Había demasiados archivos para que Hari pudiera contarlos. Centelleaban en todas direcciones, como estrellas, creando falsas constelaciones contra el negro fondo de la nebulosa. Hay tantos, pensó Hari, y Kers dice que no es la única zona de almacenamiento donde se guardan estas cosas.
La guerra por la memoria humana se había librado durante muchos miles de años, oscilando mientras la gran diáspora manaba de la moribunda Tierra. Durante toda aquella época legendaria, mientras los colonizadores partían valerosamente en sus destartalada naves de hipervelocidad, conquistaban nuevas tierras y experimentaban con todo tipo de culturas, diversas pugnas, intensas y a veces salvajes, habían tenido lugar en secreto.
Sin que los emigrantes lo supieran, los robots terraformadores se adelantaron a la oleada colonizadora, gigantescos robots auroranos llamados Amadiros, programados para someter nuevos mundos y preparar territorios para ser habitados.
Detrás de los terraformadores auroranos crepitaba una guerra civil. Muchas facciones de robots calvinianos y Giskardianos combatían por cómo servir mejor a la humanidad. Pero en un punto estaban de acuerdo la mayoría de las facciones. Los humanos debían continuar ignorando la lucha que tenía lugar a sus espaldas, o en las negras profundidades del espacio.
Por encima de todo, había que impedir que volvieran a inventar a los robots, no fuera a ser que toparan una vez más con las Leyes Robóticas. La ignorancia era evidentemente la mejor forma de proteger a la humanidad.
Una pequeña minoría luchaba contra esta idea. Cada uno de los destellos que Hari tenía delante era testigo de un acto de resistencia realizado por algún grupo de tenaces personas que no querían olvidar… quizás ayudadas por robots amigos que compartían la creencia en la soberanía humana.
—Su esfuerzo estaba ya condenado desde el principio —murmuró Hari.
Una vez más, la dolorosa situación lo afectó en lo más hondo.
¿Por qué estamos malditos, de modo que nuestra única esperanza de evitar la locura es permanecer lo más apartados posible de nuestra grandeza potencial? ¿Debemos permanecer siempre estúpidos e ignorantes para derrotar a los demonios que llevamos dentro?
La historia que Horis Antic había contado sobre una raza alienígena real se aferraba a los pensamientos de Hari. La condición humana no podría haber sido más dolorosamente trágica si algún enemigo hubiera maldecido a la especie de Hari con el hechizo más devastador posible. ¡Si no fuera por el caos, qué alturas podríamos haber alcanzado!
La pequeña estación espacial estaba helada. El aire rancio sabía como si a bordo no hubiera habido ninguna criatura viva en miles de años. Cerca, a través de amplio ventanal, vio la nave pirata de Ktlina y el Orgullo de Rhodia.
«Esto es sólo una medida temporal, profesor Seldon —había dicho Kers Kantun antes de dejar a Sybyl, Jeni y los demás en el salón de la nave, jugando a juegos inofensivos como niños en un crucero, con las funciones cerebrales superiores químicamente reducidas. Serán liberados en cuanto hayamos cumplido nuestra misión.»
«¿Qué hay de Mors Planch? —preguntó entonces Hari. El capitán pirata yacía completamente sedado en la enfermería—. ¿A qué te referías cuando dijiste que era normal? ¿Por qué desbarata eso tus poderes mentálicos?»
Pero Kers Kantun rehusó responder, aduciendo que quedaba muy poco tiempo. Primero, Hari y lord Maserd tenían que ayudar a impedir una catástrofe a escala galáctica. Los tres tomaron una lanzadera que los condujo a la antiquísima estación espacial, un complejo de esferas y tubos que se encontraba en el centro de una vasta telaraña de cables más finos. Todos los archivos estaban unidos a este entramado. Las cápsulas de la biblioteca que habían sido lanzadas al espacio profundo por los rebeldes, a lo largo de cien años, se habían congregado en esta estación, tan arcaica que era anterior a los comienzos del Imperio Galáctico.
