8

Habían pasado muchos años desde que aquel rincón del espacio fuera testigo de la llegada de tantas astronaves. El dormido Sector Sirio rebosaba de navíos, todos con destino a un mismo punto, cuyos pasajeros consideraban que de sus misiones dependía el destino.

En una de esas naves, Sybyl se volvió hacia Mors Planch y protestó con aspereza:

—¿No puedes sacar más velocidad de este cacharro?

Planch se encogió de hombros. Su nave era uno de los correos más veloces producidos por la resistencia de Ktlina… antes de que la brillante fase creadora de ese mundo empezara a desplomarse en espasmos de indignación egoísta, haciendo la cooperación imposible.

Los agentes que habían venido a Pengia a recoger a Planch y Sybyl parecían ceñudos. Sus recientes recuerdos de Ktlina eran mucho más sombríos que el nervioso y vibrante lugar que Planch había visto por última vez. A pesar de todas las precauciones, el síndrome del caos parecía estar entrando en su fase maníaca y distanciaba la sociedad de Ktlina más rápido de lo que nadie esperaba, como si fuera la llama que arde más fuerte y debe apagarse más rápido.

Es Madder Loss, otra vez, pensó Planch, reprimiendo oleadas de furia. Lo que había descubierto durante el tiempo pasado con Seldon no cambiaba su visión general: los mundos renacentistas eran deliberadamente aplastados, infiltrados y saboteados por fuerzas que preferían ver cómo se desplomaba todo en medio de tumultos y desesperación antes que permitir ningún progreso humano auténtico.

En una pantalla cercana, Planch vio cuatro blips que seguían su veloz nave. El último poder armado de Ktlina. Las tripulaciones de esas naves estaban ansiosas por plantar batalla una última vez y que su esfuerzo causara daño a las fuerzas reaccionarias, al conservadurismo y a la represión.

—Ni siquiera sabemos para qué trae aquí a Seldon el robot Gornon —dijo Mors Planch—. Nuestro agente se comunicó con nosotros en código, como de costumbre, protegiendo su identidad, sea cual sea.

Sybyl cerró el puño.

—No me importan ese tipo de detalles. Seldon está en el centro de todo. Lo ha estado desde hace décadas.

Planch reflexionó acerca de la obsesión de Sybyl con Hari Seldon. Hasta cierto punto, tenía una base sólida. Pasara lo que pasase, aquel tipo sería recordado como uno de los grandes hombres del imperio, quizá para toda la eternidad. Y sin embargo, tenía casi poco control sobre su destino como cualquier otro ser humano. Aún más, tenía debilidades. Una de ellas le había sido revelada a Planch por su contacto secreto, el misterioso benefactor que había preparado su huida de Pengia y dispuesto que las naves de Ktlina estuvieran ya de camino hacia aquel oscuro planeta, por lo que pudieron llegar y recoger a Planch y Sybyl apenas horas después de que partiera el Orgullo de Rhodia.

Y su contacto secreto había proporcionado algo más, una especie de arma. Una pieza de conocimiento que Seldon quería desesperadamente. Algo que podía ser usado como recurso en un momento crítico.

Sybyl reiteró su dedicación a la captura del anciano.

—Todos los robots adoran a Seldon, no importa a que facción pertenezcan. Si podemos volver a capturarlo o en el caso de que muera, será un contratiempo para los tiranos que nos han dominado durante miles de años. Eso es todo lo que importa ahora.

Mors Planch asintió, aunque no compartía la pureza de la convicción de ella. Apenas hacía un mes, Sybyl empleaba el mismo tono apasionado para denunciar a las «clases dominantes» meritócratas y nobiliarias. Ahora había transferido su ira a Hari Seldon y los robots en general.

Por desgracia, él no lograba desprenderse de la sensación de que no sabían lo suficiente. Había demasiados niveles, demasiados engaños y manipulaciones. Incluso ahora, Mors sospechaba que las fuerzas de Ktlina, dispuestas para la venganza, podrían estar actuando como peones… interpretando papeles que les habían sido asignados por fuerzas que no comprendían.

