Desde el balcón de la habitación de su hotel, frente avenidas flanqueadas por árboles del paseo Galáctico, a Hari le parecía fácil imaginar que se encontraba en alguno de los mundos bucólicos de la periferia, no en la «segunda capital imperial».
Naturalmente, había estatuas e impresionantes monumentos destellando al sol. Incontables altares conmemorativos se habían erigido durante los últimos quince mil años, para celebrar a emperadores y prefectos, victorias y víctimas, grandes acontecimientos y logros todavía mayores. Sin embargo, en contraste con la poderosa Trantor, todo parecía de pequeña escala y de ritmo lento, adecuado al verdadero estatus de Demarchia como el olvidado compañero pequeño, arrinconado por el poder.
Incluso las Ocho Cámaras del Parlamento, gloriosas estructuras blancas que brillaban como diademas en un anillo alrededor de Deliberation Hill, parecían de algún modo abandonadas e irrelevantes. Cada una de las cinco castas sociales seguía enviando representantes para discutir aspectos de las leyes. Y las tres cámaras superiores conseguían de vez en cuando ponerse de acuerdo en una medida o dos. Pero desde que Hari terminó su mandato como Primer Ministro, muy pocas cosas importantes habían surgido de estos salones sagrados. El Consejo Ejecutivo de Trantor gobernaba principalmente por decreto, y esos decretos eran dictados por la Comisión de Seguridad pública de Linge Chen.
No podía decirse que las leyes específicas contaran mucho, claro. La psicohistoria predecía lo que sucedería a continuación. Si algún golpe de Estado sustituyera de la noche a la mañana a Linge Chen, el impulso de los acontecimientos dirigiría a su sucesor de forma idéntica. Algunos partidos ganarían y otros perderían. Pero a lo largo del curso de los próximos treinta años, la media de fuerzas (tomada en veinticinco millones de mundos) aplastaría cualquier iniciativa que intentaran los comisionados, los emperadores o los grupos oligarcas.
Y, sin embargo, una parte romántica en el interior de Hari siempre se sentía entristecida por Demarchia. El lugar se le antojaba la personificación de las oportunidades perdidas. Un qué-habría-sido.
En teoría, se supone que la democracia predomina sobre todas las maquinaciones de la clase alta. Incluso los peores tiranos imperiales han hecho siempre caso a ese principio del ruellianismo.
Pero en la práctica era difícil de hacerlo cumplir. La Cámara Acumulativa, el Senado de Sectores y la Asamblea de Comercios existían teóricamente para compensar los defectos mutuos trayendo a Demarchia representantes que eran elegidos de muchas formas diversas. Pero la red resultante parecía siempre la misma, un agotamiento de energía y dinamismo. Como Primer Ministro, a Hari le había resultado toda una agonía aprobar las leyes pertinentes (como la Ley de Supresión del Caos), aunque su conocimiento de los principios de la psicohistoria lo hacían sumamente eficiente en comparación con los demás.
En aquellos días, Daneel y yo todavía pensábamos que podía arreglarse… todo el gran Imperio de la Humanidad. Pero entonces mis ecuaciones eran todavía incompletas. Dejaba algún espacio para la duda. Para la esperanza.
Desde que Hari terminó su gobierno, Demarchia se había convertido en un mundo sin importancia. Un lugar donde exiliar a los políticos fracasados. Nadie relevante se molestaba ya por el planeta.
Lo cual me viene bien ahora, pensó Hari con una sombría sonrisa. Esta vez Demarchia no era un destino, sino un conveniente punto de lanzamiento.
—¿Profesor Seldon? —murmuró la voz de Horis Antic detrás de Hari, desde dentro de la habitación del hotel. A medida que se acercaba la siguiente fase de su aventura, el grueso burócrata se ponía cada vez más nervioso.
—Yo… acabo de recibir noticias del, uh… individuo del que hablamos antes. Dice que se han hecho los acuerdos. Tenemos que reunirnos con él en su vehículo dentro de una hora.
Hari tocó un control e hizo girar su silla móvil para regresar al interior de la habitación. La retorcida forma de hablar de Antic, como precaución contra posibles sistemas de grabación, sería casi con toda seguridad inútil si estaban siendo sometidos a una vigilancia seria. Además, hasta ahora, nadie había cometido ningún crimen.
—¿Ha llegado su equipo, Horis?
El burócrata llevaba ropa normal. Sin embargo, cualquiera que mirara su postura y su escaso conocimiento de la moda sabría al instante que se trataba de un Gris.
—Sí, señor —asintió—. Las últimas cajas están abajo. Fue mucho más sencillo entregar los instrumentos a diversas compañías y hacer que los enviaran aquí, en vez de a Trantor propiamente dicho, donde podría haber habido… preguntas embarazosas.