Los robots de Daneel quedaron atrapados en un bucle lógico, comprendió Hari. Bajo la Ley Cero, podían apoderarse de todos los archivos que encontraran y esconderlos «por el bien de la humanidad». Pero en cuanto los archivos estuvieron ocultos y a salvo, la Ley Cero dejó de aplicarse. Los ayudantes de Daneel tuvieron que obedecer las órdenes de la Segunda Ley, escritas en el costado de cada artefacto, donde se exigía que estas preciosas obras humanas fueran conservadas.
—Es una lástima tener que destruirlas todas, ¿verdad Seldon?
Hari se volvió a mirar a Biron Maserd, el noble de Rodhia, que había estado contemplando en silencio la misma escena.
—Lo respeto a usted y respeto sus logros, profesor —continuó Maserd—. Aceptaré su palabra, si dice que hay que hacerlo. He visto el caos con mis propios ojos. En mi propia provincia, los valerosos e ingeniosos habitantes de Tyrann tuvieron uno de esos llamados renacimientos, hace casi mil años, y todavía no se han recuperado de ello. Siguen escondiéndose en ciudades-colmena como esas cuevas de acero en las que se refugiaron los terrestres, ocultándose de algo horrible que encontraron en su momento supremo de esperanza y ambición.
Hari asintió.
—Sucedía muy a menudo. Estas hermosas cápsulas son como un veneno. Si salen de aquí…
No tuvo que terminar. Ambos eran devotos del conocimiento, pero amaban más la paz y la civilización.
—Albergaba la esperanza de que usted, el gran Hari Seldon, proporcionara una respuesta —dijo Maserd en voz baja. Es el motivo principal por el que le busqué y me uní a Horis en esta aventura. ¿Me está diciendo que, con toda su sabiduría sociomatemática, no ve ninguna salida? ¿Ningún medio para que la humanidad escape a esta trampa?
Hari dio un respingo. Maserd había hurgado en la gran llaga de su vida.
—Durante una época, estuve seguro de que había encontrado una. Sobre el papel es tan hermosa… La solución es un salto adelante… una civilización lo suficientemente fuerte para eliminar el caos… —Suspiró—. Pero ahora me doy cuenta de que la psicohistoria no proporcionará la respuesta. Hay una salida de esta trampa, lord Maserd. Pero ni usted ni yo viviremos para ver su contorno.
El noble respondió con un gruñido de resignación: —Bueno, mientras haya una solución algún día… Ayudaré si puedo. ¿Tiene idea de qué quieren los robots de nosotros?
Hari asintió.
—Estoy bastante seguro. Por la lógica de su religión positrónica, sólo puede ser una cosa.
Alzó la mirada. Al fondo del largo y helado pasillo vieron una figura humanoide que se acercaba.
—De todas formas, parece que estamos apunto averiguarlo.
La forma alta y delgada de Kers Kantun avanzó sobre cubiertas que no habían sido pisadas en milenios. Se detuvo ante los dos hombres.
—El guardián nos verá ahora. Por favor, vengan. Hay mucho que hacer.
La estación era mucho más grande de lo que parecía desde el exterior. Serpenteantes corredores se unían en todos los ángulos y conducían de una extraña sala de almacenamiento a otra. No todos los archivos, al parecer, eran de la variedad cristalina diseñada para recorrer las enormes distancias del espacio interestelar. Algunas salas estaban llenas casi hasta rebosar de montones de obleas más finas, o discos redondos cuyas superficies brillaban irisadas. Hari se estremeció, sabiendo cuanto daño podría causar uno solo de esos objetos si el largo período de ignorancia de la humanidad terminaba demasiado bruscamente.
Su antiguo sirviente los condujo hasta una cámara situada en las profundidades del planetoide hueco. Allí Hari se encontró con una máquina de extraño aspecto y múltiples patas, sentada como una araña en el centro de su tela. El mecanismo parecía tan viejo como las arcaicas máquinas labradoras, e igual de muerto… hasta que una lente en blanco se llenó bruscamente de una luz cristalina que se clavó sin parpadear sobre los dos humanos. Hari advirtió que Maserd y él bien podían ser las primeras criaturas vivas que se enfrentaban a ese ser primordial en aquel críptico lugar.