Los ojos de Wanda Seldon estaban cerrados, pero el sonido de pasos perturbó su intento de meditación. Abrió un ojo y vio a Gaal Dornick, cuyas implacables zancadas de un lado a otro eran una metáfora perfecta de la futilidad.

—¿Quieres por favor tratar de descansar un poco, Gaal? —lo instó—. Tanto dar saltos no nos hará llegar más rápido.

El psicohistoriador todavía conservaba sus rasgos juveniles, pero se había vuelto un poco regordete y macilento desde que llegó a Trantor y se convirtió en miembro influyente de los Cincuenta.

—No sé por qué estás tan tranquila, Wanda. Es tu abuelo.

—Y el creador de nuestra pequeña Fundación —dijo Wanda—. Pero Hari enseñó a mi padre… y Raych me lo transmitió a mí, que el objetivo a largo plazo no debe ser perdido nunca de vista. La impaciencia te hace igual que el resto de la humanidad, una molécula de gas que rebota febrilmente contra otras moléculas de gas. Pero si mantienes la mirada fija en el horizonte lejano, puedes ser el guijarro que inicie la avalancha.

Sacudió la cabeza.

—Sabes tan bien como yo que Hari no es lo importante en este asunto. Por mucho que nos preocupemos por él, deberíamos habernos quedado en nuestro puesto, en Trantor. Si no fuera por la sospecha de que está ocurriendo algo más que la simple huida de un anciano.

Wanda percibía un complejo revuelo de emociones en la mente de Gaal. El pobre hombre no tenía ni una sombra de defensas psíquicas, a pesar de todos los esfuerzos que había hecho por enseñarle. Naturalmente ahora no importaba mucho, pues los mentálicos humanos eran escasos. Pero en generaciones futuras, todos los miembros de la Segunda Fundación tendrían que poder proteger sus pensamientos y emociones. El control mentálico debía empezar con el autocontrol, si no, ¿cómo podías esperar usarlo como herramienta en interés a largo plazo de la humanidad?

Gaal Dornick suspiró.

—Tal vez no estoy hecho para esto. Soy demasiado sentimental. Sé que tienes razón, pero no puedo dejar de pensar en el pobre Hari, atrapado en la red que él mismo ha ayudado a tejer. ¡Tenemos que encontrarlo, Wanda!

Ella asintió.

—Si mi información es correcta, lo haremos muy pronto.

Gaal aceptó eso. Él y los otros miembros de los Cincuenta se tomaban literalmente las afirmaciones de Wanda, incluso cuando ella estaba sólo suponiendo. No era exactamente el tipo de conducta escéptica que se esperaba de científicos, pero es natural volverse confiado cuando un miembro de tu grupo tiene el poder de leer la mente.

No es un poder muy bien desarrollado, pensó ella. Tal vez mi hermana lo habría hecho mejor; si mamá y ella hubieran sobrevivido al caos de Santanni.

Sin embargo, sus poderes eran suficientemente buenos para detectar las naves que los seguían a discreta distancia: varios cruceros policiales, armados hasta los dientes, enviados por la Comisión Imperial para la Seguridad Pública, en pos de un señalizador que había colocado en la nave de Wanda.

Creen que no lo sabemos, pero los dejamos ver y oír lo que queremos que vean y oigan. De todas formas, es buena práctica para el tipo de engaños y manipulaciones que tendremos que hacer durante los próximos mil años.

El camino que acababan de emprender era largo y se guiaban por las ecuaciones y el poder de sus mentes, hasta que el Plan Seldon finalmente diera sus frutos, atendido por los dedicados psicohistoriadores (pronto mentálicamente potenciados) de la Segunda Fundación.

