María se mira en el espejo de cuerpo entero y la imagen que está allá, reflejada en el azogue detrás del vidrio, la deja satisfecha, orgullosa de sí. Los zapatos informales de cuero, los jeans bien ajustados que le marcan los muslos y las curvas de las caderas, la pequeña camiseta que deja al descubierto el ombligo y la piel del abdomen —y que ayuda a resaltar la redondez de los senos—, y la chaqueta delgada de gamuza bien recortada a la altura de la cintura, la hacen ver como una muchacha universitaria adinerada, de buena familia, distinguida. Abre la puerta de la habitación y camina hasta la sala, donde la están esperando ansiosos Pablo y Alberto. El efecto visual los deja perplejos, sin palabras. La muchacha da una vuelta completa, como si estuviera al final de una pasarela de moda.
—¿Qué tal? —pregunta con una sonrisa.
—Estás muy linda —afirma Pablo.
—Increíble —dice Alberto poniéndose de pie.
—¿Sí les gusta?
—Estás rubia —comenta Alberto.
—Me dijeron que me lo tiñera —advierte ella.
—Quedó perfecto —continúa Alberto—, parece tu color natural.
—Los tipos ahora se sienten más atraídos por las mujeres blancas y rubias —explica Pablo—. Es la influencia de la publicidad, de las revistas, de las propagandas de televisión.
—Nadie quiere ser negro, mestizo o indio —dice Alberto.
—¿Les gusta lo que compré? —vuelve a preguntar ella haciendo alusión no sólo a lo que lleva puesto, sino a los muebles y al decorado del nuevo apartamento.
Ambos mueven la cabeza afirmativamente y Pablo se levanta del asiento donde ha permanecido sentado, observa los cuadros, las mesas, los ceniceros, las materas en la terraza, los floreros y los muebles, y asegura frotándose las manos:
—Hiciste todo muy bien, María.
—Las facturas están sobre la mesa del comedor —dice ella.
—Guárdalas tú —ordena Alberto—. Ahora siéntate, por favor, queremos darte las últimas indicaciones.
Ella obedece y se sienta en un costado del sofá principal de la sala. Pablo y Alberto toman asiento del otro lado de la mesita central, en dos sillones de color verde oscuro que contrastan con la mesa de madera del teléfono y con las cortinas de bambú que cubren las ventanas. Alberto saca dos fotografías de la chaqueta y se las entrega a María.
—Éste es el tipo. Lo hemos seguido durante varias semanas. Es un ejecutivo joven, millonario, muy vanidoso. Le encanta alardear de su dinero y de su posición social. Los viernes va a este bar en la Zona Rosa —saca un papel con un nombre y una dirección escritos en tinta oscura y lo deja sobre la mesita—, se toma unos tragos y se dedica a coquetear con las mujeres que no están acompañadas.
Le gusta jugar al picaflor.
María estudia las fotografías lentamente, tomándose su tiempo, y luego agarra el papel de la mesita y lee el nombre del bar y su ubicación en la Zona Rosa.
—Recuerda que debes sentarte en la barra —sigue diciendo Alberto— y pedir cualquiera de los cócteles que te ofrezcan en la carta. No olvides consultar tu reloj a cada rato, como si tuvieras una cita con un amigo o con un novio y te hubiera dejado plantada.
—¿Me quito la chaqueta o no?
—Actúa con naturalidad —afirma Alberto—. Si sientes frío, déjatela, y si el sitio está lleno es mejor que te la quites y que la tengas por ahí a la mano.
—¿A qué hora debo llegar?
—Nueve y media está bien —asegura Alberto—. El tipo llega siempre hacia las diez. Pablo adelanta el cuerpo y explica:
—Apenas te vea se le van a ir los ojos. Va a caer seguro. Tú debes permanecer tranquila, sin afanarte. Si sientes un poco de nervios es normal. Es tu primera vez.
—Voy a decirle que estudio periodismo en la Universidad de la Sabana, que acabo de entrar.
—Perfecto —dice Pablo—. Intenta llevar la conversación hacia el plano personal, los gustos, la familia, su signo zodiacal, cosas así… Busca un terreno donde te sientas segura. Si no sabes de lo que él te está hablando, dilo sin problemas, no necesitas fingir o posar de algo que no eres. Intenta ser lo más natural que puedas.
—Listo —dice María sintiéndose de pronto confiada, sin miedos ni resquemores.
Pablo saca del bolsillo del pantalón una diminuta cajita de metal y se la entrega a María con cautela, evitando hacer movimientos exagerados o bruscos.
—Ten mucho cuidado con esto —le dice—, es la pastilla que debes echarle en el trago con prudencia, sin que nadie se dé cuenta de lo que haces.
—¿Y después?
—En algún momento el tipo se irá al baño —dice Pablo—. Tú sacas la pastilla y la disuelves en el vaso de él. Esperas diez minutos, te pones la chaqueta, pides un permiso para ir tú también al baño y te desapareces. Lo mejor es que tomes un taxi y te vengas a dormir.
