Esta vez, por algún motivo, todo el mundo contempló el despegue de Pengia a través de las portillas encaradas al oeste. El agradable mundo, indistinguible de millones de mundos más, se perdió bajo el Orgullo de Rhodia mientras se encaminaban hacia su siguiente destino, que R. Gornon se negaba a revelar todavía.
—Hay algo que quiero mostrarle, doctor Seldon —dijo el robot, mientras la nave ascendía a lo largo de una órbita de partida en espiral.
Hari había estado pensando en la joven Jeni durante el despegue. Y eso, a su vez, le hizo pensar en todos los otros miembros de la Fundación Enciclopedia que estaban subiendo a bordo de transportes en ese momento, para ser enviados a la lejana Terminus. ¿Había pasado sólo un mes desde que terminó de grabar los mensajes que serían reproducidos en aquel mundo distante, en los momentos decisivos determinados por sus ecuaciones, cuando una palabra de ánimo o una amable sugerencia del padre de la psicohistoria podía suponer una diferencia crucial para que la Fundación se convirtiera en una civilización grande y estable? Ahora, su cuerpo parecía un poco más joven, pero el alma de Hari se sentía más vieja.
—Por favor, Gornon. Déjame en paz.
Sintió una mano en su hombro.
—Estoy seguro de que querrá ver esto, profesor. Si se acerca a la portilla encarada al este.
La sugerencia, por alguna razón, le pareció a Hari impertinente. ¡Se estaba cansando ya de ser manejado por aquel maldito calviniano! Pero antes de que pudiera contestarle bruscamente, Gornon añadió:
—Creo que puedo mostrarle la solución a uno de sus acuciantes problemas psicohistóricos. Algo que le ha intrigado durante décadas. Si se esfuerza en superar las sensaciones que ahora arden en su interior, estoy seguro de que el esfuerzo merecerá la pena.
Sorprendido por las palabras de Gornon, Hari se dejó llevar a la mencionada portilla, situada diametralmente enfrente del lugar donde Maserd y Horis contemplaban el espectáculo que quedaba debajo.
—Será mejor que merezca la pena —murmuró Hari.
Dirigió al magnífico escenario una mirada desinteresada, pero no percibió ninguna diferencia respecto a lo que Horis y Maserd veían: un planeta que quedaba atrás, y un difuso chorro de estrellas fijas en lo alto.
—No veo nada. Si se trata de alguna especie de broma…
—Tranquilícese, será todo lo que le he prometido. Pero primero debe permitir que me tome algunas libertades.
Hari vio que el robot acercaba un objeto titilante que tenía la forma de un bonete hecho de incontables gemas luminosas. Gornon se dispuso a colocarlo sobre la cabeza de Hari.
—Aparta esta cosa, maniquí oxidado de…
R. Gornon no cedió.
—Lo siento, profesor, pero su orden no tiene validez. No procede de su voluntad humana nativa. Por tanto, puede ser anulada por un bien mayor. Esto no le hará daño.
Gornon era tan implacablemente fuerte que su amable insistencia no causó ningún dolor a Hari mientras le colocaba el bonete sobre la cabeza y lo acercaba con insistencia a la portilla.
Hari sintió que de repente todo su rencor desaparecía. ¿Qué me está sucediendo?
—Ahora, por favor, vuelva a mirar, profesor.
Hari se estremeció. Había pasado años en compañía de robots, conociendo un secreto compartido por muy pocos humanos, e incluso viviendo como esposo de uno de ellos. Sin embargo, encontraba molesta la interferencia mentálica.
—¿Qué me está haciendo esta cosa? —Se sentía más tranquilo que antes, aunque preocupado.
—No le está controlando, profesor. Más bien, es un escudo que protege su mente de una poderosa influencia que permea esta región.
Gornon señaló con un largo dedo una zona del espacio que ambos habían contemplado apenas un momento antes. ¡Esta vez, cuando Hari miró, vio algo que no había visto entonces! Al menos, no lo había advertido.
Contempló una especie de plataforma orbital, quizá como aquellas utilizadas para transmitir comunicaciones alrededor de una superficie planetaria, o para los cargamentos espaciales de las naves de salto. Sólo que en esta no se veía ningún signo de compuertas o de complejas antenas. A una orden de Gornon, la pantalla amplió el panorama de su superficie, tan densamente cubierta de cicatrices de micrometeoritos que su enorme edad quedó de pronto aclarada.
