37

A pesar de los esfuerzos de Katherine por animarme, después de despertar pasé varias semanas decaído como un gato enfermo, solo e inmerso en mis cavilaciones en silencio. No podía acercarme a mi estudio, puesto que asociaba el aire allí encerrado con Simmins y Joseph Cox y me resultaba irrespirable. Erasmus dijo que debía tomármelo con calma, que seguramente me recuperaría de forma lenta y gradual, ya que había estado muy enfermo y no podía recobrar la salud en un plazo tan breve.

Había pasado una tarde entera languideciendo en mi dormitorio, leyendo el ejemplar de mi madre del Tractatus theologico-politicus de Spinoza con la ventana entreabierta, cuando a través de ésta llegó hasta mis oídos un sonido más penetrante que el cuerno de caza de Nathaniel y más absorbente que los tambores: un grito.

El día había sido tranquilo: mientras leía, sin darme cuenta, me había pasado el tiempo oyendo el susurro del viento en contacto con la hiedra. De repente aquel grito cortó mi concentración por la mitad: fue un chillido blanco azulado, agudo, de agonía. Un grito de dolor, más vívido e intenso que el terrible bramido que Lady B. había soltado ante la primera incisión del doctor Hunter. Frente a mí apareció un arco iris, puro y vibrante, de una agonía única, que quedó grabado en la bóveda celeste. Mis pulmones se aceleraron y la sangre se mezcló en mi vena pulmonar, se extendió como electricidad líquida por todo mi cuerpo y me estremeció la columna vertebral. El grito quedó suspendido en el aire, como una tenue línea curva, ligeramente vibrante y, no obstante, igualmente pura y perfecta. Un sonido humano, más cercano a la perfección que la mejor nota que pueda ejecutar un músico: dolor destilado en sonido; sonido, en belleza. Belleza.

Katherine.

Dejé el Tractatus y salí corriendo.

El aire en el talud desde el que había resonado el grito era tan frío como una tumba, puesto que durante ese verano tan húmedo ni un solo rayo de sol había penetrado en ese bancal para secar la tierra empapada. El sendero lleno de musgo entre los espinos resbalaba mucho. Me metí en la zanja y la busqué, pero no había ni rastro de ella. Un pánico blanco se apoderó de mis huesos y me encendió la médula. Seguramente, pensé, ya llega el bebé, ¡antes de tiempo! Las rodillas me temblaban tanto que me tambaleé.

—¡Katherine! —grité—. ¡Katherine!

¿Dónde estaba?

Sentí un dolor cegador en la frente.

¿Ese dolor era la respuesta de Katherine? ¿Era el dolor de Katherine? ¿O era el eco del mío, que volvía a mí aumentado varias veces, desde los setos de espino blanco?

—¿Tristan? —Su voz era un sollozo frágil, aflautado, como el quejido de un pájaro con un ala rota. Avancé lentamente en esa dirección y, al fin, la vi: hecha un ovillo sobre el lodo húmedo al otro lado de los escalones que permitían salvar la cerca y acceder a los campos. Su piel parecía el gris blanquecino de los pergaminos viejos, tensa alrededor de los huesos faciales. Tenía los labios casi azules debido a la falta de sangre y respiraba de forma superficial. Sus ojos grises me miraron fijamente. Parecía una anciana.

Sin pensarlo ni un momento, salté por encima de la cerca y me arrodillé junto a ella. Enseguida me di cuenta de que no era un partus praetemporaneus, sino una dislocación física de un grado monstruoso: el húmero derecho se le había salido de la escápula y le había quedado en un lugar en el que no tenía ningún sentido. Era una disyunción brutal, inquietante y agónica, tal vez más de lo que yo pudiera imaginar. Katherine había resbalado en los escalones y, al caer, había intentado parar el golpe con el brazo.

Mis ojos se fijaron en la herida y enseguida pude distinguir con exactitud lo que debía hacer para remediarlo. Cada ligamento, cada hueso, aparecía ante mis ojos con la misma claridad que si hubiera tenido su cuerpo abierto en la mesa de disecciones. Y sobre ellos, como si de un cristal se tratara, aparecía la diabólica secuencia de tirones y giros que tendría que infligirle al miembro para devolverlo a su posición correcta.