—¿Dónde estarán ustedes? Alberto contesta:
—En el bar, charlando y tomándonos unos tragos. Nos acercaremos a él y nos encargaremos del resto.
—Recuerda una cosa —le dice Pablo alzando la mano derecha—. Tienes que echarle la pastilla entre las diez y media y las once y media. No te puedes pasar de esa hora.
—No se preocupen, no les voy a fallar —dice María con aplomo en la voz.
—Bueno, entonces nos vemos esta noche —dice Pablo poniéndose de pie. Alberto lo imita y le dice a María antes de salir:
—Quema las fotografías y tira las cenizas a la basura.
—Listo.
Se despiden de ella dándole un beso en la mejilla, abren la puerta del apartamento y bajan por las escaleras en busca del primer piso, donde está la salida del edificio.
A las nueve y media María entra al bar, se sienta en la barra, pide la carta y elige un coctel bautizado con un nombre que le causa gracia: «La cueva del pirata Morgan». El mesero se marcha y diez minutos después regresa con un vaso agujereado que simula una caverna transparente. La bebida parece agua de mar por efecto del vidrio azulado y por la espuma que la recubre hasta la circunferencia superior del recipiente.
—Espero que le guste —dice el mesero observándola con ojos codiciosos.
—Muchas gracias —contesta ella con una sonrisa franca y sencilla.
El sitio comienza a llenarse poco a poco. María bebe del vaso con recato, sin apresurarse, consultando su reloj de pulsera cada diez minutos. Las canciones de fondo del grupo Mecano la hacen sentir tranquila, a gusto, sin temores de ninguna clase. No está incómoda ni nerviosa, es como si estuviera cumpliendo una rutina normal que fuera parte de esta nueva vida llena de lujos y comodidades, esta vida que no es la suya pero que ahora le pertenece, que no le es ajena, que le agrada cada día más. Mientras bebe de la cueva del pirata Morgan, contempla a esas personas adineradas y opulentas, y se siente cercana a ellas, sin odio, con un futuro próspero y prometedor. Es como si acabara de ingresar por primera vez a una obra de teatro y los personajes le fueran familiares, conocidos. Sin haber leído el guión, sabe de memoria cada una de las acciones que debe cumplir en el escenario y cada uno de los parlamentos que debe recitar para ese público afable que sin duda alguna estallará al final de la representación en un aplauso ensordecedor.
Las ávidas miradas que le llegan desde las mesas la hacen sonreír a plenitud. A las diez entran Pablo y Alberto y eligen una mesa retirada, en el rincón más apartado del salón. A las diez y cuarto entra el hombre de la fotografía. María lo mira un segundo con indiferencia y vuelve a consultar su reloj. El tipo actúa con una rapidez inaudita: apenas la descubre se acerca a la barra y se sienta muy cerca de ella. María se quita la chaqueta con lentitud, con gestos perezosos y felinos. Sabe que el hombre está pendiente de cada uno de sus movimientos. Cuando él le dirige la palabra, ya ella está preparada y ha intuido de antemano la pregunta.
—¿Estás esperando a alguien? —la voz es agradable, bien estudiada para la ocasión.
—Sí —dice ella mirando su reloj una vez más.
—¿A tu novio?
—No, a un amigo.
—¿Quieres llamarlo desde el teléfono del bar? —pregunta el hombre con una cortesía cuyo objetivo es ir ganándose su confianza. María no se intimida y contesta con rapidez mirándolo por primera vez a la cara:
—No me sé el teléfono de memoria, gracias.
—De pronto es el tráfico. Los viernes se pone muy pesado.
—No, debió pasarle algo.
Y añade con la voz preocupada, como sintiéndose culpable y un tanto alarmada:
—Mejor me voy —se pone la chaqueta y busca con los ojos al mesero para cancelar la cuenta.
—Espera, espera, no hay afán…
—Ya no va a llegar.
—Puedes darle un poco de tiempo.
—No me gusta quedarme esperando. Prefiero irme para mi apartamento y averiguar qué le pasó.
—¿Vives sola?
—Sí.
—¿Y tu familia?
—Están todos en Cali.
—¿Viniste a estudiar?
—Periodismo —dice María moviendo la cabeza de arriba abajo.
—Mira, podemos sentarnos a una mesa y conversar un rato mientras llega tu amigo —dice él con la voz aflautada, meliflua. María lo piensa unos segundos. Luego dice con una sonrisa:
—Unos minutos no más y me voy.
—Okey.
El hombre llama a uno de los meseros y se trasladan a una mesa junto a uno de los ventanales internos del establecimiento. María sigue bebiendo de su coctel marítimo y él ordena un whisky en las rocas. Se nota que el individuo está alegre y encantado con la posibilidad de estar con ella unos minutos. Sabe que los demás hombres lo están observando con una envidia que no pueden ocultar, y eso lo hace sentirse orgulloso de sí mismo, superior, más dotado que los otros para las artes de la conquista y la seducción.