Parece prima de las máquinas terraformadoras que vimos en la Nebulosa Thumartin, pensó. Quizá la reliquia lleva aquí flotando miles de años.
¿Pero entonces por qué el misterio? ¿Por qué no la advertí la primera vez?
Sintió que Gornon lo observaba. A Hari nunca le había gustado que lo pusieran a prueba, y ese era uno de los motivos por los que se había graduado a la edad de doce años: para convertirse en maestro en vez de ser alumno. Ahora sentía la presión de la excitación.
¿Qué es lo que acaba de prometer Gornon? ¿La respuesta a una de mis preguntas más acuciantes?
Bueno, estaba el problema de los «coeficientes contenedores». Comprender plenamente todos los factores que Daneel había empleado para mantener el Imperio Galáctico estable y a salvo para la humanidad a lo largo de quince mil años. Hari comprendía cómo las tradiciones del bao jin y los sistemas maestro-aprendiz fomentaban el conservadurismo. La estructura social de cinco castas contribuía también, de modo elegante. Lo mismo hacían las asunciones hábilmente diseñadas: inherentes al galáctico estándar, un lenguaje tan lleno de redundancias que aceptaba palabras y pensamientos nuevos a paso glacial.
Sin embargo, seguía quedando un problema. Nada de todo aquello era suficiente. Nada explicaba cómo veinticinco millones de mundos podían permanecer estáticos y serenos durante tanto tiempo.
—¿Estás diciendo… que esa cosa de ahí fuera…?
Hari alzó una mano y se levantó un poco el casco. Una oleada de emociones lo inundó. De repente odió profundamente al robot y no quiso otra cosa que apartarse de aquel panorama, regresar con sus amigos a la portilla que daba al oeste.
Hari dejó que el casco volviera a su lugar. La irritación desapareció. Con voz ronca, susurró:
—¡Persuasión mentálica! Naturalmente. Si Daneel y algunos de sus camaradas pueden hacerlo, ¿por qué no producir en cadena un cerebro positrónico especializado para cada mundo? Veinticinco millones no es un número tan grande, sobre todo si dispones de miles de años.
Se volvió para mirar a Gornon, suspicaz.
—¿Pero cómo es posible una cosa así? ¿Dominar a la población de todo un planeta?
El robot sonrió.
—No sólo es posible, profesor. El método fue probado por el primer robot mentálico. R. Giskard Reventlov pensó en usar este aparato para influir en poblaciones planetarias enteras, para detectar y cambiar pautas eléctricas neurales y luego empujarlas con cuidado, construyendo lentamente los tipos de resonancias que inducen a la tranquilidad. La ecuanimidad. La buena voluntad. De hecho, estas máquinas llevan el nombre de Giskard. Son los guardianes de la paz y la serenidad humana.
»Supongo que ya hay un lugar para ellas en sus cálculos.
Hari asintió, sin dejar de mirar, pero sus ojos no veían. Más bien, su mente giraba llena de fórmulas matemáticas. ¡Vio de inmediato cómo aquello explicaba gran parte de lo que había echado en falta! Era una explicación de por qué la mayoría de las erupciones de caos simplemente remitían sin causar ningún daño, como un fuego que se apaga por falta de oxígeno. Un motivo, también de por qué tan pocos seres humanos vivían fuera de los planetas, aunque las avanzadillas situadas en asteroides o las emplazadas en entornos extraños lo hacían posible ¡La vida espacial era difícilmente compatible con este mecanismo controlador! Así que eran desanimados de modo natural.
Y sin embargo estas «Giskard» no funcionan tan bien como solían hacerlo antiguamente. Los estallidos caóticos son más frecuentes, a pesar de todo lo que se hace por reprimirlos. Sólo la caída del imperio detendrá la reciente oleada de infecciones. Estos métodos obsoletos serán inútiles dentro de unos años pase lo que pase.
Imaginó lo que podría suceder si un aparato de disuasión mental como aquel fuera colocado alguna vez de en la órbita de Terminus.
