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Sybyl no se tomó bien la noticia. Después de recobrar el conocimiento a bordo del Orgullo de Rhodia, increpó a Hari y Maserd por lo que habían hecho.

—¡Han destruido la mejor esperanza que tienen diez cuatrillones de personas de escapar a la tiranía!

Junto a ella, Mors Planch aceptó esta última derrota con mucha más calma de lo que Hari esperaba. El alto y cetrino capitán pirata, estaba más interesado en comprender lo sucedido y lo que podría deparar el futuro.

—Bien, a ver si lo entiendo bien —preguntó Planch—. Fuimos manipulados por un grupo determinado de robots, atraídos al depósito de archivos para que tuvieran una excusa para destruirlos, y Seldon les dio el permiso final. —Planch hizo un gesto hacia Hari—. ¿Entonces fuimos todos secuestrados por otro distinto grupo de malditos tiktoks?

Hari, que había estado intentando leer su ejemplar de Un libro de conocimientos para niños, alzó la cabeza irritado.

—La voluntad humana a menudo demuestra ser menos fuerte de lo que los egoístas imaginamos, capitán Planch. El libre albedrío es un concepto adolescente que aparece una y otra vez, como un hierbajo obstinado. Pero la mayoría de la gente lo supera.

»La esencia de la madurez —terminó con un suspiro— consiste en comprender cuán poca fuerza puede ejercer un humano contra una galaxia enorme, o contra el impulso del destino.

Mors Planch se le quedó mirando desde el otro extremo del salón de la nave.

—Puede que tenga usted fantásticas cantidades de pruebas y demostraciones matemáticas para sostener esa sombría filosofía, profesor. Pero nunca la aceptaré, hasta el día en que me muera.

Sybyl no dejaba de caminar de un lado a otro, nerviosa, haciendo que Horis Antic apartara las piernas cada vez que se acercaba a su silla. El pequeño burócrata se tomó otra píldora azul, aunque se había calmado considerablemente desde que se sumergió en el sopor, drogado, en la nebulosa. Todavía se mordía las uñas incesantemente.

Cerca, Jeni Cuicet estaba encogida en un extremo de un sofá, sosteniendo un desensibilizador neural contra su frente. La muchacha era valiente, pero sus dolores de cabeza y escalofríos estaban empeorando visiblemente.

—Tenemos que llevarla a un hospital —exigió, Sybyl a su secuestrador—. ¿O dejarás morir a la pobre niña sólo por tu guerra contra nosotros?

El robot modelado para parecerse a Gornon Vlimt se puso la mano detrás de la cabeza y arrancó el cable que lo mantenía conectado al ordenador de la nave para controlar el Orgullo de Rhodia mientras el yate surcaba los caminos estelares, corriendo hacia un destino desconocido.

—No pretendía llevarla a usted, a Jeni y al capitán Planch en esta fase del viaje —explicó el humanoide—. Los habría dejado con el auténtico Gornon Vlimt, si hubiera habido tiempo.

—¿Y adónde enviaste nuestra nave? —exigió saber Sybyl—. ¿Ibas a entregarnos a la policía? ¿A alguna prisión imperial? ¿O harías que esa supuesta Agencia de Salud y Sanidad que está poniendo asedio a Ktlina nos curara de nuestra locura?

El robot sacudió la cabeza.

—Iba a llevarles a algún lugar seguro, donde ninguno de ustedes resultara herido y donde ninguno pudiera causar daño. Pero esa oportunidad pasó, así que debemos continuar. Esta nave, por tanto, se detendrá por el camino, en algún mundo imperial conveniente donde ustedes tres puedan desembarcar y Jeni pueda recibir atención médica.

Mors Planch, el pirata alto, se frotó la barbilla.

—Me pregunto qué salió mal en vuestro plan, allá en la estación de archivos. Has matado a Kers Kantun pero sin embargo no te inmiscuiste en el trabajo que estaba haciendo allí. No has dejado que nos quedemos con los archivos restantes y nos sacas del lugar lo más rápido que puedes. ¿Te persiguen tus enemigos?

Gornon no respondió. No tenía que hacerlo. Todos sabían que la facción robótica a la que pertenecía era mucho más débil que la de Kers Kantun, y que nada podía conseguir a no ser utilizando la velocidad y la sorpresa.