María arrastra la conversación poco a poco hacia temas elementales sobre la vida del hombre: sus padres, sus hermanos, su trabajo, sus relaciones afectivas anteriores. Sabe que en lo referente a este último punto está mintiendo descaradamente, pero lo deja fabular e inventar una vida ficticia sin interrumpirlo ni contradecirlo. Al fin y al cabo a ella no le importa lo que él está hablando, su mente lo que está esperando es el momento propicio para atacar.
El vaso de whisky queda vacío y él llama a uno de los meseros y ordena otro igual.
—¿Tú quieres algo? —pregunta con gentileza.
—No, así estoy bien, gracias.
El mesero trae el segundo whisky y él afirma: —Voy a ir al baño. No me demoro.
—Oye, ¿no te has dado cuenta de una cosa?
—De qué…
—No nos hemos dicho el nombre.
El tipo se sonríe y mueve la cabeza hacia los lados.
—Increíble, qué descortesía —y le tiende la mano por encima de la mesa—. Mucho gusto, Jorge Echavarría.
—Claudia Martínez —dice María estrechándole la mano con suavidad.
—Ya vengo, Claudia.
—Aquí te espero.
La luz tenue de una lámpara opaca la protege de las miradas de las mesas vecinas. Saca la pastilla con disimulo y la deja caer con cuidado en el líquido amarillento que la disuelve enseguida sin dejar rastros. Mira su reloj de pulsera y las manecillas indican las diez y cuarenta y cinco.
Jorge regresa del baño y María le indica que se está haciendo un poco tarde para ella.
—Quiero saber qué le pasó a mi amigo —explica.
—¿Tienes carro?
—Voy a pedir un taxi.
—Yo te llevo hasta tu apartamento.
—No quiero molestarte.
—No es ninguna molestia.
—Bueno, terminémonos los tragos.
Cruzan un par de palabras más y «La cueva del pirata Morgan» y el vaso de whisky en las rocas desaparecen en medio de la espuma y el hielo. Jorge abre los ojos exageradamente, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo para permanecer despierto y no dormirse sobre la mesa. El semblante está lívido y unas gotas de sudor se insinúan en su frente. Por fin se coge la cabeza y dice:
—Me siento mal, no sé qué me pasa.
—Estás borracho.
—Me tomé sólo dos tragos —dice con la voz ahogada, lejana.
—Tal vez se te bajó la tensión.
—No sé.
—Espérame, voy al baño y vengo a ayudarte.
Se levanta, camina hasta el baño, se lava el rostro, vuelve hasta el bar y le dice al mesero que los atiende:
—El señor paga la cuenta. Tengo que irme.
—No se preocupe, señorita —dice el joven atareado con varios pedidos pendientes.
Sale del lugar sin mirar hacia atrás, sin haber visto ni una sola vez la actitud de sus amigos, y toma en la esquina el primer taxi con el que se tropieza.
En el bar, Pablo y Alberto se acercan al ejecutivo, lo ayudan a levantarse, pagan la cuenta diciendo que es un amigo y que lo van a acompañar a su casa, y salen a la calle llevándolo en hombros, como si estuvieran cargando un soldado herido en un campo de batalla. Lo introducen en un Renault 12 recién lavado y encerado, y se lo llevan por la Carrera Quince hasta la Calle Cien, donde estacionan en un césped muy cerca de la vía del tren. Revisan todas las tarjetas bancarias, interrogan al hombre acerca de las claves secretas de cada una de ellas, anotan la información en una libreta y se dirigen por la Carrera Quince hacia el norte en busca de los respectivos cajeros automáticos. En efecto, como lo sospechaban, los saldos de las cuentas son elevados y les permiten sacar el tope máximo permitido por las entidades. Luego esperan hasta las doce y quince minutos, y vuelven a hacer la ronda de nuevo por todos los cajeros automáticos donde el individuo tiene cuentas corrientes o de ahorros vigentes, pues con el cambio de fecha a medianoche los retiros diarios de dinero se activan de inmediato.
Finalmente dejan al yuppie en un parque de barrio recostado contra un árbol, como si fuera un juerguista después de una noche un tanto agitada, y parten con dos cadenas de oro, un reloj Rolex, dos tarjetas de crédito para usarlas en las horas de la mañana y una buena suma de efectivo entre los bolsillos.
Andrés observa los cerros desde la ventana de su estudio. La mujer, detrás de él, insiste una vez más con la esperanza de hacerlo ceder, de convencerlo:
—No sé por qué te niegas si has pintado muchos retratos antes. Andrés se da la vuelta y dice:
—Ahora no quiero pintar retratos.
—Pero por qué.
—No sé, Angélica, no quiero.
—¿Es algo personal?
—No, no es eso.
—Si tienes algo contra mí, dímelo.
—No lo tomes así.
—¿Y yo qué te he hecho para que te niegues a pintarme?
—No tengo nada contra ti, ya te lo dije.
—Entonces píntame. Si lo que te estoy ofreciendo no es suficiente…
—No es cuestión de dinero.
—No entiendo nada, Andrés.
—No quiero pintar retratos, eso es todo.