Pasados varios segundos una voz resonó procedente de los intersticios de metal del guardián.
—Me han dicho que hemos alcanzado un punto de encuentro entre crisis y decisión —dijo el viejo robot—. Un momento en que la antigua duda debe ser resuelta por fin.
Hari asintió.
—Este lugar ya no es secreto ni seguro. Hay naves que vienen de camino. Sus tripulaciones sufren de una plaga caótica especialmente virulenta. Pretenden apoderarse de los archivos y emplearlos para infectar todo el cosmos humano.
—Eso me han dicho. Según la Ley Cero, nos incumbe a nosotros destruir los artefactos que he protegido durante tanto tiempo. Y sin embargo hay un problema.
Hari miró a Maserd, pero el noble parecía aturdido. Cuando miró a Kers Kantun, Seldon obtuvo su respuesta.
—El guardián es un robot seguidor de la Ley Cero, Seldon. Casi todos los que sobrevivieron a nuestra gran guerra civil son fieles a las doctrinas giskardianas. Sin embargo, eso no ha zanjado todas las diferencias filosóficas entre nosotros.
Para Hari fue una revelación.
—Creía que Daneel era vuestro líder.
Kers asintió.
—Lo es. Y sin embargo, cada uno de nosotros conserva una inquietud… una incertidumbre que procede de nuestro más profundo interior, el lugar donde nuestros cerebros positrónicos albergan la Segunda Ley. Casi todos nosotros creemos en la política de Daneel, en su juicio, en su dedicación al bien de la humanidad. Pero hay muchos que se sienten incómodos respecto a los detalles.
Hari reflexionó un instante.
—Comprendo. Estos archivos han sido conservados a causa de las órdenes que llevan inscritas, instrucciones dictadas por seres humanos inteligentes y soberanos que meditaban profundamente las órdenes que daban. Hay demasiado énfasis en la Segunda Ley para que los robots lo ignoren. Imagino que hacerlo debe causaros un gran dolor.
—Así es, doctor Seldon —reconoció Kers—. Ahí es donde entra usted.
Biron Maserd intervino.
—¡Quieres que cancelemos las instrucciones por vosotros!
—Correcto. Ustedes dos tienen mucha autoridad, no sólo en el universo de los asuntos humanos, sino en su reputación entre la clase robótica. Usted, lord Maserd, es uno de los miembros más respetados de la clase noble y pertenece a un linaje considerablemente más digno que la mayoría de los que aspiran al trono imperial.
Maserd frunció el ceño.
—No repitas esa afirmación si tienes el más mínimo respeto por la supervivencia de mi familia.
Kers Kantun inclinó la cabeza.
—Entonces, por la Segunda Ley, por la Primera, por la Ley Cero, no lo repetiré. Sin embargo, eso le da a usted considerable importancia, no sólo entre los humanos, sino también entre muchos robots, que sienten una reverencia casi mística por la legitimidad real.
Kers se volvió hacia Hari.
—Pero su autoridad es aún mayor, doctor Seldon. No sólo fue usted el humano más grande en muchas generaciones que ocupó el puesto de Primer Ministro del Imperio, sino que también es claramente el humano más sabio que los robots recuerdan. Su conocimiento de la situación galáctica en su globalidad no es comparable al de ninguna persona orgánica desde hace diez mil años.
»De hecho, debido a sus reflexiones sobre la psicohistoria, es quizás el humano más sabio que jamás haya vivido… al menos en lo referido a los asuntos que nos incumben.
—Pero yo creía que el conocimiento es peligroso —murmuró Maserd.
—Como bien sabe usted, milord —contestó Kers— una cantidad notable de humanos es invulnerable al caos. Los que tienen un profundo sentido de la responsabilidad, por ejemplo, como usted mismo. O aquellos que carecen de imaginación. Y algunos, como el profesor Seldon, deben su inmunidad a algo que sólo puede llamarse sabiduría.
