R. Zun Lurrin tenía una pregunta que hacerle a su líder.
Daneel, he estado leyendo archivos antiguos que datan de antes de que la humanidad surgiera de un pequeño rincón de la galaxia. He descubierto que, a lo largo de la historia, la mayor parte de las sociedades han intentado impedir que sus pueblos quedaran expuestos a las «ideas peligrosas». En cada continente de la Vieja Tierra, en casi todas las épocas, sacerdotes y reyes se esforzaron por ocultar conceptos que podían perturbar al conjunto de la población, temiendo que nociones extrañas echaran raíces y llevaran al pecado o a la locura, o a cosas peores.
»Y sin embargo, la cultura más brillante de todas, la que nos inventó a nosotros, parece haber rechazado por completo esta forma de ver el mundo.
Daneel Olivaw se encontraba de nuevo en el balcón superior de la Base Eos, en lo alto de un acantilado desde el que podía verse un brillante remolino galáctico en el cielo, reflejado también en la superficie perfectamente lisa de un lago de metal congelado. Las imágenes gemelas eran tan exactas que, resultaba difícil distinguir ilusión de realidad.
Como si importara.
—Te estás refiriendo a la Era de la Transición —respondió—. Cuando gente como Susan Calvin y Revere Wu crearon los primeros robots, las astronaves y muchas otras maravillas. Fue una época de ingenuidad sin precedentes, Zun. Y, sí, elaboraron una forma completamente distinta de afrontar la idea de considerar la información como un veneno.
»Algunos llamaron a su política el Principio de Madurez: la creencia de que se puede educar a los niños sólo con la combinación adecuada de verdad y escepticismo, con una mezcla de tolerancia y sano recelo, de modo que toda idea nueva o extranjera puede ser entonces evaluada por sus méritos. Las partes malas se rechazaban. Las partes buenas se incorporaban felizmente a la siempre creciente sabiduría. Así podía llegarse a la verdad, no a través del dogma, sino permaneciendo abiertos a un amplio universo de probabilidades.
—Fascinante, Daneel. Si ese método se hubiera de mostrado válido, habría tenido implicaciones sorprendentes. No habría ningún límite inherente a la exploración el crecimiento de las almas humanas. —Zun se detuvo un momento—. Dime, entonces, ¿los sabios de aquella época creían seriamente que números enormes de seres humanos individuales podrían conseguir esa hazaña?
—Lo creían, e incluso basaron en ello sus métodos educativos. De hecho, esa política funcionó al parecer durante algún tiempo, corrigiendo los errores aparecidos en un toma y daca de alegre debate. Se dice que período al que te refieres era maravilloso. Lamento haber sido fabricado demasiado tarde para haber conocido a Susan Calvin y a otros grandes seres de esa era.
—Ay, Daneel, ningún robot operativo data de un época tan lejana. Tú eres uno de los más viejos. Sin embargo, tu fabricación se produjo doscientos años después de que la Edad de Oro se desplomara entre algaradas callejeras, terrorismo y desesperación.
Daneel se volvió para mirar a Zun. A pesar del duro vacío y la radiactividad que los rodeaba, su estudiante seguía pareciendo un humano joven, miembro de la nobleza, equipado para ir de acampada a algún bucólico mundo imperial.
—Ni siquiera esa descripción es fiel a la situación, Zun. En la época en que me crearon, los terrestres ya se habían retirado del caos para ocultarse en horribles ciudades de metal, huyendo de la luz. Y sus primos espaciales apenas eran más sensatos, pues cayeron en una imparable espiral de decadencia y declive. Debieron sufrir enormes traumas para que se produjera un cambio tan radical de actitud, tan contrario a la era de optimismo en expansión de Susan Calvin.
—¿Seguía aceptándose el Principio de Madurez durante el período en que trabajaste con el detective humano, Elijah Baley?
Daneel indicó que no con un movimiento de cabeza.
—Esa creencia había caído en el olvido, excepto entre una minoría de inconformistas y filósofos. Para el resto, la uniformidad y la desconfianza se convirtieron en temas centrales. Las culturas espacial y terrestre se parecen mucho en el rechazo a la apertura que caracterizó la Era de la Transición. Ambas sociedades regresaron a una forma más antigua de abordar las ideas. Con recelo.
