Hari decidió evitar el bosquecillo Shoufeen durante la siguiente salida. En cambio, dejó que Kers Kantun lo condujera a una de las muchas zonas adornadas de los jardines imperiales que estaban abiertas al público… una generosa concesión del nuevo ocupante del trono, el emperador Semrin, recién nombrado por la Comisión de Seguridad Pública.
Normalmente, cinco pequeños rincones de los jardines de palacio, sólo unos miles de acres, se reservaban para ser empleados por cada casta social (ciudadanos, excéntricos, burócratas, meritócratas y nobleza), pero Semrin había usado su autoridad limitada para abrir más de la mitad de la vasta trocha, obteniendo así el favor público al dejar entrar a gente de toda clase social.
Naturalmente, la mayoría de los nativos de Trantor habrían preferido que les arrancaran las pestañas antes que ir a olisquear flores bajo un sol desnudo. Preferían sus cálidas cuevas de acero. Pero el planeta también tenía una inmensa población en tránsito formada por mercaderes, diplomáticos, emisarios culturales y turistas… más un verdadero ejército de Grises, jóvenes miembros de la Orden Burocrática brevemente asignados al mundo-capital para recibir formación y trabajar intensamente como funcionarios. La mayor parte de ellos procedían de planetas donde las nubes aún recorrían cielos despejados y la lluvia caía por verdes montañas hasta el mar. Eran los que más agradecían la generosidad de Semrin. Cada día, cientos de miles de senderos rebosaban de visitantes, al principio, nerviosos por la belleza ricamente atendida, pero que luego se iban sintiendo gradualmente como en casa.
Es un astuto movimiento político, pero Semrin lo pagará si no tiene cuidado. Lo que se da no se puede quitar fácilmente.
Naturalmente, unas perturbaciones tan menores apenas aparecerían como destellos en las ecuaciones psicohistóricas. Ni siquiera llegaba a importar qué monarca reinaba. La caída del imperio tenía un impulso acumulado que sólo podía ser aumentado un poquito por aquellos que sabían exactamente cómo. Todo lo demás estaba simplemente condenado a acompañarlo en el camino.
En la mayor parte, Hari disfrutaba de las abiertas extensiones y la interminable variedad de los jardines de palacio. Por desgracia, también le recordaban al pobre Gruber, el jardinero que sólo quería atender sus humildes setos de flores y que, sin embargo, se encontró convertido, gracias a la desesperación, en asesino imperial.
Eso fue hace mucho tiempo, pensó Hari. Gruber es ahora polvo, junto con el emperador Cleon.
Y yo me reuniré con ellos dentro de poco.
Mientras recorrían un sendero que nunca habían visitado antes, Hari y Kers se encontraron bruscamente con un jardín fractal, donde variedades especiales de matorrales parecidos a líquenes habían sido programadas para crecer y luego se les había recortado con intrincado y minucioso abandono. Era una antigua forma de arte, pero él jamás la había visto tan bien ejecutada. Los tonos de color variaban sutilmente, dependiendo del ángulo del sol y la forma de las sombras cercanas. El laberinto resultante de configuraciones entrelazadas era un tumulto de convulsión laberíntica, nunca la misma de un momento al siguiente.
La mayoría de los paseantes apreciaban el efecto con asombro, sin comprenderlo, antes de continuar hacia la siguiente maravilla imperial. Pero Hari indicó a Kers que se detuviera mientras sus ojos saltaban a derecha e izquierda, atraídos por un cambio inherente. Esta complejidad no se parecía en nada al rebelde caos de Shoufeen Woods. Hari reconoció rápidamente el sistema básico que generaba las pautas. Ese pseudoliquen orgánico estaba programado para reaccionar según las derivadas fractales basadas en una secuencia de transformaciones Fiquarnn-Julia. Hasta un niño podía reconocerlo. Pero eso sólo era un aspecto. Entornando los ojos, Hari no tardó en advertir que en la pauta no dejaban de aparecer agujeros que causaban retirada y recesión a intervalos semialeatorios.
Depredación, advirtió. Debe de haber algún virus o algún otro parásito actuando, asignado para degradar el liquen bajo ciertas condiciones. Esto no sólo crea interesantes pautas secundarias. ¡Es necesario para que la salud en conjunto del sistema experimente muerte y renovación!
