1

En cuanto a mí… estoy acabado.

Esas palabras resonaban en la mente de Hari. Se le pegaban, como la gruesa manta que su cuidador seguía alisándole sobre las piernas, aunque hacía un día caluroso en los jardines imperiales.

Estoy acabado.

La implacable frase era su compañera inseparable.

… acabado.

Delante de Hari Seldon se recortaban las montañas de Shoufeen Woods, una agreste porción de los terrenos del Palacio Imperial donde plantas y animalillos de toda la galaxia se mezclaban en completo desorden, tropezando y extendiéndose sin barreras. Los altos árboles incluso bloqueaban de la visión el contorno, siempre presente, de las torres de metal. El poderoso mundo-ciudad que rodeaba esta pequeña isla-bosque.

Trantor.

Si entrecerraba los ojos, casi podía fingir que se hallaba en un planeta distinto… un planeta que no hubiera sido arrasado y sometido al servicio del Imperio Galáctico de la Humanidad.

El bosque molestaba a Hari. Su total ausencia de líneas rectas parecía perversa, un tumulto verdoso que desafiaba cualquier esfuerzo por descifrarlo o decodificarlo. Las geometrías resultaban impredecibles, incluso caóticas.

Mentalmente, se dirigió al caos, tan vibrante y falto de disciplina. Le habló como a un igual. Su gran enemigo.

Toda mi vida he luchado contra ti, usando las matemáticas para vencer la vasta complejidad de la naturaleza. Con las herramientas de la psicohistoria sondeé las matrices de la sociedad humana, arrancando orden a esa compleja maraña. Y cuando mis victorias siguieron pareciendo incompletas, usé la política y los engaños para combatir la incertidumbre, tratándote como si fueras un enemigo que tuviera delante.

Entonces, ¿por qué ahora, en mi momento de supuesto triunfo, te oigo llamarme? ¿A ti, caos, mi viejo enemigo?

La respuesta de Hari fue la misma frase que seguía hilvanando sus pensamientos.

Porque estoy acabado.

Acabado como matemático.

Había pasado más de un año desde la última vez que Stettin Palver o Gaal Dornick o cualquier otro miembro de los Cincuenta consultaron a Hari una permutación seria o una revisión del «Plan Seldon». Su respeto y reverencia hacia él no habían cambiado. Pero sus urgentes tareas los mantenían ocupados. Además, cualquiera se daba cuenta de que su mente ya no tenía habilidad para hacer malabarismos con una miríada de abstracciones al mismo tiempo. Hacían falta la agilidad mental, la concentración y la arrogancia de un hombre más joven para desafiar los algoritmos hiperdimensionales de la psicohistoria. Sus sucesores, escogidos entre las mejores mentes de veinticinco millones de mundos, tenían todas esas cualidades en abundancia.

Pero Hari no podía seguir soportando las vanaglorias. Quedaba demasiado poco tiempo.

Acabado como político.

¡Cómo odiaba esa palabra! Fingía, incluso ante sí mismo, que sólo quería ser un manso académico. Naturalmente, había sido sólo una maravillosa pose. Nadie ascendía hasta convertirse en Primer Ministro de todo el universo humano sin el talento y la audacia de un manipulador maestro. Oh, había sido un genio en ese campo también, había ejercido el poder con desdén, derrotando enemigos, alterando las vidas de trillones de seres… mientras se quejaba continuamente de que odiaba el trabajo. Tal vez alguien pudiera observar esos logros juveniles con irónico orgullo. Pero no Hari Seldon.

Acabado como conspirador.

Había ganado cada batalla, vencido en cada competición. Un año antes, Hari manipuló sutilmente a los actuales gobernantes imperiales con el fin de crear las circunstancias ideales para que su plan psicohistórico secreto floreciera. Pronto, cien mil exiliados serían abandonados en un sombrío planeta, el lejano Terminus, con el encargo de producir una gran Enciclopedia Galáctica. Pero ese objetivo superficial se resquebrajaría al cabo de medio siglo, para revelar el auténtico objetivo de esa Fundación en el borde de la galaxia: ser el embrión de un imperio más vigoroso mientras el antiguo caía. Durante años, ese había sido el foco de sus ambiciones diarias y de sus sueños nocturnos. Sueños que se extendían hacia delante, más allá de mil años de colapso social, más allá de una era de sufrimiento y violencia, hasta un nuevo florecer humano. Un destino mejor para la humanidad.