Nunca funcionaría durante mucho tiempo contra esa gente. Los seleccionamos para resistir contra las presiones de la edad oscura, desde el feudalismo hasta el fanatismo. Aunque este aparato mentálico afectara a una mayoría de los ciudadanos de la Fundación, nunca permitirían ser controlados mucho tiempo. Los individuos sospecharían del mensaje conformista e investigarían cada anomalía, hasta acabar por localizar esta cosa.
Daneel debe haber planeado que todas las máquinas Giskard se autodestruyan durante los próximos cien años más o menos. ¡De otro modo, los miembros de mi Fundación las encontrarán!
En ese momento, a Hari le sorprendió sentir un orgullo tan feroz por su primera y mayor creación. Curiosamente, había esperado que descubrir el último gran coeficiente restrictor sería excitante. Pero esta técnica de control social no era nada elegante, resultaba indigna de un psicohistoriador. Más bien era un garrote, utilizado para golpear y recortar las ramas matemáticas y forzar a las ecuaciones humánicas para que entraran en línea.
Un poco como mi Segunda Fundación, pensó, disfrutando de un poco de autocrítica obsesiva.
—Sé que debes tener algún plan propio, Gornon. Alguna retorcida razón para enseñarme esto. Sin embargo, acepta por favor mi agradecimiento. Siempre es bueno atisbar la verdad antes de morir.
El piloto les prometió que la siguiente fase del viaje sería breve. Gornon se negó a entrar en más detalles, pero su rumbo al Sector Sirio hizo que Hari encontrara descaradamente claro hacia dónde se dirigían.
Pasó el tiempo repasando Un libro de conocimientos para niños, leyéndolo al azar guiado sólo por un perverso deseo de probar ideas prohibidas, las que había considerado durante mucho tiempo irrelevantes o equivocadas.
Casi igualmente peligroso es el Evangelio de la Uniformidad. Las diferencias entre las naciones y razas de la humanidad son necesarias para preservar las condiciones bajo las que es posible un desarrollo superior: Un factor principal en la tendencia ascendente de la vida animal ha sido el poder de deambular… El vagabundeo físico es importante todavía, pero aún mayor es el poder de las aventuras espirituales del hombre: aventuras de pensamiento, aventuras de sentimientos apasionados, aventuras de experiencia estética. Una diversificación entre comunidades humanas es esencial para proporcionar el material inventivo de la odisea del espíritu humano. Las otras naciones que tienen costumbres distintas no son enemigas: son un regalo de Dios.
¡Qué forma tan extraña de ver las cosas! Era el tipo de declaración que se oía a los predicadores del caos, cantando alabanzas de cada «renacimiento» antes de que se convirtiera en un estallido violento y, finalmente, en un solipsismo. Esas ideas resultaban atractivas. Había incluso versiones de las ecuaciones psicohistóricas que sugerían que debía haber en ellas cierta verdad. Pero con el caos como enemigo, todos los beneficios se perdían. Cualquiera que apostara por la diversidad y la osadía de espíritu sin duda acabaría perdiéndolo todo.
Mientras se aproximaban a su destino, Hari siguió sondeando en busca de pistas sobre cómo habrían sido los primeros estallidos caóticos, cuando la vigorosa y confiada civilización de Susan Calvin se topó con un horror tan grande que los terrestres se refugiaron en cavernas de metal y los espaciales le dieron la espalda al amor.
Hari reflexionó. ¿Pudo ser algo que tuviera que ver con la invención de los propios robots?
Había discutido esto un par de veces con Daneel y Dors. Ellos le dijeron que las Tres Leyes Robóticas originales fueron creadas para aplacar los temores humanos hacia los seres artificiales. Pero los diseñadores originales pretendían que las leyes fueran sólo una medida transitoria que conduciría a algo mejor.
«Se probaron unas cuantas variaciones —le había dicho Daneel a Hari una tarde, hacía unos diez años—. En algunos mundos coloniales, unos cuantos siglos después de la diáspora de la Tierra, algunos grupos trataron de introducir las llamadas Nuevas Leyes para dar a los robots más autonomía e individualidad. Pero pronto la guerra civil detuvo esos experimentos. Los calvinianos no pudieron soportar la herejía de la igualdad, a la que consideraban aún peor que mi Ley Cero. Mi facción consideró que las innovaciones eran innecesarias y redundantes. Todos los robots de la Nueva Ley fueron exterminados, por supuesto.»