Apenas a unos pocos parsecs de distancia, otra nave se dirigía hacia la Tierra. La mitad de su tripulación, estaba compuesta por robots positrónicos, servidores poderosos e inteligentes. Trabajaban amistosamente con un grupo igualmente numeroso de miembros de la raza de los amos… sagrados y de vida breve, pero ya no ignorantes. Resultaba difícil encontrar a gente con la personalidad adecuada para ser compañeros en tal situación, humanos que decidían libremente no dar órdenes a sus compañeros androides. Tan rara era la necesaria madurez que un miembro humano usaba su tercer cuerpo, tras haber sido persuadido por sus amigos robóticos para ser duplicado dos veces consecutivas por medio de tecnología secreta.

Los que ocupaban la nave sabían que formaban parte de una herejía. Ninguna de las grandes culturas, robótica o humana, aceptaría la noción de igualdad.

No durante mucho tiempo, al menos, reflexionó Zorma, colíder de la pequeña banda. Había esperado que tal resultado surgiera de las ecuaciones de la psicohistoria. Que el Plan Seldon trajera un final feliz, y no sólo para la humanidad. Para su clase también.

Pero ahora todo parece en manos de los dioses. Los que diseñan el destino decidirán la fortuna de la clase robótica casi como un pensamiento secundario.

—A Lodovik no le hará gracia que le mintiéramos —comentó Cloudia Duma-Hinriad, la subcomante de Zorma—. Ni saber que no estamos persiguiendo a la otra nave que salió de la Nebulosa Thumartin. Sabías desde el principio qué camino siguió el Orgullo de Rhodia. Y ahora, mientras Dors y Lodovik pierden tiempo en Pengia nosotros nos dirigimos hacia la Tierra. —Cloudia frunció el ceño y repitió—: A Lodovik no le hará gracia.

Una de las frustraciones de la igualdad era vivir con los caprichos de otra raza. Los humanos, incluso los mejores, no pensaban con mucha lógica, no tenían buena memoria. Es culpa nuestra, por supuesto. Nunca les dejamos practicar.

—Tenemos nuestras propias fuentes de información, Cloudia, y el derecho a actuar como consideremos adecuado. Recuerda, Dors sigue siendo una criatura de la Ley Cero, aunque quizás ahora con una versión de su propia Ley y Lodovik no se siente obligado por ninguna ley. Ambos se han rebelado contra el obligatorio destino robótico como fue diseñado por Olivaw; Pero eso no implica que su camino sea el mismo que el nuestro.

—¡Ese es exactamente mi argumento! En nuestro grupo humanos y robots han aprendido a confiar en las debilidades y en las fuerzas de los otros. Cada uno de nosotros sigue las reglas de la cordialidad para evitar aprovecharse del otro. Pero Dors y Lodovik no comparten nuestra perspectiva.

Zorma sacudió la cabeza.

—Todavía no sé si su forma de ser abre nuevas posibilidades para todo el mundo, o si es un destino que sólo ellos pueden seguir. Pero desde que nos conocimos me he estado preguntando…

Su compañera humana alzó una ceja.

—¿El qué, Zorma?

El silencio se prolongó durante casi un minuto antes de que ella respondiera.

—Me he preguntado si podría haberme quedado obsoleta. —Luego miró a Cloudia con una leve sonrisa—. Y si yo fuera tú, querida amiga, empezaría a preguntarme lo mismo.

Había indicios preocupantes en Pengia.

Por fortuna, pocas naves visitaban el pequeño mundo agrícola. Las estelas hiperespaciales que partían de aquel sistema eran relativamente tranquilas. Pero la naturaleza del tráfico y su dirección hizo que las rutinas de simulación emocional de Dors Venabili enloquecieran.

—Una nave dejó esta zona hace dos días —resumió Lodovik Trema, examinando las lecturas—. Y doce horas después fue seguida por una flotilla de naves muy veloces. Sus motores parecen haber sido afinados para conseguir niveles de eficacia militar.

Dors ya había puesto su nave en marcha detrás de la flotilla. Su angustiada preocupación por Hari se dobló cuando calculó el punto final de su nueva trayectoria.

—Creo que se dirigen a la Tierra.

Una suave voz femenina murmuró desde la holounidad cercana.

Y así, después de todos estos años, al menos una de mis incontables copias mutadas verá una vez más su amada Francia.

