Una luz intensa y joven nace desde arriba, desde las tejas transparentes del techo y las altas aberturas que hay en los muros, y se desparrama a todo lo largo de la plaza de mercado. Son las siete de la mañana. Los vendedores anuncian sus productos, sus precios, sus rebajas y sus ofertas con voces fuertes y entrenadas que generan una algarabía que atraviesa las paredes del recinto hasta alcanzar las calles que rodean la parte externa de la plaza. La abundancia salta a la vista en los múltiples corredores que se extienden paralelos de sur a norte y de oriente a occidente: naranjas, mandarinas, maracuyás, mangos, guanábanas, limones, zanahorias, cebollas, pimientos, tomates, rábanos y una lista innumerable de frutas y vegetales que esperan a los compradores en bultos, cajas de madera y bandejas de cartón y de plástico que están ubicadas al alcance de la mano. Los olores de las hierbas bombardean las narices heladas de los caminantes: la albahaca, la limonaria, el cilantro, el perejil, el cidrón. En una esquina, abarcando el espacio completo desde el piso hasta el tejado, están los locales de artesanías y plantas ornamentales: helechos, cactus, pequeños pinos en miniatura, y al lado, proliferando por los intersticios y los rincones, los canastos, las materas, las cucharas de palo y los objetos elaborados en cabuya y en cuerdas de fique. En la esquina contraria están las carnicerías y las ventas de animales vivos: gallinas, patos, conejos, hámsteres y gallos de pelea.
Aquí y allá hay hombres y mujeres transportando víveres en pequeños carros de metal, trasladando cajas de madera atiborradas de tomates o de remolachas, moviendo bultos de papa o de arveja. Parecen pequeñas hormigas cumpliendo con ciertas funciones predeterminadas en las cercanías del hormiguero.
De pronto, una voz femenina sobresale en medio de los múltiples ruidos que produce la muchedumbre:
—¡Tinto! ¡Aromática!
Es María, la vendedora de bebidas calientes, que camina por los corredores de la plaza ofreciendo el café oscuro, el agua de canela o de yerbabuena, el agua de panela sola o con pedacitos de jengibre y jugo de limón. Es una mujer blanca, de caderas anchas y muslos firmes, ojos negros y largos mechones ensortijados del mismo color, una cabellera abundante recogida atrás en una coleta agreste y salvaje que contrasta con la finura de sus rasgos, con la delicadeza de su boca y con el diseño rectilíneo de su nariz aguileña. Mide un metro con setenta centímetros y eso la obliga a sobresalir —contra su voluntad— por encima de la estatura promedio de las demás mujeres, y de muchos hombres que apenas se ponen a su lado sienten la superioridad física de esta muchacha lozana y rozagante de diecinueve años de edad.
—¡Tinto! ¡Aromática!
El tono es potente pero no agresivo, se impone sobre su auditorio sin gritar, sin levantar la voz de manera exagerada. Eso la convierte en una especie de sirena que cruza altiva la plaza de mercado mientras seduce con su canto melodioso a los transeúntes que la contemplan ansiosos y sedientos.
María se acerca a un vendedor cuarentón y pasado de kilos que guarda los billetes doblados en el bolsillo derecho de una bata de trabajo raída y sucia.
—Me debe dos tintos y un agua de panela con limón, don Luis.
—¿Cuándo va a dejar esa seriedad conmigo, María?
—Págueme, don Luis, por favor.
—Venga, hablemos.
—Tengo que trabajar.
—Si saliéramos juntos no tendría que trabajar así.
—Págueme que tengo que irme.
—Qué mujer tan terca.
El hombre saca unas monedas y se las entrega con disgusto, como si estuviera regalando una limosna a un pordiosero andrajoso y maloliente.
—Luego le doy el resto. A ver si cambia esos modales, María, y aprende a ser más amable conmigo.
Ella recibe el dinero sin decir nada y continúa su peregrinaje lento y cadencioso. Dos corredores más allá se detiene frente a una de las carnicerías y le dice al hombre que atiende detrás del mostrador con un cuchillo enorme entre las manos:
—Vengo por los trescientos pesos, don Carlos.
—Entre, María.
—Tengo afán.
—Usted siempre tiene afán.
—Estoy trabajando.
El carnicero se inclina hasta quedar acodado en el mostrador de baldosín, muy cerca de ella, y le dice en voz baja:
—Con ese culo bien administrado, mamita, usted estaría viviendo como una reina.
—Respéteme, don Carlos.
—Es la verdad, usted está cada día más buena.
—Págueme los trescientos pesos, por favor.
—¿Sabe qué es lo que pasa con usted? Ella se queda callada. El hombre continúa:
—Que se cree de mejor familia.
—Yo no me creo nada.
—Usted es una engreída, se cree mejor que todos aquí.
—Por favor, págueme que tengo que irme.
—¿Sí ve? Nos desprecia porque en el fondo aspira a conseguirse un noviecito de plata, un niñito bien que la saque a sitios costosos y elegantes.