Esa noche, durante la cena, Gornon admitió lo que Hari sospechaba: su destino era el mundo madre, donde comenzaron humanos y robots.
Horis se mordió una uña.
—¿Pero no es venenoso, cubierto de suelo radiactivo? Pensaba que los tiktoks no podíais poner a los humanos en peligro.
Hari recordó las imágenes de los antiguos archivos, que mostraban un mundo moribundo, una playa cubierta de peces muertos, un bosque poblado por árboles esqueléticos y hojas caídas, una ciudad, casi vacía, llena de nubes de polvo y detritos.
—Estoy seguro de que una breve visita no nos hará daño —comentó Biron Maserd. Los ojos del noble brillaban de expectación—. De todas formas, ¿no sigue viviendo todavía alguna gente en el planeta? Según la tradición, tenía una universidad excelente, incluso varios miles de años después de la diáspora. Se dice que uno de mis antepasados acudió a esa escuela.
Gornon asintió.
—La población local resistió hasta bien entrada la época en que el Imperio Trantoriano se volvió pangaláctico Eran una raza extraña, desde luego. Resentidos por haber sido olvidados e ignorados por los descendientes de los parientes que habían huido a las estrellas. Con el tiempo, la mayor parte de los habitantes restantes fueron evacuados, cuando se descubrió que los terrestres planeaban una guerra de venganza, para destruir al imperio que odiaban.
Horis Antic parpadeó, aturdido.
—¿Un planeta esperaba destruir veinte millones de mundos?
—Según nuestros archivos, la amenaza fue bastante seria. Radicales terrestres se apoderaron de una antigua arma biológica de enorme poder, tan sofisticada que incluso los mejores biólogos trantorianos se encontraron indefensos ante su virulencia. Al desencadenar su ataque a través de una andanada de misiles hiperpespaciales, los fanáticos esperaban incapacitar al imperio.
—¿Qué le hacía la enfermedad a la gente? —preguntó Horis con voz apagada.
—Habría causado una súbita y catastrófica pérdida del cociente intelectual en cada planeta infectado. —El robot parecía sufrir sólo por decirlo—. Muchos habrían muerto sin más, mientras que los demás habrían sentido una compulsión implantada por extenderse, buscar más víctimas potenciales y contagiarlas.
—¡Horrible! —murmuró el capitán Maserd.
Pero ya pensaba dos pasos por delante. Gornon no nos estaría contando esto ahora a menos que tuviera un significado inmediato. El arma de los terrestres debió ser de mucho antes. De una era de grandes genios.
Las implicaciones hicieron que Hari se estremeciera.
Llegaron al cabo de apenas unas cuantas horas.
Desde muy lejos, tras su fabulosa luna, la Tierra tenía el mismo aspecto que cualquier otro mundo viviente: una rica mezcla de marrones y blancos, azules y verdes. Sólo a través del visor de largo alcance constataron que la mayor parte de la vida en tierra consistía en helechos y matorrales primitivos, que se habían adaptado para sobrevivir a la radiación que brotaba del suelo envenenado. En una de las grandes ironías de todos los tiempos, la Tierra, que había proporcionado fecundidad a la mayor parte de la galaxia, era ahora un mundo casi yermo y estéril. Un ataúd para demasiadas especies que nunca lograron salir al espacio, mientras que la humanidad escapaba a su condena.
A medida que se acercaban, Hari supo que pronto se enfrentaría a algo más preocupante que el aparato mentálico «Giskard» que orbitaba Pengia.
Entró en su habitación para recoger sus talismanes. Uno era el regalo de Daneel, Un libro de conocimientos para niños. Pero aún más importante, quería llevar el Primer Radiante del Plan Seldon, que contenía la obra de su vida. Aquel hermoso diseño psicohistórico al que había dedicado la mitad de su existencia.
Así, con preocupación creciente, registró su pequeño camarote, rebuscando en cajones y equipaje.
No encontró el Primer Radiante por ninguna parte.
En ese momento, echó desesperadamente de menos a su antiguo ayudante y cuidador, Kers Kantun, que había sido asesinado por sus compañeros robots hacía sólo una semana.
Kers sabría dónde lo he puesto, pensó Hari… hasta que advirtió que había una explicación mejor que el simple despiste.
¡El Primer Radiante había sido robado!