Solté una exclamación ahogada y el estómago se me encogió. La belleza de su grito, el hecho de saber que podía devolverle el hueso a su sitio, se combinaba en mi interior con un súbito deseo alquímico: convertir el plomo en oro, el oro en éxtasis. Curar infligiendo dolor. Amar torturando. Y cómo te amo, Katherine. Cómo te amo.

Según Hipócrates, tendría que haberle puesto el talón en la axila. Sin embargo, en lugar de eso, me dejé llevar por una visión: le agarré el brazo con fuerza con las manos y empecé una lenta rotación del húmero en el sentido contrario a las agujas del reloj respecto a la cavidad del hombro, buscando la ubicación mágica, el instante en que el extremo redondeado del hueso encajaría enseguida en su lugar. Katherine empezó a temblar y otro grito emergió de su garganta. Cogí aire y respiré ese sonido, un chillido increíblemente penetrante que mezclaba el dolor con el aire y la sangre que bombeaba mi corazón.

Empezó a enturbiárseme la vista. El grito de Katherine lo era todo: mi universo, mi mundo sensitivo, mi mente racional, mi conciencia. Gracias a él me di cuenta de la verdadera profundidad de nuestra conexión, de lo vasto que era mi amor. Me di cuenta también de la realidad terrible y espantosa del terror que provocaba en mí la posibilidad de fracasar, de que nuestro hijo también hubiera quedado lesionado en aquella caída, de que no sobreviviera. Y a través de ello, a través de todo ello, continuaba el exasperante asedio de mi incomprensible deseo, que parecía adquirir una potencia todavía mayor a medida que crecía mi angustia.

Una fuerza increíble, pensé de repente. ¿Es eso, el amor? ¿La esperanza vivificada por el temor, cuando surge el instinto animal para luchar contra ese miedo, contra la presencia inminente de la muerte? No era crueldad, ni vicio, sino la fuerza erótica convertida en arma contra la peor de las angustias. Apenas esas cavilaciones hubieron pasado por mi conciencia, de repente, el hueso se desplazó y se deslizó hasta introducirse en su alojamiento bajo la presión de mis manos. Recuperé la esperanza. Me fascinó la fluidez del movimiento y noté cómo se reavivaba mi curiosidad de cirujano.

El hueso se movió como si estuviera sumergido en agua.

Un breve chillido agudo y luego silencio. Y entre esa calma, una urraca parloteó escandalosamente desde los setos antes de alzar el vuelo.

Le tomé la mano a Katherine y observé sus ojos mientras la textura de sus rasgos cambiaba del pergamino a la vitela y, posteriormente, a su piel, más que humana. Iba perdiendo años mientras la miraba: sesenta, treinta, dieciséis. Cada vez parecía más viva, cada vez más radiante.

La otra mano la tenía sobre la pierna, y ésta, doblada contra la barriga. Cuando me senté junto a ella noté con los dedos una vigorosa sacudida. ¡El bebé está vivo! El corazón me dio un vuelco y luego, poco a poco, se relajó.

En ocasiones, el mundo es misericordioso.

Con cuidado, levanté la delicada figura de Katherine en brazos y, mientras la tenía tan cerca de mí, al respirar noté el sudor de su frente. Jamás la dejaré caer, pensé. Ella es mi obra, la niña de mis ojos, mi Leonora.

A partir de ese día, mi recuperación fue sorprendentemente rápida y superó incluso las esperanzas más optimistas de Erasmus Glass.

Tal vez una semana después de esa experiencia recibí una carta del capitán Simmins, desde Londres. Debo confesar que me resistí mucho a romper el sello. Poco después, no obstante, reuní todo mi temple y me preparé para descubrir su contenido. Fuera bueno o malo, Katherine y yo nos sentamos juntos en el jardín para leerla.

La carta era breve, pero exenta de hostilidad. A pesar de que mientras la leía tuve la impresión de estar oyendo el perpetuo tartamudeo del capitán y eso le restaba algo de fuerza, iba directamente al grano:

Mi estimado señor:

Me han ofrecido un destino administrativo en el norte que me ha parecido de lo más apropiado. Me marcho hoy mismo, por lo que cuando le llegue esta carta lamentablemente estaré a muchos kilómetros de Shirelands Hall. No tengo previsto regresar al sur en un futuro próximo. Si por casualidad decide visitar Edimburgo me alegraré de verle. Le ruego que le presente mis respetos a su buena esposa y a su honorable padre.