Hari había visto la lista de herramientas y artilugios, y no vio nada que pudiera ser acusado ni remotamente de contrabando. Sin embargo, Antic tenía buenos motivos para no dejar que sus superiores supieran que estaba pasando su tiempo sabático persiguiendo un extraño «pasatiempo intelectual».
De hecho, Hari se había sentido agradecido por el retraso mientras Antic recogía su equipo.
Le había dado la oportunidad de descansar después de aquel agotador salto a las estrellas… mucho más accidentado de lo que recordaba de décadas pasadas. También le permitió pasar algún tiempo al sol, recordando la Demarchia de los viejos tiempos, cuando algunos de los mejores restaurantes de la galaxia solían encontrarse en sus paseos y a él todavía le producía placer disfrutarlos… con la hermosa y vivaz Dors Venabili.
—Muy bien —dijo, sintiéndose excepcionalmente vivo, casi como si pudiera caminar todo el trayecto hasta el espaciopuerto—. Allá vamos.
Kers Kantun se reunió con ellos delante del hotel, junto a las cajas de equipo de Antic. A Hari le bastó una mirada para saber que su guardaespaldas las había comprobado y no había encontrado nada inconveniente. Hari aceptó la preocupación de su sirviente sin concederle demasiada importancia. ¿Qué imaginaba Kers, que Antic había reclutado al famoso Hari Seldon para algún retorcido acto de contrabando?
Su furgoneta alquilada llegó según lo previsto. El conductor echó un vistazo a las cajas y se detuvo para llamar a un grupo de trabajadores locales que se encontraban cerca, a los que contrató en el acto para que cargaran las pesadas cajas. Antic se puso nervioso mientras trasladaban sus preciosos instrumentos, con los que pretendía comprobar una extraña teoría sobre sedimentación planetaria y corrientes del espacio.
Hari se sentía menos preocupado, aunque su contribución financiera a la empresa era sustancial. El coste parecía merecer la pena si la aventura permitía arrojar alguna luz sobre sus propias preocupaciones.
Pero a la larga, nada de todo aquello significaría nada con respecto a su lugar en la historia. Por otro lado, para Antic el viaje era la única oportunidad de dejar huella en el universo.
Una limusina del espaciopuerto llegó para recogerlos a los tres; la furgoneta de carga los seguía por avenidas claramente diseñadas para un tráfico mucho mayor del que había hoy en día. La economía de Demarchia no era buena. Había muchos pequeños grupos de obreros buscando trabajos eventuales.
Un pequeño chaparrón cayó sobre las ventanillas de la limusina y sobresaltó a Kers, nacido en Trantor. Sin embargo, aquello puso a Hari de buen humor.
—¿Sabe usted que —charló amistosamente— durante muchos miles de años en este mundo se han producido bastantes experimentos democráticos?
—¿De veras, profesor? —Antic se inclinó hacia delante. Se tomó una píldora azul y empezó a morderse otra vez las uñas.
—Oh, sí. Una forma que siempre he encontrado fascinante se llamaba «la Nación».
—Nunca he oído hablar de ella.
—No me extraña. Su especialidad es otro campo. La mayor parte de la gente considera la historia desagradable o aburrida —murmuró Hari.
—Pues sí que me interesa, profesor. Por favor ¿quiere hablarme de ello?
—Hmm. Bueno, verá, siempre ha habido un problema básico para aplicar la democracia a escala pangaláctica. Un cuerpo deliberativo típico sólo resulta operativo con unos miles de miembros como mucho. ¡Sin embargo, son demasiado pocos para representar personalmente diez cuatrillones de votantes, esparcidos por veinticinco millones de mundos! No obstante, se hicieron varios intentos para resolver este dilema, como la representación acumulativa. Cada congreso planetario elige a unos cuantos delegados para su asamblea de zona estelar local, que entonces elige de entre sus filas a otros cuantos para asistir a la conferencia del sector local. A ese nivel, se elige un pequeño número para que represente el sector en junta de cuadrante… y así sucesivamente, hasta que un grupo final de pares se reúne en ese edificio de la colina.
Señaló una estructura de piedra, cuyas columnas blancas parecían brillar incluso bajo la lluvia.
—Por desgracia, este proceso no provoca una destilación acumulativa de las opciones políticas desde abajo. El resultado, dictado por la naturaleza humana básica, será más bien una condensación de los políticos más blandos e inofensivos de toda la galaxia. O de demagogos carismáticos. Sea como sea, sólo las preocupaciones de unos cuantos planetas serán debatidas, en una base estadísticamente semialeatoria. Y en esas raras ocasiones en que una de las asambleas constituyentes muestra algo de espíritu, las otras cámaras del Parlamento seguro que echan el freno. Es un método probado para refrenar las cosas y no dejar que las pasiones momentáneas gobiernen.