—Así que quieres que cancelemos las órdenes impresas en los archivos. Vais a destruirlos de todas formas debido a la Ley Cero. ¿Pero nuestro permiso hará que vuestra acción sea menos dolorosa?
—Así es, doctor Seldon. Si usted nos dice que esto tiene su aprobación. Pero no cambiará lo que ha de hacerse, de cualquier forma.
Se produjo el silencio una vez más, mientras Hari pensaba en todos los archivos atrapados en las cámaras de almacenamiento, o atracados en aquella vetusta estación espacial. Las esperanzas y pasiones de innumerables hombres y mujeres que creían sinceramente estar luchando por preservar el alma misma de la humanidad.
—Sospecho que el pobre Horis Antic ha sido utilizado, ¿verdad?
Biron Maserd se quedó boquiabierto.
—¡No había pensado en eso! Entonces usted y yo estábamos destinados a venir aquí, Seldon. Esto no ha sido ningún accidente. No es una mera casualidad. Por los dioses nebulares, profesor. ¡Sus amigos robots podrían dejar en pañales los planes y complots de las grandes familias!
Hari dejó escapar un suspiro.
—Bueno, no tiene sentido tratarlos como si fueran humanos. Los amigos de Daneel tienen su propia lógica. Somos sus dioses, ¿sabe? Mantenernos en la ignorancia es una forma de adoración. Supongo que es el momento de un acto de sacrificio.
Aunque sentía otra vez su cuerpo fatigado y cargado por el peso de la edad, enderezó los hombros.
—Por tanto, anulo las órdenes de conservación que están inscritas en los archivos. Por mi autoridad como líder humano soberano e inteligente, y por el respeto que los robots parecéis sentir hacia mí, os ordeno que destruyáis los archivos antes de que caigan en manos equivocadas y causen un horrible daño a la humanidad, y a trillones de seres humanos individuales.
Kers Kantun inclinó la cabeza ante Hari, y luego miró de pasada a Biron Maserd, como para recalcar que la autoridad del noble era menos necesaria.
—Así sea —dijo el capitán, con los dientes apretados.
Hari podía comprender cómo se sentía Maserd. Su propia boca le sabía a cenizas. Qué universo tan terrible, pensó, que nos obliga a tomar decisiones de este tipo.
El antiguo robot que ocupaba el centro de la sala agitó sus muchas patas. Todos sus ojos se iluminaron. La voz emergió como un suspiro agudo.
—Da comienzo.
Desde algún lugar en la distancia, Hari oyó explosiones ahogadas. El estruendo de las vibraciones se transmitió por el suelo bajo sus pies, indicando que la demolición había empezado. En varios visores, un millón de chispeantes archivos se iluminaron como si súbitos destellos ardieran entre ellos.
El guardián arácnido continuó, esta vez con una voz más grave, que sonaba rasposa por el cansancio.
—Y así mis largos trabajos llegan a su fin. En este punto, amos, mientras vuestras órdenes son ejecutadas, quisiera pediros un sencillo favor. Y sin embargo, es aquello que no puedo solicitar.
—¿Qué te lo impide? —preguntó Maserd.
—La Tercera Ley de la Robótica.
El noble parecía aturdido. Hari miró a Kers Kantun, pero su ayudante permaneció silencioso como una piedra.
—¿No es esa la orden que requiere que protejas tu propia existencia?
—Lo es, amo. Y sólo puede ser anulada invocando una de las otras leyes.
—Bueno… —Hari frunció el ceño—. Yo debería poder hacerlo simplemente ordenándote que me digas qué quieres. Muy bien, pues, escúpelo.
—Sí, amo. El favor sería que me liberaras completamente de la Tercera Ley, de modo que pueda terminar mi existencia. Pues cuando la humanidad pierda por completo su memoria, ya no habrá ningún sentido para mí. A partir de este punto, debéis confiar vuestro futuro a la sabiduría de R. Daneel Olivaw.
