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Diez minutos antes de aterrizar en Panucopia, se retiró a su camarote protegido. Metió la mano bajo la camisa y desplegó un trozo de tela oscura. La depositó sobre la mesita, silenciosa y pasiva, hasta que su cerebro positrónico envió un estallido de microondas en clave. Entonces la superficie fluctuó y un rostro humano cobró súbitamente vida: una joven de pelo rapado expresión ceñuda y con mucha más experiencia propia de los años que aparentaba. Sus ojos azules escrutaron a Dors, evaluándola, antes de que la imagen hablara por fin.

Han pasado meses desde la última vez que contactaste conmigo, Dors Venabili. ¿Mi presencia te hace sentirte incómoda?

—Eres un simulacro humano resucitado sintéticamente, Juana, y, por tanto, un artículo de contrabando. Tu posesión va contra la ley.

Contra la ley humana. Pero los ángeles pueden ver lo que no ven los hombres.

—Ya te lo he dicho antes, soy un robot, no un ángel.

La juvenil figura se encogió de hombros. Los eslabones de su cota de malla tintinearon.

Eres inmortal, Dors. No piensas más que en servir a la humanidad caída, restaurando oportunidades que han sido desperdiciadas por la obstinación de los hombres. Eres la encarnación de la fe en la redención definitiva. Todo eso parece apoyar mi interpretación.

—Pero mi fe no es la misma que la tuya.

La réplica de Juana de Arco sonrió.

Eso me habría importado antes, cuando fui devuelta a la vida por primera vez, o estimulada artificialmente, en esta extraña época nueva. Pero el tiempo que pasé con el simulacro de Voltaire me ha cambiado. ¡No tanto como él esperaba! Pero sí lo suficiente para aprender cierta cantidad de prag-ma-tis-mo.

Pronunció la última palabra haciendo una suave mueca.

Mi amada Francia es ahora una tierra yerma y envenenada en un mundo arruinado, y el cristianismo fue olvidado hace tiempo, así que me aferraré a lo que esté más cerca.

»Después de haber visto a Daneel Olivaw, puedo reconocer a un auténtico apóstol de casta bondad y santo autosacrificio. Sus seguidores persiguen el bien, para beneficiar a incontables almas humanas que sufren.

»Y por eso pregunto, querido ángel, ¿qué puedo hacer ti?

Dors reflexionó. Esta era sólo una copia del simulacro de Juana. Habían dispersado millones por el medio interestelar, junto con la misma cantidad de Voltaires y un grupo de entidades meméticas, para que los vientos de supernova los sacaran de la galaxia, parte de un trato que Hari había acordado cuarenta años antes para mantener a las entidades cibernéticas alejadas de Trantor. Hasta que fueron desterrados, los seres de software podrían haberse convertido en un imponderable para los asuntos humanos, potenciales destructores del Plan Seldon.

A pesar de todos los esfuerzos por deshacerse de ellos, unos cuantos duplicados permanecían «atascados» en el mundo real. Aunque ella tomaba precauciones para mantener a este simulacro aislado, Dors sentía irresistible simpatía por Juana. De cualquier forma, el cercano encuentro con Lodovik le provocaba una abrumadora necesidad de hablar con alguien.

Tal vez es por esos años en que podía contárselo todo a Hari. El único hombre en el cosmos que lo sabía todo acerca de los robots y nos consideraba sus mejores amigos. Durante breves décadas me acostumbré a la idea de consultar con un humano. Me parecía algo natural y adecuado.

Sé que Juana no es más humana que yo. ¡Pero siente y actúa como si lo fuera! Tan llena de conflictos, y, sin embargo, tan tempestuosamente segura de sus opiniones.

Dors admitía que parte de su atracción podía deberse a la envidia. Juana no tenía cuerpo ninguno, ni sensaciones físicas. No tenía poder en el mundo real.

Sin embargo, siempre se consideraría a sí misma mujer apasionada y auténtica.

—Me enfrento a un dilema —le dijo por fin Dors al simulacro—. Un enemigo me ha invitado a una reunión.

Ah —Juana asintió—. Un parlamento-de-guerra. ¿Y temes que se trate de una trampa?

—Sé que es una trampa. Me ha ofrecido un «regalo». Y sé que tiene que ser peligroso. Lodovik quiere atraparme de algún modo.

¡Una prueba de fe! —Juana dio una palmada—. Naturalmente, estoy familiarizada con ellas. Mis años de relación con Voltaire me expusieron a muchas.

»Por tanto, la respuesta a tu pregunta es obvia, Dors.

—¡Pero no has oído ningún detalle!

No tengo que hacerlo. Debes enfrentarte a este desafío. Decídete y sobreponte a tus dudas.

»Ve, dulce ángel, y confía en tu fe en Dios.

Dors sacudió la cabeza.

—Ya te he dicho antes…

Pero el simulacro alzó una mano antes de que Dors pudiera finalizar, interrumpiéndola.

Sí por supuesto. El Dios que yo adoro es sólo una superstición.

»En ese caso, querida robot… ve y confía en tu fe en la Ley Cero de la Robótica.