—No más, don Carlos, si no quiere pagarme vengo más tarde.
—Yo quiero pagarle por ese cuerpecito, mamita, salgamos esta tarde calladitos para un motel y verá que no se va a arrepentir. Le voy a dar buena plata.
—Después vengo por los trescientos pesos.
—Aquí la espero cuando quiera, mi amor.
María se aleja y sale de la plaza en busca de un lugar donde nadie pueda observarla. Se sienta en el andén con los ojos aguados, deja los termos en el piso y se agarra la cabeza entre las manos. Una ira súbita le asciende por el cuerpo y se le agolpa en el rostro enrojeciéndole las mejillas y la frente. Piensa hasta cuándo tendrá que aguantar las obscenidades y las groserías de los trabajadores de la plaza, sus insinuaciones descaradas, sus pagos tardíos y humillantes, sus miradas lascivas y lujuriosas. Trabaja desde las tres de la madrugada hasta las cuatro de la tarde y todos los días es lo mismo: vejaciones, ofensas y maltratos continuos. ¿Hasta cuándo? ¿Por qué no puede estudiar como las demás jóvenes de su edad y conseguir un trabajo decente que le permita costearse unos estudios en finanzas o computadores? ¿Por qué nadie cree en ella? ¿Por qué no la consideran una persona de bien, por qué se ríen de sus aspiraciones? ¿Por qué la tratan como una prostituta vulgar y despreciable?
Dos hombres la observan a pocos metros de distancia sin que ella se dé cuenta. Están vestidos con jeans ajustados y con chaquetas de cuero lustrosas que reflejan los rayos del sol. Miden cerca de uno ochenta de estatura y su contextura es atlética y bien formada. Oscilan entre los veinticinco y los veintiocho años, llevan el cabello cortado a ras y ambos parecen atrapados sin remedio en la imagen de la bella vendedora llorando en silencio y sin esperanza alguna.
—¿Es ella?
—Sí.
—Es perfecta.
—Y espera que le veas la cara.
—Bien vestida será irresistible.
—Una mejor que ella es difícil de encontrar.
—¿Hace cuánto la conoces?
—Un año más o menos.
—¿Confía en ti?
—No confía en nadie.
—Te hago la pregunta al revés: ¿desconfía de ti?
—Siempre la he tratado con respeto.
—Bien, acerquémonos.
Los dos hombres caminan despacio, sin prisa, como si quisieran detener el tiempo y no interrumpir el momento de soledad y de ensimismamiento de la joven que se seca las lágrimas con las manos temblorosas. Llegan hasta ella y se paran a un costado, muy cerca de la tabla de madera donde reposan los termos de bebidas humeantes. María voltea el rostro y, al verse observada, suspira y termina de limpiarse los ojos llorosos. Dice con amargura:
—Hola, Pablo.
—Qué tal, María.
—Ya ves.
—¿Qué te pasó?
—Nada que no me suceda todos los días —y vuelve a suspirar—. Estoy harta de trabajar en este agujero. Los dos hombres se observan entre ellos. María repite:
—Estoy cansada de este trabajo.
—Es duro, sí.
—Estoy desde la madrugada y lo que recojo escasamente me alcanza para pagar el cuarto y la comida.
—No vale la pena.
—Así no voy a hacer nada en la vida.
—Tal vez pueda ayudarte.
—¿Tú?
—Mira, éste es mi amigo, Alberto.
El hombre se acerca y le tiende la mano a María:
—Mucho gusto.
—María —dice ella estrechándole la mano y poniéndose de pie.
—Busquemos un sitio para conversar —afirma Pablo.
—¿Conversar? —pregunta María con recelo.
—¿No me dices que quieres cambiar de trabajo?
—¿Me vas a ayudar?
—Conversemos, María. Si te sirve lo que voy a proponerte, bien, y si no, no pasa nada, me voy y ya está.
—Ahí podemos tomarnos una gaseosa —dice ella señalando una cafetería del otro lado de la calle.
María recoge la tabla con los termos y los tres se acercan al establecimiento, se sientan a una mesa y piden tres gaseosas. Un mesero coloca las tres botellas en triángulo sobre la mesa.
—Bueno, hablemos —dice María directamente, sin preámbulos.
—Tengo una propuesta para hacerte.
—Cuál es.
—Estamos buscando una persona como tú, joven, con ganas de triunfar en la vida.
—Quiénes.
—Alberto y yo —contesta Pablo tranquilo mientras observa a su amigo.
—Y de qué se trata —insiste María. Pablo baja el tono de la voz:
—Primero quiero decirte que te respetamos. Lo que voy a proponerte son sólo negocios y nada más. No tenemos ningún interés personal en ti, y ni Alberto ni yo vamos nunca a sobrepasamos contigo. ¿Está claro?
—Sí —afirma María tranquilizándose de pronto, bajando la guardia.