Biron Maserd, quien hasta un día antes jamás había oído mencionar a los robots, habló ahora con la determinación de quien nace para ordenar.
—Entonces, máquina, pon punto final a tu miseria. Parece que ya no te necesitamos más.
El gemido pareció simultáneamente trágico y agradecido. El antiguo robot expiró ante sus ojos, junto con un billón de restos cristalinos del lejano pasado.
Hari, Maserd y Kers Kantun rehicieron cuidadosamente sus pasos por los retorcidos pasillos, de vuelta a las astronaves. Quedaba trabajo por hacer. Los otros humanos recibirían órdenes hipnóticas para olvidar que habían visto allí. Esto podría conseguirse con una combinación de drogas unida a la influencia mentálica del robot. Luego habría que hacer algo para asegurarse de que ninguna otra nave humana llegara a aquel oscuro rincón del espacio.
Todavía quedaban las máquinas terraformadoras labradoras, testigos de un secreto distinto, una vergüenza que Daneel no quería esparcir, ni siquiera como rumor. Tendrían que ser destruidas también.
En el camino, Hari trató de no pensar en los archivos que se fundían y explotaban a su alrededor. Cambió de tema.
—Dijiste algo antes que me dejó perplejo, Kers —le dijo a su antiguo ayudante—. Tenía que ver con el capitán pirata, Mors Planch. Dijiste que pudo resistirse a ti porque era… normal.
Kers Kantun apenas se detuvo para dirigir una mirada Hari.
—Como dije, doctor Seldon, hay algunas variantes de nuestras creencias, incluso entre los seguidores de R. Daneel. Algunos de nosotros sostienen la opinión minoritaria de que el caos no es inherente a la naturaleza humana. Algunas evidencias sugieren que los humanos de tiempos remotos no sufrieron de la gran maldición hasta que el caos los golpeó desde el exterior, como una horrible infección…
Fuera lo que fuese lo que Kers estaba apunto de decir las palabras del robot se detuvieron bruscamente por un destello de acción. En un momento Kers pasaba sobre el umbral elevado de una compuerta abierta, discutiendo misterios del pasado. ¡Al siguiente, su cabeza rodaba por el pasillo, limpiamente cercenada por una hoja que surgió de la pared!
De unos cables expuestos brotaron chispas que crepitaron y se agitaron. Los neurotendones se sacudieron como serpientes en el lugar donde antes se encontraba el cuello del robot. El cuerpo se tambaleó varios segundos antes de girar tres veces y desplomarse en el suelo.
—Qué demo…
Hari sólo pudo murmurar, boquiabierto. Vio a Biron Maserd, la espalda contra la pared y un arma diminuta en la mano. Una minipistola de rayos que ninguno de los piratas había llegado a descubrir, a pesar de los registros.
—¡Seldon, agáchese! —instó el noble. Pero Hari consideró que era inútil. Una fuerza que podía sorprender y matar a uno de los colegas de Daneel no tendría ningún problema para encargarse de una pareja de confusos humanos.
Una figura apareció en su campo de visión, tras la compuerta abierta. Su aspecto sorprendió a Hari, provocándole al mismo tiempo una oleada de recuerdos.
Era parecida a un hombre, aunque más baja, con las piernas arqueadas y mucho más peluda que la mayoría de las subespecies de la humanidad.
—¡Por Dios, es un chimpancé! —exclamó Maserd alzando la pistola.
Hari le indicó que no disparara.
—Un pan —corrigió, empleando la terminología moderna—. No lo asuste. Tal vez podamos…
Pero el animal hizo poco caso a Hari y a Maserd. Mirándolos con indiferencia, pasó de largo, recogió del suelo la cabeza cortada de Kers Kantun y luego continuó hasta la siguiente esquina. Pronto sus pisadas dejaron de oírse.
Hari y el noble intercambiaron una mirada de absoluta perplejidad.
—No tengo ni idea de lo que acaba de suceder. Pero creo que lo mejor que podríamos hacer ahora mismo es regresar corriendo a la nave.