Le saluda atentamente su humilde servidor,

el capitán Isaac Simmins

En cuanto hube recobrado las fuerzas por completo, me propuse descubrir quién era la viuda del malogrado Joseph Cox para encargarme discretamente de sus necesidades y de las de sus hijos, para que no se murieran de hambre. Jamás llegaron a encontrar el cadáver de Joseph, pero muchos, muchos meses más tarde, su abrigo apareció enredado en las raíces de un sauce que había crecido demasiado cerca del margen del río. Las autoridades judiciales llegaron a la conclusión de que Cox, borracho, había caído al Coller durante la crecida y había tenido la mala fortuna de ahogarse, por lo que el caso quedó cerrado.

La imprevista desaparición de Cox obligó a Barnaby a abandonar la idea de conseguir una vista absolutamente despejada desde el salón de Withy Grange, puesto que Matt Harris se negó en redondo a continuar solo y a Barnaby le resultó imposible encontrar a más jornaleros en un radio de sesenta kilómetros que estuvieran dispuestos a aceptar la tarea de arrancar los sauces. Más adelante me enteré de que por las posadas de la zona había empezado a circular la historia de que Cox había ofendido a los espíritus de las tierras calizas y éstos, mediante varios hechizos, le habían provocado la muerte. Se rumoreaba también que el señor Barnaby sería el siguiente.

Quedan unos cuantos detalles más por explicar y debo realizar un salto adelante en el tiempo hasta la mañana del día de Difuntos, cuando la señora H. regresó del pueblo con Molly Jakes y tras la verja de hierro de Shirelands Hall encontró a una pequeña mendiga andrajosa, sin nombre y con los dientes afilados. Como en el fondo era una mujer de buen corazón y además temía que hubieran sido las hadas las que habían dejado a la niña donde podía hacerse daño, decidió recogerla y llevársela dentro con la intención de ocultármela de algún modo, por temor a que no me pareciera bien que la hubiera acogido.

Su plan fracasó: la niña, mientras jugaba inocentemente junto al fuego de la cocina, se quemó la parte superior del pie con una brasa que se desprendió de la chimenea y chilló tan fuerte que casi hace caer el techo. Katherine y yo lo oímos y bajamos enseguida para ver qué ocurría.

—¡Eleanore! —exclamó Katherine al ver a la niña—. ¡Eleanore!

Así fue como llamamos a la niña, aunque quién sabe si siempre la habían llamado de ese modo.

Adoptamos a Eleanore y decidimos educarla bajo nuestra tutela. Era una niña lista y afectuosa, la queríamos mucho. Estoy seguro de que Viviane, o cualquier hada bondadosa, había añadido algo de belleza a su aspecto, puesto que, pese a tener los tirabuzones rubios y los ojos grises de la murciélaga que yo había encontrado en el camino, su rostro era el de una niña humana y andaba erguida. No obstante, en ocasiones me parecía oír el susurro de unas alas y percibir en su semblante el parecido que guardaba con Nathaniel, lo que me hacía pensar de nuevo en la advertencia de Viviane: «Los de mi especie no soportan vivir mucho tiempo entre los tuyos».

Tal vez pienses que en realidad todo fue un sueño, una confusión, o un acontecimiento ocurrido en otro nivel de realidad. Si es así, me da igual, no tiene ninguna importancia.