Pronto, Hari vio que más de un tipo de depredador tenía que estar actuando. De hecho, debía estar implicado un microecosistema… todo formado para el propósito del arte.
Su mente empezó a dar vueltas, trazando rápidamente los algoritmos usados por el virtuoso jardinero. Oh, no era en modo alguno un genio matemático. Sin embargo, combinarlos con ingeniería orgánica de esta forma demostraba no sólo gracia y originalidad, sino también sentido del humor. Hari estuvo a punto de echarse a reír…
Hasta que se dio cuenta.
Agujeros que duraban.
Aquí. Y allá. Y en varios lugares más. Parches de espacio abierto donde los líquenes no se aventuraban nunca, por ningún motivo aparente. Había luz, y fina bruma nutriente. Los zarcillos tanteaban los puntos vacíos y luego se daban la vuelta, hacia alguna otra oportunidad, en cada momento.
No era la única extrañeza aparente. ¡Allí! Un lugar donde la materia viviente se entrelazaba y retorcía, pero siempre regresaba a la misma tonalidad de azul oscuro, cada ocho segundos o así. Pronto, Hari contó al menos una docena de anomalías que no podía explicar. No encajaban en ningún perfil matemático claro. Y, sin embargo, persistían.
Suspiró al reconocerlo. Era territorio familiar, le había amargado durante casi toda su vida profesional.
Atractores.
También aparecen en las ecuaciones psicohistóricas y los libros de historia. He conseguido explicar la mayoría de ellos. Pero quedan unos cuantos. Espectros que revolotean entre los modelos, recurriendo a fuerzas que destrozarían nuestros bellos paradigmas teóricos.
Cada vez que me acerco… se desvanecen de mi alcance.
Era una vieja frustración que le sabía a fracaso, provocada por un estúpido trabajo de jardinería. Incontrolables, para gran sorpresa suya, las lágrimas le anegaron los ojos. Su líquida refracción cubrió el brillante arreglo floral, haciendo que se difuminara y extendiera hacia fuera, para convertirse en una profusión de rayos oscilantes…
—¡Mira quién está aquí! ¡Vaya, vaya, si es el profesor Seldon! ¡Bendita sea la diosa de la sincronía, por haber hecho que nuestros caminos se entre crucen de esta forma!
Hari sintió que Kers Kantun se envaraba detrás de la silla de ruedas, mientras una figura de forma humana aparecía a la vista, bamboleándose e inclinando la cabeza, llena de nerviosismo. Eso fue todo lo que Hari pudo distinguir por un momento, hasta que se sacó un pañuelo de la manga y se secó los ojos. Mientras tanto, el recién llegado continuaba farfullando, como incapaz de creer en su buena fortuna.
—¡Es un honor tan grande, señor! ¡Sobre todo puesto que no hace ni dos días que le escribí! Naturalmente, no puedo presumir de que haya usted leído personalmente mi carta a estas alturas. Debe tener usted sin duda capas y capas de intermediarios que filtran su correo.
Hari sacudió la cabeza, y finalmente distinguió el uniforme gris de un burócrata galáctico… un individuo bajo y bastante grueso, con una coronilla calva enrojecida por la desacostumbrada exposición al sol.
—No, en estos tiempos leo mi propio correo.
El hombrecillo parpadeó. Tenía los párpados hinchados, como a causa de alguna alergia.
—¿De verdad? ¡Qué maravilla! ¿Entonces podría atreverme a preguntarle si recuerda mi carta? Soy Horis Antic, lector imperial medio, a su servicio. Le escribí en referencia a ciertas excepcionales similitudes entre su obra, ¡que apenas soy digno de comentar!, y unos perfiles, que he venido observando en los flujos moleculares galácticos…
Hari asintió, alzando una mano para refrenar la cascada de palabras.
—Sí, lo recuerdo. Sus reflexiones eran… —buscó la frase adecuada—. Eran… innovadoras.
No era el término más diplomático que se podía utilizar. Hoy en día, muchos ciudadanos imperiales encontraban la expresión insultante. Pero Hari adivinó en seguida que aquel burócrata tenía un alma excéntrica y no se sentiría ofendido.