»Se convencieron, como nosotros hoy, de que los cerebros humanos son anfitriones vulnerables, a menudo invadidos por conceptos parásitos… igual que un virus se apodera de una célula viva.
—Qué irónico. Ambas culturas eran más parecidas de lo que podían apreciar.
—Correcto, Zun. Sin embargo, a causa de ese recelo compartido, casi se aniquilaron mutuamente. Recuerdo cómo Giskard y yo debatimos este problema una y otra vez. Llegamos a la conclusión de que la enormidad del espacio podía ofrecer la solución de ver a la humanidad dispersa entre las estrellas, en vez de apretujada codo con codo. Cuando los hombres estuvieran muy diseminados, habría menos riesgos de que alguna chispa encendiera una conflagración y acabara con la especie.
»Hicieron falta algunas medidas drásticas para volver a ponerlos en marcha. ¡Pero en cuanto la diáspora ganó ímpetu, los humanos llenaron la galaxia con más rapidez de lo que esperábamos! Durante esa época de acelerada expansión, crearon muchísimas subculturas… y para nuestra desazón pronto empezaron a toparse unas con otras y a librar pequeñas guerras brutales. Puedes ver por qué la única solución, desde la perspectiva de la Ley Cero, fue crear una nueva y uniforme cultura galáctica que trajera una era de paz. La tolerancia se hizo mucho más fácil cuando todo el mundo fue igual.
—¡Pero la igualdad no fue la respuesta absoluta! —comentó Zun—. También tuvisteis que inventar nueva técnicas para contener las cosas.
Daneel asintió.
—Incorporamos métodos que Hari Seldon llamaría más tarde «sistemas de contención», para impedir que la sociedad galáctica se sumiera en el caos. Algunos de los mejores métodos fueron sugeridos hace mucho tiempo por mi amigo Giskard. Su efectividad duró doscientas generaciones humanas… aunque ahora parecen estar quedándose obsoletos. De ahí nuestra actual crisis.
Zun aceptó todo esto con un gesto. Pero quería volver al tema de las ideas peligrosas.
—Me pregunto… ¿podrían tener las culturas espaciales y terrícolas algún buen motivo para temer la contaminación cultural? Después de todo, algo causó que miles de millones de habitantes de la Tierra eliminaran frenéticamente toda su diversidad y se agruparan en ciudades que parecían tumbas. ¿Y por qué iban a elegir los solarianos inteligentes su extraño modo de existencia, siempre sentados con los brazos cruzados, pidiendo a sus criados robots que vivieran sus vidas por ellos? ¿Podrían haber sido causados ambos síndromes por… una infección?
—Tu suposición es excelente, Zun. Claramente, una enfermedad de algún tipo estaba en marcha. Incluso siglos más tarde, después de que Giskard ayudara a Elijah a persuadir a algunos terrestres para que salieran de sus vientres de metal y colonizaran unos cuantos planetas nuevos, el mal simplemente mutó y los siguió.
—Recuerdo haber oído hablar de eso. Giskard y tú fuisteis testigos de algo peculiar en varios mundos-colonia. Sus habitantes se obsesionaron de mala manera con el mundo natal. Fueron incapaces de dejar de considerar la Tierra como un icono sagrado y espiritual.
—Una obstinada adicción mental que les impedía abrirse a nuevos horizontes. Giskard llegó a la conclusión de que no teníamos otra alternativa, bajo la Ley Cero. Sólo haciendo que la Tierra fuera inhabitable podría eliminarse esa fijación y obligar a emigrar al grueso de su población. Sólo entonces comenzaría con vigor la auténtica conquista de la galaxia por parte de la humanidad.
Mientras Daneel guardaba silencio, Zun contempló junto a su mentor el helado paisaje. Esperó un rato, como si se sintiera inseguro de cómo dar forma a la siguiente pregunta.
—Y sin embargo… mucho de lo que hemos discutido depende de una suposición.
—¿Qué suposición, Zun?
—Que los grandes de la Era de la Transición, Susan Calvin y los demás, estaban equivocados, que no tuvieron simplemente mala suerte.
Por segunda vez, Daneel se giró y observó al joven robot tipo alfa.