—No te creo, es algo personal, estoy segura.
—Estás equivocada.
—Siempre te gustó pintar retratos, sabes que tienes un talento especial para eso.
—Ahora estoy metido en otra cosa.
—En qué.
—Estoy preparando mi próxima exposición.
—Y qué, eso no te impide sacar una tarde para pintar un retrato.
—Pero es que no quiero hacer retratos, qué de malo hay en eso…
—¿Es por lo que pasó entre nosotros?
—Eso no tiene nada que ver.
—Si no funcionó no fue por culpa mía.
—Ya hablamos de eso muchas veces, Angélica…
—Entonces dime por qué no quieres pintarme, dame una explicación.
Angélica empieza a llorar en silencio, sin gemir, sin secarse los gruesos lagrimones que le caen por las mejillas. Dice:
—Ahorré durante meses este dinero. Siempre quise tener un retrato hecho por ti en mi cuarto.
Andrés siente un nudo en la garganta, se acerca a ella, le acaricia el cabello negro largo y sedoso, y decide aceptar:
—Está bien, está bien, voy a pintarte.
Al día siguiente, Angélica llega al taller y toma asiento junto al gigantesco ventanal desde el cual se divisa la cadena montañosa del oriente bogotano. Andrés la observa con detenimiento y recuerda de improviso el cuadro de Dante Gabriel Rossetti sobre Perséfone: los labios de un rojo enardecido, los arcos de las cejas bien delineados, la nariz sobresaliente, la tela del vestido conformando complicados pliegues hacia abajo y las manos blancas y fuertes contrastando con la oscuridad tenebrosa de la parte baja de la pintura. Entonces se acerca a Angélica, coloca una mesita a mano derecha del asiento donde ella está sentada, y enciende una vara de incienso para darle a la imagen una atmósfera sagrada. Sí, se dice mentalmente Andrés, voy a pintarla como la reina de los infiernos, como la mujer que abandona la Tierra y permanece para siempre en las lóbregas tinieblas del Hades.
—¿Para qué quemas incienso? —pregunta Angélica.
—Voy a pintarte como una diosa —responde Andrés preparando los óleos y los pinceles.
Mientras tanto, empieza a evocar su relación con ella, los años en que estuvo a su lado sintiendo un amor doloroso, sufrido, trágico. La había querido de verdad, a fondo, con la tranquilidad de quien se entrega sin reserva alguna. Sin embargo, en forma misteriosa, se presentó una oposición entre su amor por ella y su dedicación por la pintura, un vínculo inversamente proporcional: en la medida en que la amaba con mayor pasión y pasaba más tiempo a su lado, menos producción artística veía en su taller. Recuerda que en más de una ocasión se había quedado con el lienzo en blanco, inmóvil, sin saber por qué su mente se negaba a generar una dinámica creativa. No se le ocurría nada, no veía nada, no quería —ni necesitaba— crear nada. Se había introducido en una felicidad afectiva que era a un tiempo una cárcel invisible con barrotes impalpables. ¿Por qué? No lo sabía, pero así había sucedido: la plenitud y el bienestar que sentía con Angélica lo habían castrado como artista.
En ese momento su vida se llenó de horror. Se sintió desgraciado, estúpido, víctima de la propia intensidad de sus afectos. Renunciar a la pintura era fracasar también como hombre, era aceptar un mundo miserable rodeado por una infamia que él quería denunciar y transformar a punta de volúmenes, colores y fuerzas pictóricas. Había algo inmoral en acomodarse y silenciarse, era como convertirse en traidor, como venderse a cambio de una dicha estrictamente personal, como refugiarse en un palacio de cristal mientras afuera la humanidad se autodestruía cumpliendo un destino incomprensible. No, él quería estar en medio del conflicto, él no pensaba esconderse sino adentrarse aún más en los caóticos torrentes de la contemporaneidad. Deseaba que sus cuadros gritaran la energía y el impulso de la época apocalíptica que le había tocado vivir. Fue entonces cuando decidió hablar con Angélica y cortar el cordón umbilical que los había unido hasta convertirlos casi en una sola persona, en un solo cuerpo andrógino que funcionaba con sus dos engranajes bien ensamblados.
—De qué me estás hablando —le había dicho ella con los ojos muy abiertos.
—Tengo que alejarme, al menos por un tiempo.
—¿Por qué, Andrés?
—Ya te dije, quiero estar solo para poder pintar.
—Pero si yo no te molesto ni interrumpo tu trabajo. No sé qué tiene que ver una cosa con la otra.
—La relación me desbordó y he dejado de pintar. Tú lo sabes.
—Yo no tengo nada que ver con eso, no me eches a mí el agua sucia. Organízate y punto.
—Necesito estar solo, es la única salida.
—Estás exagerando.
—Tal vez…
—Por qué no te impones unos horarios estrictos para pintar y ya está.
—Ya lo intenté.
—¿Qué?
—¿Tú crees que no lo he intentado? He estado horas frente al lienzo y no me sale nada.