—¿De veras? —El pecho de Horis Antic pareció expandirse varios centímetros—. ¿Entonces podría seguir presumiendo y darle una copia de mis datos? Da la casualidad de que llevo una copia encima. Podría usted, ¡a su conveniencia, por supuesto!, compararla con sus maravillosos modelos y ver si mi ruda correlación tiene algún mérito.
El rollizo hombrecito empezó a rebuscar en su túnica. Hari oyó un gruñido sordo de su acompañante, pero contuvo a Kers con un sutil movimiento del dedo. Después de todo, sus días de intriga habían pasado. ¿Quién tendría hoy en día motivo alguno para asesinar al viejo Hari Seldon?
Mientras el nervioso hombrecito buscaba sus datos, Hari advirtió que el uniforme gris estaba bien cortado, adecuado para su gruesa constitución. Por sus insignias de rango, parecía que Horis Antic era bastante veterano en su Orden. Podía ser viceministro en algún mundo provincial, o incluso un oficial de quinto o sexto grado en la jerarquía trantoriana. No se trataba de un personaje augusto, con toda seguridad (los Grises rara vez lo eran). Pero sí alguien que se había convertido en indispensable para unos cuantos nobles y meritócratas, por su capacidad efectiva y silenciosa. Un pura raza entre una clase de monótonos administradores.
Quizás incluso con unas cuantas células cerebrales de sobra, pensó Hari, sintiendo un extraño aprecio hacia el curioso hombrecillo. Las suficientes para tener una afición. Algo interesante que hacer antes de morirse.
—¡Ah, aquí está! —exclamó Antic ansiosamente, sacando una oblea estándar de datos y ofreciéndosela a Hari.
Con sorprendente velocidad, Kers agarró la oblea antes de que Hari pudiera alzar la mano. El sirviente se la guardó en su propio bolsillo, para inspeccionarla con atención más tarde, antes de permitir a Hari tocarla.
Tras parpadear confuso un instante, el burócrata aceptó la situación con un movimiento de cabeza.
—Bien, bien. Sé que esta invasión de su soledad ha sido escandalosamente presuntuosa, pero ya está hecha. Por favor, perdóneme. Y por favor, contacte conmigo si tiene alguna pregunta… en el número de mi casa, por supuesto. Comprenderá que mi análisis no está… bueno, no está relacionado con el trabajo. Así que sería mejor que mis colaboradores y supervisores…
Hari asintió, con una leve sonrisa.
—Por supuesto. Pero en ese caso, dígame: ¿cuál es su trabajo normal? El emblema del cuello de su túnica… No me es familiar.
Ahora el sonrojo de las mejillas de Antic superó el simple efecto de las quemaduras solares. Hari detectó vergüenza, como si el hombre deseara que aquel tema nunca hubiera salido a colación.
—Ah, bueno… ya que lo pregunta, profesor Seldon. —Se enderezó, elevando un poco la barbilla—. Soy Inspector de Zona del Servicio Imperial de Suelos. Pero eso está en mi manuscrito. ¡Y estoy seguro de que verá que sí encaja! Todo quedará claro si…
—Sí, sin duda.
Hari alzó una mano, en un gesto estándar para indicar que la entrevista había terminado. Sin embargo, continuó sonriendo, porque Horis Antic le había divertido y había animado su espíritu.
—Sus ideas recibirán la atención que se merecen, Inspector de Zona. Tiene mi palabra de honor.
En cuanto el humano se marchó y no pudo oírlo, Kers protestó en voz alta.
—Ese encuentro no ha sido ningún accidente.
Hari soltó una carcajada.
—¡Claro que no! Pero no tenemos que volvernos paranoicos. Ese tipo tiene contactos en las capas altas de la burocracia. Probablemente ha pedido algún favor a alguien de los servicios de seguridad. Tal vez ha tenido acceso a las cintas de vigilancia del escuadrón de protección de Linge Chen, para descubrir dónde estaría yo hoy. ¿Y qué?
Hari se volvió para mirar a su servidor a los ojos.
—No quiero que molestes a Dornick ni a Wanda con esto, ¿entendido, Kers? Podrían enviarle a ese pobre hombre los Especiales de Chen, y le harían cosas desagradables.