—Esto no es un pretexto para acercarnos a ti ni nada parecido —continúa Pablo con la voz suave y pausada—. Necesitamos a alguien de confianza con quien empezar a trabajar, alguien inteligente, despierto, con ganas de hacer dinero, alguien como tú.
—¿Qué es lo que hay que hacer? —pregunta María con un brillo en los ojos.
—Hay mucho dinero de por medio, María, dinero de verdad.
—¿Es algo que tiene que ver con drogas?
—No.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Porque yo de mula no me meto. Prefiero morirme.
—No tiene nada que ver con eso.
—Si es mucho dinero tiene que ser algo ilegal —comenta ella con la botella de gaseosa en la mano.
—Es fácil, María. El dinero lo tienen los ricos, lo acumulan, lo esconden, y no dejan que ninguno de nosotros nos acerquemos a él. Podemos trabajar toda la vida honradamente y jamás tendremos un peso. El sistema está diseñado para que ellos sean cada vez más ricos mientras nosotros somos cada vez más pobres. No hay manera de hacer un capital si no es saltándose ciertas reglas.
—¿Van a volverse apartamenteros?
—No, María, tranquila, nosotros no somos gente violenta ni agresiva. Y mucho menos asesinos.
—¿Y entonces?
Pablo se cerciora de que nadie esté escuchando en las mesas vecinas, baja aún más la voz y dice:
—Encontramos una solución sencilla: los ricos van a entregarnos su dinero ellos mismos, sin obligarlos, sin agredirlos, con buenos modales.
—¿Cómo?
—Un amigo enfermero nos enseñó el funcionamiento de una sustancia que deja al paciente como hipnotizado durante unas horas, en trance, y recibe órdenes sin oponer resistencia.
—¿Y qué le pasa a la persona después?
—Nada, el efecto baja, se recupera en dos o tres días, y ya está.
—¿Y si muere?
—Eso no va a pasar, María. La policía y los organismos de seguridad están experimentando también con esta nueva sustancia. Se acabaron los largos interrogatorios, las golpizas y las torturas. Una pequeña inyección y el capturado confiesa todo lo que le pregunten. Los psicólogos están a su vez estudiando las posibilidades de usarla con alcohólicos y drogadictos. No te preocupes, en dosis mínimas sólo produce un trastorno de pocas horas.
—¿Cómo se llama?
Alberto se mete en la conversación y afirma:
—Escopolamina. En la calle le dicen «burundanga». Según parece, brujos y hechiceros de raza negra la vienen usando hace años para sus hechizos y sortilegios. Si quieres leer sobre ella, hemos recolectado varios artículos de periódico y de revistas de medicina.
—No sé, todo esto me da miedo.
—Nosotros te garantizamos que no va a suceder ningún accidente —continúa Alberto en voz baja—. Tendrás un sueldo inicial de setecientos mil pesos al mes, más ropa y joyas que nosotros mismos te compraremos. Vivirás sola en un buen apartamento y tanto Pablo como yo te respetaremos siempre.
—¿Setecientos mil?
—Eso es sólo el comienzo —dice Pablo.
—¿Y puedo estudiar?
—Puedes hacer lo que quieras —le dice Alberto mirándola a los ojos—, nosotros no nos meteremos en tu vida. María bebe dos sorbos seguidos de gaseosa y dice en un susurro:
—¿Qué tengo que hacer? Alberto le contesta:
—Nosotros te indicamos el individuo. Tú te sientas en un bar o en una discoteca a tomarte un trago. Te sonríes con él, coqueteas un poco sin sobrepasarte, con decencia y algo de timidez. El tipo se acercará a conversarte, te invitará a bailar, y en un momento de descuido tú deslizas una pequeña pastilla en el vaso donde él esté bebiendo. Eso es todo. Nosotros nos encargamos del resto.
—¿No más?
—No tienes que hacer nada más —dice Pablo.
—¿Y qué hacen ustedes después?
—Le pedimos las tarjetas bancarias con las claves secretas —asegura Alberto—, vamos hasta un cajero automático, sacamos el dinero y listo.
—¿Cuánta gente está metida en esto?
—Sólo los tres —responde Pablo recostándose en el espaldar de su asiento.
—¿Cuánto tiempo tengo para pensarlo?
—Tienes que decirnos algo ahora mismo —dice Alberto con la voz apagada—. Si quieres meterte en este proyecto, comenzamos mañana a comprarte la ropa, alquilamos tu apartamento en dos o tres días y el próximo fin de semana estamos ya trabajando. Si no quieres, nos vamos, conseguimos a otra persona y te olvidas de nosotros.
María contempla la calle pensativa. En el andén contrario, a la salida de la plaza de mercado, el carnicero don Carlos, con la bata manchada de sangre, la descubre y le manda un beso con la mano.
La voz de la muchacha adquiere inesperadamente un tono rotundo:
—Listo, estoy con ustedes.