Hari reflexionó sobre el destino que aguardaba a los humanos que había a bordo de esa nave. Naturalmente, él ya sabía la mayor parte de los grandes secretos, desde hacía décadas. ¿Pero qué pasaría con Sybyl, Antic y Maserd? ¿Hablarían en cuanto fueran liberados? ¿O no importaría lo que dijeran? La galaxia estaba siempre llena de rumores sin fundamento sobre estos eternos, seres mecánicos, inmortales y sabios. En Trantor abundaban las charlas sobre ese tema desde hacía años, y siempre la manía remitía cuando los mecanismos controladores sociales entraban automáticamente en funcionamiento.

Miró a Jeni, sintiéndose culpable. Su caso de fiebre cerebral adolescente había empeorado por culpa de todas aquellas aventuras. Había tenido que enfrentarse a las noticias sobre robots y fósiles y archivos repletos de historia antigua… todos los temas que, por efecto del ente infeccioso de la fiebre, las mentes humanas encontraban de mal gusto.

Lo había discutido con Maserd, que no era ningún mojigato. Biron comprendía ahora que la fiebre cerebral no podía ser natural. Aunque era anterior a todas las culturas conocidas, debía haber sido diseñada, hacía mucho tiempo. Preparada deliberadamente, para ser a la vez duradera y virulenta.

«¿Pudo haber sido un arma contra la humanidad —preguntó Maserd—? ¿Diseñada por alguna raza alienígena? ¿Quizá una raza a la que estaban destruyendo las máquinas terraformadoras?».

Hari recordó las mentes meméticas que se habían rebelado brevemente en Trantor, enloquecidas entidades de software que decían ser fantasmas de civilizaciones prehistóricas y acusaban a la especie de Daneel de una devastación pasada. Hari solía preguntarse si la fiebre cerebral podría ser obra suya, diseñada como venganza contra la humanidad… hasta que la psicohistoria entró en acción.

Desde entonces consideró la fiebre cerebral como algo más, uno de los «contenedores» sociales que mantenían a la civilización estable y resistente al cambio.

Fue diseñada, sí pero no para destruir a la humanidad.

La fiebre cerebral fue una innovación médica. Un arma contra una enfermedad mucho más antigua y mortífera.

El caos.

Pronto, Sybyl se salió por la tangente. Saltaba de un tema nuevo a otro con la maníaca agilidad de una mente renacentista.

—¡Esos poderes mentálicos que hemos visto en acción son fantásticos! ¡Nuestros científicos en Ktlina empezaron siendo escépticos, pero unos pocos habían teorizado que un ordenador potente, con sensores de respuesta ampliada, podría seguir y descifrar todos los impulsos electrónicos emitidos por el cerebro humano! Yo dudaba que pudiera hacerse un análisis tan exhaustivo y sofisticado, incluso con los nuevos motores de cálculo. ¡Pero por lo visto esos robots positrónicos llevan haciéndolo mucho tiempo!

Sacudió la cabeza.

—Imaginen. Sabíamos que las clases dominantes tenían montones de formas de controlarnos. ¡Pero no tenía ni idea de que eso incluía invadir y alterar nuestra mente!

Hari deseó que la mujer callara. Alguien de su inteligencia tendría que haberse dado cuenta de las implicaciones. Cuanto más descubriera, más esencial sería borrarle toda la memoria de las últimas semanas antes de dejarla marchar. Pero los tipos renacentistas eran así. Tan salvajemente complacidos en la creatividad liberada de sus mentes empapadas de caos que la adicción a la siguiente idea nueva era más potente que ninguna droga.

—A lo largo de la historia, siempre ha habido un modo de derrotar a las clases dominantes —continuó Sybyl—. ¡Apoderándose de sus tecnologías de opresión y aireándolas! Haciéndolas extensivas a las masas. Si unos cuantos robots antiguos pueden leer la mente, ¿por qué no reproducir en cadena la tecnología y dársela a todo el mundo? ¡Que cada ciudadano tenga un casco que aumente su cerebro! Muy pronto, todos serían telépatas. Desarrollaríamos escudos para cuando quisiéramos intimidad, pero el tiempo restante… imaginen cómo sería la vida. El intercambio instantáneo de información. ¡La riqueza de ideas!

Sybyl tuvo que detenerse por fin, porque se quedó sin aliento. Hari, por otro lado, reflexionó sobre el panorama que ella describía.

Si los poderes mentálicos se extendieran abiertamente, para ser compartidos por todos, la psicohistoria tendría que ser rediseñada desde cero. Una ciencia de la humanidad sería todavía viable, pero nunca volvería a basarse en el mismo supuesto: que trillones de personas podían interactuar al azar, ignorantes, como moléculas complejas de una nube de gas. La autoconciencia y la íntima conciencia de los demás, harían que todo el asunto fuera muchísimo más complicado. A menos que…

Supongo que podría manifestarse de dos formas. La telepatía acabaría simplificando todas las ecuaciones, si llevara a la uniformidad uniendo todas las mentes en una sola corriente de pensamiento… ¡O bien podría acabar aumentando exponencialmente la complejidad! Si permitía que la mente se fraccionara en diversos modos compartidos, internos y externos, los compartimentara y luego los remezclara en múltiples marcos de diversidad.