Viviane me dijo que jamás podría abandonar de nuevo las tierras calizas y yo me he mantenido siempre fiel a nuestro trato. Así pues, corté de raíz toda forma de contacto con Londres y los pilares de la comunidad científica que allí vivían y ejercían y me vi obligado a abandonar la ambición de convertirme en el siguiente Paracelso. Tuve que contentarme con logros menores. Ahora pienso que, al fin y al cabo, puede que eso no fuera tan malo. Durante los meses y años inmediatamente posteriores a mi confinamiento me hicieron sufrir de un modo terrible las noticias de cualquier forma de adelanto en mi ámbito, especialmente los que tenían que ver con el aneurisma o la apoplejía y que me habría gustado haber realizado yo mismo. Sin embargo, no abandoné mis estudios de medicina por completo, ya que todavía tenía mi sala de operaciones y en el año mil setecientos cincuenta y ocho empecé a prestar mis servicios gratuitamente a cualquier pobre de la parroquia que necesitara una intervención quirúrgica. En contra de lo esperado, disfruté cada vez más con esa práctica, y un tiempo después pasé a ayudar al encargado de investigar las causas de muertes violentas, repentinas o sospechosas, lo que me dio acceso a cualquier cadáver que necesitara. Lo que aprendí con esas prácticas, junto con las pruebas cada vez más evidentes que obtuve a partir de la continua observación de mi esposa, constituyeron las bases de varios tratados breves acerca de la hiperflexibilidad de las articulaciones esqueléticas y enfermedades de los tejidos de los ligamentos. Aunque puede que las leyeran algunos de mis colegas, no me proporcionaron ninguna fama y no creo que llegara a influir a ninguno de ellos.

Mi hijo —el que resultó ser nuestro único hijo— nació sin dificultades y fue un niño sano que heredó la flexibilidad de su madre y mi tez oscura. Lo llamamos John, en honor a mi padre, y Erasmus, por mi amigo, aunque no lo hice bautizar, a pesar del gran horror que eso provocó en el rector Ravenscroft. Siendo como es la humanidad, no obstante, y puesto que John había heredado mi naturaleza obstinada además de mi color de piel, al final fue él quien pidió ser bautizado como cristiano. Así pues, por deferencia a la apasionada convicción con la que afirmó su creencia, a regañadientes permití que le mojaran la frente. Mi religión, o, mejor dicho, el hecho de que no tuviera ninguna, siguió inalterable. Igual que mi padre y que mi inmortal madre, tenía la seguridad de que no había Dios alguno, a menos que fuera un dios material inmanente a este mundo en el que conviven mente y materia.

El estado médico de mi padre no presentó mejoras, pero su carácter sí y, tras el nacimiento de su nieto ese septiembre de mil setecientos cincuenta y tres, decidió dejar de vestir de negro y empezó a salir de casa de vez en cuando, aunque siempre acompañado, al menos por la señora H., que siguió siendo su devota enfermera. El abismo que se había abierto entre él y su hermana jamás llegó a cerrarse del todo, aunque muchos años después volvieron a dirigirse la palabra y a partir de entonces mantuvieron un trato frío pero civilizado. La ley para la nacionalización de los judíos que tanto le había preocupado terminó por ser aceptada, aunque encontró una oposición tan persistente por parte de los James Barnaby que había en el mundo que el gobierno se vio obligado a revocarla. Sin embargo, comprendo que siguiera asociado al partido del señor Pelham, aunque nunca hablábamos de política.

El buen amigo de mi padre, el señor Henry Fielding, dimitió como magistrado de Westminster en mil setecientos cincuenta y cuatro. Siguiendo los consejos del médico, se trasladó a Lisboa, donde acabó muriendo en octubre. Su hermano John lo relevó en su misión y su cargo. El doctor Hunter acabó siendo el médico personal de la reina Carlota y un anatomista de gran renombre. Sus grabados para la Anatomia uteri humani gravidi, los dibujos que tanto me habían inquietado cuando Katherine había estado encinta, fueron publicados y muy elogiados veinte años después.

En la primavera del cincuenta y cinco, Erasmus anunció de improviso que regresaba a Londres para ocupar un puesto con el doctor Oliver en el hospital de St Luke y quince días después se esfumó. Poco después de Pascua, mi hermana huyó para reunirse con él. El escándalo que provocó su fuga y el posterior divorcio produjeron a Barnaby una honda impresión y jamás volvió a ser el mismo. Me atrevería a afirmar que mejoró a raíz de eso, pero eso tal vez no sea más que mi —posiblemente lúcido— punto de vista.

Jamás llegué a saber qué fue de Annie Moon. Tan sólo espero que le hubiera comprado la libertad a la señora Haywood, que hubiera conseguido un empleo honrado en algún otro lugar de la ciudad y que no hubiera caído víctima de algún monstruo más peligroso que yo. Sin embargo, a decir verdad, tengo pocas esperanzas de que así sucediera.