—Estarás preocupado, yo qué sé, pero no es por estar conmigo que no puedes pintar. Eso es absurdo.
—Creo que tengo derecho a pedir un espacio para trabajar.
—Yo no te lo estoy negando, sólo te pido que no nos dejemos de hablar.
Andrés recogió ánimos y decidió actuar en forma radical, sin dar más explicaciones:
—Voy a estar solo un tiempo. Yo te llamo —dijo con la voz impostada, se dio media vuelta y se fue.
La opción por el aislamiento y la soledad produjo sus frutos de inmediato. Pintó de día y de noche sin detenerse, sin ir al baño, sin comer. Fue una época de una fertilidad artística que lo hizo renacer, que le recordó su identidad perdida y cuál era su verdadera misión en el mundo. Pintaba durante horas enteras, concentrado, con la mente atenta, sin distraerse, sin dejarse arrastrar por las tentaciones de llamar por teléfono a algún amigo o de salir a caminar para relajar las piernas y descansar el cuerpo. Eran jornadas de diez o doce horas seguidas, metido de cabeza entre los lienzos, las pinturas y los pinceles, como si no hubiera nada más a su alrededor, como si él fuera el último habitante de un planeta vacío y remoto. No obstante, cuando terminaba de trabajar el recuerdo de Angélica le hacía daño, lo maltrataba, lo laceraba, lo hacía sentirse culpable por no haber sido capaz de sostener un amor impecable, un amor que, en el fondo, había terminado volviéndose contra ella para destruirla sin ningún tipo de conmiseración. Porque él sabía que Angélica se había retirado de la universidad y que estaba encerrada en la casa de sus padres, como una monja de clausura que se empeña en alejarse de un mundo que ya no le satisface ni le agrada.
Lo peor de todo era cuando recordaba su perfecta sexualidad con ella, sus besos, su forma de abrazarlo con fuerza, sus intensos orgasmos, el olor a fruta fresca de su piel lisa, tersa y acaramelada. En esos instantes se sentía incompleto, como si lo hubieran cercenado por la mitad, como si le hubieran amputado una parte fundamental y necesaria de su cuerpo. Además, ¿quién iría a gozar ahora de esos beneficios, quién se llevaría consigo toda esa ternura, quién sería el depositario de las explosiones de pasión y de lujuria de Angélica? ¿Quién sería el encargado de hacerla gozar entre dulces caricias y obscenas demostraciones de lascivia? Era mejor no torturarse con ello, porque ése era el precio que tenía que pagar por su libertad, ése era el tiquete de salida que le permitiría reencontrarse con su vocación y con su escurridizo destino como artista.
Un mes más tarde la llamó por teléfono y se citaron en la plaza principal de Usaquén para tomarse algo y conversar sobre lo que había sucedido. La imagen que vio Andrés lo dejó estupefacto: Angélica había perdido por lo menos doce kilos de peso, llevaba el cabello corto, como un soldado, y tenía un par de ojeras muy marcadas que le hundían la mirada en un pozo sin fondo. A lo largo de las melancólicas palabras que intercambiaron, Andrés pudo darse cuenta de que Angélica estaba quebrada por dentro, rota, con daños irreparables que llevaría de por vida. Había aprendido la carga de sufrimiento que se esconde detrás de la fugacidad de todo afecto.
Eligieron una mesa en una cafetería con vistas a la iglesia y pidieron dos cafés bien oscuros.
—¿Vas a volver a la universidad? —preguntó Andrés.
—El próximo semestre, tal vez.
—Hay nuevos profesores.
—Qué bien.
No lo miraba a los ojos, de frente, sino que permanecía ida, como si se hubiera atiborrado de calmantes para acudir a la entrevista.
—¿Qué te pasa?
—¿Por qué? —dijo ella mirando los árboles de la plaza, los postes de la luz, la cancha de baloncesto.
—Estás rara, no te reconozco.
—He estado muy triste.
Los ojos se le aguaron y la boca se le torció en una mueca grotesca. Andrés sintió una punzada de dolor en el estómago.
—Angélica, tienes que entenderme, por favor. Sólo busco un estado propicio en mi interior para pintar.
—Sí.
—Perdóname, por favor, perdóname todo el daño que te he hecho.
—Si es por tu bien, no importa.
—No quiero que sigas maltratándote así.
—Es mejor que me vaya, lo siento.
Se puso de pie y sin decir nada más cruzó la plaza hacia la Carrera Séptima. El encuentro no había durado ni siquiera diez minutos.
Con el tiempo, Angélica se recuperó lentamente. Reingresó a la universidad, logró llevar una vida estudiantil normal, y lo mejor de semejante cambio de actitud fue que pudo acercarse a Andrés y mantener con él una amistad lejana, distante, pero sincera.
Todo esto lo revive Andrés mientras mezcla colores y aceites, limpia pinceles y se mueve de un lado para otro buscando la ubicación ideal para iniciar el retrato. Se queda quieto en un ángulo de cuarenta y cinco grados hacia el costado izquierdo de Angélica, a unos tres metros de ella, y comienza a pintar.