Andrés camina hasta la ventana de su estudio de pintura y observa las montañas de Bogotá levantarse imponentes y solemnes ante la ciudad. Le parece que hay algo de prepotencia y de arrogancia en esa majestuosidad. Todos los días percibe de manera diferente los colores de los árboles, las piedras, la tierra, la hojarasca que se amontona y conforma una plataforma vegetal de claroscuros cambiantes e irregulares. Sus ojos se levantan hacia el cielo y observa un azul intenso interrumpido por nubes ligeras que semejan gigantescos copos de algodón deshaciéndose en la inmensidad del firmamento. ¿Dónde ha visto esta imagen antes?, se pregunta. Su memoria le trae de inmediato a la mente un anacoreta, unas rocas, una ciudad, un castillo, y allá atrás, al fondo, un cielo azul con esas nubes jugando en el aire transparente.
—Bellini —dice Andrés en voz alta.
Se acerca a la biblioteca y extrae con cuidado un grueso volumen que permite leer en la carátula y en el lomo el nombre del pintor: Giovanni Bellini. Busca entre las páginas unos segundos y encuentra la lámina que se titula San Francisco en el desierto. En efecto, el cielo es idéntico al que aparece detrás de la ventana de su estudio. Sin embargo, sus ojos no se detienen en el fondo de la pintura, sino en la figura de San Francisco en primer plano, descalzo, con los brazos abiertos y la mirada levantada, solo, aislado, parado frente a la cueva donde pasa sus días y sus noches entregado al ensimismamiento y la oración. La aparente fragilidad de su cuerpo esconde una templanza de carácter poco común. De lo contrario, ¿cómo explicar esa falta de comodidades, esa vestimenta humilde, esa delgadez, esa palidez del rostro que demuestra largos ayunos y prolongadas hambrunas, ese silencio, esa vida retirada y alejada de sus congéneres? Andrés se emociona al percibir un detalle conmovedor en la parte inferior derecha de la pintura: las sandalias de San Francisco olvidadas junto a su mesa de trabajo. Es un elemento insignificante y al mismo tiempo estremecedor, símbolo de la perfecta pobreza de este hombre que ha decidido dejar atrás y para siempre una vida rodeada de lujos, opulencia y riqueza desmedida.
Andrés cierra el volumen y regresa a la biblioteca. Camina tres pasos y vuelve a sentarse ante su escritorio, donde lo espera una reproducción del fresco La Santísima Trinidad, de Masaccio. Está estudiando el equilibrio geométrico de esta composición y la impecable distribución de los colores a ambos lados del Cristo crucificado. Pero hay una figura que le disgusta y que no deja de hacerle reflexionar: la imagen de ese Dios déspota que sostiene el madero en el que ha sido crucificado su hijo. No es el rostro de un padre adolorido y compungido, sino la cara de un abuelo altanero, soberbio y presuntuoso que propicia el sacrificio de su vástago desprotegido. ¿Será ésa la realidad profunda de todo padre, el deseo de demostrar superioridad y altivez frente a sus demás hijos varones? ¿El macho de la manada que destroza a sus cachorros por miedo a ser reemplazado por ellos?
El timbre del teléfono saca a Andrés de sus pensamientos y le obliga a descolgar el auricular.
—¿Aló?
—¿Andrés?
—Sí, con él.
—Con Manuel, tu tío.
—Hola, tío, qué tal —dice Andrés balanceando el cuerpo en el asiento.
—Ahí, más o menos.
—¿Y ese milagro de que me llames?
—Milagro que no haces tú, hombre.
—¿Cómo están los primos?
—Mientras haya salud, todo está bien.
—Me alegro.
—Y tú concentrado en tu trabajo, supongo.
—Sí, así es —dice Andrés con un suspiro.
—¿Cuándo vuelves a exponer?
—No sé, tío, no me rinde, voy muy lento.
—Quería hacerte una consulta.
—Dime.
—¿Cuánto me cobrarías por hacerme un retrato?
—Tío, por favor… —dice Andrés quedándose quieto contra el espaldar del asiento.
—En serio, dime cuánto, tengo unos pesos y quiero hacerme un retrato antes de convertirme en un anciano arrugado y decrépito.
—No sé, la cifra es lo de menos.
—Pero me cobras, hombre.
—Bueno, eso lo arreglamos después. ¿Cuándo puedes venir aquí a mi estudio?
—¿Pasado mañana te parece bien?
—¿Después del almuerzo, digamos a las dos? —pregunta Andrés.
—Perfecto, sobrino, a las dos en punto.
—¿Tienes la dirección, verdad?
—Sí, sí.
—Entonces aquí te espero.
—Un abrazo, Andrés.
—Adiós, tío.
Dos días después, a la hora convenida, el tío Manuel llega al taller de Andrés. Es un hombre de baja estatura, un poco pasado de peso, con el cabello corto y lleno de canas, pero la expresividad de sus ojos verdes, sus largos bigotes blancos y su magnífica sonrisa lo hacen parecer un personaje simpático y desenfadado. Transmite una vitalidad que lo rejuvenece y que le da un aire de fortaleza e invulnerabilidad.