Me pregunto si esas dos aproximaciones podrían ser modeladas y comparadas estableciendo una serie de matetomatones celulares…

Hari resistió la deliciosa tentación de sumergirse en los detalles de aquel hipotético escenario. Carecía de las herramientas adecuadas y del tiempo necesario.

Naturalmente, la súbita aparición de varios cientos de humanos con talentos mentálicos en Trantor, una generación atrás, no fue ninguna coincidencia. Como casi todos formaron parte pronto del círculo de Daneel, se podía deducir que el Servidor Inmortal planeaba introducir la habilidad psíquica en la raza humana… aunque no de la forma espasmódicamente democrática que imaginaba Sybyl.

Hari suspiró. Cada una de aquellas perspectivas significaba el final del trabajo de su vida, de aquellas hermosas ecuaciones.

Hari se concentró en Un libro de conocimientos para niños, tratando de ignorar el ruido y los murmullos de los otros ocupantes del salón de la nave. Estaba repasando la Era de la Transición, una época inmediatamente posterior al primer gran tecnorrenacimiento, cuando oleadas de disturbios, destrucción, y solipsismo radical destruyeron la brillante cultura que creó la especie de Daneel. En la Tierra llevó a la ley marcial, medidas draconianas, el repliegue público contra la excentricidad y el individualismo… combinado con oleadas de frustrante agorafobia.

En esa época, las cosas parecían distintas para los cincuenta mundos espaciales. En las primeras colonias interestelares de la humanidad, millones de humanos más afortunados vivían largas y plácidas vidas en lugares paradisíacos, asistidos por sirvientes robóticos. Sin embargo, las derivadas de Hari demostraban que la paranoica intolerancia y la extremada dependencia del trabajo robótico eran igualmente sintomáticas del trauma y la desesperación.

En esta época aparecieron Daneel Olivaw y Giskard Reventlov, los primeros robots mentálicos, ambos programados para una inflexible devoción a la afligida raza maestra. Hari no comprendía todo lo que pasó a continuación. Pero quería hacerlo. De algún modo, la clave para una comprensión más profunda yacía oculta en esa época.

—Perdóneme por interrumpirlo, profesor —sonó una voz por encima de su hombro—, pero es la hora. Debemos introducirlo en el rejuvenecedor.

Hari alzó la cabeza. Era Gornon Vlimt, o más bien R. Gornon Vlimt, el robot que había tomado el aspecto de ese humano.

Este Gornon quería someterlo a otro tratamiento en la máquina de Ktlina, pero con algunos trucos adicionales que su banda secreta de máquinas herejes había preparado a lo largo de los siglos.

—¿Es realmente necesario? —preguntó Hari. Su instinto de autoconservación había remitido después de los sucesos de hacía dos días, cuando la lógica lo obligó a realizar una acción execrable. Destruir, o aprobar, la destrucción de tantos preciosos conocimientos por bien de la humanidad.

—Me temo que sí —insistió R. Gornon—. Necesitará mucha más fuerza para lo que viene a continuación.

Hari sintió un repentino escalofrío. Aquello no resultaba atractivo. Antaño, solía disfrutar de sus aventuras (recorrer la galaxia, desafiando enemigos, desbaratando sus planes y recuperando secretos del pasado) mientras se quejaba todo el tiempo de que estaría mejor enfrascado en sus libros. Pero en aquellos días tenía a Dors a su lado. La aventura no poseía ahora ningún atractivo y no estaba seguro de querer mucho más del futuro.

—Muy bien, pues —dijo, más por cortesía que por sentido de la obligación—. Los robots han guiado siempre mi vida. No tiene sentido terminar con esa costumbre a estas alturas del juego.

Se levantó y se encaminó cansinamente hacia la enfermería, donde esperaba una caja blanca, con la tapa abierta, como la puerta de una cripta. Advirtió que dentro había dos huecos, como si hubiera sido construida para un par de cuerpos, no sólo uno.

Qué acogedor, se dijo.

Mientras R. Gornon le ayudaba a recostarse en el interior, Hari supo que aquel era un punto de transición. Despertara o no, cuando lo hiciera o en la forma en que saliera de allí, nada volvería jamás a ser lo mismo.