Sólo ahora había terminado su papel en esa gran empresa. Hari acababa de escribir los mensajes destinados a la Cripta Temporal de Terminus, una serie de sutiles boletines que con el tiempo impulsarían o animarían a los miembros de la Fundación mientras se abalanzaban hacia un brillante mañana preordenado por la psicohistoria. Cuando el último mensaje estuvo almacenado y a salvo, Hari sintió un cambio en la actitud de quienes lo rodeaban. Todavía era estimado, incluso venerado. Pero ya no era necesario.

Un signo claro había sido la marcha de sus guardaespaldas: un trío de robots humaniformes que Daneel Olivaw le había asignado para su protección hasta que terminaran las transcripciones. Sucedió allí mismo, en el estudio de grabación. Un robot (hábilmente disfrazado de joven y fornido técnico médico) se agachó para hablarle a Hari al oído.

Ahora debemos marcharnos. Daneel tiene misiones urgentes para nosotros. Pero me encargó que le comunicara su promesa. Daneel vendrá pronto a visitarlo. Ustedes dos volverán a verse, antes del fin.

Tal vez aquella no fuera la manera más agradable de expresarlo. Pero Hari siempre había preferido la ruda franqueza por parte de sus amigos y familiares.

Sin cortapisas, una clara imagen del pasado asomó a su mente: su esposa, Dors Venabili, jugando con Raych, su hijo. Suspiró. Tanto Dors como Raych habían muerto hacía mucho tiempo… junto con casi todos los demás eslabones que lo unían a otras almas.

Esto le sirvió para redondear la frase que seguía girando en su mente…

Acabado como persona.

Los doctores luchaban por alargarle la vida, aunque ochenta años de edad eran muy pocos para morir de decrepitud en aquellos días. Pero Hari no le encontraba ningún sentido de por sí a la mera existencia. Sobre todo si ya no podía analizar el universo o influir sobre él.

¿Por eso vengo aquí a este bosquecillo? Observó el bosque, salvaje e impredecible, un mero remanso en el Parque Imperial, que medía ciento cincuenta kilómetros a cada lado, la única extensión vegetal en la corteza metálica de Trantor. La mayoría de los visitantes preferían las hectáreas de pulcros jardines abiertos al público, llenos de flores extravagantes y bien ordenadas.

Pero Shoufeen Woods parecía llamarlo.

Aquí, desenmascarado de las murallas opacas de Trantor, puedo ver el caos en el follaje, día a día, y en las brillantes estrellas de la noche. Puedo oír el caos desafiándome… diciendo que no he vencido.

Ese sombrío pensamiento provocó una sonrisa que resquebrajó las arrugas de su cara.

¿Quién habría pensado, a estas alturas de mi vida, que acabaría por tomarle gusto a la justicia?

Kers Kantun arregló de nuevo la manta de su regazo y le preguntó solícito:

—¿Se encuentra bien, doctor Seldon? ¿No deberíamos iniciar ya el regreso?

El criado de Hari tenía el acento pastoso (y la piel verdosa) de los valmoril, una subespecie humana que se había extendido por el aislado Cúmulo Corithi y vivido allí aislada durante tanto tiempo que a aquellas alturas sus miembros sólo podían mezclarse con otras razas pretratando esperma y óvulos con enzimas. Kers había sido elegido enfermero de Hari y último guardián tras la marcha de los robots. Realizaba ambas funciones con silenciosa determinación.

—Este lugar salvaje me hace sentirme incómodo, doctor. ¿De verdad le agrada esta brisa?

A Hari le habían dicho que los padres de Kantun llegaron a Trantor siendo jóvenes Grises (miembros de la casta diplomática) que esperaban pasar unos cuantos años de servicio en el planeta capital, entrenándose en dormitorios monacales, para luego regresar a la galaxia como administradores del enorme servicio civil. Pero fluctuaciones de talento y promoción intervinieron para mantenerlos allí, educando un hijo entre las cavernas de acero que odiaban. Kers heredó de sus padres el famoso sentido del deber valmoril, o de lo contrario Daneel Olivaw nunca lo habría elegido para que asistiera a Hari en sus últimos días.