Apenas lo saluda, Andrés recuerda una escena que fue un escándalo y un motivo de vergüenza para la familia. La abuela había muerto en una casa geriátrica al norte de la ciudad, y unas horas más tarde su padre y sus tías habían decidido velar su cadáver en una funeraria de Chapinero. Pero el tío Manuel no aparecía por ninguna parte. Su ex esposa y sus hijos no daban razón de él. La situación era extraña y un tanto incómoda, pues como hermano mayor de la familia el tío había sido siempre el preferido de la abuela, su hijo predilecto y bienamado. Al fin, cerca de la medianoche, el tío Manuel se comunicó con Andrés y le dijo:
—Mañana estaré puntual en el entierro. Diles a todos que no se preocupen.
Y colgó. Andrés nunca supo desde dónde se había efectuado esa llamada, pero como lo había afirmado, al día siguiente, a las tres de la tarde, cuando estaba reunida la familia completa en los jardines del cementerio para darle el último adiós a la abuela, el tío apareció súbitamente, como un fantasma que se acercaba haciendo equilibrio entre las tumbas. Venía flanqueado por dos mujerzuelas con minifaldas de cuero, escotes vulgares y maquillaje exagerado, que lo sostenían entre risas y largos jadeos. El tío estaba vestido con unas bermudas de tierra caliente, una camisa de flores de colores brillantes y unas zapatillas deportivas. Lo más sorprendente de la imagen era que traía un walkman con los respectivos audífonos en las orejas, y que tarareaba constantemente una melodía con la voz ronca y fangosa. La gente enmudeció y nadie supo cómo responder ante una situación semejante. El tío llegó hasta el ataúd abrazado a las dos zorras que no dejaban de reír, se soltó por unos breves instantes de sus tentáculos pegajosos, sacó una rosa roja de uno de los bolsillos traseros de las bermudas, hizo una pirueta graciosa, arrojó la flor sobre el cajón y dijo:
—Adiós, vieja.
Eso fue todo. Se dio media vuelta, se abrazó de nuevo a las dos meretrices y se alejó cantando y silbando sin fijarse en nadie, sin saludar, sin despedirse.
Un despropósito tal había sido suficiente para que toda la familia se pusiera de acuerdo y decidiera expulsarlo, alejarlo, no volver a dirigirle la palabra. El único que había extraído de detrás de esa acción descabellada una lección misteriosa (¿Una rebelión contra las reglas establecidas del dolor y la pena? ¿El triunfo de la vida sobre el sufrimiento? ¿Una visión gozosa y dichosa de la muerte?) había sido él, Andrés, que no sólo seguía conversando con el tío de vez en cuando, sino que lo estimaba y lo admiraba ahora mucho más que en el pasado.
Luego de brindarle una taza de café y de charlar con él unos minutos, Andrés prepara los óleos y los pinceles, y le indica el asiento donde debe permanecer inmóvil y sin alterar en lo posible la expresión del rostro.
—¿Sabes una cosa? —dice el tío—, no se nos ocurrió traer una modelito para que se me sentara desnuda en las rodillas.
—Esto es un taller de pintura, tío; no un burdel.
—Un retrato pornográfico, qué lindo sería. Andrés sonríe y ajusta el lienzo en el caballete.
—¿Tienes muchas amiguitas por ahí? —pregunta el tío.
—No.
—Ustedes los artistas son más mujeriegos que cualquiera.
—De dónde sacas eso.
—Todo el mundo lo sabe —continúa el tío con una sonrisa—. Tú no vas a ser la excepción. A ver, dime, ¿las prefieres rubias o morenas?
—No sé, tío, según.
—¿Quieres un buen consejo? Búscalas morenas, no hay comparación.
Andrés calla y se concentra en ese rostro alegre e irreverente cuya piel empieza ya a apergaminarse alrededor de los ojos y a ambos lados de la boca. Hace los primeros trazos en el lienzo intentando precisar la forma ovalada de la cabeza. El pincel se desliza con suavidad y Andrés siente la mano ágil, rápida, bien entrenada. Eso le da seguridad para continuar y para decirse mentalmente: «Saldrá bien, no va a haber problemas, estoy conectado con la imagen». Además, no se trata sólo de representar una cara, sino de pintar la energía que la habita, el paso del tiempo, el cúmulo de experiencias que hay dentro de ella, sus opciones más cobardes y también las más osadas. Porque la vida se nos va haciendo rostro, continúa diciéndose Andrés, y tanto nuestra debilidad más vergonzosa como nuestra sobreabundancia de fuerza van quedando reflejadas en el brillo de los ojos, en la manera de torcer los labios para sonreír, en los pliegues diminutos que forma la piel en el centro de la frente, en la luz que ilumina las mejillas o en la opacidad que ensombrece de manera siniestra todo el conjunto. Por eso en el arte del retrato hay algo de adivinanza, se trata de armar el mapa de una vida, es un trabajo para cartógrafos y clarividentes.