A menudo me pregunto qué debe de haber sido de Nathaniel, si realmente estaba muerto y, en tal caso, qué debió de haberle pasado por la cabeza mientras estaba bajo el fresno ese amanecer de mayo.

—Me marcho a casa.

En efecto, así fue. ¿Realmente había sido por vergüenza? ¿Había sido por amor a Leonora, o a Katherine, a quien había poseído tan fugazmente y a quien, sin embargo, no podría tener jamás? ¿Había sido simplemente por el aburrimiento que le provocaba este mundo humano y el tiempo que pasaba sin tregua? ¿O tal vez temía albergar un monstruo en su interior al que se sentía incapaz de vencer, una sombra negra, un cáncer, un trasgo, y consideró que la única manera de extirparlo de su conciencia era eliminando por completo esa conciencia?

En ocasiones me pregunto qué habría ocurrido si me hubiera marchado con él. Es una cavilación tan fútil como descorazonadora, por lo que no permito que mi mente se detenga demasiado en ella. No lo sé, y jamás lo sabré. Lo que sí sé es que hay un monstruo terrible en mi interior. Que, si me lo permitiera, ante la menor provocación sería capaz de transformarme en un Bloody Bones de una escalofriante ambición mundana y una curiosidad despiadada, capaz de arrastrar hasta mi guarida tanto a un amigo como a un enemigo y causarle un gran daño, sin preocuparme por nada más que por la satisfacción de mi deseo de adquirir conocimientos. Del mismo modo, también sé que ese mal intelectual, que tan peculiar me parece en mí y otros hombres de ciencia, permanecerá en mi interior, en los filamentos sanguíneos de mis tejidos, hasta el día de mi muerte y que jamás intentaré desprenderme de él. Puedo controlarlo. Esa clase de monstruo soy.

Si Dios es un trovador, nosotros no somos más que personajes, y nuestros roles y elecciones están fijados providencialmente por una canción. El mundo, este mundo, el que para mi madre era El Señor, mi Deus intelectual, es una deidad de pensamiento viviente vestido de átomos, fuego de estrellas y carne terrenal consciente. A Él —no, a Eso— no se le puede rendir culto en ninguna iglesia. Hay que conocerlo, percibirlo, interpretarlo. Hay que verlo a través de la clara lente de la neblina de una mañana de mayo, hay que oírlo en el susurro del viento por encima de las altas calizas. Dios es este mundo y sólo éste, que es el único mundo de todas las cosas. No tiene ningún plan, no juzga a nadie. Simplemente es y todo está formado por él, por lo que se encuentra en el hombre con libre albedrío, que puede elegir, o no, que puede reconocerlo.

Bueno y malo, correcto e incorrecto; términos humanos, torpes y lamentables, puesto que en realidad no hay más que una elección: actuar o abstenerse de hacerlo. Un hombre, un humano, ángel y bestia encarnados, puede elegir si quiere o no infligir dolor, pero la autoridad para tomar la decisión es suya y sólo suya. Ni el cielo ni el infierno pueden intervenir en ello.

Pero, a pesar de todas las penas de este mundo, a pesar de que existan tragedias tan oscuras e innobles como las que soñó Esquilo, también hay lugar para la dicha, aun cuando no haya ningún padre misericordioso que la administre. Y eso en verdad es bueno, pues significa que la dicha no depende de la conducta, que no puede entregarse como si de un sueldo se tratara. Recibirla no depende de llevar una vida cristiana o virtuosa, sino sólo de la capacidad de cada uno de percibir que esa dicha existe y es abundante, que fluye y es hermosa. Y hay dicha en el dolor compartido, en el deseo y en el amor humano. En el llanto de un recién nacido y en la expiración de los difuntos. Está presente en la lluvia, en la bóveda más azul del cielo, en la muerte repentina de un ratón, en el grito de una mujer y en la incisión en el pecho de ésta con la hoja quirúrgica que intentará salvarle la vida. Es en esa demencia visionaria donde un loco puede percibir la verdad in extremis cuando todo lo demás parece perdido. Sin duda la existencia mundana es dichosa, como también es cruel, bella, ruin, llena de dolor y mayor en escala, profundidad y complejidad de lo que los meros hombres puedan llegar a comprender jamás, pero es profundamente maravillosa.