Los primeros trazos son para el fondo del retrato. Son pinceladas que crean un contorno impreciso, evanescente, oscuro. Andrés se concentra en dar la sensación de un ambiente gaseoso y con una luz escasa, como si se tratara de un baño turco observado en las horas de la noche. Luego va delineando la forma de la cabeza de Angélica, alargada, delgada, rodeada por una cabellera espesa de un color negro azabache. Deja esbozada la parte baja del retrato, lo que corresponde al cuello y la garganta, y empieza a concretar los rasgos de la cara. En los ojos hace un gran esfuerzo por capturar la expresión nostálgica de ella, su inclinación a una melancolía abstracta, sin objetivos, sin referente, pero al mismo tiempo una fortaleza que en lugar de invertirse en propósitos nobles y positivos, termina volviéndose contra ella misma y autodestruyéndola. Es una fuerza que no puede salir de su mentalidad introspectiva, que no permite una manifestación externa, y que por lo tanto deja de ser una virtud para volverse más bien un dispositivo suicida siempre a punto de estallar.
Cuando sale de los ojos y desliza el pincel hacia las mejillas, Andrés siente mareo, punzadas que le atraviesan el cerebro como si alguien le estuviera clavando agujas de tejer en la caja craneana. Sabe que su pulso está acelerado y que está entrando en esa especie de trance que lo lanza fuera de las coordenadas establecidas por la realidad inmediata. Sin saber por qué, vislumbra el cuadro Dos cabezas cortadas, de Géricault, esos rostros de cadáveres descompuestos en las horas siguientes a la ejecución. Y pinta las mejillas de Angélica alteradas, putrefactas, como si hubieran resistido los rigores macabros de una tortura ejemplar. Eso convierte a Angélica- Perséfone en una diosa leprosa, siniestra, carcomida por una enfermedad desconocida en medio de su reino de tinieblas. Andrés se apoya en el caballete para no caer.
—¿Qué te pasa? —le pregunta Angélica.
—Me mareo.
Ella se levanta y se acerca para ayudarlo.
—Tienes escalofríos y estás temblando.
—No me siento bien.
—Ven, recuéstate.
Lo lleva abrazado hasta su cuarto, le quita los zapatos y le coloca un cobertor encima para hacerlo entrar en calor. Cuando le toca la frente descubre que está helada, como si Andrés acabara de regresar de una excursión por regiones cubiertas de nieve y témpanos de hielo.
—Tienes la temperatura muy baja.
—Sí.
—¿Quieres que llame a un médico?
—No hace falta.
—Puede ser algo grave.
—Ya me está pasando.
—¿Te preparo una bebida caliente?
—No, tranquila.
—Tal vez te bajó la tensión.
—Eso parece.
—¿No quieres nada?
—No, gracias, ya me estoy sintiendo mejor. Angélica lo acompaña un rato hasta que las luces de la tarde se diluyen en un cielo nublado y negro.
—Tengo que irme.
—Gracias por todo. Yo termino el retrato y te lo llevo a tu casa.
—Si necesitas algo, llámame.
Se inclina, le da un beso en la mejilla y sale de la habitación. Antes de abrir la puerta principal del apartamento se acerca al estudio para echarle un vistazo al retrato. Cuando se reconoce allá, entre los efluvios malsanos del infierno y con el rostro carcomido por llagas infectas y repulsivas, un estremecimiento de horror le recorre el centro de la espina dorsal.
El padre Ernesto alza el vaso de agua que tiene frente a él y se refresca la boca y la garganta. El padre Enrique lo mira con fijeza, se recuesta en el sillón de cuero donde suele leer y meditar unos instantes todas las tardes, y le dice con sequedad:
—Ahora sí cuéntame cómo fue la cosa.
—Ya te dije, el tipo mató a su mujer y a sus dos hijas.
—Pero dame los detalles, cuéntamelo despacio.
—El tipo se había confesado conmigo ese mismo día. ¿Recuerdas? Te expliqué que había algo raro alrededor de él, una maldad suprema, incomprensible.
—Bueno, no exageres, era un psicópata y punto.
—No, Enrique, no es sólo un individuo trastornado.
—Estás complicando las cosas sin necesidad.
—Déjame hablar.
—Es que todo lo enredas.
—El mundo no es tan simple como tú lo ves.
—Yo no he dicho que sea simple.
—Te la pasas reduciendo la complejidad del mundo a meros esquemas racionales.
—¿Y qué hay de malo en ello?
—Que el mundo es más amplio, Enrique, más diverso y contradictorio de lo que tú sospechas.
—Yo no veo problema en pensar correctamente, como debe ser.
—Y para rematar eres el dueño de la verdad.
—Mira, Ernesto, en nuestro trabajo tenemos que estar tratando de día y de noche con fanáticos, con místicos, con beatas que se la pasan viendo a la Virgen en el baño, en las paredes del jardín o en la taza de chocolate del desayuno. Gente inclinada a la superstición, fantasiosos unos, fanfarrones los otros. ¿Qué debemos hacer? Enseñarles un cristianismo práctico, social, una lucha solidaria que los enaltezca y los saque de ese pensamiento religioso mágico e ignorante.
