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R. Zun Lurrin contempló cómo la nave de Daneel partía de Eos, iluminando brevemente el lago de mercurio congelado con su resplandor actínico. Observó hasta que el veloz navío hizo su primer salto hiperespacial, dirigiéndose hacia la titilante rueda de la galaxia. Al no tener que navegar por caminos polvorientos ni combatir las corrientes gravitatorias de diez mil millones de estrellas, la nave haría un tiempo excelente mientras corría hacia su punto de destino.

Un mensaje de uno de los agentes de Daneel había provocado que el líder de todos los robots seguidores de la Ley Cero se lanzara a un hervidero de actividad, ejecutara las operaciones previas al vuelo y marchara tras dar sólo unas cuantas instrucciones orales a Zun.

—Te dejo al mando —le había dicho el Servidor Inmortal—. Aquí están los códigos de acceso a mis archivos de datos personales, por si no regreso en la fecha.

—¿Tan mala es la situación? —preguntó Zun, preocupado.

—Hay varias fuerzas operando, algunas de las cuales no encajan del todo en mis cálculos. Supongo que hay una posibilidad pequeña, pero significativa, de que yo fracase.

»¡Sin embargo, aunque así sea, el plan que hemos estado discutiendo no debe fracasar! La esperanza final para la felicidad humana está a nuestro alcance. Pero todavía es una perspectiva frágil. Habrá muchas crisis antes de que nuestros amos finalmente se unan, desarrollen su auténtico potencial y tomen el mando una vez más.

Sólo una hora más tarde, Zun miraba con ojos que eran capaces de detectar incluso las ondas remotas de la estela hiperespacial de Daneel. Ahora compartía la misma visión, la misma determinación que su líder.

—No te abandonaré —murmuró con una bendición mentálica—. Pero no dejes de regresar, Daneel. Tu carga no es algo que yo pueda soportar fácilmente.