

—Excelente.

—Ciento veinte millones es un regalo, ¿no te parece?

—Es un muy buen precio.

—Estoy feliz. Me lo merezco porque he trabajado duro este año.

—Ya.

—Aunque, ¿sabes una cosa?

—Dime.

—Tengo ganas de irme el año entrante a vivir unos meses a Europa.

—Qué buena idea, ¿adónde?

—A París.

—Qué delicia.

—Sí, porque yo viví en Nueva York cuando era estudiante. Mi papá me envió a una de las mejores escuelas de finanzas, tú sabes, el tipo quería estar seguro de que yo iba a administrar bien la empresa de la familia.

—Sí.

—Pero me tocó siempre estar en Estados Unidos, y ahora me parece justo tomarme un tiempito para estar en Europa. Porque una cosa es ir de vacaciones y otra muy distinta vivir allá, familiarizarse con la realidad del viejo continente.

—Claro que sí.

—Además, tú sabes, vivir en París te da elegancia, clase, distinción.

—Sin duda.

—Los museos, los restaurantes, los conciertos.

—Qué rico.

—Y voy a intentar aprender algo de francés. La gente quedaría asombrada si me ven hablando en dos idiomas a la perfección. Bueno, tres con el español.

—Increíble.

—Y es que París sigue siendo París.

El hombre continúa enumerando las ventajas de su posible viaje y los atributos incomparables de una ciudad que él considera la capital de la finura y el buen gusto. María se evade hacia adentro, hacia sí misma, y viaja por los laberintos de su memoria hasta llegar a su infancia en Miraflores, un pueblo miserable en el sur del país, muy cerca de la selva del Amazonas.

Es un amanecer lluvioso y su madre se ha levantado para encender la estufa de leña y preparar el desayuno antes de salir a revisar las dos parcelas de hoja de coca con las que sostiene a sus dos hijas. María tiene cinco años y su hermana, Alix, es un año mayor que ella. Su padre vive con otra mujer en el extremo opuesto del pueblo y se gana la vida administrando un pequeño salón de billar, lotería, naipes y juegos de azar. María está desperezándose en el camastro que comparte con su hermana, estirando los brazos y las piernas para desentumecerlos, cuando se escucha la primera explosión a pocos metros de distancia. El rancho se estremece y los utensilios de cocina quedan desparramados por el suelo. Ráfagas de metralleta y disparos de fusil suenan a diestro y siniestro, entre los matorrales. La mujer se abalanza sobre ellas, las abraza y las saca del rancho protegiéndolas con su propio cuerpo. Alix y ella corren bajo el amparo de su madre, conformando un trío compacto que baja por el camino en busca de la plaza principal. Un grito estridente inaugura la mañana:

—¡Es la guerrilla! ¡Van a tomar el pueblo!

Dos granadas más estallan a diez o quince metros del camino que ellas recorren sin separarse, amalgamadas y fusionadas por los fuertes abrazos de su madre. Luego los disparos se multiplican y las explosiones levantan humaredas hacia el cielo y destrozan la alcaldía y la comisaría de policía, haciéndolas volar por los aires. Varios policías y soldados han alcanzado a atrincherarse en una tienda de víveres, e intentan repeler el ataque desde allí, disparando desordenadamente en medio del pánico y la turbación. Ellas llegan por fin hasta la plaza, cansadas, sudorosas, mojadas por una llovizna tenue que les alivia en parte el bochorno y el rubor de sus rostros. De repente, sin entender nada de lo que está pasando, Alix y ella ven a su madre desvanecerse hasta hincar las rodillas en el suelo, como un cristo femenino con los brazos engarzados en los hombros de dos niñas confundidas. Unos segundos después libera los brazos y cae desplomada en el suelo hundiendo la cara en los charcos de la arena de la plaza. María alcanza a ver un agujero grande y sangrante en la parte trasera de la cabeza de su madre. Las dos hermanitas se miran azoradas, temblorosas, indefensas en medio del fuego cruzado, perturbadas.

—¿No te parece? —pregunta el joven ejecutivo levantando el brazo y haciendo tintinear los cubitos de hielo. María vuelve en sí y no tiene ni idea de lo que le está preguntando el individuo.

—¿Sí o no? —insiste él con una sonrisa.

—Pues claro —arriesga ella sonriente también.

—¿Te pasa algo?

—No, ¿por qué?

—No sé, te veo despistada.

—No es nada. ¿Quieres bailar?

—Más tarde.

—¿Quieres que cambiemos de lugar? Conozco un sitio más tranquilo, más íntimo.

—No, estoy bien, seguro.

—No te vayas a aburrir.

—Cómo se te ocurre.

—Te venía diciendo que los cruceros por el Mediterráneo no son tan costosos y el servicio es una maravilla. Ya uno instalado en París es muy fácil bajar en el verano y recorrer las islas griegas…

Al mediodía la plaza de Miraflores se llenó de helicópteros del ejército. Tropas de contraguerrilla se alistaron para entrar en la selva en un operativo de rastreo y persecución. El sol calentaba desde lo alto con una persistencia abrasadora. El cadáver de su madre había sido recogido en una camilla por voluntarios de la Cruz Roja Internacional. Su padre estaba desaparecido y nadie daba noticias suyas. A las cuatro de la tarde un sargento dio la orden de subir a las dos huérfanas en un helicóptero que regresaba a Bogotá.

—Llamen a los funcionarios del Instituto de Bienestar Familiar y coméntenles el caso —gritó a los soldados que las escoltaban.