Hubo una larga pausa mientras Kers Kantun empujaba la silla de Hari hacia la estación de tránsito. Finalmente, el ayudante murmuró:
—Sí, profesor.
Hari volvió a reírse, sintiéndose para variar lleno de fuerza. Ese minúsculo drama (un diminuto e inofensivo atisbo de intriga) parecía traer un recuerdo de los viejos tiempos, aunque el perpetrador fuera un simple aficionado que intentaba hallar algo de color en una vida larga y gris mientras los órganos del imperio se atrofiaban lentamente a su alrededor.
Si una verdad absoluta respecto a la vejez no parecía cambiar nunca, era el insomnio. El sueño era como un viejo amigo que a menudo olvidaba venir de visita, o un nieto que aparecía de vez en cuando, sólo para huir de nuevo, dejándote con los ojos abiertos y solo por la noche.
Podía dar unos pocos pasos sin ayuda, y por eso Hari no se molestó en llamar a Kers mientras pasaba de la cama a la mesa, apoyando su peso en las frágiles piernas como palillos. La silla flotante lo aceptó, ajustándose sensualmente. En una civilización que chirría por la edad, algunas tecnologías todavía avanzan, reflexionó agradecido.
Por desgracia, la falta de sueño no era lo mismo que falta de sentido. Así, durante un rato permaneció allí, mientras sus pensamientos volvían al otro extremo de su vida, recordando.
Hubo una maestra… en el colegio de Helicon… cuando su genio matemático empezaba a desplegar las alas. Siete décadas más tarde, él todavía recordaba su perpetua amabilidad. Algo firme en lo que confiar durante una infancia que se había estremecido con súbitos traumas y pequeñas opresiones. La gente puede ser predecible, le había enseñado al joven Hari. Si descubres sus necesidades y deseos. Bajo su guía, la lógica se convirtió en el cimiento de Hari, su apoyo contra un universo lleno de incertidumbre. Si comprendes las fuerzas que impulsan a la gente, nunca te dejarás sorprender.
Aquella profesora era morena, regordeta, con aspecto, de matrona. Sin embargo, por algún motivo, se mezclaba en sus recuerdos con el otro amor importante su vida. Dors.
Esbelta y alta. La piel como seda de kyrt, incluso cuando tuvo que «envejecer» externamente para aparecer en público como su esposa. Siempre dispuesta a la risa, sin embargo, defendiendo su tiempo creativo como si fuera más precioso que los diamantes. Guardando, su felicidad con más ferocidad que su propia vida.
Los dedos de Hari se extendieron, por costumbre, para alcanzar su mano. Siempre había estado allí. Siempre…
Suspiró, dejando que ambos brazos se desplomaran sobre su regazo. Bueno, ¿cuántos hombres consiguen tener a una esposa que ha sido diseñada desde cero, sólo para él? Saber que había tenido más suerte que multitudes le ayudaba a resarcirse un poco del picor de la soledad. Un poco.
Hubo una promesa. La volvería a ver. ¿O era sólo algo que había soñado?
Finalmente, Hari se cansó de autocompadecerse. El trabajo. Eso sería el mejor bálsamo. Su subconsciente debía de haber estado ocupado durante el breve sueño de esa noche. Lo notaba porque algo le picaba por debajo del cuero cabelludo, en un lugar que sólo los matemáticos habían podido alcanzar. Tal vez tenía que ver con aquel astuto trabajo artístico con los líquenes de los jardines.
—Encendido —dijo, y vio cómo el ordenador desplegaba un bellísimo panorama por todo un lado de la habitación.
La galaxia.
—Ah —dijo. Debía haber estado trabajando en el programa del flujo técnico antes de irse a la cama, un detallito molesto del que el Plan carecía todavía, relacionado con qué zonas y racimos estelares podrían conservar capacidades científicas durante la inminente era oscura, después de la caída del imperio. Esos lugares podrían convertirse en puntos problemáticos cuando la expansión de la Fundación alcanzara el centro galáctico.
Naturalmente, eso será dentro de más de quinientos años. Wanda y Stettin y los Cincuenta piensan que nuestro plan ya estará en funcionamiento entonces, pero yo no.