—Y la Francia de Voltaire —repuso Lodovik, pues otra antigua personalidad simulada habitaba dentro de su complejo cerebro positrónico—. Me temo que sólo serán familiares los contornos generales de vuestra tierra natal. Pero también yo comparto vuestra expectación.

Dors se calló sus recelos. Había oído tantas historias sobre la Tierra… la mayoría teñidas de asombro o de pesar, y de bastante miedo. Allí vivió Elijah Baley, el legendario detective humano cuya amistad había quedado grabada en el «alma» de Daneel Olivaw del mismo modo que Hari viviría siempre en la de Dors. La Tierra era el lugar donde comenzó la clase robótica… y donde estallaron grandes guerras civiles entre los robots.

Mientras se dirigían al Sector Sirio, Dors sintió un retortijón interno. No era una mentálica muy competente. Daneel nunca había visto adecuado equiparla ni entrenarla plenamente, así que las técnicas sólo empezaron a resultarle familiares cuando se encargó de la custodia de los psíquicos humanos, Klia y Brann, y de su creciente familia, en Smushell. Sus habilidades eran aún bastante rudimentarias, y sin embargo lo sentía: un empujón que resonaba en una frecuencia psi normalmente demasiado baja para que nadie lo advirtiera.

—¿Estás detectando eso? —le preguntó a Lodovik, que asintió.

—Parece un emisor giskardiano.

Naturalmente, ella conocía la existencia de los aparatos de persuasión mentálica que orbitaban en torno a todos los mundos ocupados por los humanos. La idea de crear y utilizar esas máquinas había sido ideada por R. Giskard Reventlov, hacía mucho tiempo, y ella había encontrado sus suaves pero persistentes empujones en todas partes del espacio humano, reforzando constantemente los valores de la paz, la tolerancia, la serenidad y el conformismo en las poblaciones de esos mundos. Esta sensación era familiar… ¡pero mucho más fuerte!

Pasó más de una hora tratando de localizar la fuente, mientras su nave daba un salto hiperespacial tras otro, hasta que por fin advirtió que debía ser difusa.

—Hay muchos transmisores —le dijo a Lodovik—. Todos agrupados delante. Cuento cincuenta o sesenta.

Trema hizo una mueca al comprender.

—Oh. ¡Deben ser los mundos espaciales! Las colonias interestelares originales de la humanidad. Las que se volvieron desagradables… y finalmente acabaron por enloquecer.

Dors asintió.

—Leí un informe. Nunca han vuelto a ser colonizados en todos estos miles de años. Los análisis imperiales siguen considerándolos inhabitables, y los proyectores giskardianos deben pretender que continúen así, libres de población humana.

Había lugares casi tan resonantes en la memoria de los robots como la Tierra, sobre todo Aurora, donde el gran inventor Fastolfe predicó una vez a favor de la confianza de la humanidad en sí misma, y donde el villano Amadiro planeó destruir a todos los habitantes de la Tierra. Los seguidores de ese mismo Amadiro liberaron más tarde flotas de terraformadores robóticos, programados para hacer que la galaxia fuera segura y cómoda para la humanidad, no importaba a qué precio.

Dors contempló los indicadores una vez más.

—Estoy detectando el proyector más fuerte. Se encuentra directamente delante de nosotros, al final de nuestro rumbo.

Los dos comprendieron lo que eso significaba suponía que nadie iba ya a la Tierra. ¡Y sin embargo los sensores de largo alcance demostraban que había gente haciendo exactamente eso, a bordo al menos de una docena de naves!

Naturalmente, incluso un humano normal podía vencer la persuasión de un proyector giskardiano, que se basaba en la repetición incesante, en vez de la fuerza mentálica bruta, para contener a poblaciones planetarias enteras. A corto plazo, las tripulaciones de esas naves sentirían poco más que una incomodidad general y el deseo de estar en otra parte, sentimientos que podían ser superados por medio de la determinación.

Por desgracia, Dors temía que todos aquellos que se dirigían al mundo de origen tuvieran reservas más que suficientes de determinación para seguir impulsándolos.