Ahí comenzó el suplicio. Nadie llamó al Instituto, las dejaron apartadas en una guarnición del ejército, sin hablarles, sin preguntarles nada, brindándoles de vez en cuando un plato de comida y permitiéndoles dormir en un catre destartalado en las bodegas de la cocina. Con el paso de los días las encargadas del rancho de los soldados terminaron por emplearlas y casi esclavizarlas: tenían que pelar bultos de papa, desgranar arveja, cortar legumbres, barrer, lavar loza, sacar la basura y limpiar palmo a palmo toda la cocina antes de irse a dormir. Una noche, Alix le dijo:

—Me voy, María. No aguanto más.

Le prometió que volvería por ella, que la sacaría de ese antro lleno de brujas y que no se separarían jamás:

—Espera unos días y vengo por ti.

María lloró cuando vio a su hermana salir por un pequeño agujero que había en el muro, detrás de las canecas de basura, y se sintió más sola y más desamparada que nunca. Al fin y al cabo Alix era su única hermana y su compañera de desdicha y de infortunio. De ahí en adelante soportó como pudo la orfandad, el desprecio de las mujeres de la cocina (que la trataron aún peor luego de la fuga), la esclavitud, la degradación y la miseria absoluta. La mantuvo con vida la esperanza de que Alix volvería por ella para rescatarla de los infiernos. Pero la pequeña no regresó.

—… y confirmé los precios en una revista, ¿no te parece increíble? —dice el ejecutivo en medio del bullicio general.

—Sí, claro —dice María por salir del paso.

—Es que ya uno instalado en Europa, todo se facilita mucho. Por eso es importante salir, conocer, abrir horizontes, no quedarse uno conforme con la precariedad que hay aquí…

Luego vinieron los años duros, la vida de la calle, el vagabundeo, la mendicidad, el robo ocasional. Se fugó de la guarnición a los siete años, exactamente por el mismo muro agujereado por donde había salido su hermana dos años atrás. Un grupo de gamines la acogió en sus filas y empezó la supervivencia urbana, el entrenamiento para no dejarse aplastar por ese monstruo malévolo de millones de cabezas humanas que cada día la insultaba más, la segregaba, la pateaba, la escupía. Un monstruo que no se cansaba de humillarla y cuyo objetivo era convertirla en una cucaracha para cualquier día espicharla sin el más mínimo asomo de misericordia.

—… y en el invierno es muy fácil ir a esquiar a Suiza. Hay programas especiales que salen baratísimos…

Un sacerdote le brindó la posibilidad de vivir y de estudiar en una institución de caridad. El religioso había sido para ella el primer remanso de tranquilidad, el primer apoyo y el primer afecto sincero y auténtico que la ciudad le entregaba sin pedirle nada a cambio. Gracias a él había logrado terminar la secundaria con calificaciones sobresalientes. El problema era que había tenido que irse de la institución y dejar espacio para otros muchachos que, como ella en su momento, estaban necesitando una cama, un plato de comida y una educación que los sacara de la ignorancia y del analfabetismo. Y por más que buscó trabajo por doquier, no encontró un empleo decente en ninguna parte. El sacerdote le había prometido una beca para seguir estudiando, pero ella sintió que sus palabras eran sólo eso, una promesa y nada más. Entonces decidió dedicarse a vender tinto y agua aromática en la plaza de mercado. Un oficio que escasamente le daba para comer y para pagar el arriendo de una habitación humilde y deprimente.

—¿Me excusas un instante? —pregunta el hombre.

—Claro —contesta María.

—Voy al baño y ya vengo.

—No te preocupes.

Consulta el reloj. Las once y diez minutos de la noche. Están sobre el tiempo. Saca la pastilla y la deja caer en el vaso con despreocupación, sin alarmarse. El tipo regresa, termina de beberse su trago y empieza a sentir el malestar que María ya conoce de memoria: dolor de cabeza, pesadez, sueño, desaliento.

—Excúsame, me siento mal.

—Estarás borracho.

—No he tomado mucho.

—Quién sabe.

—Tengo un sueño tremendo —dice mientras se frota los párpados con las palmas de las manos.

—Es mejor que te vayas a tu casa a descansar.

—Yo quería llevarte a tu apartamento.

—Otro día será.

—Qué es esto —dice él sacudiendo la cabeza hacia los lados.

—¿Me esperas un momento? Tengo que ir al baño.

—Aquí te espero.

María se levanta y se acerca a los letreros que indican «Ellas» y «Ellos». Se cruza un segundo con Pablo, que está pendiente de lo que sucede en la mesa del ejecutivo.

—¿Listo? —pregunta Pablo disimuladamente, como si fueran dos desconocidos que hablan un par de palabras mientras desocupan los lavabos y los retretes.

—El tipo está ido ya.

—Te dio lata.

—Es un pesado.

—Pero valió la pena. Aquí hay buen billete.

—Eso parece.

—Estamos seguros de que es un pez gordo.

—Ojalá.

—Más tarde te llamamos para avisarte cómo nos fue.

—Que les vaya bien. Y se separan.

Dos horas más tarde suena el teléfono en el apartamento de María y ella contesta enseguida:

—¿Sí?

—No te imaginas, María, sacamos tres millones de pesos. Mañana te damos tu parte y te recogemos para comprarte ropa y unos cuantos regalos. Te lo tienes bien merecido.

—Gracias.

Cuelga y piensa en cuánto le gustaría tener a Alix entre sus brazos, decirle que ahora hay dinero, que no se preocupe, que se acabó el hambre, que ella sabe que si no volvió no fue porque no quiso, sino porque no pudo. Que la ama, que se siente sola, que no puede olvidarla.