Unas horas más tarde el cuadro está casi terminado. El tío Manuel se ve agotado, exhausto.
—Ya casi, no falta mucho —le dice Andrés para tranquilizarlo.
Desciende con el pincel hasta la barbilla y, cuando está a punto de ingresar en la zona del cuello, siente un corrientazo en el brazo y un estremecimiento general le hace temblar el cuerpo entero. Andrés se asusta (jamás ha experimentado una sensación similar), pero no se contiene, se deja arrastrar por ese remolino que obliga a su mano a pintar círculos atroces en la carne lesionada del retrato. ¿Qué es aquello, qué está pasando? No lo sabe, sólo permite que su mano invente toda una tormenta en el cuello de la figura, un huracán embravecido que tiene como centro la nuez de la garganta. Por un instante fugaz Andrés piensa en los cuadros de Turner, en sus atmósferas caóticas y en sus oleajes enfurecidos. Mientras pinta con frenesí, gruesas gotas de sudor le empapan las sienes, la nuca y los sobacos.
—¿Qué te pasa? —le pregunta el tío Manuel alarmado—. Estás temblando.
Andrés cierra el último círculo de pintura, exhala una bocanada de aire y se aleja del caballete.
—Terminé —dice, y pone los óleos y los pinceles sobre una mesita.
—¿Tienes fiebre? —le pregunta el tío.
—Creo que voy a resfriarme.
—Recuéstate a descansar.
Andrés se enjuga el sudor de las sienes y de la nuca con una toalla y se pone de nuevo frente al caballete. El tío se acerca a mirar la pintura.
—Estoy idéntico, carajo —comenta con una sonrisa radiante.
—¿Te gusta?
—Me encanta, hombre —dice observando el lienzo—. Lo que no entiendo es ese revoltijo de colores ahí en la garganta —y señala la parte del cuadro a la cual se refiere.
—Salió así, yo tampoco lo entiendo —acepta Andrés con resignación.
—Es extraño.
—Sí.
—Me fascina —dice el tío feliz.
—¿Sí te gusta?
—Es maravilloso.
—Me alegro.
El tío se frota las manos y voltea el rostro para mirarlo.
—Ahora dime cuánto te debo.
—En unos días te lo envío y te digo cuánto es.
—¿Seguro?
—Seguro.
El tío lo abraza y le dice:
—Me voy porque tengo unos asuntos que arreglar. Lo acompaña hasta la puerta, se vuelven a abrazar y el tío le recomienda con voz afectuosa:
—Métete en la cama, necesitas descansar.
—Okey.
—Y espero la factura.
—Te la mandaré en dólares —bromea Andrés. Cierra la puerta y siente de pronto una tristeza inmensa, unas ganas de echarse al piso a llorar, como si fuera un niño desamparado sobre la arena de un desierto inconmensurable.
Tres días después recibe una llamada del tío a las diez de la noche:
—¿Por qué pintaste eso, Andrés? —le pregunta a bocajarro.
—No lo sé.
—Acabo de llegar del médico —dice con la voz hecha un hilo—. Tengo cáncer de garganta. Muy avanzado. Me quedan pocos meses de vida.
—Tengo miedo, padre.
—Por qué.
—Me estoy enloqueciendo.
—Qué te pasa.
—Tengo ideas atroces.
—Cuéntamelas.
—No tengo perdón.
—Dios es infinitamente misericordioso, hijo, su perdón no tiene límites.
La iglesia está sola, en silencio, sin los ruidos de pasos y de murmullos que generan los feligreses a todo lo largo de la nave central. Una luz tenue entra por los vitrales del techo y se desparrama en brillos multicolores que le dan a la estancia un aire de irrealidad, como si se tratara de una imagen onírica, soñada, y no de objetos y de lugares palpables y reales. El padre Ernesto está sentado en el confesionario y la voz que llega hasta él delata angustia y desesperación, noches de insomnio, miedo de sí mismo, unos nervios a punto de estallar y una mente coqueteando en forma peligrosa con el delirio y la demencia. Es el último parroquiano que queda dentro de la iglesia y el padre sabe que ese hombre ha esperado a que los demás se retiren para estar más tranquilo, a solas con el sacerdote y con Dios. Por la voz neutra pero estable (sin temblores), y por la pronunciación correcta (sin faltas), el padre sospecha que el pecador es un hombre de treinta o treinta y cinco años, más o menos educado, de clase media.
—Confía en Dios, hijo.
Se escucha del otro lado una respiración entrecortada, ahogada, difícil. Al fin el hombre se decide a hablar:
—No sé qué le pasa a mi cabeza, padre, no me reconozco, éste no soy yo.
—Cuéntame poco a poco.