—Casi parece que lo aprueba usted —sugirió Antic.
—Normalmente es buena idea no dejar que los sistemas políticos oscilen demasiado, sobre todo cuando factores de inercia psicohistórica no son adecuadamente controlados por estados de suposición sociocentrípeta y otros… —Se detuvo y sonrió levemente—. Bueno, digamos que las cosas pueden complicarse mucho. Pero en el fondo las legislaturas acumulativas no consiguen gran cosa. Pero de vez en cuando, a lo largo de los últimos quince mil años, se han intentado algunas alternativas.
—¿Incluyendo esa Nación de la que hablaba? ¿Fue otra especie de asamblea?
—Podríamos decir que sí. Durante unos setecientos, una séptima cámara se reunió aquí en Demarchia más poderosa e influyente que todas las demás combinadas. Ese poder derivaba parcialmente de su enorme tamaño, pues constaba de más de cien millones de miembros.
Antic se agitó en su asiento.
—¡Cien millones! Pero… —farfulló—. ¿Cómo podían…?
—En realidad, es una solución elegante —continuó Hari, recordando cómo las ecuaciones psicohistóricas se equilibraron cuando estudió este episodio de la historia del imperio—. Cada planeta, dependiendo de su población, elegía entre uno y diez representantes los enviaba directamente aquí, saltándose el sector, la zona y las asambleas del cuadrante. Los elegidos eran no sólo políticos augustos y respetados, conscientes de las necesidades de sus mundos de origen. Había otros requisitos diversos. Por ejemplo, cada delegado ante la Nación debía tener alguna humilde habilidad en la que destacase. Al llegar aquí, se esperaba que desempeñaran su trabajo en la economía local. Un zapatero podía encontrar una zapatería esperándolo. Un cocinero de alta cocina podía establecer su propio restaurante y ejecutar esa tarea en la economía de Demarchia. Más de la mitad de las casas y negocios de este continente fueron reservadas para esos ciudadanos en tránsito, que vivían y trabajaban aquí hasta que su elección por diez años terminaba.
—Pero entonces… ¿cuándo tenían tiempo de discutir de leyes y esas cosas?
—Por la noche. En foros electrónicos y deliberaciones televisadas. O en salas de reunión locales, donde resolvían las cosas mientras hacían y rompían alianzas, cambiaban votos por delegación o aprobaban peticiones. Los métodos de aportación autoorganizada variaban con cada sesión tanto como la población. Pero, lo hicieran como lo hiciesen, la Nación era siempre vibrante e interesante. Cuando cometían errores, esos errores tendían a ser dramáticos. Pero algunas de las mejores leyes del imperio se aprobaron también durante esa época. La propia Ruellis fue una de las delegadas de esa era.
—¿De veras? —Horis Antic parpadeó—. Siempre creí que había sido emperatriz o algo así.
Hari sacudió la cabeza.
—Ruellis fue una persona corriente, muy influyente durante una época de excepcional creatividad… una «edad dorada» que por desgracia se derrumbó cuando las primeras plagas caóticas barrieron la galaxia, provocando el colapso directo del Gobierno imperial.
Hari podía imaginar el desequilibrio de fuerzas que se extendió durante aquel brillante período de la historia del imperio. Debió parecerles injusto a aquellos que estaban involucrados, ser testigos de una época de inventiva y esperanzas sin precedentes atacada por súbitas oleadas de irracionalidad que lanzaban mundo tras mundo a un violento torbellino. Pero, en retrospectiva, aquello era obvio para Hari.
—¿Acabó eso con la Nación? —inquirió Antic con fascinación y asombro.
—No del todo. Hubo varios experimentos más. En un momento determinado, se decidió que una de cada tres Naciones constaría por completo de mujeres delegadas, para darles las riendas exclusivas de este continente y poder para proponer nuevas leyes. El único varón al que se permitía venir de visita y hablar aquí era el propio emperador, Hupeissin.
—¿Hupeissin el Caliente? —Antic se rio en voz alta—. ¿De ahí surgió su reputación?
Hari asintió.
—Hupeissin del Harén Celestial. Naturalmente, se trata de una calumnia extendida por los miembros de la Dinastía Torgin posterior, para desacreditarlo. En realidad, Hupeissin fue un ejemplar rey-filósofo ruelliano que quería sinceramente oír las deliberaciones independientes de…
Pero Antic no estaba escuchando. No paraba de reírse, sacudiendo la cabeza.