Puede que ya no sea útil, pero algunas personas aún piensan que merece la pena cuidar de mí.

Hari consideraba más persona a R. Daneel Olivaw que a la mayoría de los humanos que había conocido.

Durante décadas, Hari había mantenido cuidadosamente en secreto la existencia de los «eternos», robots que habían cuidado del destino de la humanidad durante veinte mil años, máquinas inmortales que ayudaron a crear el primer Imperio Galáctico y luego instaron a Hari a planear un sucesor. De hecho, Hari pasó la parte más feliz de su vida casado con uno de ellos. Sin el afecto de Dors Venabili ni la ayuda y protección de Daneel Olivaw, nunca habría podido crear la psicohistoria ni puesto en marcha el Plan Seldon.

Ni habría descubierto lo inútil que iba a ser todo ello, a la larga.

El viento entre los árboles cercanos parecía burlarse de Hari. En ese sonido oyó el eco de sus propias dudas.

La Fundación no puede conseguir la tarea que tiene planteada. En alguna parte, en algún momento durante los próximos mil años, una perturbación conmocionará los parámetros psicohistóricos, desplazando el impulso estadístico, desviando el curso de tu Plan.

Por supuesto, quiso gritarle al céfiro. ¡Pero ya se contaba con eso! ¡Habría una Segunda Fundación, una secreta, dirigida por sus sucesores, quienes ajustarían el Plan a medida que pasaran los años, proporcionando contramedidas para mantenerlo en su curso!

Sin embargo, la molesta voz regresó.

¿Una diminuta colonia oculta de matemáticos y psicólogos hará todo eso, en una galaxia que se inclina rápidamente hacia la violencia y la ruina?

Durante años esto había parecido un fallo… hasta que el destino fortuito proporcionó una respuesta: los mentálicos, una cadena mutante de humanos con impresionantes habilidades para sentir y alterar las emociones y la memoria de los demás. Estos poderes eran aún débiles, pero hereditarios. El propio hijo adoptivo de Hari, Raych, transmitió el talento a una hija, Wanda, ahora líder del Proyecto Seldon. Habían reclutado a todos los mentálicos que pudieron encontrar, para que se fueran casando con los descendientes de los psicohistoriadores. Después de unas cuantas generaciones de mezcla genética, la clandestina Segunda Fundación debería tener herramientas potentes para proteger su Plan contra las desviaciones que tuvieran lugar en los siglos venideros.

¿Y qué?

El bosque se burló una vez más.

¿Qué tendrás entonces? ¿Será gobernado el Segundo Imperio por una élite en la sombra? ¿Un grupo secreto de psíquicos humanos? ¿Una aristocracia de semidioses mentálicos?

Aunque esta nueva élite tuviera como objetivo un buen fin, la perspectiva le dio escalofríos.

La sombra de Kers Kantun se inclinó más cerca, observándolo con preocupación. Hari desvió su atención de la brisa cantarina y finalmente le respondió a su sirviente:

—Ah… lo siento. Naturalmente, tienes razón. Regresemos. Me encuentro fatigado.

Pero mientras Kers guiaba la silla de ruedas hacia una estación de tránsito oculta, Hari pudo oír de nuevo al bosque, burlándose de la obra de su vida.

La élite mentálica es sólo una capa, ¿no es así? La Segunda Fundación oculta otra verdad, y luego otra.

Más allá de tu propio Plan, una mente más grande que la tuya ha trazado otro distinto. Una mente más fuerte, más dedicada y muchísimo más paciente. Un plan que utiliza el tuyo, al menos por el momento… pero que al final hará que la psicohistoria carezca de significado.

Con la mano izquierda, Hari rebuscó bajo su túnica hasta encontrar un liso cubo de piedra preciosa, un regalo de despedida de su amigo y guía R. Daneel Olivaw. Mientras acariciaba la antigua superficie del archivo, murmuró, demasiado bajo para que Kers pudiera oírle:

—Daneel, me prometiste que vendrías a responder todas mis preguntas. Tengo muchas, antes de morir.