Un silencio prolongado le indica al padre Ernesto que el hombre está intentando organizar las ideas, que se esfuerza por acomodar los conceptos para poder comunicar el infierno que lo está rodeando sin dejarle una sola salida por donde escapar.
—Todo comenzó con la pérdida de mi trabajo, padre. Me quedé sin empleo y fue imposible encontrar otro, pasaban los meses y nada, no había una vacante en ninguna parte, un trabajo por horas, un puesto temporal, nada. Perdimos el apartamento donde vivíamos y nos embargaron los muebles, la ropa, los electrodomésticos, todo. Nos fuimos a vivir a la casa de los padres de mi esposa con las dos niñas. Ya se imaginará usted lo que fue esa pesadilla, los alegatos, las discusiones, las peleas desde por la mañana hasta la noche.
—Sí, hijo, comprendo.
—Murió mi suegro y toda la familia decía que había sido nuestra culpa, que el viejo se había muerto porque ya no nos aguantaba más. Un mes después murió mi suegra de pura pena moral. Mi esposa me dijo el día del funeral: «Tú los mataste, tú me dejaste huérfana».
—Frases que se dicen por impotencia, hijo, en medio del enojo y la irritación.
—Luego vino el hambre, padre, el hambre física, los dolores de estómago de mis dos hijas, la anemia, la desnutrición, los resfriados recurrentes, la falta de sueño. Mi mujer dijo que no pensaba dejar morir a sus hijas de hambre y se fue a la plaza de mercado a mendigar, a recoger del suelo frutas podridas, verduras pisoteadas, mendrugos de pan olvidados.
—Lo siento, hijo.
—Y ahora he llegado al límite, padre. Tengo sueños, sueños que me visitan incluso de día, apenas cierro los ojos. Quiero liberar a mi mujer y a mis hijas del sufrimiento, no quiero más dolor para ellas.
—Tranquilízate.
—Quiero matarlas, padre. Las veo todo el tiempo manchadas de sangre, acuchilladas por mi mano. He llegado a pasearme en las horas de la noche por la casa, temblando, afiebrado, invadido por las ganas de matar. ¿Me entiende, padre?
—No te alarmes, hijo, Dios no permitirá una cosa semejante.
—Quiero asesinarlas, padre, pero por amor, porque no quiero que sigan sufriendo de esa manera. Necesito ayudarlas, liberarlas de este horror.
—Vamos a rezar juntos, hijo, vamos a pedir por ti y por tu familia. Dios nos escuchará.
El padre Ernesto eleva una plegaria y luego repite un Padre Nuestro y un Ave María acompañado por la voz del hombre. Enseguida pregunta:
—¿Estás arrepentido, hijo?
—No lo sé, padre, no sé si estoy arrepentido. Ya le dije que todo lo que se me ocurre es por amor.
—Para que Dios te perdone tienes que estar arrepentido.
—Sí, sí…
El padre le ordena al hombre una penitencia, luego murmura una fórmula incomprensible, dibuja en el aire la señal de la cruz con la mano derecha, y finalmente le dice:
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Puedes irte en paz. El desconocido se levanta y el padre alcanza a preguntarle:
—Hijo, ¿estás ahí?
—Sí, padre.
—Quiero que vengas a la iglesia esta noche.
—¿Esta noche?
—Ven a misa y espérame a la salida. Quiero conversar contigo.
El hombre no responde, se da media vuelta y se va. El padre Ernesto sale del confesionario y alcanza a divisar una figura jorobada y enjuta que se pierde entre las columnas de la entrada de la iglesia.
En las horas de la tarde recibe la visita del padre Enrique, viejo compañero suyo en el seminario y en la universidad, un hombre fuerte y de baja estatura que se mantiene en forma a pesar de estar frisando ya los cincuenta años de edad. De repente, el padre Ernesto decide sincerarse con él:
—Hoy recibí una confesión escalofriante, Enrique.
—La gente está cada vez peor.
—Esto es otra cosa.
—¿Por qué?
—Es diferente.
—¿En qué es diferente? —dice el padre Enrique con algo de aspereza en la voz.
—Hoy sentí pavor escuchando la confesión de ese hombre, sentí miedo, no sé, nunca me había sucedido algo así.
—Estás hipersensible, eso es todo.
—No, es otra cosa.
—¿De qué me estás hablando? —pregunta con el ceño fruncido el padre Enrique.
—No sé cómo explicarte.
—No te había visto tan enredado.
—¿Alguna vez has sentido algo superior a ti?
—¿Me preguntas en sentido religioso?
—Algo que está en el aire, en la atmósfera, flotando a tu alrededor, y que aunque tú no puedas verlo lo sientes, lo percibes, lo hueles.
—Francamente no.
—Mientras ese hombre hablaba con voz profunda y atormentada, sentí de pronto una presencia maligna, una corriente malvada y perversa dentro de la iglesia.
—Lo que necesitas es descansar.