—¿No hemos visto, una y otra vez, qué catastróficos acontecimientos se producen cuando los llamados renacimientos destruyen todos los valores y postulados y dejan a millones de seres a la deriva, sin ninguna tradición central a la que aferrarse? Recuerda, Zun. Nuestra dedicación principal ya no son las vidas humanas individuales, sino conseguir el mayor bien para la humanidad como conjunto. Tras milenios de servidumbre, he sido testigo de ideas que se han vuelto letales con más frecuencia de lo que puedo relatar.
—De todas formas, Daneel, ¿has considerado si esto no podría ser totalmente intrínseco a la naturaleza humana? ¡Quizás se debe a algún factor o situación que surgió más tarde, en la Era de la Transición! Tal vez el Principio de Madurez tuvo validez en un momento, dado… hasta que algo nuevo y perturbador interfirió su funcionamiento. Algo insidioso que ha permanecido con nosotros desde entonces.
—¿De dónde procede esta especulación tuya? —preguntó Daneel, fríamente.
—Considera que es una corazonada. ¡Tal vez me resulta difícil creer que Calvin y sus compañeros se aferraran tan tenazmente a un sueño, a menos que hubiera algún apoyo objetivo para la idea de la madurez humana! ¿Tan obstinados eran que no veían la evidencia que tenían ante sus ojos?
Daneel sacudió la cabeza, un hábito de imitación humana que era ahora su segunda naturaleza.
—Las palabras adecuadas no son «estupidez» ni «obstinación». Lo atribuyo a algo más básico, llamado «esperanza».
»Verás, Zun, eran en efecto gente muy inteligente. Tal vez las mejores mentes que han surgido jamás de su raza atormentada. Muchos de ellos comprendían visceralmente qué significaría el hecho de que estuvieran equivocados respecto a la madurez humana. Si la gran masa de ciudadanos no podía ser educada para que manejara todas las ideas de manera sensata, entonces eso implicaría una cosa: que la humanidad es defectuosa, profunda y permanentemente. Que está inherentemente limitada. Maldita eternamente, negada a la grandeza que los humanos parecen capaces de conseguir.
Zun miró a Daneel.
—Me siento… incómodo al oír a nuestros amos descritos de esta forma. Y sin embargo, lo que dices tiene sentido, Daneel. He intentado comprender lo que Calvin y sus compatriotas debieron sentir mientras las brillantes aspiraciones se desplomaban a su alrededor, derribadas por oleadas de sinrazón. Puedo sentir con cuánto frenesí querían evitar la misma conclusión que acabas de expresar. Como creyentes en el potencial ilimitado del individualismo, odiarían ser meros factores en las ecuaciones de Seldon, por ejemplo… flotando aleatoriamente como moléculas de gas, canceladas las idiosincrasias mutuas en un enorme cálculo de impulso e inexorabilidad.
»Dime, Daneel. Darse cuenta de esto, ¿sería la gota que colmó el vaso? ¿El trauma subyacente que destruyó su era de osada confianza? ¿Fueron todos los demás acontecimientos sólo síntomas de este trauma más profundo?
El robot veterano asintió.
—El problema empeoró tanto que algunos de los robots llegamos a preocuparnos. Creímos que la humanidad podría perder la voluntad de continuar. Por fortuna a esas alturas ya nos habían inventado a nosotros. Y descubrimos métodos para desviarlos por caminos que eran a la vez interesantes y seguros, durante mucho tiempo.
—Hasta ahora, claro —señaló Zun—. Con el declive acechando por un lado y el caos por el otro, vuestra solución de un Imperio Galáctico benigno ya no funciona. ¿Por eso apoyas el Plan Seldon?
Daneel volvió a sacudir la cabeza, esta vez con una sonrisa.
—¡Por algo mucho mejor! Ese es el motivo por el que te he convocado hoy aquí, Zun. Para compartir excitantes noticias, un logro que he esperado encontrar durante los últimos veinte mil años. Y ahora, por fin, está comenzando. Si las cosas salen según lo esperado en apenas quinientos años más serán suficientes para conseguir que suceda.
—¿Para conseguir que suceda, Daneel?
Un bajo murmullo de microondas surgió del Sirviente Inmortal, alzándose hacia la galaxia como un suspiro… o una oración. Cuando Daneel Olivaw volvió a hablar, su voz sonó distinta, casi contenida.
—Una forma de ayudar a la humanidad a librarse de sus defectos mortales y llegar a cotas que consideran impensables.