—¡Solo con cien millones de mujeres! ¡Y luego hablan de delirios de grandeza!
Hari vio que incluso Kers Kantun esbozaba una leve sonrisa. El sirviente, normalmente serio, miró Hari, como si estuviera convencido de que se trataba de una historia inventada.
—Bueno, bueno. —Hari suspiró y cambió de tema—. Ahí delante veo ya el espaciopuerto. Espero que su fe, en ese capitán de chárter esté justificada, Horis. Tenemos que volver dentro de un mes, como máximo, o en Trantor se desatarán auténticos problemas.
Hari esperaba un carguero de poca monta. Una antigualla que siseara y crujiera por las costuras. Pero la nave que los esperaba en una pista de despegue era otra cosa.
Es un yate, advirtió Hari con cierta sorpresa. Un yate viejo y caro. Alguien ha manchado deliberadamente la quilla, intentando enmascarar su dignidad. Pero incluso un tonto puede darse cuenta de que no es una simple nave chárter.
Mientras los trabajadores contratados subían el cargamento de Antic por una rampa a proa, Hari y Kers siguieron a Horis por la entrada de pasajeros. Un hombre alto y rubio esperaba en lo alto, vestido con el típico mono espacial. Pero Hari supo al instante muchas cosas del individuo gracias a su figura atlética y su tez bronceada. Su pose relajada parecía innatamente confiada, justo al borde de la arrogancia. La expresión del rostro del hombre era tranquila, aunque dura, como si estuviera acostumbrado a conseguir lo que quería.
Antic hizo apresuradas presentaciones.
—Doctor Seldon, este es nuestro anfitrión y piloto el capitán Biron Maserd.
—Es un gran privilegio conocerlo, meritócrata-sabio Seldon —saludó Maserd, con un leve acento del exterior de la galaxia. Tendió una mano que podría haber aplastado la de Hari, pero apretó con amable y medida contención, Hari notó callos regularmente distribuidos no del tipo que causa el trabajo duro, sino por haberse pasado toda la vida ejecutando diversos ejercicios vigorosos.
Hari bajó la cabeza en el Cuarto Ángulo de Deferencia: un grado adecuado cuando se saludaba a los nobles de nivel zonal o superior.
—Su Gracia nos honra como invitados de su casa-estrella.
La mirada de Antic saltó rápidamente de uno al otro y se sonrojó como hacen algunos cuando son sorprendidos en una travesura. Pero si el capitán Maserd se sorprendió por las palabras de Hari, no dio ninguna muestra de ello.
—Me temo que andamos cortos de personal en este viaje —explicó—. Las comodidades serán rudimentarias. Pero si dejan que mi sirviente les muestre sus camarotes, partiremos y veremos qué secretos pueden arrancársele a esta vieja galaxia.
El despegue del yate no pasó desapercibido.
—Bueno, ya está —dijo una mujer pequeña, vestida con atuendo de las limpiadoras callejeras. Habló al mango de su escoba, donde un micrófono oculto transmitió sus palabras hacia arriba, directamente al portal estelar. Allí fueron codificadas y transmitidas al metálico planeta capital.
—Pueden decirle al Comisionado que es oficial. El profesor Hari Seldon acaba de violar las condiciones de su libertad condicional y ha salido del Gran Trantor. Conseguí colocar un trazador a bordo. Ahora le toca a Linge Chen decidir si quiere armar un escándalo por esto o no.
»Como mínimo, le dará un poco más de cancha con esos subversivos de la Fundación. Tal vez esto proporcionará una excusa para ejecutarlos a todos.
La agente de la Policía Especial desconectó. Luego enderezó su encorvada postura, recogió la escoba y encaminó hacia otra parte del espaciopuerto, sintiéndose feliz de pasar a una nueva misión. En una galaxia llena de inercia y decepciones, a ella le encantaba de veras su trabajo.
No muy lejos, la marcha de la agente de policía observada por un miembro de otra facción (un miembro que llamaba todavía menos la atención) disfrazado de perro vagabundo que rebuscaba en una papelera volcada. En una secuencia secreta, usando un código increíblemente complejo, transmitió todo lo que había oído con sus hipersensibles oídos. Las palabras del agente rebotaron de un punto a otro del planeta, a través de relés de un solo uso que se quemaban en cuanto acababan su misión, convirtiéndose en pequeños trozos de chatarra con aspecto de piedra.
El mensaje se recibió muy lejos, en una nave que orbitaba el sol de Demarchia. Casi de inmediato, los instrumentos sortearon el tráfico de salida y encontraron el rastro de una nave concreta que se dirigía hacia el espacio profundo.
Los motores centellearon mientras sus ocupantes se disponían a seguirla.