—La impresión fue tal, Enrique, que me atemoricé. Elevé una plegaria para calmar los ánimos y alejar ese flujo maligno del confesionario.
—¿No estarás sufriendo de estrés?
—Ese hombre está atravesado por una fuerza de una maldad extrema. No te imaginas en qué estado se encuentra.
—Te impresionó de verdad.
—Le dije que me esperara esta noche para hablar con él como sacerdote y como amigo.
—¿Qué piensas decirle?
—Él necesita una ayuda en serio, a todo nivel. El problema es que siento que me estoy enfrentando a una potencia que me supera. No es él lo que me asusta, sino lo que está detrás suyo.
—Ten cuidado, Ernesto, no te vayas a meter en un lío del que no te puedas salir después.
—Ya te contaré.
El padre Ernesto acompaña al padre Enrique hasta el paradero del autobús y decide caminar un rato por las calles cercanas. Es un hombre delgado, de uno setenta y cinco de estatura, cincuenta y tres años de edad, ojos azules que llaman la atención de sus interlocutores cuando perciben un resplandor marítimo en su mirada, y tiene el cabello completamente blanco alrededor de las sienes y en la parte trasera de la cabeza. La gente que asiste a su parroquia lo respeta y lo quiere. De buenos modales, amable e inclinado a compartir con los demás sus ideas y sus preferencias sobre cualquier tema, el padre Ernesto ha sabido ganarse en corto tiempo el afecto y la admiración de los vecinos humildes del sector. Entre sus camaradas y sus superiores se caracteriza por ser un sacerdote de avanzada, con tendencias políticas de izquierda que lo han obligado siempre a trabajar con la población de las clases sociales menos favorecidas. Cuando lo iban a nombrar por primera vez encargado de una parroquia, solicitó a las altas esferas del poder eclesiástico que le otorgaran una iglesia modesta y unos feligreses que en realidad estuvieran necesitando de su presencia. «Recuerde, padre Ernesto —le dijo su superior inmediato—, que todos los hombres son iguales ante los ojos de Dios». «Usted sabe bien, padre, que las personas de escasos recursos están más desamparadas que las otras», contestó él.
Saluda a unos tenderos que lo reconocen y baja por una calle vacía hacia el centro de la ciudad. Va pensando en la confesión del desconocido, en sus palabras sinceras y conmovedoras. Luego vino el hambre, padre, el hambre física, los dolores de estómago de mis dos hijas, la anemia, la desnutrición, los resfriados recurrentes, la falta de sueño. ¿Hay una tortura comparable con ésa, con ver a los hijos muriéndose poco a poco de hambre? Lo que tiene que hacer es conseguirle cuanto antes un trabajo a ese hombre, en lo que sea, y mientras tanto recurrir a los fondos de emergencia de la iglesia y a la caridad ajena para hacer un mercado que les permita a sus dos hijas, a su mujer y a él mismo, alimentarse y recuperarse de la inanición y de la enfermedad. Después será mucho más fácil derrotar esa fuerza maligna que se ha tomado su espíritu, esos instintos criminales disfrazados de bondad y benevolencia.
Una mujer obesa que viene subiendo por la misma calle levanta la mano derecha para indicarle que se detenga, y le dice con la voz alarmada e inquieta:
—Qué suerte encontrármelo, padre.
La expresión hace sonreír al padre Ernesto.
—¿A mí?
—Sí, padre.
—¿Y se puede saber por qué? La mujer toma aire y asegura:
—Lo están buscando por todas partes. Me lo acaba de decir mi hija.
—¿Y quién me necesita con tanta urgencia?
—La gente está reunida en la iglesia.
—La misa no es hasta las siete —dice el padre Ernesto desconcertado.
—Hace una hora lo están buscando.
—Pero qué fue lo que pasó.
—Es mejor que vaya rápido, padre.
Se despide de la mujer y emprende el camino de regreso con prisa, caminando con la máxima velocidad que sus pulmones y sus piernas le permiten. Cuando ya está cerca, alcanza a divisar un grupo de personas reunido en las escalinatas de la iglesia. El viejo Gerardo, uno de los líderes comunitarios del barrio, se acerca a él con el rostro congestionado.
—Menos mal que llegó, padre.
—¿Qué pasó?
—Adentro hay un tipo medio loco que quiere hablar con usted. Entró a las malas.
—Quién es.
—No sabemos, no es alguien conocido del barrio.
—Y qué es lo que quiere.
—Sólo dice que necesita hablar con usted.
—¿Es agresivo?
—Tiene un cuchillo y está todo manchado de sangre.
El padre Ernesto cruza el gentío sin saludar a nadie y entra en la iglesia con la sospecha de saber quién lo espera dentro del recinto sagrado. Arrodillado frente al altar, con la cabeza inclinada en el pecho y con un cuchillo ensangrentado en el piso a pocos centímetros de él, un hombre enjuto y jorobado parece estar ahogándose en el torrente de su propio llanto.