Hari se frotó los ojos y se inclinó un poco hacia delante, siguiendo pautas que sólo trazaban por encima los arcos de conocidos brazos en espiral. Esta imagen concreta le parecía, en cierto modo, equivocada. Familiar, y, sin embargo…
Con un suspiro, recordó de repente. ¡Aquello no era el problema del flujo técnico! Antes de irse a la cama, había introducido la oblea de datos que le había dado el pequeño burócrata, aquel tal Antic, con la intención de hacer un par de comentarios antes de devolvérsela con una nota de ánimo.
Probablemente será la emoción de su vida, había pensado Hari, justo antes de dar una cabezada. Recordaba vagamente que Kers lo había llevado a la cama después de eso.
Ahora contempló de nuevo la pantalla, escrutando las pautas indicadas y las referencias simbólicas. Al mirar con más atención, advirtió dos cosas.
En primer lugar, Horis Antic no era ningún sabio por descubrir. Las matemáticas eran pedestres, y la mayor parte copiada descaradamente de unas cuantas versiones popularizadas de los primeros trabajos de Hari.
En segundo lugar, las pautas eran extrañamente parecidas a algo que había visto el otro día…
—¡Ordenador! —gritó—. ¡Muestra el mapa galáctico de los mundos del caos!
Junto al simplista modelo de Antic apareció súbitamente una versión enormemente más sofisticada. Una imagen que mostraba la localización y el emplazamiento y la intensidad de peligrosas disrupciones locales durante el último par de siglos. Los estallidos caóticos solían ser raros ya en los viejos días del imperio. Pero en las generaciones recientes habían ido haciéndose cada vez más severos. La llamada Ley Seldon, proclamada durante su mandato como Primer Ministro, ayudó a contener las cosas, manteniendo la paz en la galaxia por un tiempo. Pero el número en aumento de mundos del caos ofrecía un síntoma más de que la civilización no podía aguantar, mucho más. Las cosas se estaban haciendo pedazos.
Por costumbre, sus ojos se posaron en varios desastres pasados de particular importancia.
Sark, donde unos engreídos «expertos» llegaron a revivir los simulacros de Juana de Arco y Voltaire a partir de un antiguo archivo medio calcinado, alardeando de las maravillas que su flamante sociedad nueva podría revelar… hasta que se desplomó a su alrededor.
Madder Loss, cuya orgullosa llamarada amenazó con prender el caos por toda la galaxia, antes de que bruscamente se apagara.
Y Santanni… donde murió Raych entre algaradas callejeras, rebelión y horribles actos de violencia.
Con la boca seca, Hari ordenó:
—Superpón ambas imágenes. Haz un simple aumento correlativo, tipo seis. Muestra los rasgos comunes.
Las dos imágenes avanzaron la una hacia la otra, mezclándose y transformándose mientras el ordenador medía y enfatizaba las similitudes. En unos instantes, el veredicto pudo verse con símbolos, girando alrededor de la rueda galáctica.
Una correlación causal del quince por ciento… entre la aparición de los mundos del caos y… y…
Hari parpadeó. Ni siquiera podía recordar qué tonterías había estado farfullando el burócrata. ¿Algo referido a las moléculas del espacio? ¿Diferentes tipos de… polvo?
Casi gritó pidiendo un enlace visófono inmediato, para despertar a Horis Antic, en parte como venganza por haber arruinado su propio sueño.
Aferrándose a los brazos de la silla, se lo pensó mejor, recordando lo que le había enseñado Dors cuando vivían juntos como marido y mujer.
—No te apresures con lo primero que se te venga a la mente, Hari. Ni ataques siempre de modo frontal. Esas tendencias tal vez hayan servido a los machos en la época en que deambulaban por la jungla, como los pans primitivos. ¡Pero tú eres un catedrático imperial! Engáñalos siempre haciéndoles creer que eres una persona digna.
—Bueno, la verdad es que soy…
—¡Un simio grande! —Dors se había echado a reír, frotándose contra él—. Mi mono. Mi maravilloso humano.
Con aquel doloroso recuerdo, recuperó un poco la calma. Lo suficiente para esperar a que hubiera respuestas.
Al menos hasta el día siguiente.