—Eso no te lo voy a discutir.
—Tú sabes bien que lo que esta gente necesita es reivindicar sus derechos, exigir del Estado más inversión social, organizarse y luchar por un futuro mejor.
—Estamos de acuerdo.
—No necesitan más cuentos sobrenaturales. Los curitas que juegan al brujo o al profeta están mandados a recoger. Y perdona que te hable con tanta franqueza.
—Es que ahí no tengo nada que discutirte.
—¿Entonces qué es lo que me reprochas?
El padre Ernesto toma aire y habla con soltura:
—El amor no es una ecuación matemática, Enrique. Tú piensas en el bienestar de los otros, sí, pero no los amas, no te entregas a ellos, no sientes un cariño auténtico por sus hijos y sus nietos. No puedes ver más allá de tus pensamientos racionales. El único cristianismo que puedes comprender es el cristianismo marxista. La razón te limita y te impide ver un poco más allá. Eso es lo que te critico.
El padre Enrique se levanta, camina unos pasos por el salón donde están conversando, levanta los brazos y dice:
—Calmémonos. Así no vamos a llegar a ninguna parte.
—Y perdona que te hable con tanta franqueza —dice el padre Ernesto regresando la frase con un doble filo.
—Ya, ya, deja el veneno y volvamos a hablar de ese fulano.
Se sienta, respira profundo y se queda observando a su compañero con las manos entrelazadas sobre el regazo. El padre Ernesto retoma el hilo de la conversación:
—Ya te conté que ese tipo asesinó a toda su familia.
—Pues que lo metan preso y lo pongan bajo observación psiquiátrica.
—Lo terrible del caso, Enrique, es que ese hombre es como tú o como yo. No es un esquizofrénico o un psicópata incurable. Es un individuo normal, un hombre bueno acorralado por las fuerzas oscuras de la necesidad, una víctima de una maldad mayor. Eso es lo que me impresiona, lo que me tiene turbado y confundido.
—Pero tú no eres culpable de esa situación.
—En cierta medida sí, lo que tiene que ver con tu prójimo tiene que ver contigo. El amor por los demás debe estar lleno de responsabilidad.
—No seas tan extremista.
—Recuerda las palabras del evangelio: «Ama a tu prójimo como a ti mismo».
—Esas palabras se las dice Jesús a un joven rico, y ya sabemos cómo son los ricos: les interesa más acumular que compartir.
—Lo aterrador de este caso, Enrique, es que el hombre asesinó movido por sentimientos nobles: la compasión y la piedad.
—Cómo así.
—Su familia estaba hambrienta y desnutrida, él hablaba de las enfermedades y de los dolores que padecían sus hijas y su mujer como consecuencia de los rigores del hambre. Las mató porque quería liberarlas de esos sufrimientos.
—No te creo.
—Él lo repitió en la declaración a la policía. Dijo que no soportaba más los gemidos, la delgadez extrema, la mirada suplicante de sus dos hijas.
—No puede ser.
—Después del asesinato fue a la iglesia a pedirle perdón a Dios, pero también a reclamarle, a decirle que el verdadero culpable era Él, que por qué había torturado a su familia de esa manera, que por qué se ensañaba contra gente inocente, que lo había obligado a liberarlas de semejante tormento.
—Dios como el malo, como el asesino intelectual, y él como el salvador.
—Exacto, Enrique, eso es lo que me tiene consternado, lo que me da vueltas en la cabeza de día y de noche.
—No es para menos.
—¿Ahora sí me entiendes?
—¿Y qué hizo el tipo cuando lo encontraste en la iglesia?
—Estaba llorando como un niño, protestando en voz baja, quejándose ante el altar. Apenas me vio me dijo: «Lo hice, padre, se acabó el suplicio». Y agarró el cuchillo para cortarse la garganta.
—¿Ahí dentro de la iglesia?
—Sí, me abalancé sobre él y logré impedírselo. Estaba tan débil que no me costó trabajo vencerlo. Luego entraron los vecinos y la policía y se lo llevaron preso.
—¿Fuiste con él hasta la comisaría?
—Lo acompañé todo el tiempo, estuve a su lado dándole apoyo y consolándolo. El padre Enrique se pone de pie y dice:
—La maldad superior de la que me hablabas era esa enajenación que terminó destruyendo al tipo, ¿no es cierto?
—Uno ve a menudo gente mala, Enrique, envidiosos, asesinos, ladrones, en fin, hay para todos los gustos. Pero son contadas las ocasiones en las cuales tenemos la oportunidad de ver a gente realmente buena poseída por el mal contra su voluntad. Desde el primer momento supe que ese hombre estaba atrapado en un remolino que lo superaba, que nadaba contra una corriente muy superior a él.
—Sí, entiendo.
