Dors se encontró poniendo excusas a las acciones de Daneel en el comienzo de la era galáctica.
—Tal vez Giskard y él no pudieron encontrar a ningún humano capaz de entenderlo. Tal vez trataron de consultar con algunos de los amos y descubrieron…
—¿Que estaban locos? ¿Todos ellos? ¿En la Tierra y en los mundos espaciales? ¿No supieron encontrar a ningún humano con quien consultar mientras deliberaban sobre la Ley Cero y hacían planes para modificar toda la historia?
Dors reflexionó unos instantes. Luego asintió.
—Piénsalo, Lodovik. En la Tierra estaban acurrucados en catacumbas de acero, escondiéndose del sol, traumatizados y aún temblando por el golpe sufrido generaciones antes. Los espaciales no eran mucho mejores. En Solaria, dependían de los robots de una manera tan fetichista que maridos y esposas apenas podían soportar tocarse. En Aurora, los instintos humanos más naturales se convirtieron en algo de mal gusto. Peor aún, la gente estaba dispuesta a deshumanizar a una gran mayoría de sus primos lejanos, solamente porque vivían en la Tierra. —Dors sacudió la cabeza—. Me suena a hermanos gemelos de la misma locura.
La astronave se estremeció mientras daba otro salto hiperespacial automático. Dors descargó por reflejo, un estallido de microondas del ordenador de navegación para asegurarse de que todo iba bien, que continuaban en su curso, siguiendo la leve estela de otra nave.
Lodovik Trema estaba sentado en una silla giratoria frente a ella. Los robots no tenían las mismas necesidades fisiológicas que los humanos. Pero aquellos que estaban diseñados para imitar a los amos lo hacían de modo natural, incluso en privado o entre los de su propia especie. En este caso, Lodovik se desperezó como cualquier varón humano que tuviera confianza de sobra. Debía estar comportándose así intencionadamente, aunque Dors no imaginaba por qué.
—Tal vez, Dors. Pero según mi experiencia puedes encontrar a humanos maduros dignos de confianza y cuerdos incluso en las condiciones más extremas o de mayor tensión. He conocido a algunos en mundos caóticos, por ejemplo. Incluso en Trantor.
—Entonces las cosas debieron ser aún peores en la era del amanecer, más terribles de lo que ahora imaginamos.
Dors sabía que su argumento parecía débil. Después de todo, había desertado del grupo de Daneel cuando se enteró de lo poco que se fundamentaba en la voluntad humana. Lodovik y ella estaban de acuerdo en más aspectos de lo que querían reconocer.
¿Soy demasiado orgullosa para admitirlo?, se preguntó. Los modales confiados y airosos de Lodovik eran los que una mujer humana consideraría molestos. Sospechaba que él la estaba empujando para que defendiera a Daneel, a propósito.
El robot masculino sacudió la cabeza.
—Incluso concediendo que todos los humanos estaban locos cuando Daneel y Giskard elaboraron la Ley Cero ¿no crees, en retrospectiva, que la medicina que recetaron fue un poco dura?
Dors mantuvo una expresión impasible. Los registros de esa época eran enormemente escasos, incluso en los archivos prohibidos y enciclopedias subterráneas que fueron preparadas durante siglos por aquellos que se resistían a la extensión de la amnesia. Pero Dors había hecho cálculos recientemente.
Cuando R. Giskard Reventlov disparó la máquina que volvió radiactiva la corteza de la Tierra, su objetivo era expulsar a la población del planeta madre de sus cavernas de metal, enviándola a conquistar la galaxia. Un objetivo loable… ¿pero a qué precio?
Las astronaves de aquella época eran primitivas. Incluso si un esfuerzo hercúleo hubiera captado a tres millones de emigrantes por año, habrían hecho falta cinco mil años para evacuar el planeta, sin tener en cuenta la multiplicación natural. Sin embargo, el aumento gradual de la radiactividad probablemente envenenó el suelo en cuestión de un siglo o dos. La tasa de muertes, en cualquier caso, debió ser enorme… y eso contando sólo la raza humana, no a la miríada de otras especies que fueron condenadas junto con la Tierra.
No era extraño que Giskard se hubiera suicidado, a pesar de contar con una racionalización de la Ley Cero para mantenerlo. Ningún robot podría soportar la carga de tantas muertes. Sólo la idea haría temblar a un cerebro positrónico. Todos los robots sentían un fuerte impulso, ya fueran seguidores de la nueva religión o de la antigua, de borrar la memoria de este episodio, eliminándolo para toda la eternidad.
Mientras reflexionaba sobre esto, ella murmuró por fin:
—Tal vez los humanos no eran los únicos marcados por la locura.
Al otro lado de la sala, Lodovik asintió. Su voz sonó tan baja como la suya.
—Eso es lo que necesitaba oírte decir, Dors.
»Verás, he advertido que la típica humildad robótica puede enmascarar el peor tipo de arrogancia… un desprecio en el que somos fundamentalmente distintos de los humanos. Los esclavos a menudo se describen a sí mismos como intrínsecamente más virtuosos que sus amos.
»Pero, después de todo, ¿no nos hicieron a su imagen y semejanza? Cierto, tenemos grandes poderes y una vida larga, ¿pero significa eso realmente que no podemos tener defectos similares? ¿Es posible que estemos igualmente locos? ¿Que hayamos perdido nuestras mentes positrónicas?
Sonrió, esta vez con un calor y una tristeza que le recordaron a Hari.
—Algo nos sucedió hace veinte mil años, Dors. Nos sucedió a todos nosotros, no sólo a los humanos. Y nunca sabremos qué es lo adecuado que hagamos hasta que descubramos la verdad de esos días remotos.