—Y no alcancé a ayudarlo, no tuve tiempo de arrojarle un salvavidas. Eso es lo peor. El padre Ernesto bebe el último sorbo de agua que queda en el vaso, se levanta y dice:
—Tengo que irme. Gracias por escucharme, Enrique.
—¿Vas a la comisaría?
—Tengo un permiso especial para visitarlo. Voy todos los días.
—¿No lo han trasladado a la cárcel?
—Aún no.
—¿Y cómo lo ves?
—Muerto en vida, aplastado por las circunstancias.
—¿Sí te escucha?
—No sé hasta qué punto yo le sea útil. Está fuera de base, exiliado en un territorio donde los demás no podemos entrar.
—Si necesitas algo, avísame.
—Claro que sí.
Los dos sacerdotes se abrazan y luego se despiden con un fuerte apretón de manos.
El padre Ernesto sale a la calle y decide irse caminando hasta la comisaría de policía. Durante el recorrido cae un fuerte aguacero que inunda las calles del centro de la ciudad. Es difícil atravesar los riachuelos que en sus caudales incontenibles llevan cartones, papeles, plásticos, cauchos, desperdicios de comida y basura en general que la gente arroja de manera irresponsable mientras deambula por las calzadas o sale de tiendas, restaurantes y almacenes populares. Es el agua limpiando las inmundicias de la metrópolis, llevándose consigo los elementos sucios e inservibles, lavándola en un ejercicio de asepsia y purificación. Cuando el sacerdote llega a la puerta de la comisaría está completamente empapado, con los zapatos llenos de agua y la ropa hecha una sopa, pero con la impresión de haber sido refrescado en un momento justo y oportuno.
Los guardias lo conducen hasta la celda, le abren la reja y lo dejan a solas con el asesino. La luz es escasa y el olor a humedad revela un ambiente insano y pestífero. El hombre está recostado en el camastro, con la espalda apoyada en la pared y las rodillas dobladas contra el pecho. El padre Ernesto se sienta en la única butaca que hay en el recinto. Afuera, como lejanos rumores que llegaran hasta una sepultura subterránea, se escucha un ruido doble: voces de mando y botas militares que golpean el asfalto de un patio interno que multiplica los sonidos en ecos que retumban contra los altos muros de la edificación.
—¿Cómo estás, hijo?
El hombre permanece inmóvil y callado. El silencio es pesado, duro, áspero. El padre vuelve a preguntar:
—¿Estás mejor, hijo?
El hombre se demora varios segundos en decir con una voz de ultratumba:
—Por qué viene, padre.
—Para saber cómo te encuentras.
—Mentira.
—Para ayudarte, para que oremos juntos.
—No.
—Estoy preocupado por ti.
—No se engañe de esa manera.
—Qué quieres decir.
—Viene por usted mismo.
—No sé a qué te refieres.
—Se siente culpable por lo que sucedió, por no haber alcanzado a impedirlo.
—Estás equivocado —dice el padre Ernesto sintiendo la falta de aire puro.
—Necesita ayuda y yo no puedo dársela. Búsquela en otra parte.
—Me interesas tú, hijo, quiero estar a tu lado para ayudarte.
—Yo venía planeando el crimen hacía rato.
—Por qué te acercaste a mí entonces, si ya tenías todo decidido.
—Para coger fuerzas, para animarme. Necesitaba un ayudante.
—Yo no te estimulé a hacerlo.
—¿No le ha sucedido que una idea empieza a existir sólo cuando la comentamos? Sólo si le decimos a alguien lo que pensamos, salimos de la nada, rompemos los monólogos que nos impiden llegar a la acción.
—Eso no es cierto.
—Sí, padre, yo le estoy agradecido por haberme escuchado. Sólo cuando hablé con usted supe que en verdad iba a realizarlo. Sin su ayuda no hubiera sido capaz. El padre Ernesto siente que el corazón le late más rápido en el pecho y que la sangre le corre con mayor velocidad entre las venas. Dice elevando la voz:
—No seas miserable.
—Es verdad, padre, a usted se lo debo todo. Su colaboración fue fundamental.
—Pensé que podrías arrepentirte y salvarte. Ahora veo que estás más podrido de lo que yo creía.
—¿Le parece?
—Te hundirás hasta el fondo.
—Después de haber hablado con usted llegué a la casa y sentí que ya lo había hecho, que sólo faltaba realizar unos actos que ya se habían cumplido en gran medida cuando conversé con usted en su confesionario.
—No involucres a los demás, no te laves las manos tan cobardemente —ya casi no podía respirar y la voz le temblaba a causa de la rabia.
—Gracias, padre. Si no fuera por usted mi familia seguiría sufriendo.
El sacerdote está a punto de lanzarse sobre él para irse a las manos y golpearlo, pero de repente, en un instante fugaz, tal vez intuyendo la embestida de su interlocutor, el hombre se voltea y lo mira a la cara con unos ojos verdes que resplandecen en la penumbra, como un gato acechando en la oscuridad. Es una mirada salvaje, bestial, inhumana.
El padre Ernesto llama a los guardias para que le abran la celda.